Capítulo 14 EL CASTIGO

Elly lo vio y fue a recibirlo convertida en la dulzura en persona. Le sacudió la nieve, lo ayudó con su capa y en ningún momento le preguntó qué había sucedido.

Pero su gentileza no sirvió para nada. Había sido humillado ante su propia esposa, pues tarde o temprano ella sabría la verdad por boca de alguno de los crios. Y la historia no tardaría en circular de norte a sur del Wobbish. Cómo Soldado de Dios Weaver, comerciante de toda la región occidental, futuro gobernador, fue echado a patadas hasta dar de bruces sobre la nieve por su propio suegro. Se reirían a sus espaldas, vaya si no. Se reirían de él vergonzosamente. No en la cara, claro que no, pues no había una sola persona entre el lago Canadá y el río Ruidoso que no le debiera dinero o necesitara de sus mapas para demostrar la propiedad de sus tierras.

Y llegaría el día en que la región del Wobbish fuese un estado, y contarían la historia en todos los rincones. Quizá les gustara el hombre que motivaba sus burlas, pero no le tendrían respeto y nadie votaría por él.

Era la muerte de sus proyectos, y su esposa se parecía demasiado a los Miller. Era bonita, para ser una mujer de las fronteras, pero qué le importaba a él la belleza en ese momento. Qué le importaban las dulces noches y las serenas mañanas. Qué le importaba que trabajara a su lado en la tienda, codo con codo. Lo único que importaba era su furia y su vergüenza.

—No hagas eso.

—Debes quitarte esa camisa húmeda. ¿Cómo es que te ha llegado la nieve hasta la camisa?

—¡He dicho que me quites las manos de encima!

Ella retrocedió un paso, sorprendida.

—Sólo estaba…

—Sé muy bien lo que «sólo estabas». Pobre Soldadito de Dios, sólo tienes que consolarlo como a un niño y ya se sentirá mejor.

—Podrías morir de un resfri…

—Díselo a tu padre. Si dejo los bofes de tanto toser, puedes decirle qué significa arrojar un hombre a la nieve.

—¡Oh, no! —gritó—. ¡No puedo creer que Papá haya…!

—¿Has visto? Ni siquiera crees en tu propio esposo…

—Te creo, pero me parece imposible que Papá…

—Sí, señora. ¡Tu padre es como el mismo diablo, eso es! ¡Es lo que se respira en cada rincón de su casa! ¡El espíritu del mal! Y cuando un cristiano intenta pronunciar la palabra de Dios en ese lugar, lo arrojan a la nieve.

—¿Qué hacías tú allí?

—Trataba de salvar la vida de tu hermano. Sin duda debe de estar muerto a estás alturas…

—¿Y cómo podrías salvarlo tú?

Puede que ella no quisiera mostrarse tan despectiva. Daba igual. El sabía lo que había querido decir. Que como él no tenía ningún poder oculto, no podía hacer nada para ayudar a nadie. Después de dos años de casados, ella depositaba su fe en la brujería, igual que los suyos. No había podido cambiarla en lo más mínimo.

—Eres como ellos —le dijo—. El mal está tan arraigado en ti que no puedo erradicarlo con oraciones, no puedo erradicarlo con prédicas, con amor, ni con gritos. —Y cuando dijo «con oraciones», la sacudió un poco para subrayar la idea. Cuando dijo «con prédicas», la sacudió un poco más y la mujer dio un paso atrás. Cuando dijo «con amor», le dio tal sacudida por los hombros que el cabello, que estaba recogido en un rodete, salió volando por los aires alrededor de su cabeza. Y cuando dijo «con gritos», la empujó tanto que Eleanor fue a dar al suelo.

Al verla caer, aun antes de que se golpeara, sintió tal vergüenza que fue peor que cuando su suegro lo arrojó a la nieve.

Un hombre fuerte me hace sentir débil, de modo que vuelvo a casa y golpeo a mi esposa para sentirme poderoso. Hasta aquí he sido un cristiano que jamás puso la mano sobre ningún hombre o mujer, y ahora golpeo a mi propia esposa, carne de mi carne, hasta hacerla caer al suelo.

Eso pensaba, y estaba por caer de rodillas y balbucear como un niño y pedirle perdón. Y lo habría hecho, pero cuando ella vio la expresión de su rostro, deformado por la vergüenza y la ira, no supo que el enojo de su marido era consigo mismo. Sólo supo que la estaba lastimando, e hizo lo que era natural en toda mujer que hubiera sido criada como ella: movió los dedos para hacer un conjuro de protección y murmuró una palabra para detenerlo.

No podía caer de rodillas delante de ella. No podía dar un solo paso hacia su mujer. Ni siquiera podía pensar en acercársele. Su conjuro era tan poderoso que se tambaleó hacia atrás, se encaminó hacia la puerta, la abrió y salió corriendo en mangas de camisa. Ese día se había hecho realidad aquello que más temía. Probablemente su futuro en política estuviese destruido, pero eso no era nada comparado con aquello otro: su propia esposa hacía brujerías en su propio hogar, y además en contra de él, y lo peor era que no había podido defenderse de sus conjuros. Era una bruja. Una bruja. Y su casa había quedado mancillada.

Hacía frío. No llevaba chaqueta. Ni siquiera chaleco. La camisa ya estaba húmeda desde antes, pero ahora se le pegaba a la piel y el frío le calaba hasta los huesos. Debía refugiarse en algún lado, pero no se atrevía a llamar a las puertas de nadie.

Había un sollo lugar donde podía ir: a la iglesia, sobre la colina. Thrower debía de tener encendido el fuego, y al menos no pasaría frío. En la iglesia podría orar y tratar de comprender por qué el Señor no lo había ayudado.

—¿Acaso no te he servido bien, Señor?

El reverendo Thrower abrió la puerta de la iglesia y entró con paso lento y temeroso. No podía soportar la idea de enfrentarse con el Visitante, sabiendo que había fracasado. Había sido su propia falta. Ahora lo sabía. Satán no debería tener poder sobre él para apartarlo de la casa de ese modo. Era un ministro, había sido ordenado, actuaba como emisario del Señor, seguía instrucciones dictadas por un ángel… Satán no debería poder arrojarlo así de esa casa, antes de que tuviera tiempo de enterarse siquiera de lo que estaba sucediendo con él.

Se quitó el manto. La iglesia estaba muy caliente. El fuego debía de haber estado ardiendo mucho tiempo en la chimenea. O acaso fuera el bochorno de la vergüenza.

No podía ser que Satán fuera más poderoso que el Señor. La única explicación posible era que el mismo Thrower fuese demasiado débil. Que su propia fe hubiese vacilado.

Thrower se arrodilló ante el altar y pronunció el nombre del Señor.

—¡Perdonadme por mi falta de fe! —gritó—. Tuve el cuchillo en mis manos, pero Satán se interpuso y no tuve fuerzas. —Recitó una letanía de autoflagelación y repasó todos sus fracasos de la jornada, hasta que por fin cayó exhausto.

Sólo entonces, con los ojos hinchados por el llanto, con la voz ronca y débil, comprendió en qué momento su fe había sido socavada. Fue cuando estaba de pie en la habitación de Alvin, pidiendo al niño que confesara su fe, y el pequeño se mofó de los misterios de Dios. «¿Cómo puede sentarse encima de algo que no tiene dónde apoyarse?» Si bien Thrower había rechazado el argumento como resultado de la ignorancia y el mal, la pregunta había penetrado no obstante en su corazón hasta perforar la médula de su convicción. Certezas que había sostenido durante toda su vida eran ahora vulneradas por las preguntas de un niño ignorante.

—Me robó la fe —dijo Thrower—. Entré en esa habitación como hombre de Dios y salí presa de la duda.

—Realmente… —dijo a sus espaldas una voz. Una voz que conocía.

Una voz que ahora, en ese momento de fracaso, deseaba y temía. Oh, mi Visitante, mi amigo, consuélame y perdóname. Pero no dejes también de castigarme con la ira formidable de un Dios celoso.

—¿Castigarte? —le preguntó el Visitante—. ¿Cómo podría castigar a semejante espécimen glorioso de la humanidad?

—No soy glorioso —dijo Thrower con pesar.

—Bueno, para el caso, eres apenas humano —repuso el Visitante—. ¿A semejanza de quién fuiste hecho? Te envié a transmitir mi palabra a esa casa, y en cambio casi te han convertido. ¿Cómo he de llamarte ahora? ¿Hereje? ¿O sólo escéptico?

—¡Cristiano! —exclamó Thrower—. Perdóname y llámame cristiano una vez más.

—Tuviste el cuchillo en tus manos, pero lo apartaste.

—No quise hacerlo…

—Débil, débil, débil, débil, débil… —Cada vez que el Visitante repetía la palabra, la estiraba más y más, hasta que al fin cada repetición fue un canto en sí misma. Y mientras cantaba, empezó a caminar alrededor de la iglesia. No corría: caminaba deprisa. Con más premura de la que cualquier hombre podía ser capaz—. Débil… débil… —Se movía tan rápido que Thrower debía girar constantemente para no perderlo de vista. El Visitante ya no caminaba sobre el suelo. Se deslizaba sobre las paredes, y su movimiento era suave y veloz como el de una cucaracha. Y luego, más deprisa aún, hasta convertirse en una mancha que Thrower no llegaba a enfocar con claridad por mucho que girara. Se inclinó sobre el altar, frente a los bancos vacíos, observando la carrera del Visitante una y otra vez. Y otra vez. Y otra vez.

Gradualmente, Thrower comprendió que el Visitante había mudado de forma, que se había estirado, como una bestia larga y esbelta, como una lagartija, como un lagarto, de escamas lustrosas y brillantes, más y más largo. Finalmente, el cuerpo del Visitante se estiró tanto que cercó el recinto, como una vasta serpiente que girara con la cola entre los dientes.

Y, en su mente, Thrower comprendió lo pequeño e insignificante que era, comparado con este ser glorioso que refulgía con mil colores distintos, que se encendía con un fuego interior, que respiraba penumbras y exhalaba luz. ¡Os adoro!, exclamó para sus adentros. ¡Sois todo lo que deseo! ¡Besadme con vuestro amor, para que pueda saborear vuestra gloria!

De pronto, el Visitante se detuvo y sus grandes fauces avanzaron hacia él. No para devorarlo, pues Thrower sabía que era demasiado indigno para ser engullido. Y vio la terrible aporía del hombre: vio que pendía sobre el hoyo del infierno, como una araña del hilo más débil, y que la única razón por la cual Dios no lo dejaba caer era porque ni siquiera merecía la destrucción. Dios no lo odiaba. Era tan vil que Dios lo desdeñaba.

Thrower miró a los ojos al Visitante y desesperó. Allí no había amor, ni perdón, ni ira, ni desprecio. Sólo un vacío mayúsculo. Las escamas centellaron, dispersando la luz de su fuego interior. Pero ese fuego no ardía a través de sus ojos. Ni siquiera eran negros. Simplemente, esos ojos no existían: eran una nada que temblaba, que no se quedaba quieta. Thrower supo que estaba ante su propio reflejo, que no era nada, que la misma continuación de su existencia era una cruel pérdida de valioso espacio, que la única salida que le quedaba era ser aniquilado, destruido, para que el mundo pudiera retornar a la gloria que habría sido si Filadelfia Thrower nunca hubiera nacido.

Lo que despertó a Soldado de Dios fue la plegaria de Thrower. Estaba hecho un ovillo al lado de la estufa de Franklin. Tal vez hubiese cargado demasiado la estufa, pero era la única forma de quitarse el frío de dentro. Caracoles, cuando llegó a la iglesia, su camisa era un manto de hielo. Traería más carbón para retribuir el favor al clérigo.

Soldado pensó en hablar para hacerle saber a Thrower que se encontraba allí, pero cuando oyó las palabras que pronunciaba el pastor, no supo qué decir.

Thrower hablaba de cuchillos y arterias, y de que debía haber cercenado a los enemigos de Dios. Al cabo de un minuto lo vio con claridad: ¡Thrower no había ido a salvar al niño, sino a matarlo! Algo debe de andar mal, pensó Soldado de Dios, cuando un hombre cristiano golpea a su mujer, una esposa cristiana embruja a su esposo y un ministro cristiano planea una muerte e implora perdón por no haber podido cometer el crimen.

Pero de pronto, Thrower dejó de orar. Tenía el rostro tan rojo y la voz tan ronca que Soldado pensó que le había dado una apoplejía. Pero no. Thrower alzó la cabeza como si estuviera escuchando a alguien.

Soldado trató de escuchar también y alcanzó a oír algo, como cuando la gente habla durante un temporal y no se entiende lo que dicen. Sé de qué se trata, pensó Soldado. El reverendo Thrower está teniendo una visión.

Sí. Thrower hablaba y la débil voz le respondía, y Thrower no tardó en ponerse a dar vueltas y vueltas sobre sí mismo, cada vez más rápido, como si estuviera observando algo sobre las paredes. Soldado trató de ver lo que el pastor contemplaba, pero no consiguió distinguirlo. Era como una sombra que pasaba frente al sol: no podía verse cuando entraba y cuando se iba pero, durante un segundo, el cielo se oscurecía y hacía más frío. Eso fue lo que vio Soldado de Dios.

Y luego se detuvo. Soldado vio un estremecimiento en el aire, un destello aquí y allá, como cuando la luz queda atrapada en un trozo de vidrio. ¿Acaso Thrower estaba viendo la gloria de Dios, como le ocurrió a Moisés? A juzgar por el rostro del pastor, no era probable. Soldado de Dios jamás había visto una expresión así en su vida. Así debía de ser el rostro de un hombre que tuviese que ver cómo mataban a su propio hijo.

El destello y el estremecimiento desaparecieron. La iglesia quedó en silencio. Soldado quiso correr hasta Thrower y preguntarle: «¿Qué ha visto? ¿Qué era su visión? ¿Una profecía?»

Pero Thrower no parecía muy dispuesto a responder preguntas. En su rostro se leía el deseo de morir. A paso más que lento, el predicador se alejaba del altar. Deambuló por entre los bancos, a veces golpeándose contra ellos, sin mirar ni fijarse en dónde ponía sus pies.

Finalmente se detuvo junto a la ventana, frente al vidrio, pero Soldado sabía que no veía nada en especial. Sólo estaba allí, de pie, con los ojos bien abiertos, con el aspecto de la misma muerte.

El reverendo Thrower levantó la mano derecha, con los dedos abiertos, y posó la palma de la mano sobre uno de los cristales. E hizo presión. Empujó con tal fuerza que Soldado vio cómo el vidrio se arqueaba hacia afuera.

—¡Deténgase! —gritó—. ¡Se cortará!

Thrower no dio señales de haber oído siquiera. Siguió haciendo presión.

Soldado echó a andar hacia él. Tenía que detener a ese hombre antes de que rompiera el vidrio y se cortara el brazo.

El vidrio se partió con un estallido. El brazo de Thrower siguió de largo, hasta el hombro. El predicador sonrió. Tiró del brazo y lo volvió a introducir en el recinto. Y luego comenzó a restregarlo contra el marco de la ventana, a frotarlo contra las astillas de vidrio que pendían de la masilla.

Soldado de Dios trató de apartar a Thrower de la ventana, pero el hombre tenía una fuerza que antes jamás había visto en él. Por último, Soldado tuvo que tomar carrerilla y derribarlo de un empellón. La sangre chorreaba por doquier. Soldado de Dios tomó el brazo de Thrower, que no cesaba de sangrar. Pero Thrower trató de zafarse de él. Soldado de Dios no tuvo elección. Por primera vez desde que se había convertido al Cristianismo, su mano se cerró en un puño para descargarse sobre el mentón de un predicador. La cabeza de Thrower se estrelló contra el suelo, donde quedó tendido e inconsciente.

Debo detener la hemorragia, pensó Soldado de Dios. Pero primero debía quitar los vidrios. Algunos de los trozos grandes estaban incrustados en forma superficial y no le fue difícil extraerlos. Pero otros, más pequeños, estaban profundamente hundidos y sólo se les veía la punta. Todo estaba tan cubierto de sangre que no lograba cogerlos. Finalmente, con todo, sacó casi todos los vidrios que pudo hallar. Por fortuna, no había un solo lugar donde la sangre saliera a borbotones, lo cual indicó á Soldado que las venas principales no habían sido seccionadas. Se quitó la camisa y se quedó con el torso desnudo ante la fría corriente que entraba por la ventana rota, pero apenas si reparó en ello. Hizo jirones la prenda y con ellos improvisó vendajes. Fajó las heridas y contuvo la sangre. Y luego se sentó a esperar que Thrower recuperara la conciencia.

Thrower se sorprendió al descubrir que no estaba muerto. Yacía de espaldas sobre el duro suelo, cubierto de ropas gruesas. Le dolía la cabeza. Y el brazo. Recordó haber querido cortarse el brazo, y supo que debía intentarlo nuevamente, pero no podía armarse del mismo deseo de morir que había sentido antes. Aun recordaba al Visitante en su forma de lagartija inmensa, aun recordaba esos ojos huecos, pero Thrower no lograba volver a sentirse como antes. Sólo sabía que en el mundo no había sentimiento peor.

Tenía un vendaje en el brazo. ¿Quién podía habérselo hecho?

Oyó correr el agua. Luego, el golpetear de un trapo húmedo contra la madera. Bajo la penumbra del invierno que entraba por la ventana pudo distinguir a alguien que lavaba las paredes. Uno de los cristales de la ventana estaba cubierto con una tabla de madera.

—¿Quién es? —preguntó Thrower—. ¿Quién es usted?

—Soy yo.

—Soldado de Dios.

—Estoy lavando las paredes. Esto es una iglesia, no un matadero.

Desde luego. Debía de haber sangre por todas partes.

—Lo siento —dijo Thrower.

—No me molesta estar limpiando —aclaró Soldado—. Creo que le quité todos los vidrios del brazo…

—Está desnudo…

—Mi camisa está precisamente en su brazo —repuso.

—Debe de tener frío.

—Tal vez haya sido así, pero he cubierto el agujero del cristal y la estufa ya ha caldeado el lugar. Es usted quien tiene el rostro tan blanco que parece haber estado muerto una semana entera.

Thrower intentó sentarse, pero le fue imposible. Estaba demasiado débil. El brazo le dolía demasiado.

Soldado lo obligó a recostarse.

—Ahora quédese tendido, reverendo Thrower. Así, tumbado. Ha vivido toda una conmoción.

—Sí…

—Espero que no se moleste, pero cuando usted entró, yo ya estaba en la iglesia. Me había quedado dormido al lado de la estufa… Mi esposa me echó de casa. Hoy me han echado dos veces en un mismo día… —Se rió, pero sin alegría—. De modo que lo vi.

—¿Qué vio?

—Estaba teniendo una visión, ¿verdad?

—¿Lo vio a él?

—No fue mucho lo que pude ver. En realidad lo vi a usted, pero tuve algunas imágenes de algo, si sabe a qué me refiero… corriendo por las paredes.

—Lo vio… —dijo Thrower—. Oh, Soldado, fue terrible, y fue hermoso.

—¿Vio a Dios?

—¿Si vi a Dios? No, Soldado, Dios no tiene cuerpo que uno pueda ver. Vi un ángel, un ángel del castigo. Sin duda, es esto lo que debió de ver el Faraón: el ángel de la muerte que atravesó las ciudades de Egipto para llevarse a su primogénito.

—Oh… —dijo Soldado, algo intrigado—. ¿Entonces debía dejarlo morir?

—Si estaba destinado a morir, no podría haberme salvado — arguyó Thrower—. El hecho de que usted me salvara, y de que estuviera aquí en el momento de mi desesperación, es señal segura de que no debía morir. Fui castigado, pero no destruido, Soldado de Dios. Tengo otra oportunidad…

Soldado asintió, pero Thrower sintió que algo lo preocupaba.

—¿Qué le sucede? —preguntó Thrower—. ¿Qué quiere preguntarme?

Los ojos de Soldado se abrieron desorbitados.

—¿Puede leer mis pensamientos?

—Si pudiera, no se lo estaría preguntando…

Soldado sonrió.

—Me figuro que no.

—Si puedo, le diré lo que desea saber.

—Le oí rezar… —comenzó Soldado de Dios. Aguardó, como si aquello fuera la pregunta.

Como Thrower no sabía cuál era el interrogante, no estaba seguro de lo que debía responder.

—Estaba desesperado porque defraudé al Señor. Me fue dada una misión que cumplir, pero en el momento crucial mi corazón se dejó vencer por la duda. —Con su mano sana aferró a Soldado. Lo único que pudo tocar fue la tela de los pantalones del hombre, que estaba de rodillas a su lado—. Soldado de Dios —le dijo—: jamás permita que la duda se apodere de su corazón. Jamás cuestione lo que sabe que es verdad. Es el portal para que Satán tome posesión de usted.

Pero ésa no era la respuesta que Soldado esperaba.

—Diga lo que deseaba preguntar y le diré la verdad, si puedo.

—Usted hablaba de matar… —le indicó Soldado.

Thrower había pensado no decir a nadie la carga que el Señor había depositado sobre sus hombros.

No habría permitido que lo supiese el hombre que estaba en la iglesia.

—Creo —dijo Thrower— que fue el Señor quien lo envió. Soy débil, Soldado, y no pude cumplir lo que Dios esperaba de mí. Pero ahora veo que usted, un hombre de fe, ha llegado hasta mí como amigo y persona de ayuda.

—¿Qué le pidió el Señor? —quiso saber Soldado.

—No que asesinara, hermano mío. El Señor jamás me pidió que matara a un hombre. Sí me encomendó que acabara con un diablo. Un diablo vestido de hombre. Que vive en esa casa.

Soldado de Dios frunció los labios, inmerso en sus pensamientos.

—¿Lo que intenta decirme es que el niño no está poseído? ¿No es algo que usted pueda arrojar de su cuerpo?

—Lo intenté, pero se rió de las Sagradas Escrituras y se mofó de mis palabras de exorcismo. No está poseído, Soldado de Dios. Es hijo del Diablo.

Soldado sacudió la cabeza.

—Mi esposa no es ningún diablo, y es su propia hermana.

—Ha renunciado a la herejía, y por ello ha ganado la pureza —sentenció Thrower.

Soldado de Dios lanzó una risa amarga.

—Eso creía…

Ahora Thrower comprendía por qué el hombre se había refugiado en la iglesia, en la morada del Señor: su propia casa era un sitio de corrupción.

—Soldado de Dios, ¿me ayudará a purgar este país, este pueblo, esa casa, esa familia, de la influencia maligna que la ha corrompido?

—¿Eso salvará a mi esposa? —preguntó Soldado—. ¿Eso acabará con su amor por la brujería?

—Tal vez —repuso Thrower—. Acaso el Señor nos haya unido para que ambos podamos purificar nuestros hogares.

—Sea cual fuere el precio —dijo Soldado de Dios—, estoy con usted contra el demonio.

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