Capítulo 11 LA RUEDA DE MOLINO

Truecacuentos despertó. Alguien lo estaba sacudiendo. Afuera todo estaba en sombras, pero ya era hora de ponerse en marcha.

Se sentó, se desperezó un rato y se regocijó al notar los pocos nudos y achaques que tenía en esos días, después de dormir en un lecho mullido. Podría acostumbrarme a esto, pensó. Podría gustarme vivir aquí.

El tocino era tan graso que desde allí podía oírlo crepitando en la cocina.

Iba a ponerse las botas cuando Mary llamó a la puerta.

—Estoy más o menos presentable —respondió él.

La joven entró, llevando dos pares de calcetines largos y gruesos.

—Yo misma los tejí —explicó. —Ni en Filadelfia podría comprar calcetines tan gruesos… —comentó Truecacuentos.

—Aquí, en la región del Wobbish, el invierno es muy frío, y… —no concluyó. Se ruborizó, hundió la cabeza y desapareció de la habitación.

Truecacuentos se puso los calcetines, sobre ellos las botas, y sonrió. No le molestaba aceptar pequeños obsequios como ése. Trabajaba tanto como el que más, y había dedicado muchos esfuerzos a preparar la granja para el invierno. Era bueno reparando tejados: le gustaba trepar y no se mareaba. Con sus propias manos había comprobado que casa, graneros, gallinero y cobertizos estuvieran firmes y secos.

Y sin que nadie lo decidiera había preparado el molino para que recibiera una nueva rueda. El mismo había cargado íntegramente el heno del suelo del molino. Cinco carretas llenas. Y los mellizos, que todavía no tenían granja propia, puesto que se habían casado ese verano, se ocuparon de cargarlo todo en el granero grande. Y sin que Miller tuviera que tocar una sola horquilla. Truecacuentos se ocupó de ello, sin llamar la atención de nadie, y Miller no insistió.

Pero no todo marchaba tan bien, Ta-Kumsaw y sus pieles rojas shaw-nee espantaban a tantos pobladores a lo largo del camino a Ciudad Cartago que todos estaban con los nervios de punta. Estaba bien que el Profeta tuviera su gran ciudad con miles de pieles rojas al otro lado del río, y que hablaran de que nunca levantarían sus manos en son de guerra por ningún motivo. Pero había muchos pieles rojas que sentían, como Ta-Kumsaw, que había que empujar a los blancos hasta las costas del Atlántico y obligarlos a retornar a Europa, con o sin barcos. Se hablaba de guerra y se aseguraba que, allí en Cartago, Bill Harrison era feliz avivando esta particular llama, por no hablar de los franceses de Detroit, que siempre alentaban a los indios para que atacaran a los colonos americanos sobre las tierras que, según los franceses, pertenecían a Canadá.

En la aldea de Iglesia de Vigor todos hablaban de eso, pero Truecacuentos sabía que Miller no lo tomaba muy en serio. Pensaba que los pieles rojas sólo eran payasos autóctonos y que todo lo que querían era engullir todo el whisky que pudiesen encontrar. Truecacuentos había visto esta actitud anteriormente, pero sólo en Nueva Inglaterra. Los yanquis, al parecer, no advertían que todos los pieles rojas de Nueva Inglaterra que tenían dos dedos de frente se habían trasladado al estado de Irrakwa. Sin duda a los yanquis les abriría los ojos saber que los de Irrakwa trabajaban duramente con sus máquinas de vapor compradas directamente a Inglaterra, y que en la región de los lagos un blanco llamado Eli Whitney los ayudaba a construir una fábrica capaz de producir armas veinte veces más rápido que nunca antes. Un día de éstos, los yanquis despertarían y descubrirían que no todos los pieles rojas eran borrachos sin remedio. Más de un blanco tendría que darse prisa para poder alcanzarlos.

Pero mientras tanto, Miller no tomaba muy en serio la chachara sobre la guerra.

—Todos sabemos que hay pieles rojas en los bosques. No se puede impedir que anden merodeando, pero a mí jamás me faltó ni un pollo. Por ahora, no veo que sean un problema…

—¿Más tocino? —preguntó Miller. Empujó la tabla con el tocino sobre la mesa, hacia Truecacuentos.

—No estoy acostumbrado a comer tanto por las mañanas —dijo Truecacuentos—. Desde que estoy aquí, en cada comida me he embuchado más de lo que antes comía en todo un día.

—Estaba en los huesos… —comentó Fe. Le acercó un par de bollos calientes untados con miel.

—No puedo dar un solo bocado más —se disculpó Truecacuentos.

Los bollos desaparecieron del plato de Truecacuentos.

—Pues ya son míos —intervino Al Júnior.

—No te abalances así sobre la mesa —lo reconvino Miller—. Y además, no podrás comerte esos dos bollos.

Pero en tiempo relativamente corto, Alvin se encargó de demostrar que su padre se equivocaba. Luego se limpiaron la miel de las manos, se calzaron los guantes y partieron hacia la carreta. Y mientras Calma y David se acercaban cabalgando desde el pueblo, asomó la primera luz de la alborada. Al Júnior trepó por la parte trasera de la carreta, junto con las herramientas, sogas, tiendas y provisiones. Tardarían unos días en regresar.

—¿Esperamos a los mellizos y a Mesura? —preguntó Truecacuentos.

Miller subió de un salto al asiento de la carreta.

—Mesura ya está en camino, derribando troncos para construir el trineo de carga. Y Previsión y Moderación se quedarán aquí, para turnarse de casa en casa. —Sonrió—. No podemos dejar indefensas a las mujeres con todo lo que se rumorea sobre los salvajes pieles rojas, ¿verdad?

Truecacuentos le devolvió la sonrisa. Era bueno saber que Miller no era tan confiado como parecía.

El trecho hasta la cantera era bastante largo. Durante la marcha dejaron atrás los restos de una carreta con una rueda de molino partida en el mismo centro.

—Ése fue nuestro primer intento —explicó Miller—. Pero al bajar por esta colina escarpada se partió un eje y toda la carreta cayó bajo el peso de la piedra.

Se acercaron a un arroyo de buen caudal, y Miller contó que en dos ocasiones habían tratado de llevar las ruedas de molino flotando sobre una balsa, pero que las dos veces la balsa se hundió.

—Hemos tenido mala suerte —dijo Miller, pero en su rostro se veía que para él era algo personal, como si alguien se hubiera esforzado para que las cosas resultaran un fracaso.

—Por eso esta vez usaremos un trineo y rodillos —explicó Alvin Júnior desde la parte de atrás—. Nada puede caerse, nada puede romperse, y aunque así fuera sólo serán troncos, y podremos conseguir con qué reemplazarlos.

—Mientras no llueva —dijo Miller—. Ni nieve…

—El cielo se ve despejado —comentó Truecacuentos.

—El cielo es un embustero —dijo Miller—. Siempre que quiero hacer algo, el agua se interpone en mi camino…

Llegaron a la cantera cuando el sol estaba en lo alto, pero aún lejos del mediodía. Desde luego, el viaje de regreso sería mucho más prolongado. Mesura ya había derribado seis gruesos troncos jóvenes y unos veinte más pequeños. David y Calma pusieron manos a la obra y se dedicaron a arrancarles las ramas y dejarlos lo más lisos posible. Para sorpresa de Truecacuentos, fue Al Júnior quien tomó el saco con las herramientas de cantero y se encaminó hacia las rocas.

—¿Dónde vas? —le preguntó.

—Ah, tengo que encontrar un buen sitio donde cortar—fue la respuesta del pequeño.

—Tiene ojo para la piedra —comentó Miller. Pero sabía más de lo que decía.

—Y cuando encuentres la piedra, ¿qué harás? —preguntó Truecacuentos.

—Pues la cortaré. —Alvin avanzó por el camino con la arrogancia del niño que se sabe capaz de hacer la tarea de un hombre.

—Es que también tiene mano para la piedra —agregó Miller.

—Sólo tiene diez años —le recordó Truecacuentos.

—Su primera rueda la cortó a los seis —repuso el padre.

—¿Me está diciendo que se trata de un don?

—No estoy diciendo nada.

—¿Me responderá a esto, Alvin Miller? Dígame si por casualidad es usted séptimo hijo varón.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Los que saben de estas cosas dicen que el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón nace sabiendo cómo se ven las cosas por debajo de la superficie. Por eso son tan buenos para descubrir manantiales.

—¿Eso dicen?

Mesura se acercó, se plantó frente a su padre, se puso las manos en las caderas y no ocultó su exasperación.

—Papá, ¿qué hay de malo en decírselo? En toda la región no hay nadie que no lo sepa…

—Quizá piense que Truecacuentos ya sabe más de lo que me gustaría que supiera por ahora…

—Eso es muy poco amable, Pa. ¿Cómo puede decir eso a un hombre que ha demostrado ser todo un amigo en más de una ocasión…?

—No tiene que decirme nada que no quiera que sepa —le detuvo Truecacuentos.

—Pues entonces seré yo quien se lo diga —dijo Mesura—. Papá es séptimo hijo varón. Ahilo tiene.

—Como Al Júnior. ¿O me equivoco? —aventuró Truecacuentos—Jamás lo habéis dicho, pero imagino que cuando un hombre da su propio nombre a un hijo que no es su primogénito es porque ha de ser el séptimo varón.

—Nuestro hermano mayor, Vigor, murió en el río Hatrack minutos después de que Alvin naciera —dijo Mesura.

—Hatrack… —repitió Truecacuentos.

—¿Conoce el lugar? —preguntó Mesura. —Conozco todos los lugares. Pero por alguna razón ese nombre me hace pensar que tendría que haberlo recordado antes, y no sé por qué. Séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón. ¿Extrae la rueda de molino de la roca con un conjuro? —Nadie diría eso… —repuso Mesura. —La corta —dijo Miller—. Como cualquier tallador de piedra.

—Es un niño corpulento, pero sigue siendo un niño, de todas formas —comentó Truecacuentos.

—Digamos —intervino Mesura— que cuando él corta la piedra es más blanda que cuando lo hago yo.

—Le agradecería que se quedara aquí y ayudara con las muescas y los troncos. Necesitaremos un trineo bien firme y rodillos lisos de verdad. —Lo que no dijo, pero Truecacuentos entendió tan claro como el día, fue: quédese aquí y no haga demasiadas preguntas sobre Al.

Y así, Truecacuentos trabajó con David, Mesura y Calma toda la mañana y buena parte de la tarde. Y mientras tanto, todo el tiempo oía el repiqueteo del hierro sobre la piedra. El trabajo de Alvin Júnior sobre la roca marcaba a los demás el ritmo de la labor, si bien nadie lo comentó.

Pero Truecacuentos no era de los que saben trabajar en silencio. Ya que los demás al principio no se mostraban muy inclinados a conversar, fue él quien contó historias todo el rato. Y como no eran niños sino adultos, no les contó sólo historias de aventuras, héroes y muertes trágicas.

De hecho, dedicó casi toda la tarde a contar la saga de John Adams: cómo fue que una muchedumbre de Boston quemó su casa después de que hubiera logrado la absolución de diez mujeres acusadas de brujería. Cómo Alex Hamilton lo invitó a la isla de Manhattan, donde ambos se dedicaron al ejercicio del Derecho. Cómo en diez años se las ingeniaron para que el gobierno holandés tuviera que permitir la inmigración ilimitada de gentes que no hablaran el holandés, hasta que en Nueva Ámsterdam y Nueva Orange los ingleses, escoceses, galeses e irlandeses fueron mayoría, y en Nueva Holanda, la principal minoría. Cómo lograron que en 1780 el inglés fuera declarado segunda lengua oficial, justo a tiempo para que las colonias holandesas se convirtieran en tres de los siete estados originales que firmaron el Pacto Americano.

—Apuesto a que por aquel entonces los holandeses debían odiar a esos tipos —dijo David.

—Bueno. No creas que eran tan malos políticos —repuso Truecacuentos—. Los dos aprendieron a hablar holandés mejor que muchos nativos, e hicieron que sus hijos se educaran hablando holandés en colegios holandeses. Eran holandeses hasta el tuétano, hijos, hasta el punto que cuando Alex Hamilton se presentó a gobernador de Nueva Ámsterdam, y John Adams, para presidente de los Estados Unidos, ambos obtuvieron más votos entre los holandeses de Nueva Holanda que entre los escoceses e irlandeses.

—Es decir, que si me presento a alcalde podría conseguir que los suecos y los holandeses que hay sobre el río me votaran —dijo David.

—Ni yo te votaría —repuso Calma.

—Pues yo sí—afirmó Mesura—. Y espero que algún día te presentes de verdad…

—No puede hacerlo —indicó Calma—. Éste ni siquiera es un pueblo como Dios manda…

—Lo será —aseguró Truecacuentos—. Lo he visto antes. Cuando este molino se ponga en marcha, no pasará mucho tiempo antes de que haya trescientas familias viviendo entre vuestro molino y la iglesia de Vigor.

—¿Lo cree usted así?

—Ahora ya hay nuevos viajeros que se acercan a la tienda de Soldado de Dios tres o cuatro veces al año —dijo Truecacuentos—. Pero cuando puedan comprar harina vendrán mucho más a menudo. Durante algún tiempo preferirán vuestro molino a cualquier otro que se instale aquí, puesto que tenéis un camino llano y buenos puentes.

—Si el molino da dinero —dijo Mesura—, Papá encargará seguro a Francia una piedra Buhr. Teníamos una en West Hampshire, antes de que la inundación rompiera el molino. Y una piedra Buhr significa harina blanca y fina.

—Y harina blanca significa buenos negocios —agregó David—. Nosotros, los mayores, nos acordamos. —Sonrió con aire de conocedor—. Allí casi fuimos ricos…

—Así —prosiguió Truecacuentos—, con semejante tráfico, no sólo habrá una tienda, una iglesia y un molino. Sobre el Wobbish hay buena arcilla blanca. Seguramente algún alfarero se instalará y fabricará vasijas para todo el territorio.

—Ojalá se dieran prisa con eso —dijo Calma—. Mi esposa me tiene enfermo con todo lo que le fastidia tener que servir la comida en platos de latón.

—Así es como crece un pueblo —sentenció Truecacuentos—. Una buena tienda, una iglesia, luego un molino y entonces una alfarería. Y también ladrillos, para el caso. Y cuando esto sea un pueblo…

—David podrá ser alcalde —concluyó Mesura.

—Yo no —dijo David—. Para mí es demasiado todo ese asunto de la política. Ésas son las aspiraciones de Soldado de Dios…

—La aspiración de Soldado es ser rey —comentó Calma.

—No seas descortés —repuso David.

—Es la verdá —insistió Calma—. Si pensara que el puesto está vacante, también trataría de ser Dios.

Mesura se explicó a Truecacuentos:

—Calma y Soldado de Dios no hacen buenas migas.

—No es buen marido quien llama bruja a su mujer —dijo Calma con acritud.

—¿Y por qué habría de hacer semejante cosa? —preguntó Truecacuentos.

—Bueno, sin duda ya no lo hace —intervino Mesura—. Ella le prometió no hacerlo más. Utiliza sus dones en la cocina. Es una vergüenza obligar a una mujer a que lleve adelante su hogar con sólo sus dos manos.

—Es suficiente —dijo David. Truecacuentos alcanzó a ver su mirada alerta por el rabillo del ojo.

Obviamente, no confiaban aún en Truecacuentos para dejarle saber la verdad. De modo que el anciano confesó estar en posesión del secreto.

—A mí me parece que ella emplea más que lo que Soldado sospecha… —dijo Truecacuentos—. En el porche de su casa hay un ingenioso conjuro hecho de cestas. Y ante mis propios ojos hizo un conjuro de tranquilidad el día que llegué al pueblo.

Entonces el trabajo se interrumpió un instante. Nadie lo miró, pero durante un segundo tampoco se hizo nada. Sólo pensaron en que Truecacuentos sabía el secreto de Eleanor y que no lo había contado a ningún extraño. Ni a Soldado de Dios Weaver. Pero una cosa era que él lo supiera y otra que ellos se lo confirmaran. De modo que no dijeron una sola palabra y regresaron a las muescas y a los troncos.

Truecacuentos rompió el silencio retornando al asunto principal.

—No pasará mucho tiempo antes de que estas tierras occidentales tengan población suficiente para llamarse estados, y de que soliciten unirse al Pacto Americano. Cuando eso suceda, hará falta gente honesta que ocupe los cargos.

—Aquí en las tierras inhóspitas no encontrará ningún Hamilton, ni Adams ni Jefferson… —comentó David.

—Tal vez no —dijo Truecacuentos—, pero si vosotros, los jóvenes del lugar, no establecéis vuestro propio gobierno, podéis apostar a que habrá un sinfín de hombres de la ciudad deseosos de hacerlo por vosotros. Así fue como Aaron Burr llegó a ser gobernador de Suskwahenny antes de que Daniel Boone lo matara de un disparo en el noventa y nueve…

—Tal como lo dice usté —juzgó Mesura—, parece un asesinato. Pero fue un duelo justo.

—Tal como yo lo veo —repuso Truecacuentos—, un duelo no es más que dos asesinos que convienen en turnarse para tratar de asesinar al otro.

—No cuando uno de ellos es un justo hombre de tierra adentro y el otro es un embustero advenedizo de la ciudá—dijo Mesura.

—No quiero que ningún Aaron Burr trate de ser gobernador del territorio de Wobbish —dijo David—. Y si hay alguien como él, es ese Bill Harrison, allá en Ciudad Cartago. Antes que votarle a él votaría a Soldado de Dios.

—Y antes que votar a Soldado de Dios yo te votaría a ti —aseguró Truecacuentos.

David gruñó. Siguió pasando cuerdas por entre las muescas de los troncos del trineo para ajustarlos entre sí. Truecacuentos hacía lo mismo del otro lado. Cuando llegó al sitio donde debía hacer los nudos, Truecacuentos se dispuso a atar ambos extremos de la cuerda.

—Aguarde —lo interrumpió Mesura—. Iré a buscar a Al Júnior. —Mesura subió al trote la ladera de la colina.

Truecacuentos dejó caer los extremos de la cuerda.

—¿Alvin ata los nudos? Habría pensado que unos hombres como vosotros podríais hacerlo mejor…

David sonrió.

—Tiene un don…

—¿Y vosotros no tenéis ningún don?

—Algunos.

—David tiene cierto don con las damas… —dijo Calma.

—Calma tiene pies de bailarín en los rodeos. Y nadie toca el violín como él, tampoco —dijo David—. No siempre afina, pero hay que ver cómo le da al arco…

—Mesura, donde pone el ojo pone la bala —opinó Calma—. Ve las cosas a mucha más distancia que cualquiera de nosotros.

—Todos tenemos lo nuestro —agregó David—. Los mellizos tienen el don de saber dónde van a surgir los problemas y el de estar allí justo a tiempo.

—Y Papá sabe unir cosas. Cuando hay que hacer muebles, le pedimos a él que se ocupe de las junturas de madera.

—Y las mujeres tienen dones de mujer…

—Pero, con todo —concluyó Calma—, no hay otro como Alvin Júnior.

David asintió gravemente.

—La verdá, Truecacuentos, es que parece no darse cuenta de ello. Lo que quiero decir es que siempre que algo le sale bien se muestra sorprendido. Cuando le encargamos alguna labor, no sabe cómo ocultar su agrado. Jamás le he visto avasallar a nadie por tener más dones que él.

—Es un buen niño —afirmó Calma.

—Algo torpe… —agregó David.

—No es torpe —le corrigió Calma—. Las más de las veces no es culpa suya…

—Digamos que a su alrededor suceden accidentes con más frecuencia de lo normal.

—Yo no diría que le hayan echado un mal de ojo, ni nada de eso… —se apresuró a añadir Calma.

—No, yo tampoco diría eso del mal de ojo…

Truecacuentos advirtió que ambos lo habían dicho efectivamente, pero no comentó su indiscreción. Después de todo, era la tercera voz la que hacía que la mala suerte se hiciera realidad. Su silencio sería la mejor cura para la indiscreción. Y los demás no tardaron en notarlo. Nadie habló.

Al cabo de un rato, Mesura apareció junto a Alvin Júnior. Truecacuentos no se atrevió a ser la tercera voz, ya que él había intervenido en la conversación anterior. Y peor sería que a continuación hablase Alvin, ya que él había sido relacionado con el mal de ojo. Conque Truecacuentos miró a Mesura y enarcó las cejas para indicarle que él debía hablar.

Mesura respondió aquello que creyó le preguntaba Truecacuentos.

—Ah, Papá se quedará al lado de la roca. Para vigilarla.

Truecacuentos oyó cómo David y Calma suspiraban de alivio. La tercera voz no pensaba en la mala suerte, de modo que Alvin Júnior estaba a salvo.

Ahora Truecacuentos era libre de preguntar por qué razón Miller había creído conveniente quedarse vigilando en la cantera.

—¿Qué podría sucederle a una roca? Jamás he oído decir que los pieles rojas robaran rocas…

Mesura guiñó un ojo.

—A veces ocurren sucesos extraños y poderosos. Especialmente cuando se trata de ruedas de molino…

Alvin bromeaba con Calma y Mesura, mientras anudaba los cabos. Se esforzaba por atarlos con todas sus fuerzas, aunque Truecacuentos vio que su don no se revelaba en el nudo en sí.

Cuando Alvin tiraba de las cuerdas, éstas parecían retorcerse y morder la madera en cada muesca y hacer que todo el trineo quedara firmemente unido. Era algo sutil, y si Truecacuentos no hubiese estado mirando no lo habría notado. Pero era real. Lo que Al Júnior ataba quedaba firmemente unido.

—Está tan firme que podría ser una balsa —dijo Alvin con orgullo, retrocediendo para admirar su obra.

—Bueno, pero esta vez habrá de flotar sobre tierra —dijo Mesura—. Papá dice que nunca más meará siquiera sobre el agua.

El sol ya se estaba poniendo por el oeste. Se dispusieron a encender el fuego. El trabajo los había mantenido en calor durante el día, pero por la noche necesitarían del fuego para mantener alejados los insectos y el frío del otoño.

Miller no se acercó, ni siquiera para comer, y cuando Calma se puso de pie con intenciones de llevar alimentos a su padre hasta el pie de la colina, Truecacuentos se ofreció para ir.

—No sé —lo pensó Calma—. No es necesario.

—Quisiera ir…

—A Papá… no le agrada que haya mucha gente alrededor de la roca en ocasiones como ésta. —Calma parecía un poco avergonzado—. Es molinero, y se trata de su rueda…

—Yo no soy mucha gente —arguyó Truecacuentos. Calma no agregó nada. Dejó que Truecacuentos lo siguiera por la senda entre las rocas.

Durante el camino pasaron por dos lugares donde se veían recientes cortes en la roca. Los restos de piedra cortada habían sido empleados para formar una suave rampa desde la ladera del risco hasta el nivel del suelo. Los cortes eran casi perfectamente redondos. Truecacuentos había visto muchísimas canteras, pero jamás un corte así: perfectamente redondo, y sobre la misma pared de roca. Casi siempre se cortaba una laja entera y se la redondeaba en tierra. Eran muchas las razones para hacerlo de este modo, pero la mejor de todas era que no había cómo cortar la cara trasera de la rueda a menos que uno tallara la laja primero. Calma no aminoró el paso, por lo que Truecacuentos no tuvo oportunidad de examinarlas más de cerca, pero hasta donde se atrevía a opinar, no había forma posible de que el cantero pudiese tallar el revés de la piedra en esa cantera.

En el nuevo emplazamiento ocurría lo mismo. Miller estaba formando una rampa frente a la piedra de molino con restos de roca caída. Truecacuentos retrocedió unos pasos y, bajo los últimos fulgores del día, estudió la faz rocosa. En una sola jornada, trabajando solo, Al Júnior había pulido el frente de la rueda de molino y tallado toda lacircunferencia. La rueda estaba prácticamente lijada, y eso que aún seguía adherida a la superficie de la roca. Y no sólo eso, sino que además había cortado el orificio central donde iría el eje principal del mecanismo de molienda. Estaba completamente cortado. Y no había forma en el mundo en que nadie pudiera situar el cincel en una posición que le permitiera cortar la faz trasera.

—Vaya don que tiene el niño… —comentó Truecacuentos. Miller asintió con un gruñido.

—Oí decir que pensaba pasar aquí la noche.

—Oyó bien.

—¿Le molesta si lo acompaño?

Calma se encogió imperceptiblemente.

Pero al cabo de un rato, Miller se encogió de hombros.

—Allá usted.

Calma miró a Truecacuentos con los ojos desorbitados y las cejas en alto, como si dijera: nunca dejará de haber milagros.

Calma se retiró una vez servida la comida del molinero. Miller hizo a un lado el rastrillo.

—¿Ya ha comido?

—Iré a coger leña para el fuego —anunció Truecacuentos—. Antes de que anochezca. Coma usted.

—Cuidado con las víboras —lo previno Miller—. Casi todas están escondidas por el invierno, pero quién sabe…

Truecacuentos se mantuvo alerta, pero no vio ninguna serpiente. Y no tardaron en tener un buen fuego, encendido con un grueso tronco que ardería toda la noche.

Se acurrucaron a la luz del fuego, envueltos en mantas. Truecacuentos pensó que Miller bien podía haber elegido un terreno más llano, a unos metros de la cantera, pero aparentemente era más importante no quitar el ojo de la rueda de molino.

Truecacuentos comenzó a hablar. Lenta pero firmemente, comentó lo difícil que debía ser para un padre ver crecer a sus hijos, tan lleno de anhelos pero sin saber nunca cuándo podía la muerte venir a llevarse a alguno de ellos. Dijo las palabras precisas, pues pronto fue Alvin Miller quien siguió la conversación. Le contó el relato de la muerte de su primogénito Vigor en el río Hatrack, pocos minutos después del alumbramiento de Alvin Júnior. Y de allí pasó a contar las docenas de formas en que casi había muerto el pequeño.

—Siempre es el agua —dijo Miller por fin—. Nadie me cree, pero es así. Siempre agua…

—La pregunta —dijo Truecacuentos— es: ¿Se trata de un agua mala, que trata de destruir a un buen niño? ¿O se trata de un agua buena que busca destruir un poder maligno?

Era una pregunta capaz de enfurecer a más de un hombre, pero Truecacuentos había renunciado a la tarea de adivinar cuándo sobrevendría la ira de Miller. Esta vez no lo hizo.

—Eso mismo me he preguntado yo —admitió—. Lo he observado atentamente, Truecacuentos. Desde luego, tiene el don de haser que la gente lo quiera. Incluso sus hermanas. Las ha atormentado sin piedá desde que tuvo edá suficiente para escupir en la comida. Pero no hay una de ellas que no se desviva por hacerle algo especial, y no sólo en Navidad. Le cosen la abertura de los calcetines para que no pueda ponérselos, o ensucian con hollín el asiento del retrete antes de que lo use, o le llenan de alfileres el camisón, pero también darían la vida por él.

—He descubierto —dijo Truecacuentos— que ciertas personas tienen el don de hacerse acreedores del amor ajeno incluso sin ganárselo…

—Yo también temía eso —respondió Miller—, pero el niño no sabe que posee dicho don. No induse a la gente con trucos para que hagan lo que él quiere. Cuando se equivoca, me deja que lo castigue. Y si quisiera podría detenerme.

—¿Cómo?

—Porque sabe que a veces, cuando lo veo, también veo a mi hijo Vigor, a mi primogénito, y entonces no puedo hacerle ningún daño, aun cuando sea por su bien.

Tal vez fuera una razón cierta en parte, pensó Truecacuentos. Pero no era toda la verdad. De eso estaba seguro.

Poco más tarde, Truecacuentos atizó el fuego para que el tronco prendiera bien. Y Miller le contó la historia que Truecacuentos había venido a buscar.

—Tengo una historia —comenzó— que podría figurar en su libro.

—A ver…

—Pero no me sucedió a mí. —Tiene que ser algo que usted haya visto —dijo Truecacuentos—. He escuchado las historias más insensatas que alguien oyó contar sobre un amigo de su amigo…

—Ah, pero yo lo vi suceder. Ya hace años de esto, y he tenido ciertas conversaciones con el sujeto en cuestión. Es uno de los suecos que viven sobre el río, y habla inglés tan bien como yo. Lo ayudamos a levantar su choza y su granero nada más llegar aquí, unos años después de nosotros. Y desde entonces que lo vengo observando. Tiene un niño, sabe. Un rubito, ya sabe cómo son… —¿Esos de cabello casi blanco? —Como la escarcha de la mañana, así de blanco y sedoso. Un primor de niño.

—Me lo imagino como si lo viera —dijo Truecacuentos.

—Y el padre adoraba al pequeño. Más que a su vida. ¿Conoce esa historia de la Biblia, del padre que dio a su hijo un abrigo de muchos colores? —He oído hablar de ella. —Bueno. Así amaba al niño este hombre. Pero yo los vi caminando por la orilla del río, y el padre, de buenas a primeras, se agazapó, dio un empellón a la criatura y lo lanzó de cabeza al Wobbish. Hete aquí que el niño se cogió a un madero, y entre su padre y yo lo ayudamos a salir de las aguas, pero era algo espeluznante pensar que el padre pudiese haber matado a su propio hijo tan amado. No adrede, ya sabe, pero eso no habría significado que el hijo estuviera menos muerto ni que el padre fuera menos culpable.

—Creo que ese padre jamás se habría repuesto de algo semejante.

—Bueno, desde luego que no… Pero poco después lo vi un par de veces más. Partía leña, y manejaba el hacha con tal imprudencia que si el niño hubiese resbalado y caído en ese preciso momento, el filo se habría hundido en su misma cabecita, y nunca vi que alguien sobreviviera a un golpe así.

—Ni yo.

—Y traté de imaginarme qué podía estar sucediendo. Qué debía de pensar el padre. Conque un día me le acerqué y le dije: Neis, debe tener más cuidado con ese niño. Un día de éstos le sacará la cabeza si sigue manejando el hacha con tal imprudencia.

»¿Y sabe qué me contesta ese Neis? Me dice: Señor Miller, no fue ningún accidente. Bueno, me quedé que me podrían haber tumbado con el eructo de un niño de pecho. ¿Cómo que no había sido un accidente? Y entonces me dice: No se imagina lo terrible que es. Creo que debo estar embrujado, o que el diablo debe de haberse apoderado de mí. Sin embargo, estoy trabajando, pensando en cómo quiero a este niño, y de pronto siento el deseo de matarlo. La primera vez fue cuando aún lo amamantaba su madre. Estaba en lo alto de las escaleras, con él en los brasos, y dentro de mi cabeza sentí que una voz me decía arrójalo, y quise haserlo, aunque al mismo tiempo sabía que sería lo más atroz del mundo. Estaba desesperado por arrojarlo, como se pone un niño cuando quiere aplastar un insecto con una piedra. Quería ver su cabeza partida contra el suelo…

»Y bien, luché contra ese sentimiento, me lo tragué, y sostuve al niño con tal fuerza que casi lo estrujo. Finalmente, cuando lo posé sobre su cuna, supe que desde ese día nunca más volvería a llevarlo conmigo por las escaleras.

»Pero no podía abandonarlo, ¿se da cuenta? Era mi hijo, y crecía tan radiante, tan bueno y tan hermoso que no pude menos que amarlo. Si me mantenía apartado, el pequeño lloraba porque su padre no jugaba con él. Pero si me quedaba con él, volvían esos sentimientos, una y otra vez. No todos los días, sino varias veces al día, y a veces con tal velocidad que me encontraba hasiendo cosas antes de poder pensarlo siquiera. Como ese día en que lo arrojé al río. Pisé mal y lo empujé, pero incluso mientras daba ese paso sabía que sería un tropezón y que lo empujaría. Lo sabía, pero no tuve tiempo de detenerme. Y un día sé que no podré detenerme, que no querré hacerlo, y que cuando el niño esté en mis manos acabaré por matarlo.

Truecacuentos vio que el brazo de Miller se movía, como si quisiera enjugar las lágrimas de sus mejillas.

—¿No es de lo más extraño? —preguntó Miller—. Que un hombre tenga esa clase de sentimientos hacia su propio hijo.

—¿Tiene otros hijos ese hombre?

—Algunos más. ¿Por qué?

—Me preguntaba si también tendría deseos de matar a los demás…

—Nunca. Ni gota. En verdá yo también se lopregunté. Y me dijo que en absoluto.

—Y bien, señor Miller… ¿Qué le dijo usted?

Miller suspiró un par de veces.

—No sabía qué decirle. Hay cosas demasiado grandes para que pueda comprenderlas un hombre como yo. Me refiero a la forma en que el agua intenta matar a mi hijo Alvin. Y luego este sueco y su hijo. Tal vez haya niños que nunca deban llegar a mayores. ¿Lo cree usté, Truecacuentos?

—Creo que hay niños tan importantes que alguien… alguna fuerza del mundo… tal vez desee su muerte. Pero siempre habrá otras fuerzas, acaso más poderosas, que los deseen vivos.

—¿Y entonces por qué no se dan a conocer, Truecacuentos? ¿Por qué no aparece ese poder del cielo y dice… por qué no se le aparece a ese sueco y le dise no tema más, que su hijo está a salvo, incluso de usté?

—Tal vez esas fuerzas no hablen en voz alta. Acaso sólo muestren sus efectos…

—La única fuerza que se muestra en este mundo es la que mata.

—Nada sé sobre ese niño sueco —dijo Truecacuentos—, pero me atrevo a decir que sí hay una protección especial sobre su hijo. A juzgar por lo que usted dice, es un milagro que no haya muerto diez veces.

—Es sierto.

—Creo que alguien lo custodia.

—No lo suficiente.

—El agua nunca se lo llevó, ¿verdad?

—Pero estuvo tan cerca, Truecacuentos…

Y en lo que respecta a ese suequito, sé que alguien lo guarda.

—¿Quién? —preguntó Miller.

—Pues su propio padre.

—Su padre es el enemigo —lo corrigió Miller.

—No lo creo —dijo Truecacuentos—. ¿Sabe usted cuántos padres matan a sus hijos por accidente? Van de cacería y un tiro se escapa. O una carreta aplasta al niño, o éste se cae. Sucede muy a menudo. Quizás esos padres no vieron lo que sucedía. Pero este sueco está alerta y ve lo que sucede, y se observa a sí mismo y se contiene a tiempo.

Miller dejó entrever algo de esperanza.

—Tal como usté lo dise, parece como si el padre no fuera tan malo.

—Si lo fuera, señor Miller, el hijo estaría muerto desde hace mucho tiempo…

—Tal vez. Tal vez.

Miller lo pensó un tiempo. Tanto tiempo, en realidad, que Truecacuentos se durmió. Despertó al escuchar las palabras de Miller.

—… y cada vez es peor. Se le hase más y más difícil luchar contra esos sentimientos. No hace mucho estaba en el altillo de su… de su granero, apilando heno. Y allí abajo estaba su hijo, y todo era cuestión de arrojar la horquilla, lo más fácil del mundo, y podía decir que la horquilla se le escapó, y quién se enteraría. Sólo dejarla caer y atravesar al niño. Iba a haserlo, ¿me entiende? Le era tan difícil luchar contra esos sentimientos, más difícil que nunca, y fue así que bajó los brazos. Decidió dejar de luchar y ceder a sus impulsos. Y en ese mismo momento, en ese mismísimo instante, aparesió un desconosido en la puerta y gritó: ¡No!, y entonces bajé la horquilla, es lo que dijo, bajé la horquilla, pero temblaba tanto que no podía apenas caminar, sabiendo que el desconosido había visto el crimen en mis ojos, debe pensar que soy el hombre más terrible del mundo para querer matar a mi propio hijo, sin sospechar todo lo que he estado luchando durante tantos años…

—Tal vez el desconocido supiera algo acerca de los poderes que obran en el corazón de un hombre —dijo Truecacuentos.

—¿Lo cree usté así?

—Hum, no puedo asegurarlo, pero tal vez ese desconocido también viera cuánto amaba ese padre al niño. Acaso el desconocido haya estado confundido cierto tiempo, pero finalmente comenzara a darse cuenta de que el niño era extraordinario y que tenía enemigos poderosos. Y entonces quizá llegara a comprender que por muchos enemigos que el pequeño tuviera, su padre no se contaba entre ellos. Que no era un enemigo. Y acaso quisiera decirle algo a ese padre…

—¿Qué querría decirle? —Miller se enjugó las lágrimas nuevamente con su manga—. ¿Qué cree que podría querer decirle ese desconocido?

—Quizá quisiera decirle: ha hecho usted todo lo que ha podido: y ahora esto se ha convertido en algo demasiado poderoso para usted. Debiera enviar al niño a otro lugar. Al este, con sus parientes, o como aprendiz a algún pueblo. Sería muy duro para el padre, ya que ama tanto a su niño, pero lo haría porque sabe que el verdadero amor es el que pone a salvo al hijo de todo peligro.

—Sí—dijo Miller.

—Ya que hablamos de esto —dijo Truecacuentos—. Acaso usted deba hacer lo mismo con su propio hijo, Alvin.

—Quizá…

—¿No dijo usted que estaba en peligro cerca de las aguas en este lugar? Alguien o algo está protegiéndolo. Pero tal vez si Alvin no viviera aquí…

—Algunos de los peligros desapareserían—concluyó Miller.

—Piénselo —dijo Truecacuentos.

—Es algo terrible tener que enviar a un hijo a un sitio lejano a que viva con extraños…

—Pero es peor sepultarlo…

—Sí. No hay nada que pueda ser peor que sepultarlo.

No hablaron más y, al cabo de un rato, ambos se quedaron dormidos.

La mañana estaba fría y la escarcha era espesa, pero Miller no dejó que Al se acercara a la roca hasta que el sol derritió la helada por completo. En lugar de eso, pasaron la mañana preparando el terreno desde la ladera de roca hasta el trineo para que la piedra pudiera rodar por la pendiente.

A estas alturas, Truecacuentos estaba seguro que Al Júnior se valía de un poder oculto para soltar la rueda de la superficie rocosa, aun cuando él mismo no se diera cuenta. Truecacuentos era curioso. Quería ver cuan portentoso era ese poder para comprender mejor su naturaleza. Y puesto que Al Júnior no sabía lo que hacía, el experimento de Truecacuentos debía ser sutil.

—¿Qué talla usa para la piedra? —preguntó.

Miller se encogió de hombros.

—Antes usaba una piedra Buhr. Todas vienen con talla de hoz.

—¿Podría enseñármelo? —solicitó Truecacuentos.

Con el extremo del rastrillo, Miller dibujó un círculo sobre la escarcha. Luego trazó una serie de arcos que partían del centro del círculo en dirección al borde. Entre cada par de arcos trazó un arco más corto, que comenzaba sobre la circunferencia pero sin acercarse nunca a más de dos tercios del trayecto hacia el centro.

—Como ésa —indicó Miller.

—Casi todas las ruedas de molino de Pensilvania y Suskwahenny tienen talla de un cuarto —dijo Truecacuentos—. ¿Conoce ese corte?

—Muéstremelo.

Y Truecacuentos trazó otro círculo. No quedó tan visible, pues la escarcha ya se estaba derritiendo, pero fue suficiente. En lugar de hacer líneas curvas desde el centro hasta el borde, trazó rectas, y desde estas líneas largas hizo otras más cortas que partían directamente hacia la circunferencia.

—A algunos molineros, éstas les agradan más, ya que pueden mantenerse afiladas más tiempo. Como todas las líneas son rectas, se obtiene un trazado liso cuando uno trabaja sobre la piedra.

—Ya veo —dijo Miller—. Pero no sé… Estoy acostumbrado a las líneas curvas.

—Ah, como le parezca. Nunca fui molinero, de modo que no sé. Sólo le cuento lo que he visto.

—Oh, no me molesta su comentario. No me molesta en absoluto…

Al Júnior estaba de pie, estudiando ambos círculos.

—Si llegamos a casa con esta piedra —repuso Miller—, intentaré la talla de un cuarto. Me parece que será más fácil haser una molienda fina con ella…

Finalmente, el suelo quedó seco y Al Júnior caminó hasta la superficie de la roca. Los demás estaban abajo, levantando el campamento o trayendo los caballos a la cantera. Sólo Miller y Truecacuentos observaron a Al mientras llevaba su martillo hasta la roca. Para que el círculo adquiriera toda su profundidad a lo largo de la circunferencia entera, aún debía hacer unos cortes más.

Para sorpresa de Truecacuentos, cuando Al Júnior posó el cincel y descargó un golpe de martillo, de la superficie de piedra saltó un gran fragmento de unos doce centímetros y fue a dar en tierra.

—Pero esa roca es blanda como el carbón —observó Truecacuentos—. ¿Qué clase de rueda de molino puede hacerse con algo tan poco resistente?

Miller sonrió y sacudió la cabeza.

Al Júnior dio un paso atrás.

—Ah, Truecacuentos, es piedra dura, a menos que sepas el sitio exacto donde dar el golpe. Prueba y lo verás.

Truecacuentos tomó el martillo y el cincel de las manos del niño y se aproximó a la roca. Cuidadosámente, posó el cincel sobre la piedra, en un ángulo ligeramente oblicuo. Luego, tras unos golpes de prueba, descargó un fuerte mazazo.

El cincel saltó prácticamente de su mano izquierda, y el impacto fue tan grande que dejó caer el martillo.

—Lo siento —dijo—; no es la primera vez que lo hago, pero debo haber perdido la destreza…

—Descuide, es la roca… —indicó Al—. Es algo temperamental. Sólo le gusta ceder en determinadas direcciones.

Truecacuentos inspeccionó el lugar donde había intentado penetrar. Pero no pudo dar con él. Su poderosa descarga no había hecho la menor mella.

Al Júnior recogió las herramientas y posó el cincel sobre la roca. Y Truecacuentos estuvo seguro de que lo estaba haciendo en el mismo lugar donde antes lo había hecho él. Pero Al actuó como si lo hubiera situado de una manera enteramente distinta.

—¿Ve? Hay que saber encontrar el ángulo. Así…

Descargó el martillo, el hierro resonó, se escuchó un crujido de roca y una vez más la piedra se desmoronó sobre la tierra.

—Ahora veo por qué lo manda a él hacer los cortes…

—Párese ser la mejor forma —repuso Miller.

En minutos apenas, la piedra quedó totalmente recortada en círculo. Truecacuentos no abrió la boca. Se limitó a observar al niño.

Al dejó sus herramientas en el suelo, caminó hasta la rueda de molino y la abrazó. Su mano derecha se curvó alrededor del reborde. Su mano izquierda se hundió en el corte del lado opuesto. La mejilla de Alvin se posó sobre la piedra. Tenía los ojos cerrados. Parecía como si estuviese escuchando la roca, por ridícula que fuese la idea.

Comenzó a murmurar suavemente. Un sonido monótono e impreciso. Movió las manos. Cambió de posición. Escuchó con el otro oído.

—Vaya… —dijo Alvin—. Casi no puedo creerlo…

—¿Creer qué? —preguntó su padre.

—Esos últimos golpes deben haber hecho temblar la piedra. El dorso casi se ha desprendido.

—¿Quieres decir que la rueda de molino está suelta? —preguntó Truecacuentos.

—Creo que ya podemos ir sacándola —dijo Alvin—. Llevará un poco de trabajo de cuerdas, pero lo podremos hacer sin demasiados problemas.

Sus hermanos trajeron las cuerdas y los caballos. Alvin pasó una soga por detrás de la piedra. No había dado un solo golpe contra el dorso, pero la cuerda se deslizó fácilmente en su sitio. Luego otra cuerda, y otra más, y pronto todos estuvieron tirando, primero a la izquierda, luego a la derecha, para quitar lentamente la pesada piedra de su lecho de roca.

—Si no lo hubiera visto… —dijo Truecacuentos.

—Pero lo ha visto —repuso Miller.

La habían separado unos centímetros cuando cambiaron las cuerdas, pasaron cuatro cabos por el orificio central y los sujetaron a dos caballos, que aguardaban arriba de la pendiente.

—Rodará cuesta abajo de lo más bien —explicó Miller a Truecacuentos—. Los caballos están como contrapeso, pá tirar en contra.

—Parece pesada…

—Bueno. En ese caso no se ponga delante de ella —aconsejó Miller.

Comenzaron a hacerla rodar, muy lentamente. Miller tomó a Alvin del hombro y mantuvo al pequeño lejos de la piedra, y más arriba de la ladera. Truecacuentos ayudó con los caballos, de modo que no pudo examinar bien el dorso de la piedra hasta que estuvo posada sobre el suelo junto al trineo.

Era suave como la piel de un recién nacido. Plana como un espejo de aguas heladas. Y estaba tallada según un esquema de talla de un cuarto. Las líneas rectas partían del orificio central hacia el reborde de la piedra.

Alvin se acercó a su lado.

—¿Lo hice bien?

—Sí—repuso Truecacuentos.

—Fue una suerte —comentó Alvin—. Sentí que la piedra estaba por partirse justo por donde ve las líneas. Se quería partir por allí, más fácil imposible.

Truecacuentos extendió la mano y pasó el dedo suavemente por el borde de uno de los cortes. Le dolió. Se llevó el dedo a la boca y sintió el sabor a sangre.

—La rueda saca un lindo filo, ¿eh? —comentó Mesura, como si se tratara de algo totalmente cotidiano. Pero Truecacuentos advirtió el asombro en sus ojos.

—Buen corte —dijo Calma.

—El mejor hasta ahora —aseguró David.

Entonces, mientras los caballos se afanaban por no caer, la pusieron de lado para apoyarla sobre el trineo, con los cortes hacia arriba.

—¿Me hará un favor, Truecacuentos? —preguntó Miller.

—Si puedo…

—Lleve a Alvin de regreso a casa. Su tarea ha terminado.

—¡No, Papá! —exclamó el pequeño. Corrió hasta su padre—. No puedes enviarme a casa ahora…

—No necesitamos niños que se anden por entre las piernas mientras manipulamos una piedra de mesejante tamaño —dijo su padre.

—Pero debo vigilar la rueda para asegurarme de que no se parta o se melle, Pa…

Los hijos mayores observaban a su padre, a la espera. Truecacuentos se preguntó qué estarían esperando. Eran demasiado mayores para sentir celos del amor que su padre deparaba a este séptimo hijo. También debían de querer que el pequeño estuviera a salvo de todo daño. Pero para todos era muy importante que la rueda llegara sana y sin roturas para que comenzara a cumplir sus funciones en el molino. Nadie dudaba de que Alvin tenía la facultad de conservarla intacta.

Finalmente, Miller habló:

—Podrás cabalgar junto a nosotros hasta que se ponga el sol. Entonces estaremos serca, y tú y Truecacuentos podréis adelantaros y pasar la noche en una buena cama.

—Por mí no hay problema —dijo Truecacuentos.

Era evidente que esto no satisfacía a Alvin pero el niño no respondió.

Antes del mediodía, el trineo ya estaba en marcha. Dos caballos delante y dos a la zaga, para hacer de freno, iban atados directamente a la piedra, que descansaba sobre las maderas del trineo. Y éste iba sobre siete u ocho rodillos pequeños. El trineo avanzaba y se deslizaba sobre los troncos dispuestos por delante. Y a medida que los rodillos de atrás quedaban libres, uno de los jóvenes lo quitaba por debajo de las cuerdas que iban hacia las bestias y corría hacia el frente para situarlo detrás del par que tiraba. Es decir, que por cada kilómetro que avanzaba la roca, los hombres corrían cinco.

Truecacuentos quiso hacer su parte, pero ni Calma ni Mesura ni David estuvieron dispuestos a permitírselo. Terminó ocupándose de los caballos de retaguardia. Alvin iba montado sobre el lomo de uno de ellos. Miller conducía el par de delante, y cada tanto regresaba a cerciorarse de que no iba demasiado deprisa para los jóvenes.

Y así avanzaron, hora tras hora. Miller propuso que se detuvieran para descansar, pero al parecer no sentían fatiga, y Truecacuentos se asombraba de la resistencia de los rodillos. Ni uno solo partido contra la roca o vencido por el peso de la piedra. Sólo se mellaban ligeramente.

Y cuando el sol se hundía dos dedos por debajo ¿el horizonte, desdibujado entre las nubes encendidas por el ocaso, Truecacuentos reconoció el valle que se abría ante ellos. Habían hecho toda la travesía en una sola tarde.

—Creo que tengo los hermanos más fuertes de todo el mundo —murmuró Alvin.

No me cabe la menor duda, dijo Truecacuentos para sus adentros. Si tú puedes cortar una roca de la montaña sin manos, sólo porque «encuentras» las fracturas precisas en la piedra, no me sorprende que tus hermanos hallen en sí mismos exactamente tantas fuerzas como crees que tienen.

Truecacuentos intentó, como tantas veces antes, dilucidar la naturaleza de los poderes ocultos. Sin duda debía de haber alguna ley natural que rigiera su uso. El viejo Ben siempre solía decirlo. Y sin embargo, aquí estaba este niño, que por mera creencia y deseo podía cortar la roca como mantequilla e infundir fortaleza a sus hermanos. Había una teoría según la cual el poder oculto provenía de la afinidad con cierto elemento natural en especial. ¿Pero cuál podía hacer todo lo que Alvin sabía? ¿La tierra? ¿El aire? ¿El fuego? Sin duda no se trataba de agua, pues Truecacuentos sabía que las historias de Miller eran ciertas. ¿Cómo podía ser que Alvin deseara algo y la tierra misma cediera a su voluntad, mientras que otros podían desear cosas sin lograr que soplara la más mínima brisa?

Cuando llegaron al molino necesitaron encender antorchas para iluminar el recorrido de la rueda a través de las puertas.

— Más vale dejarla puesta esta noche — dijo Miller.

Truecacuentos imaginó los temores que azotaban la mente del hombre. Si dejaba la rueda erecta, seguramente rodaría por la mañana y aplastaría a cierto niño mientras inocentemente cargaba agua hasta la casa. Puesto que la rueda había venido milagrosamente desde la montaña en un solo día, sería tonto dejarla en cualquier sitio que no fuera el adecuado: sobre la base de tierra apisonada y cantos rodados del molino.

Trajeron un par de caballos al interior del recinto y ataron la rueda a las bestias, como habían hecho cuando la hicieron descender sobre el trineo. Y mientras el peso de la rueda iba descargándose sobre la base, los animales harían de contrapeso.

Pero en ese momento la roca descansaba sobre la tierra que había alrededor de la base de cantos rodados. Mesura y Calma estaban pasando unas palancas por debajo del borde exterior para aplicar fuerza y conseguir que cayera sobre el sitio preciso. Mientras trabajaban, la rueda se bamboleó ligeramente. David sostenía los caballos. Sería una tragedia que tiraran demasiado pronto y que impulsaran la piedra en sentido contrario para que el lado tallado cayera sobre el suelo de tierra.

Truecacuentos, a un lado, observaba a Miller dirigir la labor de sus hijos con inútiles advertencias.

— Cuidado allí. Ahora quietos… — Desde que habían traído la roca al interior del molino, Alvin había permanecido a su lado. Uno de los caballos se encabritó. Miller reaccionó de inmediato —. Calma, ayuda a tu hermano con los animales. — El mismo Miller dio un paso hacia ellos.

En ese momento, Truecacuentos advirtió que Alvin no estaba a su lado como creía. Llevaba una escoba y caminaba a paso raudo hacia la rueda de molino. Tal vez hubiera visto algún canto suelto sobre la base. Tenía que apartarlo, ¿verdad? Los caballos retrocedieron y las cuerdas se aflojaron. Justo cuando Alvin se detenía detrás de la roca, Truecacuentos advirtió que nada podría impedir que el peso cayera sobre él, si, ahora que las cuerdas no estaban tensas, la roca se inclinaba.

Lo más razonable era que no cayese. Pero Truecacuentos ya había aprendido que no había que confiar en lo razonable. Alvin Júnior tenía un enemigo invisible y poderoso, que no perdería una oportunidad como ésa.

Truecacuentos avanzó unos pasos. Cuando llegó a la altura de la piedra, sintió que la tierra cedía bajo sus pies, que se desmoronaba. No mucho, sólo unos centímetros, pero suficiente para que el borde inferior de la rueda se inclinara apenas y provocara un impulso imposible de detener en lo alto de la inmensa rueda. La roca caería sobre el sitio correcto, sobre la base de cantos rodados, y debajo de ella quedaría el pequeño Alvin, triturado como los granos de la molienda.

Con un grito, Truecacuentos tomó a Alvin del brazo y dio un tirón para alejarlo de la roca. Sólo entonces vio Alvin que la piedra caería sobre él. El movimiento de Truecacuentos tuvo fuerza suficiente para hacer que el niño retrocediera unos pasos, pero no bastó. Las piernas del pequeño quedaron bajo la sombra de la roca. Y ésta caía deprisa, muy deprisa. Truecacuentos no pudo reaccionar a tiempo, no pudo hacer otra cosa, más que mirar cómo aplastaba las piernas de Alvin. Sabía que era un daño igual a la muerte, pero más prolongado. Había fracasado.

En ese momento en que observaba la caída asesina de la piedra, vio aparecer una grieta sobre su superficie y, en menos de un instante, la rueda quedó partida en dos mitades perfectas. Cada una caería a un lado de las piernas de Alvin, sin tocarlo.

Apenas vio Truecacuentos el haz de luz por entre ambos fragmentos de la piedra, oyó que Alvin gritaba:

—¡Noo!

Cualquiera habría pensado que el niño gritaba por su muerte inminente bajo el peso de la roca. Pero Truecacuentos estaba sobre el suelo, a su lado, iluminado por la luz mortecina de las antorchas que se filtraba a través de la rajadura. Y para él, el grito fue algo más. Inconsciente del propio peligro, como era propio de los niños, Alvin gritaba porque la piedra se rompía en dos. Después de todo su trabajo y del esfuerzo de traer la roca a casa, no podía soportar verla destruirse.

Y como no pudo soportarlo, no sucedió. Las mitades de la rueda volvieron a unirse como una aguja se adhiere a un imán, y la roca cayó intacta.

La sombra de la piedra había exagerado su huella sobre el suelo. No aplastó ambas piernas del niño. Su pierna izquierda, en realidad, quedó fuera de la rueda, pero la derecha estaba tendida de tal forma que el borde de la piedra le mordió la pantorrilla unos centímetros en la parte más ancha. Como Alvin estaba apartando las piernas, el impulso dirigió la rueda aún más en la dirección que llevaba. Y la rueda de piedra desgarró la piel y el músculo, hasta el hueso, pero la pierna no quedó aplastada bajo el peso de la roca. Ni siquiera se habría roto, de no ser porque la escoba yacía atravesada debajo de ella. La rueda empujó la pierna de Alvin hacia abajo contra el mango de la escoba, con fuerza suficiente para partir por la mitad ambos huesos de la extremidad inferior. Las puntas rotas de los huesos perforaron la piel y quedaron a ambos lados del mango de la escoba, sujetándolo firmemente como una prensa de tornillo. Pero la pierna no había quedado bajo la piedra, y los huesos se habían partido en un corte limpio, sin que la roca los redujera a polvo.

El aire estaba atravesado por el estruendo de la roca sobre la roca, por los gritos roncos de los hombres azorados por el dolor, y sobre todo por la agonía hiriente de un niño que nunca como entonces había sido tan pequeño y vulnerable.

Cuando todos estuvieron allí, Truecacuentos ya había visto que ambas piernas de Alvin habían quedado libres. Alvin trató de sentarse para observar su herida. Tal vez la visión fuese demasiado para él, o acaso fuera el dolor. Lo cierto es que se desmayó. Entonces, su padre lo alzó. No había sido el más próximo, pero se había acercado más rápido que los hermanos de Alvin. Truecacuentos trató de tranquilizarlo, pues la pierna no parecía rota, ya que ambos huesos estaban aferrados al mango de la escoba. Miller levantó a su hijo, pero la pierna no cedió y, aun en la inconsciencia, el dolor arrancó un cruel quejido al pequeño. Fue Mesura quien tuvo agallas para tirar de la pierna y liberarla del mango de la escoba.

Antorcha en mano, David iba delante de su padre, alumbrando el camino mientras éste llevaba en sus brazos al niño. Mesura y Calma los habrían seguido, pero Truecacuentos los detuvo.

—Allí ya están las mujeres, David y vuestro padre —les señaló—. Alguien tiene que ocuparse de esto.

—Tiene razón —concedió Calma—. Padre no querrá acercarse por aquí durante un tiempo.

Los jóvenes emplearon palancas para levantar la rueda de forma que Truecacuentos pudiera retirar el mango de la escoba y las cuerdas que seguían atadas a los caballos. Los tres retiraron las herramientas del molino y luego encerraron los animales en el establo y guardaron todos los instrumentos. Sólo entonces regresó Truecacuentos a la casa. Alvin dormía en la cama del anciano.

—Esperó que no se moleste —dijo Ana con ansiedad.

—Pues claro que no —repuso Truecacuentos.

Las demás niñas y Cally estaban recogiendo los platos de la cena. En la habitación que fuera de Truecacuentos, Fe y Miller estaban sentados sobre la cama, mudos y con el rostro del color de la ceniza. Alvin yacía con la pierna entablillada y vendada.

David estaba de pie, cerca de la puerta.

—Ha sido una fractura limpia —murmuró a Truecacuentos—. Pero las heridas… tememos que haya infección. Ha perdido toda la piel de delante de la pantorrilla. No sé si podrá curar así el hueso desnudo…

—¿Volvieron a ponerle la piel en su lugar? —preguntó Truecacuentos.

—Toda la que quedó la prensamos contra el lugar, y Mamá la cosió en su sitio.

—Bien hecho.

Fe levantó el rostro.

—¿Sabe algo de medicina, Truecacuentos?

—Uno aprende, después de años de intentar hacer lo que esté en sus manos para ayudar a quienes saben tan poco como uno…

—¿Cómo puede ser que esto haya ocurrido? —preguntó Miller—. ¿Por qué esta vez, cuando tantas otras nada le sucedió? —Miró de frente a Truecacuentos—. Había llegado a pensar que el niño tenía un protector…

—Lo tiene…

—Entonces el protector fracasó.

—No —lo corrigió Truecacuentos—. Durante un momento mientras la rueda caía, vi que se partía en dos y que entre ambas mitades quedaba el espacio suficiente para no tocarlo.

—Como la viga… —recordó Fe.

—Yo también creí verlo, Padre —intervino David—. Pero cuando cayó entera, pensé que había visto una esperanza, y no la realidad.

—Pero ahora no hay ninguna grieta… —manifestó Miller.

—Así es —convino Truecacuentos—. Alvin se negó a dejar que se partiera.

—¿Está disiendo que la volvió a unir? ¿Para que cayera sobre él y le aplastara la pierna?

—Estoy diciendo que no pensó siquiera en su pierna. Sólo en la rueda.

—Ay, mi niño. Mi buen niño… —murmuraba su madre, acariciando tiernamente el brazo que se extendía hacia ella instintivamente. Mientras ella movía los dedos del niño, éstos cedían laxos para luego volver a caer.

—¿Es posible? —se preguntó David—. ¿Es posible que la rueda se haya partido y vuelto a unir con tanta rapidez?

—Debe de serlo —concluyó Truecacuentos—, pues así sucedió.

Fe volvió a mover los dedos de su hijo, pero esta vez no cayeron flácidos. Se extendieron aún más, luego se cerraron y finalmente volvieron a extenderse.

—Está despierto —dijo su padre.

—Iré a buscar algo de ron para el niño —indicó David—. Para calmarle el dolor. Soldado de Dios ha de tener algo en su tienda.

—No —musitó Alvin.

—El niño dice que no —repitió Truecacuentos.

—¿Qué sabe él, en medio de tanto dolor?

—Tanto como pueda, debe mantenerse consciente—explicó Truecacuentos. Se acuclilló al lado de la cama a la derecha de Fe, para estar bien cerca del rostro del pequeño—. Alvin… ¿me oyes?

Alvin gruñó, como diciendo que sí.

—Entonces escúchame. Tu pierna está gravemente herida. Los huesos están rotos, pero han sido puestos en su lugar. Se curarán. Pero la piel ha sido desgarrada, y a pesar de que tu madre la ha cosido, hay posibilidades de que el tejido muera y se gangrene. Y de que eso acabe con tu vida. Cualquier cirujano te cortaría la pierna para salvarte la vida.

Alvin echó atrás la cabeza, intentando gritar. Dejó escapar un gemido:

—¡No, no! ¡No!

—Está empeorando las cosas —dijo Fe con ofuscación.

Truecacuentos miró al padre. Buscaba permiso para poder proseguir.

—No atormente al niño —lo previno Miller.

—Un proverbio dice —sentenció Truecacuentos—: «El manzano nunca pregunta al haya cómo ha de crecer, ni el león al caballo cómo ha de cazar su presa.»

—¿Y eso qué significa? —preguntó Fe.

—Significa que no me incumbe tratar de enseñarle a él a usar poderes que apenas comienzo a comprender. Pero ya que no sabe cómo hacerlo por sí solo, debo intentarlo, ¿verdad?

Miller lo pensó un momento.

—Adelante, Truecacuentos. Es mejor que sepa lo mal que está, ya sea que pueda curarse o no.

Truecacuentos tomó suavemente la mano del niño entre las suyas.

—Alvin, ¿quieres conservar tu pierna, verdad? Entonces tienes que pensar en tu pierna tal como pensaste en la roca. Tienes que pensar que la piel de tu pierna vuelve a crecer y se adhiere al hueso como debiera. Tienes que pensar en ello. Dispones de tiempo de sobra, aquí en la cama. No pienses en el dolor. Piensa en la pierna como debe ser. Otra vez entera y fuerte.

Alvin yacía con los ojos cerrados contra el dolor.

—¿Lo estás haciendo, Alvin? ¿Puedes intentarlo?

—No —repuso Alvin.

—Debes luchar contra el dolor, para poder emplear tu don y hacer lo correcto.

—Jamás lo haré —dijo el niño.

—¿Por qué no? —exclamó Fe.

—El Hombre Refulgente… —respondió Alvin—. Se lo prometí.

Truecacuentos recordó la promesa que Alvin había hecho al Hombre Refulgente, y su corazón se abatió con pesar.

—¿Qué es el Hombre Refulgente? —quiso saber Miller.

—Es… una aparición que tuvo el niño —explicó Truecacuentos.

—¿Cómo es que no nos hemos enterado de ello? —preguntó Miller.

—Fue la noche en que se partió la viga —agregó Truecacuentos—. Alvin prometió al Hombre Refulgente que jamás utilizaría sus poderes para su propio beneficio.

—Pero Alvin —dijo Fe—. Esto no es para que te enriquezcas ni nada… Es para salvar tu vida.

El niño se limitó a fruncir el ceño de dolor y a sacudir la cabeza.

—¿Me dejarían con él? —pidió Truecacuentos— Sólo unos minutos, para poder hablar con Alvin.

Antes de que Truecacuentos pudiera terminar la frase, Miller ya estaba llevándose a su mujer de la habitación.

—Alvin —comenzó—. Debes escucharme. Con suma atención. Sabes que no te mentiría. Una promesa es algo importantísimo, y nunca aconsejaría a un hombre que rompiera su palabra, aun para salvar su propia vida. De modo que no te pediré que te valgas de tu poder en tu propio beneficio. ¿Me has oído?

Alvin asintió.

—Pero piensa. Piensa en el Deshacedor que recorre el mundo. Nadie lo ve mientras realiza su labor, mientras destruye y desmigaja las cosas. Nadie, salvo un niño solitario. ¿Quién es ese niño, Alvin?

Los labios de Alvin formaron la palabra, si bien de ellos no salió ningún sonido. Yo.

—Y a ese niño le ha sido dado un poder que ni siquiera puede comenzar a comprender. El poder de construir allí donde el enemigo destruye. Y más que eso, Alvin. El deseo de construir… Un niño que, haciendo, responde a cada imagen que percibe del Deshacedor. Ahora dime, Alvin. ¿Los que ayudan al Deshacedor son amigos o enemigos de la humanidad?

Enemigos, dijeron los labios de Alvin.

—De modo que si ayudas al Deshacedor a destruir a su enemigo más peligroso tú también eres un enemigo de la humanidad, ¿verdad?

La angustia hizo hablar al pequeño.

—Lo estás retorciendo todo…

—Lo estoy poniendo claro —repuso Truecacuentos—. Tu juramento fue no usar nunca el poder en tu propio beneficio. Pero si mueres, sólo el Deshacedor se beneficia, y si vives, si esa pierna se cura, es para el bien de toda la humanidad. No, Alvin, es para beneficio del mundo entero y de todo lo que existe en él.

Alvin gimió. Más le dolía la mente que el cuerpo.

—Pero tu juramento fue claro, ¿no es así? Jamás en tu propio beneficio. ¿Por qué no satisfacer un juramento con otro, Alvin? Haz otro juramento: que consagrarás toda tu vida, tu vida, a construir contra el Deshacedor. Si cumples con ese juramento, y lo harás, pues eres un niño que tiene palabra, si mantienes ese juramento, salvar tu vida es una acción en beneficio de los demás, y no en tu provecho personal.

Truecacuentos aguardó, aguardó, hasta que por fin Alvin asintió ligeramente.

—Alvin Júnior: ¿juras que dedicarás toda tu vida a derrotar al Deshacedor, a hacer que las cosas sean íntegras, buenas y correctas?

—Sí—murmuró el niño.

—Entonces te digo, en los términos de tu propia promesa, que debes curarte a ti mismo.

Alvin aferró el brazo de Truecacuentos.

—¿Cómo? —musitó.

—Eso no lo sé, niño —repuso Truecacuentos—. Tendrás que hallar en ti mismo la forma de emplear tu propio poder. Sólo puedo decirte que debes intentarlo, pues si no el enemigo logrará la victoria y tendré que terminar tu relato diciendo que tu cuerpo fue arrojado bajo tierra.

Para sorpresa de Truecacuentos, Alvin sonrió. Entonces el anciano comprendió la chanza. Su relato terminaría con la tumba hiciera lo que hiciere ese día.

—De acuerdo, niño —dijo Truecacuentos—. Pero me gustaría escribir unas páginas más sobre ti antes de dar fin al Libro de Alvin…

—Lo intentaré —prometió Alvin.

Si lo intentaba, sin duda lo lograría. El protector de Alvin no lo había hecho llegar hasta allí sólo para dejarlo morir. Truecacuentos estaba seguro de que Alvin tenía poder suficiente para curarse a sí mismo, si conseguía descubrir cómo. Su propio cuerpo era mucho más complicado que la roca. Pero si pensaba sobrevivir, debía aprender los senderos de su propia carne y reparar las fisuras de sus huesos.

Fuera, en la sala grande, prepararon una cama para Truecacuentos. Se ofreció a dormir sobre el suelo, al lado del lecho de Alvin, pero Miller sacudió la cabeza y respondió:

—Ése es mi lugar.

Pero a Truecacuentos le fue difícil conciliar el sueño. En mitad de la noche finalmente se dio porvencido, encendió una antorcha con un fósforo, se envolvió en su abrigo y salió afuera.

El viento soplaba cruelmente. Se avecinaba una tormenta, y a juzgar por el olor del aire, habría nieve. Los animales no hallaban sosiego en el corral. A Truecacuentos se le ocurrió que esa noche tal vez no estuviera solo a la intemperie. Podía haber pieles rojas en las sombras, o incluso merodeando por entre las dependencias de la granja, observándolo. Se estremeció y luego ahuyentó su propio temor. Era una noche muy fría. Aun los cree-eks o choc-taws más sanguinarios y enemigos del hombre blanco, que acechaban desde el sur, eran demasiado listos para salir con semejante tormenta en puertas.

La nieve no tardaría en caer. La primera de la temporada. Pero no sería una simple nevisca; Truecacuentos podía sentir que nevaría todo el día siguiente. Detrás de la tormenta, el aire sería todavía más frío, ese aire helado que vuelve la nieve seca y esponjosa, que la hace apilarse cada vez más, hora tras hora. Si Alvin no los hubiese apresurado durante el regreso, y si no hubieran cargado la rueda de molino en una sola jornada, habrían tenido que arrastrar el trineo bajo la nevada. Y el trayecto habría sido resbaladizo… Podría haber sucedido algo peor aún.

Truecacuentos se encontró en el molino, contemplando la rueda. Se veía tan sólida Era difícil imaginar que alguien pudiese moverla. Sus dedos acariciaron los cortes sobre la superficie por los cuales se recogería la harina cuando la gran rueda de madera arrastrada por las aguas hiciera girar el eje y la piedra de moler diera vueltas y vueltas alrededor de esta laja, con la firmeza con que la Tierra gira alrededor del Sol año tras año, convirtiendo el tiempo en polvo, así como el molino convierte los granos en harina…

Echó un vistazo al suelo, al sitio donde la tierra había cedido apenas bajo la rueda de molino, hasta hacerla caer sobre el niño. Bajo la luz de la antorcha brilló el fondo de la depresión. Truecacuentos se agachó y hundió el dedo en un centímetro de agua. Debía de haberse juntado allí, empapando el suelo, hasta ablandarlo. No tanto como para ser una humedad visible. Sólo para ceder bajo un gran peso.

Ay, Deshacedor, pensó Truecacuentos, muéstrate ante mí y construiré un edificio tal que quedarás allí cautivo para siempre. Pero por mucho que lo intentó, no pudo hacer que sus ojos vieran temblar el aire como podía hacer el séptimo hijo varón de Alvin Miller. Finalmente, Truecacuentos levantó su antorcha y abandonó el molino. Ya caían los primeros copos. El viento casi había muerto. La nieve se precipitaba más y más rápido, bailando una danza bajo la luz de su antorcha. Cuando llegó a la casa, el suelo ya estaba gris de nieve y el bosque era invisible en la distancia. Se refugió en el interior, se tendió en el suelo sin quitarse las botas siquiera y cayó dormido.

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