Capítulo 13 CIRUGÍA

El Visitante se sentó cómodamente sobre el altar, reclinándose informalmente sobre su brazo derecho. Su cuerpo adquirió una garbosa expresión. El reverendo Thrower había visto una pose así de desenvuelta en un libertino de Camelot, un lujurioso que claramente despreciaba todo aquello que representaban las iglesias puritanas de Inglaterra y Escocia. Thrower se sintió bastante incómodo al ver que el Visitante adoptaba una pose tan irreverente.

—¿Por qué? —preguntó el Visitante—. El hecho de que tú sólo puedas controlar tus pasiones carnales sentándote erguido en una silla, con las rodillas juntas y las manos delicadamente dispuestas sobre el regazo, con los dedos firmemente entrelazados, no significa que yo deba hacer lo mismo.

Thrower se sintió incómodo.

—No es justo castigarme por mis pensamientos.

—Lo es, cuando tus pensamientos pretenden juzgarme por mis acciones. Ten cuidado con la arrogancia, amigo mío. No te creas tan recto como para poder juzgar los actos de los ángeles…

Era la primera vez que el Visitante se llamaba a sí mismo ángel.

—No me he llamado nada —dijo el Visitante—. Debes aprender a controlar tus pensamientos, Thrower. Extraes conclusiones con demasiada facilidad.

—¿Qué motiva tu aparición?

—Tiene que ver con el que ha hecho este altar —comenzó el Visitante. Palmeó una de las cruces que Alvin Júnior había grabado a fuego sobre la madera.

—He hecho cuanto he podido, pero el niño es ingobernable. Duda de todo y contesta a todas las cuestiones de teología como si tuviera que satisfacer las mismas pruebas de lógica y consistencia que prevalecen en el mundo de la ciencia.

—En otras palabras, espera que tus doctrinas tengan sentido.

—No está dispuesto a aceptar la idea de que algunas cosas son misterios, sólo comprensibles a la mente de Dios. La ambigüedad lo vuelve insolente y la paradoja provoca una franca rebelión.

—Es un niño molesto…

—De lo peor que he visto —manifestó Thrower.

Los ojos del Visitante relampaguearon. Thrower sintió una punzada en el corazón.

—Lo he intentado —dijo Thrower—. He intentado convertirlo para que sirviera al Señor. Pero la influencia de su padre…

—Es propio del débil culpar de sus fracasos a la fortaleza de los demás.

—¡Aún no he fracasado! —atajó Thrower—. Me dijiste que tenía tiempo hasta que el niño tuviera catorce años…

—No. Te dije que yo tenía tiempo hasta que él tuviera catorce años. Tú sólo lo tendrás mientras él viva aquí.

—No he sabido que los Miller se mudaran. Acaban de poner en su sitio una rueda de molino y comenzaran la molienda en primavera. No se marcharían sin…

El Visitante se puso de pié.

—Permíteme presentarte un caso, reverendo Thrower. Puramente hipotético. Supongamos que estuvieras en una habitación con el peor enemigo de todos los que tengo. Supongamos que él estuviera enfermo y que yaciera indefenso en cama. Si se recuperara, sería puesto fuera de tu alcance, y de ese modo podría destruir todo lo que tú y yo amamos en este mundo. Pero si muriera, nuestra gran causa estaría a salvo. Ahora supón que alguien pusiera un cuchillo en tu mano y te suplicara que efectuaras una delicada operación de cirugía sobre el niño. Y supón que tu pulso fallara, siquiera una pizca, y tu cuchillo cortara una arteria importante. Y supón que si tan sólo te demoraras unos instantes, perdería sangre con tanta prisa que moriría en cuestión de minutos. En ese caso, reverendo Thrower, ¿cuál sería tu misión?

Thrower no podía creerlo. Toda su vida se había preparado para enseñar, persuadir, exhortar, exponer. Jamás para llevar a cabo un acto sanguinario del calibre del que le sugería el Visitante.

—No estoy hecho para estas cosas —aseguró.

—¿Estás hecho para el reino de Dios? — preguntó el Visitante.

—Pero el Señor ha dicho «No matarás».

—¿Ah, sí? ¿Eso es lo que dijo a Josué cuando lo envió a la tierra prometida? ¿Es eso lo que dijo a Saúl cuando lo envió contra los amalecitas?

Thrower pensó en esos oscuros pasajes del Viejo Testamento, y tembló de miedo, sólo de pensar en intervenir en semejantes actos.

Pero el Visitante no cedió.

—El sacerdote Samuel ordenó al rey Saúl que matara a todos los amalecitas, hombres o mujeres, y a todos los niños. Pero Saúl no tuvo agallas para eso. Salvó al rey de los amalecitas y lo trajo con vida. Y por ese crimen de desobediencia, ¿qué hizo el Señor?

—Escogió a David para que reinara en su lugar.

El Visitante se acercó a Thrower, horadándolo con el fuego de su mirada.

—Y entonces Samuel, el gran sacerdote, el dulce siervo de Dios, ¿qué hizo?

—Llamó a Agag, rey de los amalecitas, e hizo que lo trajeran ante él.

Pero el Visitante no pensaba ceder.

—¿Y qué más hizo Samuel?

—Lo mató —murmuró Thrower.

—¿Qué dicen las escrituras que hizo? —rugió el Visitante. Las paredes de la iglesia temblaron y el vidrio de las ventanas se estremeció.

Thrower lloró de miedo, pero pronunció las palabras que le exigía el Visitante:

—Samuel cortó en pedazos a Agag… en presencia del Señor.

Ahora el único sonido en toda la iglesia era la propia respiración entrecortada de Thrower, que trataba de controlar sus sollozos histéricos. El Visitante le sonreía con ojos desbordantes de amor y perdón. Y luego desapareció.

Thrower se postró de rodillas ante el altar y oró. Oh, Padre, moriría por Ti, pero no me pidas que mate. Aparta este cáliz de mis labios. Soy demasiado débil, soy indigno, no deposites este peso sobre mis hombros.

Sus lágrimas cayeron sobre el altar. Escuchó un siseo y se alejó de él de un salto, sorprendido. Sus lágrimas corrieron por la superficie del altar como agua sobre una plancha al rojo, hasta que finalmente se evaporaron.

«El Señor me ha repudiado —pensó—. Juré servirlo como me lo pidiese, y ahora que me encomienda algo difícil, que me ordena ser tan fuerte como los grandes profetas de la antigüedad, me descubro siendo una vasija rota en manos del Señor. No puedo contener el destino que Él ha querido verter en mí.»

La puerta de la iglesia se abrió. Una ráfaga de viento helado se deslizó presurosa sobre el suelo y al llegar al cuerpo del reverendo lo hizo estremecer.

Levantó la vista, temiendo que fuese un ángel enviado para depararle su castigo.

Pero no era ningún ángel. Sólo Soldado de Dios Weaver.

—No quería interrumpir su plegaria… —se disculpó Soldado.

—Pase —dijo Thrower—. Cierre la puerta. ¿Qué puedo hacer por usted?

—No se trata de mí.

—Venga. Siéntese aquí. Cuénteme.

Thrower esperaba que acaso la llegada de Soldado de Dios en ese preciso momento fuese una señal de Dios. Un miembro de la congregación que llegase a ayudarlo justo después de orar… seguramente el Señor le hacía saber que, después de todo, lo había aceptado.

—Se trata del hermano de mi mujer —comenzó Soldado de Dios—. El niño, Alvin Júnior.

Thrower sintió que un escalofrío de temor lo atravesaba hasta los huesos.

—Lo conozco. ¿Qué sucede con él?

—Sabe que se aplastó una pierna…

—Algo oí decir.

—¿Por casualidad no fue a visitarlo para verlo antes de que curase?

—He llegado a pensar que no soy bien recibido en esa casa.

—Bueno, permítame que le cuente. Fue un feo accidente. Se le desprendió una zona muy grande de piel. Se le fracturaron los huesos. Pero dos días más tarde estaba totalmente curado. Ni siquiera podía verse la cicatriz. Tres días más tarde ya caminaba…

—No debe haber sido tan malo como usted lo cuenta.

—Se lo estoy diciendo: se le rompió la pierna, y la herida fue grave. Toda la familia creyó que el niño moriría. Me pidieron que comprara clavos para hacer un ataúd. Y estaban tan afligidos que yo creía que también habría que enterrar al padre y a la madre.

—Entonces no puede estar tan sano como usted dice…

—Bueno, no está totalmente curado, y por eso he venido a verlo a usted. Sé que no cree en estas cosas, pero le digo que de algún modo tienen que haber embrujado al niño para que sanara. Elly dice que el mismo niño fue quien se embrujó. Estuvo caminando algunos días, sin andar con muletas siquiera. Pero el dolor nunca se le fue. Ahora dice que en el hueso hay un sitio enfermo. También tiene fiebre.

—Todo tiene una explicación perfectamente natural —dijo Thrower.

—Bueno, sea como fuere, tal como yo lo veo, el niño ha invitado al demonio con sus brujerías y ahora el demonio lo está devorando por dentro en vida. Y como usted es un ministro ordenado de Dios, pensé que tal vez pudiera expulsar de él a ese diablo en nombre de Nuestro Señor Jesucristo.

Las supersticiones y las brujerías eran una insensatez, desde luego, pero ahora que Soldado traía la posibilidad de que un diablo habitara dentro del niño, aquello le parecía razonable y coherente con lo que le había dicho el Visitante. Tal vez el Señor quisiera que exorcizara al pequeño, que expulsara al diablo que había en él, y no que lo matara. Era una oportunidad de redimirse de la falta de voluntad demostrada minutos atrás.

cuenta…

—Iré —dijo—, Buscó una pesada capa y la extendió sobre sus hombros.

—Más vale que se lo advierta: nadie me pidió que fuera a buscarlo…

—Estoy preparado para hacer frente a la ira de los infieles. Lo que me preocupa es la víctima del diablo, y no esa familia necia y supersticiosa.

Alvin yacía en cama, ardiendo de fiebre. A plena luz del día, mantenían cerradas las celosías para que la luz no le hiriera en los ojos. Pero de noche las hacía abrir para que entrara algo de aire fresco, que respiraba con alivio. Durante los pocos días que había podido caminar había visto la nieve que cubría el valle. Trataba de imaginarse enterrado bajo ese manto de blancura. Sería un reposo para el fuego abrasador que consumía su cuerpo.

No podía ver cosas tan diminutas en su interior. Lo que hacía con los huesos, con los haces de músculos y capas de piel era más difícil que hallar las grietas de la cantera de piedra. Pero podía sentir las rutas que surcaban el laberinto de su cuerpo, hallar las grandes heridas, ayudarlas a que se cerraran.

Pero casi todo lo que sucedía era demasiado pequeño y rápido para que pudiera comprenderlo. Veía el resultado, pero no podía ver las piezas, no podía descubrir cómo sucedía.

Así ocurría con ese punto malo que tenía en el hueso. Era una zona diminuta que se estaba pudriendo, debilitando. Podía sentir la diferencia entre el lugar malo y el hueso sano, podía descubrir los límites de la enfermedad. Pero no era capaz de ver lo que sucedía en realidad. No sabía repararlo. Iba a morir.

No estaba solo en la habitación. Lo sabía. Siempre había alguien sentado junto a él. Abría los ojos y veía a Mamá, o a Papá, o a alguna de las niñas. A veces era alguno de sus hermanos, aunque ello significara dejar a su esposa y sus quehaceres. Para Alvin era un alivio, pero también una carga. Pensaba que debía apresurarse a morir para que todos pudieran retornar a sus vidas habituales.

Esa tarde era Mesura quien lo acompañaba. Alvin le dijo qué tal cuando entró, pero no había mucho de qué hablar. ¿Qué tal? Bien, gracias, me estoy muriendo, ¿y tú? Era un poco difícil mantener una conversación.

Mesura le contaba cómo él y los mellizos habían tratado de cortar una piedra de moler. Escogieron una piedra más blanda que la otra con que Alvin solía trabajar, pero así y todo les llevó un trabajo de mil demonios.

—Por último, tuvimos que desistir —confesó—. Tendrá que esperar hasta que puedas subir a la montaña y cortar una piedra para nosotros…

Alvin no respondió, y después de eso nadie dijo una palabra.

Alvin permaneció allí tendido, sudando, sintiendo cómo crecía la descomposición de su hueso en forma lenta pero inexorable. Su hermano le tomaba la mano, sentado cerca de su lecho.

Mesura comenzó a silbar.

El sonido sorprendió a Alvin. Estaba tan inmerso dentro de sí que le pareció que provenía de una gran distancia y que debía viajar mucho para descubrir de dónde surgía esa música.

—Mesura… —gritó, pero su voz apenas fue un susurro.

El silbido cesó.

—Lo siento —se disculpó Mesura—. ¿Te molesta?

—No —dijo Alvin.

Mesura volvió a silbar. Era una melodía extraña, que Alvin no recordaba haber oído antes. En realidad, no parecía ninguna melodía. Nunca se repetía, cada vez seguía con notas distintas, como si Mesura la estuviera inventando sobre la marcha. Y mientras Alvin yacía y escuchaba, la melodía se le antojó como una especie de mapa que serpenteaba por entre la espesura. Comenzó a seguirla. No es que viera nada, como podría hacer con un mapa de verdad. Pero sí le mostraba siempre el centro de las cosas, y todo lo que pensaba, lo pensaba como si estuviera de pie en ese lugar. Casi podía ver todo lo que había pensado antes, mientras trataba de descubrir alguna forma de enmendar ese sitio descompuesto en su hueso, sólo que ahora lo hacía desde una gran distancia, tal vez desde lo alto de una montaña o un claro, desde donde podía ver mejor.

Esta vez pensó en algo que nunca antes se le había ocurrido. Cuando la pierna se quebró y la piel se le cayó, todos veían lo mal que estaba, pero nadie podía ayudarlo, estaba solo. Tuvo que arreglarlo todo desde dentro. Ahora, en cambio, nadie podía ver la herida que lo estaba matando. Y aun cuando él sí la veía, no había nada que la mejorase.

Así, quizás esta vez algún otro pudiera sanarlo, pero no por medio de ningún poder oculto. Sólo mediante la vieja y cruenta cirugía.

—Mesura —murmuró.

—Aquí estoy —le respondió su hermano.

—Sé de qué forma puede curarse la pierna —dijo.

Mesura se le acercó. No abrió los ojos, pero sintió su aliento contra la mejilla.

—Ese sitio malo que hay dentro del hueso está creciendo, pero aún no se ha extendido mucho. No puedo mejorarlo, pero calculo que si alguien corta esa parte del hueso y la extirpa de la pierna, yo podría curar el resto.

—¿Cortarla?

—Esa sierra que usa Papá para cortar la carne… Creo que con eso podría hacerse el truco que estoy pensando…

—Pero no hay un solo cirujano en cientos de kilómetros a la redonda…

—En ese caso, más vale que alguien aprenda deprisa, o si no me veréis muerto.

Ahora Mesura respiraba con ansiedad.

—¿Crees que cortándote el hueso podríamos salvarte la vida?

—Es lo mejor que se me ocurre.

—Pero podría estropearte la pierna de verdad… —sopesó el hermano.

—Qué me importará eso si me muero. Y si vivo, valdrá la pena arriesgarme a tener una pierna estropeada.

—Voy a buscar a Papá. —Mesura apartó la silla y salió de la habitación a grandes zancadas.

Thrower dejó que Soldado de Dios fuera por delante al llegar al patio de los Miller. No les sería tan fácil rechazar al esposo de la hija. Pero sus temores fueron infundados. La buena de Fe abrió la puerta, y no su esposo pagano.

—Pero reverendo Thrower, ¿cómo es que ha sido tan gentil de detenerse en nuestra casa? —le dijo.

El regocijo de su tono era ficticio, si su rostro compungido decía la verdad. Últimamente no debían de haber dormido muy bien en esa casa.

—Lo he traído conmigo, Mamá Fe —manifestó Soldado—. Sólo ha venido porque se lo pedí.

—El pastor de nuestra iglesia es bien acogido en esta casa cuando quiera que le plazca pasar por aquí —declamó la mujer.

Los condujo a la sala grande. Un grupo de niñas que hacía labores cerca de la chimenea levantó la mirada para contemplarlo. El más pequeño, Cally, hacía sus deberes sobre una pizarra, y escribía con un tizón chamuscado.

—Me alegra verte haciendo tus tareas —le dijo Thrower.

Cally se limitó a mirarlo. Había un dejo de hostilidad en sus ojos. Aparentemente, al pequeño le molestaba que su maestro juzgara sus quehaceres también en casa, sitio que supuestamente era como una especie de santuario.

—Lo estás haciendo muy bien —le animó Thrower, tratando de tranquilizar al niño. Cally no respondió. Se limitó a fijar la vista en su trabajo nuevamente y siguió garabateando palabras.

Soldado de Dios expuso el motivo de la visita sin más preámbulos.

—Mamá Fe, hemos venido por Alvin. Sabe cómo pienso con respecto a las brujerías, pero nunca he dicho una sola palabra en contra de lo que pudierais hacer dentro de vuestra propia casa. Siempre pensé que se trataba de vuestros propios asuntos, y no de los míos. Pero ese niño está pagando el precio de las malas influencias que habéis dejado actuar en esta casa. Ha embrujado su pierna y ahora hay un demonio dentro de él, matándolo, y he traído al reverendo Thrower para que expulse a ese diablo de su interior.

La buena de Fe se mostró extrañada.

—En esta casa no hay ningún demonio…

Ay, pobre mujer, pensó Thrower. Si supieras cuánto hace que el diablo mora en este lugar…

—Es posible acostumbrarse hasta tal punto a la presencia del diablo que resulta difícil reconocer que está presente…

Se abrió una puerta cerca de las escaleras y el señor Miller entró en la sala.

—No seré yo —decía—. No acercaré un cuchillo a la pierna del niño.

Cally dio un salto al escuchar la voz de su padre y salió corriendo hacia él.

—Soldado trajo a Thrower, Papá, para que matara al diablo.

El señor Miller dio la vuelta, con el rostro surcado por emociones imposibles de precisar, y miró a los visitantes como si apenas los reconociera.

—En esta casa he puesto eficaces conjuros… —dijo la buena de Fe.

—Esos conjuros son una convocatoria al demonio —repuso Soldado de Dios—. Usted cree que protegen su casa, pero en realidad alejan al Señor.

—Jamás ha entrado ningún diablo en este lugar —insistió ella.

—No por sí mismo —explicó Soldado—. Usted lo llamó con tanto conjuro de aquí y de allá. Usted obligó al Espíritu Santo a abandonar esta casa con sus hechizos y su idolatría, y al haber desterrado el bien de su hogar, naturalmente los diablos lo ocuparon. Siempre intervienen cuando ven la menor oportunidad de hacer maldades.

Thrower se preocupó un poco. Soldado de Dios hablaba demasiado de cosas de las que en realidad sabía muy poco. Habría sido mejor que simplemente pidiera permiso para que Thrower orase por el niño al lado de su lecho. Ahora Soldado de Dios estaba delimitando un campo de batalla allí donde nunca debía haberlo habido.

Y sea lo que fuere aquello que ocupaba los pensamientos de Miller en ese momento, sin duda no era la mejor ocasión para provocarlo. Avanzó lentamente hacia Soldado de Dios.

—¿Me estás diciendo que lo que irrumpe en casa de un hombre para provocar maldades es el diablo?

—Lo tengo como alguien que ama a Nuestro Señor Jesucristo… —comenzó Soldado, pero antes de poder proseguir con su testimonio, Miller ya lo había cogido por la hombrera de la chaqueta y la cintura del pantalón para encaminarlo hacia la puerta.

—¡Más vale que alguien abra esa puerta! —rugió Miller—. O en medio de ella quedará un gujero de esos que no se olvidan.

—¿Qué crees que estás haciendo, Alvin Miller? —gritó su esposa.

—¡Expulsando a los demonios! —explotó Miller. Cally ya había abierto la puerta de par en par. Miller llevó a su yerno hasta la salida y lo echó volando de un empellón. El grito furioso de Soldado de Dios quedó ahogado por la nieve que había sobre el suelo, pero después de eso no hubo ocasión de seguir oyendo sus improperios, pues Miller cerró la puerta y puso la tranca.

—¿Te crees tan gran hombre —preguntó la buena de Fe— para arrojar de tu casa al esposo de tu propia hija?

—Sólo hice lo que, según él, deseaba el Señor —dijo Miller.

Y luego se volvió hacia el pastor.

—Soldado de Dios no habló por mí —lo atajó Thrower.

—Si llegas a poner una mano sobre un hombre de la iglesia —advirtió la buena de Fe—, dormirás en una cama fría por el resto de tus días.

—Jamás pensaría en tocar a este hombre —dijo Miller—. Pero tal como yo lo entiendo, igual que yo me mantengo fuera de sus dominios, él debiera permanecer alejado de los míos.

—Tal vez usted no crea en el poder de la oración —aventuró Thrower.

—Supongo que depende de quién eleve las plegarias y quién las escuche —repuso Miller.

—Aun así —prosiguió Thrower—, su esposa cree en la religión de Jesucristo, en la cual he sido ordenado ministro. Es su creencia, y la mía, que el hecho de que pueda rezar al lado del niño podría ser expeditivo para su curación.

—Si usa mesejantes palabras en sus oraciones —observó Miller—, ya es un milagro que el mismo Señor sepa de lo que habla.

—Aunque usted no crea que esa oración pueda ser de ayuda —argumentó Thrower—, por cierto que daño no ha de hacer, ¿verdad?

Miller pasó la mirada de Thrower a su esposa, y de ésta a aquél. Thrower no tenía la menor duda de que si Fe no hubiera estado allí, él habría terminado masticando nieve al lado de Soldado de Dios. Pero Fe estaba allí, y ya había pronunciado la amenaza de Lisístrata. Un hombre no llega a tener catorce hijos si el lecho de su esposa no le resulta atractivo. Miller cedió.

—Entre, pero no fastidie mucho al pequeño.

Thrower asintió graciosamente.

—Serán sólo unas horas.

—¡Minutos! —insistió Miller. Pero Thrower ya se había dirigido hacia la puerta que daba a las escaleras y Miller no hizo nada por detenerlo. Podía quedarse horas con el niño, si eso era lo que quería.

Cerró la puerta tras él. No tenía sentido que interfiriera ningún pagano. —Alvin—dijo.

El niño estaba tendido bajo una manta, con la frente perlada de sudor. Los ojos, cerrados. Al cabo de un rato, abrió apenas la boca.

—Reverendo Thrower —musitó.

—El mismo —respondió Thrower—. Alvin, he venido a rezar por ti, para que el Señor libere tu cuerpo del dominio que está enfermándote.

Nuevamente se hizo una pausa, como si las palabras de Thrower tardaran en llegar hasta Alvin y la respuesta del niño se demorara en volver. —No hay ningún diablo… —repuso Alvin.

—No puede esperarse que un niño esté versado en asuntos de religión —comenzó Thrower—. Pero debo decirte que la curación sólo tiene lugar en aquellos que tienen fe en que serán curados. —Luego dedicó varios minutos en recordar la historia de la hija del centurión y el relato de la mujer que perdía sangre y sólo tocó las vestiduras del Salvador—. ¿Recuerdas lo que él le dijo? Tu fe te ha hecho sanar. Así, Alvin Miller, tu fe debe ser poderosa para que el Señor pueda curarte.

El niño no replicó. Ya que Thrower había empleado su considerable elocuencia en el relato de ambas historias, le ofendió un tanto que el niño pudiera haberse dormido. Extendió uno de sus largos dedos y lo hundió en el hombro de Alvin. El pequeño se apartó. —Ya le he oído —dijo. No era bueno que el niño pudiera seguir mostrándose hosco después de oír la palabra esclarece-dora del Señor.

—¿Y bien? —preguntó Thrower—. ¿Crees?

—¿En qué? —murmuró el niño.

—¡En los evangelios! En el Dios que te curaría si tan sólo abrieras tu corazón…

—Creo —susurró— en Dios.

Eso debiera haber bastado. Pero Thrower conocía demasiado bien la historia de la religión como para no insistir en más detalles. No era suficiente confesar fe en una deidad. Había muchas deidades, y todas eran falsas menos una.

—¿En qué Dios crees, Al Júnior?

—En Dios —repuso el pequeño.

—Hasta el moro salvaje ora hacia la Piedra Negra de la Meca y la llama Dios. ¿Crees en el Dios verdadero, y crees en Él correctamente? No… Entiendo que estás demasiado débil y febril para explicar tu fe. Te ayudaré, joven Alvin. Te haré preguntas y tú me dirás sí o no, según sea lo que creas.

Alvin permaneció a la espera.

—Alvin Miller, ¿crees en un Dios sin cuerpo, partes ni pasiones? ¿En el Creador inengendrado, cuyo centro está en todas partes, pero cuya circunferencia jamás puede ser hallada?

El niño pareció sopesar la cuestión un rato antes de hablar.

—Para mí eso no tiene ni pizca de sentido —repuso.

—No se supone que Él deba tener sentido para la mente carnal —dijo Thrower—. Sólo te pregunto ¿si crees en Aquel que ocupa el Trono sin Sitial, en el Ser que existe por sí mismo y que es tan vasto que colma el universo, pero tan ubicuo que mora hasta en tu corazón?

—¿Cómo puede estar sentado encima de algo que no tiene dónde apoyarse? —preguntó el niño—. ¿Cómo puede entrar en mi corazón algo tan grande?

Obviamente, el pequeño era demasiado poco instruido y simple para aprehender las complejas paradojas teológicas. Pero allí había en juego algo más que una vida o un alma. El Visitante había dicho que si no lograba convertirlo a la fe verdadera, este niño echaría a perder todas las almas.

—He ahí su belleza —dijo Thrower, dejando que la emoción invadiera su voz—. Dios está más allá de nuestra comprensión, pero, en su infinito amor, El condesciende a salvarnos, a pesar de nuestra ignorancia y necedad.

—¿No es una pasión el amor? —razonó Alvin.

—Si te causa problema la idea de Dios —dijo Thrower—, permíteme plantearte otra pregunta, que tal vez sea más pertinente. ¿Crees en el abismo sin final del infierno, donde los perversos se retuercen entre las llamas, sin consumirse jamás? ¿Crees en Satán, enemigo de Dios, que desea apoderarse de tu alma y llevarte cautivo a su reino, para atormentarte por toda la eternidad?

El niño pareció incorporarse un poco, y volver la cabeza hacia Thrower, aunque tampoco esta vez abrió los ojos.

—Podría creer en algo así—reconoció.

Ah, sí, pensó Thrower. El niño tiene cierta experiencia con el diablo.

—¿Lo has visto, pequeño?

—¿Qué aspecto tiene su diablo? —susurró Alvin.

—No es mi diablo —repuso Thrower—. Y si hubieras prestado atención a los sermones lo sabrías, pues lo he descrito muchas veces. Allí donde el hombre tiene cabello sobre la cabeza, el diablo tiene los cuernos de un toro. Donde un hombre tiene manos, el diablo tiene las garras de un oso. Posee las pezuñas de una cabra y su voz es como el rugido de un león enfurecido.

Para azoramiento de Thrower, el niño sonrió y su pecho se sacudió en una risa silenciosa.

—Y usted nos llama supersticiosos a nosotros…—dijo.

Thrower jamás habría creído cuan firme podía ser el dominio del diablo sobre el alma de un niño si no hubiera visto a Alvin reír de placer al escuchar la descripción del monstruo Lucifer. Esa risa debía ser acallada. ¡Era una ofensa contra Dios!

Thrower plantó la Biblia sobre el pecho del pequeño, lo cual lo dejó sin respiración. Entonces, con la mano firmemente posada sobre el libro, el mismo Thrower se sintió insuflado de palabras inspiradas y clamó con más pasión que nunca antes en su vida:

—¡Satán, en nombre del Señor, te condeno! Te ordeno que abandones a este niño, que te marches de esta habitación y de esta casa para siempre. Nunca vuelvas a intentar apoderarte de alma alguna en este sitio, o el poder de Dios sembrará la destrucción en los más profundos confines del infierno.

Luego, el silencio. Salvo por la respiración del niño, que parecía trabajosa. Había tanta paz en la habitación, tanta rectitud extenuada en el propio corazón de Thrower, que se sintió convencido de que el diablo había obedecido su perorata y que se había retirado.

—Reverendo Thrower… —dijo el niño.

—¿Sí, hijo mío?

—¿Puede ya sacarme la Biblia del pecho? Calculo que si había algún diablo allí ya debe haberse ahogado.

Y luego el pequeño echó a reír nuevamente, haciendo que la Biblia se balanceara bajo la mano de Thrower.

En ese momento, la exaltación de Thrower se tornó franca desilusión. Ciertamente, el hecho de que el niño pudiera reír tan diabólicamente mientras la mismísima Biblia reposaba sobre su pecho era prueba de que ningún poder podría expulsar el mal de su interior. El Visitante tenía razón. Thrower nunca tendría que haber rehusado desempeñar la labor titánica que el Visitante había puesto en sus manos. Había tenido el poder de ser quien acabara con la Bestia del Apocalipsis, y él se había mostrado demasiado débil, demasiado sentimental para aceptar el llamamiento divino. Podría haber sido un Samuel y dar muerte al enemigo de Dios. En cambio, soy un Saúl, un débil, incapaz de matar aquello que debe morir según el mandamiento del Señor, Ahora veré cómo este niño crece con el poder de Satán dentro de sí, y sabré que si se extienden sus demonios, sólo habrá sido por mi debilidad.

La habitación estaba demasiado caldeada y lo asfixiaba. No se había dado cuenta hasta entonces de que sus ropas estaban empapadas de sudor. Era difícil respirar. ¿Pero qué debía esperar? En esa habitación se notaba el sofocante hálito del infierno. Boqueando, tomó la Biblia, la interpuso entre él y ese niño satánico que yacía riendo febrilmente bajo las frazadas y huyó. Se detuvo en la sala principal, respirando pesadamente. Había interrumpido una conversación, pero apenas lo había notado. ¿Qué importaba la conversación de esa gente ignorante comparada con lo que acababa de experimentar? He estado en presencia del esbirro de Satán, enmascarado tras la imagen de un niño; pero sus blasfemias lo han revelado a mis ojos. Debería haber comprendido quién era este niño hace muchos años, cuando posé mis manos sobre su cabeza y la encontré tan perfectamente equilibrada. Sólo un impostor podría ser tan perfecto. El niño nunca fue real. Ah, si tuviera la fortaleza de los grandes profetas de la antigüedad para poder derrotar al enemigo y llevar el trofeo ante mi Señor…

Alguien tironeaba de su manga.

—¿Está usté bien, reverendo?

Era la buena de Fe, pero el reverendo Thrower no pensó en responderle. Su insistencia le hizo darse la vuelta y volver el rostro hacia la chimenea. Allí, sobre la piedra, vio una imagen tallada, y en su estado de confusión no pudo determinar de inmediato de qué se trataba. Parecía el rostro de un alma atormentada, rodeada por tentáculos que se retorcían. Llamas, pensó. Eso debe ser, es un alma hundiéndose en el azufre, ardiendo en las llamaradas del infierno. La imagen le resultaba una tortura, pero a la vez lo reconfortaba, pues su presencia en la casa demostraba los estrechos lazos que la familia guardaba con el infierno. Estaba entre enemigos. A su mente vino una frase del Salmista: «Fuertes toros de Basan me han cercado. Abrieron sobre mí su boca, como león rampante y rugiente. Heme escurrido como aguas, y todos mis huesos se descoyuntaron. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

—Venga —dijo la buena de Fe—. Siéntese.

—¿El niño se encuentra bien? —preguntó Miller.

—¿El niño? —repitió Thrower. Las palabras apenas podían salir de su boca. El niño es una arpía de Sheol, y usted me pregunta cómo se encuentra…—. Tan bien como cabría esperar—repuso.

Luego volvieron a la conversación. Al poco rato empezó a comprender de qué estaban hablando. Al parecer, Alvin quería que alguien cortase la parte enferma del hueso. Mesura había traído una sierra de dientes finos del cobertizo que servía de matadero. La discusión era entre Mesura y Fe, puesto que la mujer no quería que nadie cortara a su hijo, y entre Miller y los dos, pues Miller se negaba a hacerlo y Fe sólo consentiría si era el padre de Alvin quien hacía la operación.

—Si crees que debe haserse —decía Fe—, no veo por qué prefieres que lo haga cualquiera menos tú.

—No lo haré yo —fue la respuesta de Miller.

A Thrower le sorprendió que el hombre tuviera miedo. De alzar el cuchillo contra la carne de su propio hijo.

—Pidió que fueras tú, Papá. Dijo que él dibujaría las marcas sobre la pierna para que hicieras bien los cortes. Sólo cortarás una capa de piel y la retirarás hacia atrás, y allí debajo estará el hueso. Tienes que hacer una cuña y extirpar la parte enferma…

—No soy de las que se desmayan —afirmó Fe—, pero siento que la cabeza me empieza a dar vueltas…

—Si Al Júnior dice que hay que haserlo, pues se hará—dijo Miller—. Pero no seré yo quien lo haga.

Entonces, como si un rayo de luz iluminara la habitación oscurecida, el reverendo Thrower vio su salvación. El Señor le ofrecía claramente la oportunidad exacta que el Visitante había profetizado. Una oportunidad de tener un cuchillo en sus manos, de cortar la pierna del niño y de seccionar accidentalmente una arteria y dejar manar la sangre hasta que la vida se extinguiera. Lo que antes había sido renuente a hacer en la iglesia, pensando que Alvin era sólo una criatura, ahora lo haría con gusto, después de haber visto que el mal se ocultaba tras el disfraz de un niño.

—Yo estoy aquí—dijo.

Los demás lo miraron.

—No soy cirujano, pero tengo ciertos conocimientos de anatomía. Soy científico.

—Sesomántico… —recordó Miller.

—¿Ha troceado usted alguna vez vacas o cerdos? —preguntó Mesura.

—¡Mesura! —exclamó su madre horrorizada—. Tu hermano no es ninguna bestia…

—Sólo quería saber si no vomitaría cuando viera salir sangre.

—Ya he visto sangre —dijo Thrower —y no tengo miedo, cuando la cirugía es para salvar a alguien.

—¡Ay, reverendo Thrower, sería pedirle demasiado…! —exclamó la buena de Fe.

—Ahora veo que tal vez fue la inspiración lo que me hizo venir hoy, después de tanto tiempo lejos de esta casa.

—Lo que lo hiso venir fue el zopenco de mi yerno —dijo Miller.

—Bueno, fue una idea que se me ocurrió —comentó Thrower—. Veo que no queréis que lo haga, y no os culpo por ello. Aun cuando signifique salvar la vida de un hijo, es algo arriesgado dejar que un extraño realice una operación quirúrgica sobre su cuerpo…

—Usté no es ningún extraño —intervino Fe Miller.

—¿Y si algo no marchara bien? Podría fallarme el pulso. Su herida podría haber modificado el curso de ciertas arterias. Tal vez cortase alguna accidentalmente; la muerte sería entonces cuestión de segundos. Y yo tendría en mis manos la sangre de vuestro hijo…

—Reverendo Thrower —dijo Fe—, no podemos culparlo por una fatalidá. Lo único que nos queda es intentarlo.

—Lo cierto es que si no hacemos algo morirá —intervino Mesura—. Dice que tenemos que cortar ahora mismo, antes de que el mal se extienda.

—Tal vez uno de sus hijos mayores… —sugirió Thrower.

—No hay tiempo para ir a buscarlos —exclamó Fe—. Ay, Alvin, tú has escogido que este niño llevara tu nombre. ¿Lo dejarás morir por no permitir que el predicador esté aquí?

Miller sacudió la cabeza con pesar.

—Hágalo, pues.

—Él prefiere que seas tú, Papá —dijo Mesura.

—¡No! —rehusó Miller con vehemencia—. Cualquiera será mejor que yo. Incluso él será mejor que yo.

Thrower vio desencanto y hasta desprecio en el rostro de Mesura. Se puso de pie y fue hasta donde estaba Mesura, que sostenía entre sus manos una sierra y un cuchillo…

—Joven —le dijo— no juzgues nunca a un hombre como un cobarde. No puedes saber qué razones alberga en su corazón.

Thrower se volvió a Miller y reconoció en su rostro una mirada de sorpresa y gratitud.

—Dadle las herramientas —ordenó Miller.

Mesura le tendió el cuchillo y la sierra. Thrower sacó un pañuelo y puso sobre él los instrumentos que Mesura le alcanzaba.

Qué fácil había sido todo… En unos instantes todos estaban pidiéndole que aceptara el cuchillo y lo absolvían por anticipado de cualquier accidente que pudiese ocurrir. Hasta había ganado el primer asomo de amistad por parte de Alvin Miller. Ah, los he engañado a todos, se dijo triunfal. Estoy a la altura de vuestro amo, el demonio. He burlado al gran burlador, y antes de una hora habré enviado de regreso al infierno a su corrupta progenie.

—¿Quién sostendrá al niño? —preguntó Thrower—. Aunque le deis vino, el dolor lo hará saltar a menos que alguien lo sujete.

—Yo lo haré —se ofreció Mesura. —Pero no tomará vino —informó Fe—. Dise que tiene que estar despierto.

—Es un niño de diez años —advirtió Thrower—. Si vosotros insistís en que lo beba, no tendrá más remedio que obedeceros. Fe sacudió la cabeza.

—Él sabe lo que le conviene. Sabe soportar muy bien el dolor. Es de lo más sufrido. Lo nunca I visto.

Me lo imagino, dijo Thrower para sus adentros. El diablo que habita dentro del niño se regodea sin duda en el dolor y no desea que el vino atenúe su orgía.

—Muy bien, entonces —dijo—. No hay razón para demorarnos más. —Fue hasta la habitación delante de los demás y apartó resueltamente las frazadas del cuerpo de Alvin. El niño comenzó de inmediato a temblar de frío, aun cuando seguía sudando de fiebre.

—¿Habéis dicho que ha marcado el lugar dónde cortar?

—Al —anunció Mesura—. El reverendo Thrower está aquí para cortarte…

—Papá —dijo Alvin.

—No sirve de nada que se lo pidamos —confesó Mesura—. No lo hará.

—¿Estás seguro de que no quieres beber algo de vino? —propuso Fe.

Alvin comenzó a llorar.

—No —insistió—. Estaré bien si Papá me sostiene.

—Eso es —dijo Fe—. Que no haga el corte, pero estará aquí con el niño o lo incrustaré en la chimenea. O lo uno o lo otro. —Salió en tromba de la habitación.

—Dijo usted que el niño marcaría el lugar… —recordó Thrower.

—Oye, Al. Déjame sentarte un poco. Tengo un poco de carbón. Marca la pierna en el sitio esacto donde quieres que levanten la capa de piel…

Alvin gimió mientras Mesura lo incorporaba, pero al marcar un gran rectángulo de su pantorrilla, el pulso no le tembló.

—Corte desde abajo, y deje pegada la parte de arriba —dijo. Tenía la voz pastosa y opaca, y cada palabra le representaba un gran esfuerzo—. Mesura, tú sostendrás la capa de piel apartada mientras él corta.

—Eso tendrá que hacerlo Ma —dijo Mesura—. Yo he de aguantarte para que no saltes de dolor.

—No saltaré —aseguró Alvin— si Papá me sostiene.

Miller se introdujo lentamente en la habitación, escoltado por su esposa.

—Yo te sostendré —anunció. Tomó el lugar de Mesura, y se sentó detrás del niño con los brazos a su alrededor—. Te estoy abrazando —dijo.

—Muy bien, entonces —intervino Thrower. Y esperó el paso siguiente.

Esperó un buen rato…

—¿No olvida usté algo, reverendo? —preguntó Mesura.

—¿Qué cosa? —dijo Thrower.

—El cuchillo y la sierra —respondió.

Thrower miró su pañuelo, que yacía en su mano izquierda. Vacío.

—Pero si estaban aquí…

—Los dejó sobre la mesa cuando veníamos comentó Mesura.

—Iré a buscarlos —dijo la buena de Fe. Y salió e la habitación a toda prisa.

Aguardaron y aguardaron y aguardaron. Finalmente, Mesura se puso de pie.

—No puedo entender por qué no regresa.

Thrower fue tras él. Hallaron a Fe en la sala principal, remendando una colcha con las niñas.

—Mamá —dijo Mesura—. ¿Y el cuchillo y la sierra?

—Santo Cielo —exclamó Fe—. No sé qué me ha pasado. Ya no me acordaba para qué había venido hasta aquí. —Tomó el cuchillo y la sierra y regresó a la habitación de Alvin. Mesura se encogió de hombros ante Thrower y ambos la siguieron. Ahora, pensó Thrower. Ahora haré todo lo que el Señor espera de mí. El Visitante verá que soy un fiel amigo de mi Salvador, y mi sitio en el paraíso estará asegurado. No como este pobre, miserable pecador, que vivirá atrapado en la hoguera del infierno.

—Reverendo… —dijo Mesura—. ¿Qué hace?

—Este dibujo… —comentó Thrower.

—¿Qué le pasa?

Thrower examinó de cerca el grabado que había sobre la chimenea. No era un alma en el infierno. Era una representación del hijo mayor de la familia, Vigor, ahogándose. Había oído la historia al menos una docena de veces. ¿Pero por qué estaba allí, mirándolo, cuando tenía una misión tan grandiosa e importante que cumplir en la otra habitación?

—¿Se encuentra bien?

—Perfectamente —respondió Thrower—. Sólo necesitaba un instante de oración silenciosa y un poco de meditación antes de emprender esta tarea…

Avanzó resueltamente hasta la habitación y se sentó en la silla, al lado del lecho donde yacía trémulo el hijo de Satán, a la espera del cuchillo. Thrower buscó los instrumentos del crimen sagrado. No estaban por ninguna parte.

—¿Y el cuchillo?—preguntó.

Fe miró a Mesura.

—¿No trajiste las cosas contigo? —le dijo.

—Eras tú quien las traía —le recordó Mesura.

—Pero cuando saliste a buscar al predicador, ¿no las cogiste?

—¿Yo hice eso? —Mesura parecía confundido—. Debo de haberlas dejado allí abajo… —Se puso de pie y abandonó la habitación.

Thrower comenzó a notar que allí estaba sucediendo algo extraño, aunque no podía determinar qué. Fue hasta la puerta a esperar el regreso de Mesura.

Allí estaba Cally de pie, sosteniendo su pizarra y mirando al ministro.

—¿Va a matar a mi hermano? —le preguntó.

—Ni siquiera pienses en algo semejante —le reconvino Thrower.

Mesura le entregó los instrumentos con aire amoscado.

—No puedo creer que haya dejado las herramientas sobre la solera de esa manera… —Y luego el joven hizo a un lado a Thrower y entró en el dormitorio…

Instantes después, Thrower lo siguió y ocupó su lugar al lado de la pierna expuesta, donde se veía el rectángulo tiznado de negro.

—Bueno, ¿dónde están? —preguntó Fe.

Thrower advirtió que no tenía el cuchillo ni la sierra. Estaba totalmente confundido. Mesura se los había entregado al otro lado de la puerta. ¿Cómo podía ser que los hubiese perdido?

Cally asomó por la puerta.

—¿Para qué quiero yo todo esto? —preguntó. En sus manos mostraba ambas herramientas.

—Buena pregunta —dijo Mesura, mirando al pastor con el ceño fruncido—. ¿Por qué se las ha dado a él?

—Pues yo no he sido —se defendió Thrower—. Se las habrás dado tú…

—Pero si las puse en sus manos…

—Me las dio el predicador —dijo el pequeño.

—Bueno, tráelas aquí—ordenó su madre.

Cally entró obedientemente en la habitación, blandiendo las hojas como si fueran trofeos de guerra. Como el ataque de un gran ejército. Ah, sí, de un gran ejército… Como el ejército de israelitas que Josué condujo a la tierra prometida. Así llevaban sus armas, en alto, por encima de sus cabezas, mientras marchaban alrededor de la ciudad de Jericó. Marchaban y marchaban. Marchaban y marchaban. Y al séptimo día se detuvieron, e hicieron tronar sus trompetas y dieron un grito estruendoso, y los muros se derribaron, y alzaron las espadas y los cuchillos por encima de sus cabezas y embistieron contra la ciudad, despedazando hombres, mujeres y niños, todos enemigos de Dios, para que la tierra prometida se viera libre de su inmundicia y se preparara para recibir al pueblo del Señor. Y al final del día todos yacían tendidos sobre el lecho de sangre, y Josué se detuvo entre ellos, el gran profeta de Dios, sosteniendo una espada sangrienta sobre su cabeza, y gritó. ¿Qué había gritado? No puedo recordar qué fue lo que exclamó. Si pudiera recordar cuáles fueron sus palabras, comprendería por qué estoy aquí de pie en el camino, rodeado por árboles cubiertos de nieve…

El reverendo Thrower miró sus manos y miró los árboles. Había caminado casi un kilómetro desde la casa de los Miller. Ni siquiera llevaba puesta su capa.

Entonces vio claramente la verdad. No había engañado al diablo en absoluto. Satán lo había llevado hasta allí, en menos de lo que canta un gallo, para impedirle acabar con la Bestia. Thrower había fracasado en su única oportunidad de grandeza. Se inclinó contra un tronco negro y frío y lloró amargamente.

Cally avanzó hacia la habitación, llevando las herramientas sobre la cabeza. Mesura se dispuso a aferrar la pierna, cuando de pronto, Thrower se puso de pie y salió de la habitación con tal prisa que parecía encaminarse al excusado.

—Reverendo Thrower —exclamó Mamá—. ¿Adonde va usté?

Pero Mesura ya lo había comprendido todo.

—Déjalo que se marche, Mamá.

Oyeron que se abría la puerta principal y oyeron los pasos pesados del ministro sobre el patio.

—Cally, ve a cerrar la puerta —ordenó Mesura.

Y por una vez, Cally obedeció sin decir esta boca es mía. Mamá miró a Mesura, luego a Papá y luego otra vez a Mesura.

—No comprendo por qué se ha ido de ese modo —dijo.

Mesura le sonrió ligeramente y miró a Papá.

—Tú sí lo sabes, ¿verdad, Papá?

—Quizá… —repuso Miller.

Mesura se explicó ante su madre.

—Los cuchillos y ese predicador no pueden estar en esta habitación con Alvin Júnior al mismo Tiempo…

—¿Por qué no? —preguntó ella—. Si iba a hacer la operación…

—Bueno, ten por cierto que ya no la hará —concluyó Mesura.

El cuchillo y la sierra aguardaban sobre la manta.

—Papá… —anunció Mesura.

—Yo no —se negó Papá.

—Mamá…—prosiguió Mesura.

—No puedo… —se disculpó la mujer.

—Pues bien entonces… —dijo Mesura—. Supongo que acabo de convertirme en cirujano. —Miró a Alvin.

El rostro del niño tenía una palidez peor que el tono mortecino de la fiebre. Pero se las arregló para esbozar una sonrisa y susurrar:

—Supongo que sí.

—Mamá, tendrás que sostener el colgajo de piel.

Fe asintió.

Mesura levantó el cuchillo y apoyó la hoja sobre la línea inferior.

—Mesura… —musitó el niño.

—Sí, Alvin… —respondió Mesura.

—Podré soportar el dolor y quedarme quieto si tú silbas.

—Pero si al mismo tiempo pretendo cortar derecho, no podré seguir ninguna melodía…

—No te pido ninguna melodía —dijo Alvin.

Mesura miró al niño a los ojos y no tuvo más remedio que hacer lo que le pedía. Era la pierna de Al, después de todo, y si quería una operación silbada, pues la tendría. Mesura se llenó los pulmones de aire y comenzó a silbar, sin seguir ninguna tonada en particular. Sólo silbar notas. Volvió a posar la hoja sobre la línea negra y cortó. Al principio fue un corte superficial, pero oyó que Al contenía la respiración.

—Sigue silbando —murmuró Alvin—. Y corta hasta el hueso.

Mesura silbó otra vez e hizo un tajo hondo y rápido. Hasta el hueso, en mitad de la línea. Dos cortes profundos a ambos lados, y luego deslizó el cuchillo por debajo de ambas esquinas y tiró atrás para separar la piel y el músculo. Al principio sangró bastante, pero la hemorragia cesó casi de inmediato. Mesura supuso que debía ser algo que Alvin estaba haciendo desde su interior, pues si no no entendía cómo la sangre podía dejar de manar de ese modo.

—Fe… —dijo Papá.

Mamá extendió su mano y la colocó bajo el trozo sangriento. Al acercó una mano temblorosa y dibujó una cuña sobre el hueso teñido de rojo, en su propia pierna. Mesura dejó el cuchillo a un lado y tomó la sierra. Se oyó un sonido espeluznante y horroroso. Pero Mesura siguió silbando y cortando, cortando y silbando. Y pronto, mostró en las manos una cuña de hueso. No parecía distinta del resto de la pierna.

—¿Estás seguro de que era el sitio correcto? —preguntó.

Al asintió lentamente.

—¿Lo he sacado todo? —preguntó Mesura.

Al permaneció unos segundos en silencio y luego volvió a asentir.

—¿Quieres que Mamá vuelva a coserte esto? —propuso su hermano.

Al no respondió.

—Se ha desmayado —señaló Papá.

La sangre comenzó a fluir nuevamente, muy despacio, manando de la herida. Mamá tenía hilo y aguja en el alfiletero que llevaba alrededor del cuello. En un santiamén había cosido en su sitio el colgajo de carne, con puntadas finas y firmes.

—Tú sigue silbando, Mesura —dijo ella.

Y Mesura silbó mientras ella cosía, hasta que la herida estuvo completamente vendada y Alvin quedó dormido de espaldas, como un recién nacido. Se pusieron en pie para marcharse. Papá posó su mano sobre la frente del pequeño, con toda la suavidad de que fue capaz.

—Creo que se le ha ido la fiebre —dijo.

La tonada de Mesura se volvió más vivaz mientras desaparecían tras la puerta.

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