Capítulo 8 EL VISITANTE

El reverendo Thrower se permitía pocos vicios, pero uno de ellos era el de comer con los Weaver los viernes por la noche. Cenar, sería más correcto decir, pues los Weaver eran comerciantes y artesanos, y no se detenían a mediodía más que para tomar apenas un bocadillo. Lo que hacía regresar a Thrower cada viernes no era la cantidad sino la calidad de la comida. Se decía que Eleanor Weaver podía tomar una vieja cepa de árbol y darle el sabor de un guisado de liebre. Y tampoco era sólo la comida; Soldado de Dios Weaver era un hombre conocedor de la Biblia, que frecuentaba la iglesia y con el cual podía conversarse a un nivel superior. No tan elevado como el de los clérigos instruidos, pero en esas tierras salvajes era lo mejor a que podía aspirar.

Solían cenar en la trastienda de los Weaver, que era en parte cocina, en parte taller y en parte biblioteca. Eleanor revolvía el perol de vez en cuando, y el aroma del guiso de venado y del pan recién horneado se entremezclaba con el de la tinaja donde fabricaban jabón y el de la parafina con que hacían velas en ese mismo lugar.

—Verá, somos un poco de todo —había dicho Soldado de Dios la primera vez que el reverendo Thrower los visitó—. No hacemos nada que los demás granjeros de la zona no puedan hacer por sí mismos, pero lo hacemos mejor, y al comprarnos a nosotros se ahorran horas de trabajo que pueden emplear en roturar la tierra y cultivar mayores extensiones.

La tienda, en la parte anterior, estaba colmada de estantes hasta el techo, y los estantes rebosaban de productos variados traídos en carretas desde las localidades del este. Tela de algodón de las ruecas y los telares a vapor de Irrakwa, vajilla de peltre, cazos y ollas de hierro de las fundiciones de Pensilvania y Suskwahenny, fina cerámica y alacenas y cajas de los alfareros y carpinteros de Nueva Inglaterra, y hasta unos pocos sacos de valiosas especias traídas de Nueva Ámsterdam desde el Oriente.

Soldado de Dios Weaver había confesado una vez que la mercancía le había costado los ahorros de toda su vida y que no era muy probable que prosperara en esa tierra de escasa población. Pero el reverendo Thrower advertía que a su tienda iba y venía un flujo constante de carretas provenientes del Wobbish inferior y del Tippy-Canoe, y hasta algunas del oeste, de la región del río Ruidoso.

Ahora, mientras aguardaban a que Eleanor los llamara a comer el guisado de venado, el reverendo Thrower le formuló una pregunta que venía acosándolo desde hacía cierto tiempo.

—He visto lo que se llevan sus clientes —comenzó el reverendo Thrower— y no puedo atinar a responderme con qué le pagan. Nadie anda con dinero contante y sonante por este lugar, y no creo que puedan dar en trueque nada que después quieran comprarle a usted en el este…

—Me pagan con carbón y leña, con ceniza y buena madera, y desde luego, con comida para Eleanor y para mí… y para el que viene en camino. —Eleanor estaba más gruesa. Pronto daría a luz y sólo un tonto podía no darse cuenta—. Pero principalmente pagan con crédito —concluyó Soldado de Dios.

—¡Crédito! ¿A granjeros que pueden perder el cuero cabelludo a manos de cualquier piel roja, que lo cambiará por licor o mosquetes el próximo invierno en Fort Detroit?

—Se habla mucho más de estos cueros cabelludos de lo que hay en realidad —respondió Soldado de Dios—. Los pieles rojas de esta región no son idiotas. Saben lo que ocurrió en Irrakwa, saben que ahora tienen su sitio en el Congreso de Filadelfia al lado de los hombres blancos, y que tienen mosquetes, caballos, granjas, campos y pueblos como los hay en Pensilvania, Suskwahenny o Nueva Oran-ge. Conocen a los cherriky de los Apalaches y saben que hoy cultivan la tierra y luchan del lado de los rebeldes blancos de Tom Jefferson para que su país sea independiente del rey y de los caballeros.

—Tal vez también hayan reparado en el flujo constante de embarcaciones que llegan por el Hio y en las carretas que marchan hacia el oeste, y en los árboles derribados, y en las cabañas de troncos que se construyen…

—Admito que tiene parte de razón, reverendo —dijo Soldado de Dios—. Me figuro que los pieles rojas pueden optar por uno de los dos caminos. Por matarnos a todos, o por tratar de asentarse y vivir entre nosotros. Vivir junto a nosotros no les será fácil precisamente: no están acostumbrados a la vida de pueblo, que es el modo natural en que vivimos los hombres blancos. Pero luchar contra nosotros deberá resultarles peor, pues si lo hacen acabarán muertos. Tal vez piensen que si matan hombres blancos podrán disuadir a los demás de venir. No saben lo que ocurre en Europa, ni saben que el sueño de tener tierras propias hará que muchos hombres atraviesen millas y millas para trabajar más duro que nunca antes en su vida, y para enterrar hijos que podrían haber vivido en la tierra natal, y para arriesgarse a que un día un hacha les parta la cabeza y todo porque es mejor ser un hombre independiente que tener que servir a algún señor. Salvo a Nuestro Señor…

—¿Y eso es lo que ocurre con usted? —preguntó Thrower—. ¿Lo arriesga todo por tierras?

Soldado de Dios miró a su esposa Eleanor y sonrió. Thrower notó que la mujer no le devolvía la sonrisa, pero también advirtió que tenía unos ojos hermosos y profundos, como si conociera secretos que la obligaran a ser grave aun cuando en su corazón sintiera gozo.

—No tierras como las que quieren los granjeros. No soy campesino para que lo sepa. Hay otras formas de poseer tierras —repuso Soldado de Dios—. Verá, reverendo Thrower, les doy crédito ahora porque creo en este país. Cuando vienen a comerciar conmigo, hago que me digan los nombres de todos sus vecinos, y trazo mapas rudimentarios de las granjas y arroyos donde viven, y de los caminos y ríos que cruzan durante su trayecto hasta aquí. Hago que lleven las cartas que escriben otros, y escribo cartas para ellos y las embarco hacia el este, con destino a los que han dejado atrás. Sé dónde están todos, y sé todo lo que hay a lo largo de todo el Wobbish superior y de la región del río Ruidoso, y sé cómo llegar hasta allí. El reverendo Thrower sonrió. —En otras palabras, hermano Soldado de Dios, usted es el gobierno.

—Digamos que si llega el momento en que sea propicia la constitución de un gobierno, estaré dispuesto a servir —respondió el hombre—. Y en dos años, tres años, cuando lleguen más pobladores y haya quienes comiencen a fabricar otras cosas, como ladrillos, vajilla y herrajes, cajas y toneles, cerveza y queso y forraje, pues bien, ¿adonde cree usted que irán a vender o comprar? A la tienda que les dio crédito cuando sus esposas desesperaban por conseguir una tela con que hacerse un vestido de bonitos colores, o cuando necesitaban una olla de hierro o una estufa con que hacer frente al invierno.

Filadelfia Thrower prefirió no mencionar que él era más escéptico respecto a la gratitud o lealtad de la gente para con Soldado de Dios Weaver. Además, pensó Thrower, bien puedo equivocarme. ¿No dijo el Salvador que debíamos arrojar nuestro pan a las aguas? Y aun cuando Soldado de Dios no lograra todos su sueños, habría hecho una buena obra y contribuido a que esta tierra fuese accesible para la civilización.

La comida estaba lista. Eleanor sirvió el guisado.

Cuando colocó ante él un delicado plato blanco, el reverendo Thrower no pudo evitar una sonrisa.

—Debe estar muy orgullosa de su esposo, y de todo lo que está haciendo.

En lugar de sonreír con pudor, como Thrower esperaba, Eleanor casi se echó a reír abiertamente. Soldado de Dios no fue tan delicado. Lanzó una risotada sin disimulo.

—Reverendo Thrower, no se confunda —repuso—. Cuando yo tengo los brazos hundidos en parafina, Eleanor los tiene enterrados en jabón. Cuando escribo cartas para los pobladores y las hago embarcar, Eleanor está haciendo mapas y apuntando nombres para nuestro catastro. No hay nada que yo haga sin que ella esté a mi lado, y no hay nada que ella haga sin que yo esté acompañándola. Salvo tal vez su jardín de hierbas, al cual se dedica más que yo. Y la lectura de la Biblia, que me preocupa a mí más que a ella.

—Vaya, me alegro de que sea una compañera apropiada para su esposo —comentó el reverendo Thrower.

—Ambos somos compañeros, el uno del otro dijo Soldado de Dios—. Y no lo olvide.

Lo dijo con una sonrisa y Thrower le devolvió el gesto, pero el ministro se sintió algo decepcionado: su mujer lo dominaba de tal modo que tenía que admitir a boca de jarro que no estaba al frente e su propia tienda en su propia casa… Pero, ¿qué odia esperarse, si Eleanor había sido criada en esa extraña familia de los Miller? No podía esperarse que la hija mayor de Alvin y Fe Miller agachara la cabeza ante su esposo como Dios manda.

Con todo, en su vida había probado un venado tan delicioso.

—No está nada fuerte —dijo—. Nunca pensé que la carne de ciervo salvaje pudiera saber así…

—Le quita la grasa —explicó Soldado de Dios— y agrega algo de pollo.

—Ahora que lo menciona —dijo Thrower—, creo reconocerlo en el guisado.

—Y aprovechamos la grasa de venado para hacer jabón —continuó Soldado de Dios—. Jamás desperdiciamos nada, si le encontramos alguna utilidad.

—Tal como ordena el Señor —comentó Thrower. Y se lanzó a comer. Iba por su segundo plato de guisado y su tercera hogaza de pan cuando hizo un comentario que quería ser una jocosa alaban-Señora Weaver, su comida es tan deliciosa que un poco más y empiezo a creer en brujerías.

Como mucho, Thrower esperaba una risilla. En cambio, Eleanor clavó la vista en la mesa, avergonzada, como si la hubiera acusado de adulterio. Y Soldado de Dios se irguió tieso en su silla.

—Le agradecería que no mencionara ese tema en esta casa —dijo.

El reverendo Thrower trató de disculparse.

—No hablaba en serio —dijo—. Entre cristianos racionales, esta clase de cosas es objeto de chanzas, ¿no es verdad? No es más que una tonta superstición, y…

Eleanor se puso en pie y se marchó de la habitación.

—¿Qué he dicho ahora? —preguntó Thrower.

Soldado de Dios suspiró.

—Ay, usted no podía saberlo —comentó—. Es una pelea que se remonta a antes de que nos casáramos, cuando llegué a estas tierras. La conocí cuando vino con sus hermanos para ayudarme a construir mi primera choza… lo que hoy es el cobertizo donde hacemos el jabón. Comenzó a desparramar menta verde por el suelo y a pronunciar cierta clase de rima, y yo le grité que cerrara la boca y que se largara de mi casa. Cité la Biblia, donde dice: «No tolerarás a una bruja con vida.» No puedo decirle la media hora que pasamos después…

—¿La llamó bruja y se casó con usted?

—Verá, entre medias tuvimos algunas conversaciones…

—No seguirá creyendo en esas cosas, ¿verdad?

Soldado de Dios frunció las cejas.

—No es cuestión de creer, reverendo, sino de hacer. No lo hace más. No aquí, ni en ningún otro sitio. Y cuando usted casi la acusó de eso, bueno, se ofendió. Porque me lo prometió, sabe usted…

—Pero una vez que me disculpé, ¿por qué se…?

—Pues bien, ahí lo tiene. Usted tendrá su forma de pensar, pero no puede decirle que esos conjuros, hierbas y encantamientos no tengan poder, pues ella misma ha visto cosas que incluso para usted serían inexplicables.

—Sin duda, un hombre como usted, versado en las escrituras y conocedor del mundo, podrá convencer a su esposa de que abandone las supersticiones de su infancia.

Soldado de Dios posó su mano suavemente sobre la muñeca del reverendo Thrower.

—Reverendo, debo decirle algo que jamás pensé debería decir a un hombre adulto. Un buen cristiano se niega a permitir que en su vida intervengan esas cosas porque la única forma correcta de que en la vida de uno surjan poderes ocultos es por medio de la oración y la gracia de Nuestro Señor Jesucristo. Pero no porque tales cosas no den resultado.

—Pero no dan resultado —insistió Thrower—. Los poderes del cielo son reales, y también lo son las visiones y apariciones de los ángeles, al igual que todos los milagros de los cuales dan fe las escrituras. Pero los poderes del cielo nada tienen que ver con que las parejitas se enamoren, ni con curarse de garrotillo, ni con hacer que las gallinas pongan huevos, ni con todas esas tonterías que hace la gente ignorante con sus llamados poderes ocultos. No hay nada que hagan esos conjuros, o dones, o como quiera que se llamen, que no pueda ser explicado por medio de la sencilla investigación científica.

Soldado de Dios permaneció en silencio un buen rato. El silencio incomodó un tanto a Thrower, y no obstante no halló qué decir. No se le había ocurrido pensar que Soldado de Dios pudiese llegar a creer en tales cosas. Era una perspectiva sorprendente. Una cosa era inhibirse de la brujería por tratarse de una insensatez y otra muy distinta creer en ella y abstenerse por ser algo incorrecto. A Thrower se le ocurrió que la última posición era tanto más enaltecedora: para el reverendo, desdeñar la brujería era cuestión de sentido común, mientras que para Soldado de Dios y Eleanor era algo así como un sacrificio.

Antes de que pudiera dar forma a sus pensamientos, Soldado de Dios se reclinó en su silla y cambió enteramente de tema.

—Tengo entendido que su iglesia casi está terminada…

El reverendo Thrower aceptó seguir por terreno más seguro.

—Ayer se terminó el techo y hoy pudieron fijar todas las tablas sobre las paredes. Mañana ya podrá resistir las lluvias, cuando pongamos celosías en las ventanas. Cuando estén las puertas y los vidrios, será sólida como un tambor.

—He hecho que traigan el vidrio en bote —dijo Soldado de Dios. Luego guiñó un ojo—. Resolví el problema de embarcar en Lago Erie.

—¿Cómo lo hizo? Los franceses están hundiendo uno de cada tres botes, hasta los que vienen de Irrakwa.

—Muy sencillo. Encargué el vidrio a Montreal…

— ¿Vidrio francés en las ventanas de una iglesia inglesa?

—De una iglesia americana… —corrigió Soldado de Dios—. Y Montreal también es una ciudad americana. De todas formas, los franceses quizás estén tratando de deshacerse de nosotros, pero hasta que lo consigan somos mercado para sus productos manufacturados, así que el gobernador, el marqués de La Fayette, no pone reparos a que su pueblo obtenga algún provecho de nuestras compras en tanto estemos aquí. Lo embarcarán de un momento a otro por el lago Michigan y luego lo harán viajar por lanchón, por el St. Joseph y el Tippy-Canoe.

—¿Lo harán antes de que venga el mal tiempo?

—Supongo que sí —-comentó Soldado de Dios—. De otro modo, no se les pagará…

—Es usted un hombre sorprendente —dijo Thrower—. Pero me extraña que guarde tan poca lealtad al Protectorado Británico.

—Pues bien, verá… Así es, en efecto. Usted creció bajo el Protectorado y sigue pensando como un inglés.

—Soy escocés, señor…

—Como británico, en cualquier caso. En su país, todo aquel que practica las artes ocultas, aunque sólo se sepa por rumores, es exiliado sin más, e incluso sin que primero se molesten en juzgarlo, ¿no es así?

—Tratamos de ser justos… pero las cortes eclesiásticas son rápidas y no hay apelación.

—Pues bien, piense en esto: si todo aquel que tenía el más mínimo don para las artes ocultas fue embarcado rumbo a las colonias americanas, ¿cómo podría haber visto el menor asomo de hechicería cuando era pequeño?

—No puedo haber visto algo que no existe… —En Gran Bretaña tal vez no exista. Pero es la maldición de los buenos cristianos de América, que estamos hasta la coronilla de teas, hidrománticos, conjuradores y dotados, y un niño no llega al metro de altura aquí sin toparse con alguien que lanza una maldición o sin cruzarse con los hechizos de algún bromista que le hacen decir lo primero que le viene a la cabeza y ofende a todo el mundo a diez kilómetros a la redonda.

—¡Las maldiciones de un bromista! Vea, hermano Soldado de Dios, convendrá usted conmigo en que una buena botella de vino produce el mismo efecto.

—… No en un niño de doce años que jamás ha tomado una gota de alcohol en toda su vida.

Era evidente que Soldado de Dios hablaba por propia experiencia, pero eso no cambiaba las cosas. —Siempre hay otra explicación. —Hay un sinfín de razones con que explicar lo que sucede —dijo Soldado de Dios—. Pero le diré esto. Puede usted predicar contra conjuros y seguirá teniendo una congregación. Pero si sigue diciendo que los conjuros no sirven de nada, bien… supongo que casi todos se preguntarán por qué han de recorrer semejante camino para acudir a una iglesia a escuchar la prédica de un tonto de remate.

—Debo decir la verdad tal como la veo —se defendió Thrower.

—Usted puede ver que un hombre es deshonesto en sus negocios, pero no por eso dirá su nombre desde el pulpito, ¿verdad? No, señor, pero sí dará un sermón sobre la honestidad y esperará que surta su efecto.

—Usted sugiere que adopte un enfoque distinto…

—Está usted construyendo una hermosa iglesia, reverendo Thrower, y no sería ni la mitad de bella si no fuese porque la alimenta su sueño de cómo debe llegar a ser. Pero los pobladores de esta región consideran que la iglesia es de ellos. Ellos cortaron la madera, ellos la construyeron y se encuentra erigida sobre tierras comunales. Y sería toda una lástima que su obstinación acabase por cansarlos y obligarlos a ofrecer el pulpito a otro predicador…

El reverendo Thrower contempló los restos de la cena durante un buen rato. Pensó en la iglesia, no en la estructura de madera sin pintar que hoy era, sino en el edificio terminado, con los bancos en su sitio, el pulpito en lo alto y el recinto inundado por la clara luz del sol que penetraba por las ventanas prolijamente vidriadas. No es sólo el lugar, se dijo, sino lo que puedo lograr desde aquí. Estaría cumpliendo mal mis deberes de cristiano si permitiera que este sitio cayera bajo control de necios supersticiosos como Alvin Miller y, aparentemente, toda su familia. Si mi misión es destruir el mal y la superstición, debo habitar entre ignorantes y supersticiosos. Con el tiempo sembraré en ellos el conocimiento de la verdad. Y si no logro convencer a los padres, con más tiempo aún podré convertir a sus hijos. Mi ministerio es el trabajo de toda una vida. ¿Por qué entonces arriesgarlo con tal de decir la verdad unos pocos instantes?

—Es usted un hombre sabio, hermano Soldado de Dios.

—También usted, reverendo Thrower. A la larga, aun cuando podamos disentir aquí y allá, creo que ambos deseamos lo mismo. Queremos que todo este país sea civilizado y cristiano. Y a ninguno de los dos nos molestaría que la iglesia de Vigor se convirtiera en la ciudad de Vigor, y que la ciudad de Vigor pasara a ser la capital de todo el territorio de Wobbish. Hasta se habla en Filadelfia de invitar a Hio a unirse en calidad de estado, y sin duda no tardarán en hacer el mismo ofrecimiento a los Apalaches. ¿Por qué no Wobbish, algún día? ¿Por qué no un país que se extienda de mar a mar, de blancos y pieles rojas, donde cada uno de nosotros sea libre de votar el gobierno que desea para que haga las leyes que todos aceptaríamos obedecer de buen grado?

Era un bello sueño. Y Thrower podía verse en él. El hombre que tuviese el pulpito de la iglesia más grande, de la ciudad más grande del territorio sería el conductor espiritual de todo un pueblo. Durante unos minutos creyó en su sueño con tal intensidad que cuando gentilmente dio las gracias a Soldado de Dios por la comida y se marchó de la casa tuvo que contener la respiración al ver que el poblado de Vigor sólo consistía en la gran tienda de Weaver y sus dependencias, unas fincas cercadas con unas pocas cabezas de ganado paciendo en ellas y el armazón de blanca madera de una gran iglesia nueva.

Pero aun así, la iglesia era real. Casi estaba terminada, las paredes estaban allí y el techo estaba concluido. Thrower era un hombre racional. Debía ver algo sólido ante sus ojos para creer en su sueño, pero esa iglesia ya era suficientemente sólida, y entre él y Soldado de Dios bastaba para que el resto del sueño se tornase realidad. Atraer gente a este lugar, hacer de él el centro del territorio… Esta iglesia podía servir de local para las reuniones municipales, y no sólo para los sermones locales. ¿Y durante la semana? Estaría malgastando su educación si no abriera una escuela para los niños de la región. Les enseñaría a leer, a escribir, a calcular y, sobre todo, a pensar, a expulsar de sus mentes toda superstición y a no dejar en ellas más que el puro conocimiento y la fe en el Señor.

Y tan ensimismado iba por estos pensamientos que ni siquiera advirtió que no se dirigía a la granja de Peter McCoy, río abajo, donde lo aguardaba su lecho en la vieja cabaña de troncos. Estaba desandando el trayecto que lo llevaría a la iglesia. Sólo cuando encendió un par de velas comprendió que en realidad pensaba pasar la noche allí. Aquellas paredes desnudas de madera eran su hogar, más que ningún otro sitio del mundo. El olor a savia le exaltaba los sentidos, le daba deseos de entonar salmos que nunca antes había escuchado… Se sentó allí murmurando, recorriendo las páginas del Viejo Testamento sin notar siquiera que había palabras sobre el papel.

Sólo oyó los pasos cuando resonaron sobre el suelo de madera. Entonces levantó la vista y allí, para su sorpresa, vio a la señora Fe llevando una linterna, seguida de los mellizos de dieciocho años, Moderación y Previsión. Entre ambos cargaban una pesada caja de madera. Tardó un momento en comprender que la caja era un altar de madera. Que en realidad era un hermoso altar, de maderos tan bien armados, como los dejaría un maestro carpintero, y bellamente lustrado. Y grabadas a fuego, sobre las tablas que rodeaban la cubierta del altar, había dos hileras de cruces.

—¿Dónde quiere que lo pongamos? —preguntó Previsión.

—Papá dijo que lo trajéramos esta noche, cuando las paredes y el techo ya estuvieran terminados…

—¿Papá? —preguntó Thrower.

—Lo hizo especialmente para usté —dijo Previsión—. Y el pequeño Al grabó las cruces a fuego, al ver que ya no le permitían venir hasta aquí.

Thrower ya estaba junto a ellos, y veía que era un altar amorosamente construido. Era lo último que habría esperado de Alvin Miller. Y las cruces, perfectamente trazadas, no parecían obra de un niño de seis años.

—Aquí —dijo, señalando el sitio donde había imaginado su altar. Era lo único que había en el recinto, además del techo y las paredes, y como estaba lustrado, la madera era más oscura que la de la construcción. Era perfecto, e hizo asomar lágrimas a los ojos del reverendo Thrower—. Dígales que es hermoso.

Fe y sus hijos sonrieron a más no poder. —Ya ve que no es su enemigo… —repuso Fe, y Thrower no pudo sino estar de acuerdo.

—Tampoco yo soy su enemigo —advirtió. Y no agregó: «Me lo he de ganar con paciencia y amor, pero ganaré, y este altar es señal clara de que en su corazón secretamente desea que lo libere de la oscuridad de la ignorancia.»

No se quedaron más tiempo. Sin demora atravesaron la noche, de regreso a su hogar.

Thrower encendió el candelabro y lo posó sobre el suelo cerca del altar, pero no sobre éste, pues semejante cosa habría sido propia de un papista. Se puso de rodillas y pronunció una oración de gracias. La iglesia estaba casi terminada y ya había en ella un espléndido altar, construido por el hombre que más temía, y en él, cruces grabadas por ese extraño niño que tanto simbolizaba la superstición compulsiva de esa gente ignorante.

—Se te ve lleno de orgullo —indicó una voz a sus espaldas.

Se volvió, casi sonriendo, ya que siempre le alegraba la llegada del Visitante. Pero el Visitante no sonreía. —Lleno de orgullo…

—Perdonadme —solicitó Thrower—. Ya me he arrepentido de ello. Pero no puedo menos que regocijarme por la gran labor que ha comenzado aquí.

El Visitante tocó suavemente el altar, recorriendo las cruces con sus dedos.

—Él hizo esto, ¿verdad?

—Alvin Miller.

—¿Y el niño?

—Las cruces. Tenía tanto miedo de que fueran sirvientes del demonio…

El Visitante lo miró con aspereza.

—Y porque han construido un altar tú crees que no lo son.

Un escalofrío de terror lo recorrió de pies a cabeza. Thrower murmuro:

—No pensé que el demonio pudiera usar la señal de la cruz…

—Eres tan supersticioso como el resto —dijo el Visitante con frialdad—. Los papistas se persignan constantemente. ¿Acaso crees que es algún conjuro contra el demonio?

—Entonces, ¿cómo puedo estar seguro de nada? —se preguntó Thrower—. Si el diablo puede construir un altar y hacer la señal de la cruz…

—No, no, Thrower, mi querido hijo, no son diablos, ninguno de los dos. Sabrás reconocer al diablo cuando estés ante él. Allí donde los hombres llevan cabello sobre la cabeza, el diablo luce los cuernos de un toro. Donde los hombres tienen pies, el diablo tiene las pezuñas hendidas de una cabra. Allí donde los hombres tienen manos, el demonio muestra las grandes zarpas de un oso. Y ten esto por seguro: cuando venga, no construirá altares para ti. —El Visitante posó ambas manos sobre el altar—. Éste es mi altar ahora —dijo—. No importa quién lo haya hecho, puedo emplearlo para mi propósito.

Thrower lloró de alivio.

—Ahora está consagrado, vos habéis hecho de él algo santo. —Y extendió una mano para tocar el altar.

—¡Detente! —susurró el Visitante. Aunque su voz casi era inaudible, tenía el poder de estremecer los muros—. Primero debes escucharme —ordenó.

—Siempre os escucho —dijo Thrower—. Aunque no alcanzo a comprender cómo es que habéis elegido un gusano tan indigno como yo.

—Hasta un gusano puede ser grande cuando es tocado por el dedo de Dios —replicó el Visitante—. No, no me interpretes mal. No soy Dios. No me veneres.

Pero Thrower no pudo contenerse y lloró con devoción, de rodillas ante aquel ángel sabio y poderoso. Sí, ante aquel ángel. Thrower no tenía dudas de eso, aunque el Visitante no tenía alas y lucía un traje de los que a nadie extrañaría encontrar en el Parlamento.

—El hombre que construyó este altar está confundido, pero en su alma hay muerte, y si se le provoca lo suficiente, ésta aparecerá. Y el niño que hizo las cruces… es tan notable como supones. Pero aún no se ha consagrado al bien ni al mal. Ambos caminos yacen delante de él, y está abierto a una y otra influencia. ¿Me comprendes?

—¿Es ésa mi labor? —preguntó Thrower—. ¿Debo olvidar todo lo otro y dedicarme a guiar a esta criatura por el camino recto?

—Si muestras demasiado celo, sus padres te rechazarán. Debes llevar a cabo tu ministerio tal como lo habías planeado. Pero interiormente lo orientarás todo hacia este niño notable, con el afán de ganarlo para mi causa. Puesto que si no ha llegado a servirme a los catorce años, lo destruiré.

La mera imagen de Alvin Júnior herido o muerto resultó intolerable para Thrower. Le causó tal sensación de pérdida que no creyó que un padre o una madre pudieran sentirse peor que él.

—Haré cuanto esté en manos de un hombre débil para salvar a este niño —exclamó, y su voz fue casi un grito de angustia.

El Visitante asintió, lo obsequió con aquella espléndida y amorosa sonrisa y extendió su mano hacia Thrower.

—Confío en ti —dijo con dulzura. Sus palabras fueron como un bálsamo fresco sobre una herida ardiente—. Sé que lo harás bien. Y en lo que respecta al diablo, no debes sentir temor de él.

Thrower tomó la mano que se le ofrecía para cubrirla de besos, pero en lugar de tocar la carne, sus manos se cerraron sobre el aire. El Visitante había desaparecido.

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