—¿No es maravilloso saber que Ender puede hacer lo imposible?
—Las muertes de los jugadores son siempre repulsivas. Siempre be creído que la Bebida de Gigante era la parte más pervertida de todo el juego, pero ir a por el ojo así… ¿Ese es el que queremos poner al mando de nuestras flotas?
—Lo que importa es que ha ganado el juego que no se podía ganar.
—Supongo que ahora le trasladará.
—Estábamos esperando a ver cómo se desenvolvía con Bernard. Se ha desenvuelto perfectamente.
—Así que en cuanto resuelve una situación, le pasa a otra que no pueda resolver. ¿Podrá, descansar alguna vez?
—Seguirá uno o dos meses, quizá tres, con su grupo de lanzamiento. Eso es mucho tiempo en la vida de un niño. —¿No ha tenido nunca la impresión de que estos chicos no son niños? Cuando se fija uno en sus acciones, en sus comentarios, ¿no le da la impresión de que no son jovencitos?
—Son los niños más brillantes del mundo, cada uno a su manera.
—Pero ¿no deberían seguir actuando como niños? No son normales. Actúan como… personajes históricos. Napoleón y Wellington, César y Brutus.
—Nuestra misión es salvar el mundo, no curar corazones heridos. Eres demasiado compasivo.
—El general Levy no tiene piedad de nadie. Todos los vídeos lo confirman. Pero no haga daño a ese chico.
—¿Está bromeando?
—Quiero decir que no le haga más daño del necesario.
Alai se sentó frente a Ender a la hora de la cena.
—Por fin he conseguido descifrar cómo mandaste aquel mensaje. Usando el nombre de Bernard.
—¿Yo? —preguntó Ender.
—Venga, ¿quién si no? Seguro que no fue Bernard. Y Shen no es muy aficionado al ordenador. Y sé que no he sido yo. ¿Quién si no? No importa. He descifrado la forma de falsificar una entrada de un estudiante nuevo. Simplemente, creaste un estudiante llamado Bernard-espacio, B-E-R-N-A-R-D-espacio, y por eso el ordenador no lo rechazó por coincidir con el nombre de otro estudiante.
—Da la impresión de que puede funcionar —dijo Ender.
—Como quieras. Funciona. Pero lo hiciste casi el primer día.
—Yo o algún otro. A lo mejor lo hizo Dap, para evitar que Bernard acumulara demasiado poder.
—He descubierto algo más. No puedo hacerlo con tu nombre.
—¿No me digas?
—Todo lo que incluya el nombre de Ender es rechazado. Además, tampoco puedo meterme en tus ficheros. Has diseñado tu propio sistema de seguridad.
—Quizá.
Alai esbozó una sonrisa.
—Acabo de entrar y he destrozado los ficheros de uno. Está violando el sistema también, pegado a mis talones. Necesito protección, Ender. Necesito tu sistema.
—Si te doy mi sistema, sabrás cómo lo hago y te meterás y harás trizas mis ficheros.
—Quién, ¿yo? —preguntó Alai—. Soy el mejor amigo que tienes. Ender se rió.
—Crearé un sistema para ti.
—¿Ahora?
—¿Puedo acabar la comida?
—Tú nunca acabas la comida.
Era cierto. En la bandeja de Ender quedaba siempre comida. Ender echó una mirada a su plato y decidió que ya había terminado.
—Vamos allá.
Cuando llegaron a su cuartel, Ender se sentó de cuclillas al lado de la cama y dijo:
—Coge tu consola y tráela. Te enseñaré a hacerlo.
Pero cuando Alai trajo su consola a la cama de Ender, Ender seguía sentado, y los casilleros seguían cerrados.
—¿Qué pasa?
Como respuesta, Ender dio una palmada en su casillero. Apareció el mensaje: «Intento de Acceso no Autorizado.» No se había abierto.
—Alguien se está riendo de ti, amigo —dijo Alai—. Se te han adelantado.
—¿Estás seguro de que te sigue interesando mi sistema de seguridad?
Ender se levantó y se alejó de la cama.
—Ender —dijo Alai.
Ender se dio la vuelta. Alai tenía en la mano un trozo de papel.
—¿Qué es?
Alai levantó la vista.
—¿No lo sabes? Estaba en tu cama. Te debes haber sentado encima.
Ender lo cogió.
—Eres listo, Ender, pero en la sala de batalla no eres mejor que yo.
Ender negó con la cabeza. Era lo más estúpido que se les podía haber ocurrido, ascenderle ahora. No ascendían a nadie hasta que tuviera ocho años. Ender ni siquiera tenía siete. Y los reclutas solían pasar a las escuadras juntos, para que casi todas recibieran a un chico nuevo al mismo tiempo. No había ninguna papeleta de traslado en ninguna otra cama.
Justo cuando las cosas estaban empezando a encajar. Justo cuando Bernard estaba empezando a llevarse bien con todo el mundo, incluso con Ender. Justo cuando Ender estaba encontrando en Alai a un amigo de verdad. Justo cuando su vida empezaba a ser soportable.
Ender se agachó para tirar de Alai y ayudarle a levantarse de la cama.
—La escuadra Salamandra está en competición —dijo Alai.
Ender estaba tan furioso por la injusticia del traslado que se le saltaron las lágrimas. «No debes llorar», se dijo a sí mismo.
Alai vio las lágrimas, pero tuvo la delicadeza de no decir nada.
—Son unos pedorros, Ender, y ni siquiera te dejan llevarte tus cosas.
Ender esbozó una sonrisa y al final no lloró.
—¿Crees que debería desvestirme e ir desnudo?
Alai se rió también.
Impulsivamente, Ender le abrazó, con fuerza, casi como si fuera Valentine. Entonces pensó en Valentine y quiso irse a casa.
—No quiero ir —dijo. Alai le devolvió el abrazo.
—Te comprendo, Ender. Eres el mejor. Tal vez tengan prisa por enseñártelo todo.
—No quieren enseñármelo todo —dijo Ender—. Yo quería aprender lo que significa tener un amigo.
Alai asintió con la cabeza.
—Serás siempre mi amigo, mi mejor amigo siempre —dijo. Luego esbozó una sonrisa—. Ve a rebanar insectores.
—Claro.
Ender le devolvió la sonrisa. Alai le dio un beso en la mejilla y le susurró al oído:
—Salaam.
Luego, ruborizado, se dio la vuelta y se fue a su cama, al fondo del dormitorio. Ender adivinó que ese beso y esa palabra eran algo prohibido. Una religión suprimida, quizás. O a lo mejor esa palabra sólo tenía un significado personal y fuerte para Alai. Significara lo que significase para Alai, Ender sabía que era sagrada; que Alai se había descubierto a Ender, como había hecho una vez su madre, cuando, siendo muy joven, antes de que le pusieran el monitor en la nuca, le puso las manos en la cabeza cuando creía que estaba dormido, y rezó sobre él. Ender no había hablado de ello con nadie, ni siquiera con mamá, pero se lo había guardado como un recuerdo de espiritualidad, de cómo le quería su madre cuando creía que nadie, ni incluso él mismo, podía verla ni oírla. Eso era lo que Alai le había dado; un regalo tan sagrado que ni siquiera a Ender le estaba permitido entender su significado.
Después de una cosa como ésa no se podía decir nada. Alai llegó a su cama y se dio la vuelta para mirar a Ender. Sus ojos mantuvieron una mirada cargada de comprensión. Luego, Ender se marchó.
No había nada verde verde marrón en esa parte de la escuela; tendría que ir a buscar esos colores a una de las zonas públicas. Los otros terminarían de comer muy pronto; no quería pasar cerca del comedor. La sala de juegos estaría casi vacía.
En su estado de ánimo, ninguno de los juegos le atraía. Se fue por lo tanto al banco de consolas públicas del fondo de la sala y conectó su juego privado. Llegó rápidamente al País de la Fantasía. Esta vez, el Gigante ya estaba muerto cuando llegó allí; tuvo que bajarse de la mesa con cuidado, saltar a la pata de la silla caída del Gigante, y luego dar un salto hasta el suelo. Unas ratas habían estado royendo el cuerpo del Gigante, pero Ender había matado a una con un alfiler de la camisa desgarrada del Gigante, y después de eso le habían dejado en paz.
El cadáver del Gigante había llegado al límite de su descomposición. Lo que podía haber sido descuajado por los cartoneros, había sido descuajado; los gusanos habían hecho su trabajo en los órganos; ahora era una momia disecada, vacía, con los dientes esbozando una sonrisa rígida, los ojos vacíos, los dedos retorcidos. Ender rememoró haber escarbado en el ojo del Gigante cuando éste estaba vivo y era malicioso e inteligente. Furioso y frustrado como estaba, Ender deseó cometer ese asesinato otra vez. Pero ahora el Gigante formaba parte del paisaje, y por lo tanto no podía descargar su cólera contra él.
Ender había atravesado siempre el puente que llevaba al castillo de la Reina de Corazones, donde le esperaban muchos juegos; pero ninguno le atraía ahora. Rodeó el cadáver del Gigante y siguió el arroyo aguas arriba, hasta donde surgía del bosque. Había un patio de recreo, con toboganes y barras de monos, columpios y tiovivos, y una docena de niños riendo mientras jugaban. Ender entró y descubrió que allí adentro se había convertido en un niño, cuando normalmente la figura que le representaba en el juego era la de un adulto. De hecho, era más pequeño que los otros niños.
Se puso en la cola del tobogán. Los otros niños le ignoraban. Subió hasta lo alto, vio al niño que le precedía trazar vertiginosamente la larga espiral que llevaba hasta el suelo. Luego se sentó y empezó a deslizarse.
No había comenzado a deslizarse cuando cayó atravesando el tobogán y aterrizó en el suelo, debajo de la escalerilla. El tobogán no le sustentaba.
Tampoco las barras. Podía escalar agarrándose a unas cuantas, pero de repente, al azar, una barra parecía ser inmaterial y Ender caía. Podía sentarse en el columpio hasta que llegaba arriba; entonces caía. Cuando el tiovivo iba muy rápido, no podía agarrarse a ninguna barra, y la fuerza centrífuga lo lanzaba hacia afuera.
Y los otros niños: sus risas eran estridentes, ofensivas. Daban vueltas alrededor de él y le señalaban y se reían un buen rato antes de volver a sus juegos.
Ender quería pegarles, tirarlos al arroyo. Pero en vez de hacerlo, penetró en el bosque. Encontró un sendero, que se convirtió muy pronto en un camino empedrado, casi totalmente cubierto de maleza, pero todavía transitable. Había letreros de posibles juegos situados a ambos lados del camino, pero Ender no siguió ninguno. Quena ver adonde llevaba el camino.
Llevaba a un claro, con un pozo en el medio, y un letrero que decía: «Bebe, viajero.» Ender se adelantó y echó una mirada al interior del pozo. Casi instantáneamente, oyó un gruñido. Del bosque surgió una docena de lobos con caras humanas que chorreaban baba. Ender les reconoció, eran los niños del patio de recreo. Pero ahora sus dientes podían desgarrar; Ender, desarmado, fue devorado rápidamente.
Su siguiente figura salió, como siempre, en el mismo sitio, y fue comida otra vez, aunque Ender intentó bajarse por el pozo.
Sin embargo, en la siguiente aparición estaba en el patio de recreo. Ahora los niños se reían de él. «Reíd cuanto queráis —pensó Ender—. Sé lo que sois.» Dio un empujón a una niña, que echó a correr detrás de él, enfurecida. Ender la condujo hasta el tobogán. Naturalmente, cayó atravesándolo; pero esta vez, pisándole los talones, también ella cayó. Cuando chocó contra el suelo, se convirtió en una loba y quedó tendida, muerta o aturdida.
Uno por uno, Ender hizo caer a todos los demás en una trampa. Pero antes de que hubiera acabado con el último, los lobos empezaron a volver en sí, y ya no eran niños. Ender fue descuartizado otra vez.
Esta vez, agitado y sudoroso, Ender encontró su figura revivida en la mesa del Gigante. «Debería dejarlo —se dijo a sí mismo—. Debería ir a mi nueva escuadra.»
Pero hizo que su figura saltara de la mesa y rodeara el cuerpo del Gigante en dirección al patio de recreo.
Esta vez, en cuanto un niño se golpeaba contra el suelo y se convertía en lobo, Ender arrastraba el cuerpo al arroyo y lo tiraba dentro. Cada vez que lo hacía, el cuerpo chisporroteaba como si el agua fuera ácido; el lobo se consumía y del arroyo surgía una oscura nube de humo que se perdía en la lejanía. Despachó sin problemas a los niños, aunque al final empezaron a perseguirle de dos en dos o de tres en tres. Ender no se encontró a ningún lobo esperándole en el claro, y bajó al pozo por la cuerda del balde.
La luz de la caverna era mortecina, pero podía ver montones de joyas. Pasó delante de ellos, adviniendo que, detrás de él, entre las gemas, destellaban unos ojos. Una mesa llena de comida no despertó su interés. Atravesó un grupo de jaulas que colgaban del techo de la cueva, cada una con una criatura exótica de aspecto amistoso. «Jugaré con vosotros más tarde», pensó Ender. Al final llegó a una puerta con esta leyenda formada por esmeraldas refulgentes:
No vaciló. Abrió la puerta y dio un paso adelante. Se detuvo en una pequeña cerca, en lo alto de un acantilado que dominaba un terreno de bosque cerrado, verde y brillante, con pinceladas de color otoño y parcelas de tierra desbrozada aquí y allá, con arados tirados por bueyes y pequeñas aldeas, un castillo levantado en una elevación distante, y nubes que cabalgaban en corrientes de aire por debajo de él. Por encima, el cielo era el techo de una vasta caverna, con cristales colgantes que formaban estalactitas brillantes.
La puerta se cerró tras él; Ender estudió el escenario atentamente. Era tal su belleza que se preocupaba menos que de costumbre por su supervivencia. Le importaba muy poco, por el momento, en qué consistía el juego en ese lugar. Lo había encontrado y verlo era su recompensa. Así, sin detenerse a pensar en las consecuencias, saltó la cerca.
Caía vertiginosamente hacia un río de aguas tumultuosas y rocas peladas; pero una nube se interpuso entre él y el suelo en su caída, y lo recogió, y se lo llevó. Lo llevó a la torre del castillo, y atravesó la ventana abierta, depositándolo en el interior. Lo dejó allí, en una habitación con ninguna puerta visible en el suelo ni en el techo, y con ventanas que daban a un abismo indudablemente fatal.
Un momento antes se había arrojado despreocupadamente desde la cerca; ahora vacilaba.
La pequeña alfombra que había delante del juego se destejió convirtiéndose en una serpiente larga y delgada con dientes perversos.
—Soy tu única escapatoria —le dijo—. La muerte es tu única escapatoria.
Ender echó una mirada a la habitación en busca de un arma, cuando, súbitamente, la pantalla se oscureció. A lo largo del borde de la consola brillaban intermitentemente estas palabras:
Irritado, Ender apartó violentamente la consola y se dirigió a la pared de colores, donde encontró la banda verde verde marrón, la tocó y la siguió a medida que se iluminaba delante de él. El verde oscuro, el verde claro y el marrón de la banda le recordaban el reino otoñal que había encontrado en el juego. «Tengo que volver allí —se dijo—. La serpiente es una cuerda larga; puedo descolgarme de la torre y encontrar la forma de volver a ese lugar. A lo mejor se llama el fin del mundo porque es el fin de los juegos, porque puedo ir a una de esas aldeas y convertirme en uno de los niños que trabajan y juegan allí, sin que haya nada que matar y sin que nada me mate, simplemente vivir ahí.»
Pero no conseguía hacerse una idea de lo que podría ser «simplemente vivir». No lo había hecho en toda su vida. Pero quería hacerlo ahora.
Las escuadras eran más grandes que los grupos de lanzamiento, y los dormitorios-cuarteles de las escuadras también eran más grandes. Éste era largo y estrecho, con literas a ambos lados; tan largo que se podía apreciar la curvatura del suelo en la elevación de la otra punta; una porción de la rueda de la Escuela de Batalla.
Ender se quedó en la puerta. Unos cuantos chicos que estaban cerca de la puerta le miraron, pero eran mayores, y parecía como si ni le hubieran visto. Siguieron con sus conversaciones, tumbados o sentados en las literas. Naturalmente, estaban comentando batallas; los chicos mayores siempre estaban comentando batallas. Eran mucho más altos que Ender. Los de diez y once años parecían torres; incluso el más joven tenía ya ocho años, y Ender no era muy alto para su edad.
Intentó ver cuál de ellos era el comandante, pero casi todos estaban vestidos de una forma intermedia entre el traje de batalla y lo que los soldados llamaban siempre su uniforme de noche: desnudos de la cabeza a los pies. Muchos habían sacado sus consolas, pero pocos estaban estudiando.
Ender entró en el dormitorio. Su presencia fue advertida inmediatamente.
—¿Qué quieres? —le preguntó el chico que ocupaba la litera superior más próxima a la puerta. Era el más alto. Ender se había fijado antes en él, un joven gigante con pelusilla que le crecía desigualmente por la barbilla—. Tú no eres un Salamandra.
—Parece ser que sí, creo —dijo Ender—. Verde verde marrón, ¿no? He sido trasladado.
Mostró su papel al chico, obviamente el centinela.
El centinela alargó la mano hacia el papel. Ender lo retiró, justo lo necesario para ponerlo fuera de su alcance.
—Parece ser que tengo que entregárselo a Bonzo Madrid.
Otro chico se sumó a la conversación, un chico más pequeño, pero de todas formas más alto que Ender.
—No Ben-zoe idiota. Bonzo. Es un nombre español. Bonzo Madrid. Aquí nosotros hablamos español, señor Gran Fedor.
—Tú debes ser Bonzo entonces —preguntó Ender, pronunciando el nombre correctamente.
—No, simplemente un políglota con talento. Petra Arkanian. La única chica de la escuadra Salamandra. Con más huevos que todos los de este dormitorio.
—Mamá Petra me ha hablado —dijo uno de los chicos—. Me ha hablado, me ha hablado. Otro chico replicó:
—Mea hablado, mea hablado, mea hablado. Unos cuantos se rieron.
—Que quede entre tú y yo —dijo Petra—. Si tuvieran que poner una lavativa a la Escuela de Batalla, se la pondrían a verde verde marrón.
Ender se desesperaba. No tenía nada que le avalase: sin ningún tipo de preparación, pequeño, sin experiencia, expuesto a los resentimientos de los demás por su temprano ascenso. Y por si no fuera suficiente, ahora, por casualidad, entablaba amistad precisamente con quien menos le convenía. Una marginada de la escuadra Salamandra, que los demás iban a asociar con él. ¡Qué día! Durante un momento, mientras recorría con la mirada sus caras sarcásticas, se imaginó sus cuerpos cubiertos de pelo, sus dientes puntiagudos preparados para desgarrar. «¿Soy yo el único ser humano de este lugar? ¿Son los demás animales, a la espera de devorar?»
Entonces se acordó de Alai. Seguramente, en todas las escuadras habrá por lo menos uno que merece la pena conocer.
De repente, aunque nadie dijo que se callaran, las risas pararon y el grupo quedó en silencio. Ender se dio la vuelta y miró a la puerta. Había allí un chico alto, oscuro y delgado, de bellos ojos negros y labios finos que insinuaban refinamiento. «Seguiría a esta beldad a cualquier parte —dijo algo dentro de Ender—. Vería lo que ven esos ojos.»
—¿Quién eres? —preguntó el chico sin levantar la voz.
—Ender Wiggin, señor —dijo Ender esgrimiendo las órdenes—. Trasladado de grupo de lanzamiento a la escuadra Salamandra.
El chico cogió el papel con un movimiento seguro y veloz, sin tocar la mano de Ender.
—¿Cuántos años tienes, Wiggin? —le preguntó.
——Casi siete.
Con el mismo tono de voz que antes, le dijo:
—He preguntado cuántos años tienes, no cuántos años casi tienes.
—Tengo seis años, nueve meses y doce días.
——Cuánto tiempo has estado haciendo prácticas en la sala de batalla.
—Unos pocos meses. Intento mejorar.
—¿Algún tipo de preparación en maniobras de batalla? ¿Has formado parte de un batallón alguna vez? ¿Has realizado alguna vez algún ejercicio conjunto?
Ender no había oído hablar de todas esas cosas. Negó con la cabeza.
Madrid le miró impávidamente.
—Ya veo. No tardarás en descubrir que los oficiales al mando de la escuela, y notablemente el mayor Anderson, que está a cargo de los juegos, son muy aficionados a los ardides. La escuadra Salamandra está empezando a salir de una oscuridad indecente. Hemos vencido en doce de los últimos veinte juegos. Hemos sorprendido a Rata, Escorpión y Sabueso, y estamos preparados para luchar por el liderazgo de la clasificación. Naturalmente, por eso se me da tal espécimen de subdesarrollo como tú, sin utilidad, sin experiencia y sin esperanza.
Petra dijo en voz baja:
—No está encantado de conocerte.
—Cállate, Arkanian —dijo Madrid—. A una prueba añadimos ahora otra. Pero cualquiera que sean los obstáculos que nuestros oficiales decidan sembrar en nuestro camino, seguimos siendo…
—¡Salamandra! —gritaron los soldados, como un solo hombre.
Instintivamente, la idea que Ender se había hecho de estos acontecimientos cambió. Era una ceremonia, un ritual. Madrid no tenía intención de herirle, sólo quería mantener bajo control un acontecimiento inesperado y utilizarlo para reforzar su control de la escuadra.
—Somos el fuego que les consumirá, vientre e intestinos, cabeza y corazón, muchas llamas pero un solo fuego.
—¡Salamandra! —volvieron a gritar.
—Ni siquiera éste nos debilitará. Por un momento, Ender abrió la puerta a la esperanza.
—Trabajaré duro y aprenderé rápidamente —dijo.
—No te he dado permiso para hablar —respondió Madrid—. Tengo la intención de intercambiarte en cuanto pueda. Probablemente, para librarme de ti tendré que desprenderme de algún elemento valioso, pero, siendo tan pequeño, eres peor que inútil. Un congelado más en cada batalla, eso es lo que eres, y en la situación en que estamos ahora, cada soldado congelado tiene consecuencias en la clasificación. Nada personal, Wiggin, pero estoy seguro que puedes formarte a expensas de algún otro.
—Es todo corazón —dijo Petra.
Madrid se acercó a la chica y le cruzó la cara con el revés de la mano. No sonó mucho, pues la había golpeado con las uñas de los dedos. Pero en la mejilla aparecieron unas señales rojas, cuatro, y otras tantas gotas de sangre marcaban los puntos donde habían dado las puntas de las uñas.
—Éstas son tus instrucciones, Wiggin. Y espero que ésta sea la última vez que tengo que hablar contigo. Te mantendrás aparte mientras nos entrenamos en la sala de batalla. Naturalmente, tienes que estar ahí, pero no pertenecerás a ningún batallón y no tomarás parte en ninguna maniobra. Cuando se nos llame a una batalla, te vestirás rápidamente y te presentarás en la puerta como todos los demás. Pero no atravesarás la puerta hasta que hayan pasado cuatro minutos desde el comienzo del juego, y entonces permanecerás en la puerta, sin desenfundar ni disparar tu arma, hasta que el juego termine.
Ender asintió con la cabeza. Así que iba a ser nadie. Anheló que el intercambio tuviera lugar pronto.
Se dio cuenta también de que Petra no había hecho nada parecido a gritar de dolor o llevarse la mano a la mejilla, aunque una de las gotas de sangre había comenzado a correr dibujando una veta que llegaba a la mandíbula. Podía ser una marginada, pero ya que Bonzo Madrid no iba a ser su amigo, entablaría amistad con Petra.
Se le asignó una litera al fondo del dormitorio. La litera superior, desde la que, estando tumbado, ni siquiera podía ver la puerta; la curva del techo la bloqueaba. Había otros chicos cerca de él, chicos con aspecto cansado y gesto taciturno, los menos valiosos. No tenían ninguna palabra de bienvenida que decir a Ender.
Ender intentó abrir su casillero palmándolo, pero no pasó nada. Entonces se dio cuenta de que los casilleros no tenían ningún seguro. Los cuatro tenían tiradores para abrirlos. Ahora, en una escuadra, nada era privado.
Había un uniforme en el casillero. No era el verde pálido de los reclutas, sino el uniforme verde oscuro con guarniciones naranja de la escuadra Salamandra. No le iba bien. Pero, claro, era probable que nunca se hubiesen visto en la necesidad de entregar un uniforme así a un chico tan joven.
Estaba empezando a sacarlo cuando advirtió que Petra caminaba por el pasillo en dirección a su cama. Se dejó caer de la litera y se puso en pie para saludarla.
—Tranquilo —dijo—. No soy un oficial.
—Eres jefe de batallón, ¿no?
Alguien que estaba cerca le interrumpió:
—¿Qué te ha hecho pensar eso, Wiggin?
—Ocupas una litera delante.
—Mi litera está delante porque soy el tirador más certero de la escuadra Salamandra, y porque Bonzo tiene miedo de que haga una revolución si los jefes de batallón no me vigilan. Como si se pudiera hacer algo con chicos como éstos. —Señaló a los chicos de gesto taciturno de las literas cercanas.
¿Qué intentaba hacer? ¿Empeorar aún más la situación?
—Todos son mejores que yo —dijo Ender intentando disociarse del desprecio de Petra hacia los chicos que, al fin y al cabo, iban a ser sus compañeros de litera.
—Soy una chica —dijo—, y tú eres un meón de seis años. Tenemos mucho en común. ¿Por qué no somos amigos?
—No pienso hacer tus deberes —dijo. Por un momento, Petra creyó que era un chiste.
—Alto —dijo—. Cuando estás en el juego todo es militar. La escuela no es para nosotros como para los reclutas. Historia y estrategia, y tácticas e insectores y matemáticas y estrellas, las cosas que necesitarás saber cuando seas piloto o comandante. Ya lo verás.
—O sea, que eres mi amigo. ¿Qué gano con ello? —preguntó Ender imitando su forma de hablar, desmesuradamente jactanciosa, como si no le importara nada.
—Bonzo no te va a dejar hacer prácticas. Te va a obligar a llevarte la consola a la sala de batallas para que estudies. Bien mirado, no es tan malo; no quiere que un niño sin ninguna clase de entrenamiento eche a perder sus maniobras de precisión. —Se puso a hablar en giria, la jerga que imitaba el inglés pidgin de la gente no cultivada.
Bonzo, él exacto, él tan cuidadoso, él mea en plato y nunca salpica.
Ender esbozó una sonrisa.
—La sala de batalla está abierta continuamente. Si quieres, te llevaré allí en las horas libres y te enseñaré algo de lo que sé. No soy un gran soldado, pero sí bastante bueno, y estoy segura que mejor que tú.
—Si quieres… —dijo Ender.
—Empezaremos mañana por la mañana después del desayuno.
—¿Y si hay alguien utilizando la sala? Los de mi lanzamiento íbamos siempre nada más terminar de desayunar.
—No te preocupes. En realidad, hay nueve salas de batallas.
—No había oído hablar de las otras.
—Las nueve tienen la misma entrada. Todo el centro de la escuela, el cubo de la rueda, son salas de batalla. No giran con el resto de la estación. Esa es la razón de su gravedad cero, de su no gravedad: están quietas. Si no hay rotación, no hay abajo. Pero se las arreglan para que haya siempre una sala de batalla dando al corredor de entrada que usamos todos. Una vez que estás dentro, mueven el cubo y ponen otra sala de batalla en esa posición.
—Ah.
—Tal como dije. Nada más terminar de desayunar.
Se puso a andar.
—Petra —dijo Ender. Se dio la vuelta.
—Gracias.
Sin decir nada, se dio la vuelta otra vez y se fue por el pasillo.
Ender volvió a saltar a su litera y acabó de sacar el uniforme. Estaba desnudo en la cama, jugueteando con su nueva consola, intentando averiguar si habían hecho algo con sus códigos de acceso. Efectivamente, habían borrado su sistema de seguridad. Aquí no podía poseer nada, ni siquiera su consola.
Las luces se atenuaron un poco. Se acercaba la hora de dormir. Ender no sabía qué cuarto de baño tenía que utilizar.
—A la izquierda de la puerta —dijo el chico de la litera contigua—. Lo compartimos con Rata, Cóndor y Ardilla.
Ender le dio las gracias y comenzó a andar.
—Eh —dijo el chico—. No puedes ir así. En uniforme siempre que estés fuera de este dormitorio.
—¿Incluso para ir al lavabo?
—Especialmente. Y te está prohibido hablar con nadie de cualquier otra escuadra. En las comidas o en el lavabo. Puedes saltártelo algunas veces en la sala de batalla, y, naturalmente, cuando un profesor te lo diga. Pero si Bonzo te pilla, estás muerto. ¿Entendido?
—Gracias.
—Otra cosa. Bonzo se sale de sus casillas si estás desnudo delante de Petra.
—Estaba desnuda cuando llegué, ¿no?
—Ella hace lo que quiere, pero tú te vistes. Órdenes de Bonzo.
Era estúpido. Petra parecía todavía un chico, era una regla estúpida. La discriminaba, la hacía diferente, dividía a la escuadra. Estúpido. Estúpido. ¿Cómo llegó Bonzo a ser comandante si no sabía cosas así? Alai sería mejor comandante que Bonzo. Sabía aglutinar a un grupo.
«También yo sé aglutinar a un grupo —pensó Ender—. A lo mejor soy comandante algún día.»
En el lavabo, estaba lavándose las manos cuando alguien se dirigió a él.
—Eh. ¿Es que ahora meten bebés en los uniformes de Salamandra?
Ender no contestó. Se limitó a secarse las manos.
—Eh, mirad. ¡Salamandra está fichando bebés! Mirad esto. Podría pasar entre mis piernas sin rozarme los huevos.
—Porque no tienes, Dink, por eso —respondió alguien.
Cuando Ender salía, oyó a alguien decir:
—Es Wiggin. Ya sabes, el listillo de la sala de juegos.
Caminó por el corredor sonriendo. Podía ser pequeño, pero conocían su nombre. Por la sala de juegos, claro, lo que no quería decir nada. Pero ya verían. Iba a ser un gran soldado también. Todos conocerían su nombre, y pronto. Quizá no en la escuadra Salamandra, pero pronto.
Petra estaba esperando en el corredor que llevaba a la sala de batalla.
—Espera un poco —dijo a Ender—. Acaba de entrar la escuadra Conejo, y hay que esperar unos minutos hasta que cambie la sala de batalla.
Ender se sentó a su lado.
—El canje de sala de batalla implica algo más que simplemente cambiarla por la siguiente —dijo—. Por ejemplo, ¿por qué hay gravedad en el corredor justo antes de entrar a la sala?
Petra cerró los ojos.
—Y si las salas de batalla son realmente ingrávidas, ¿qué pasa cuando una está conectada? ¿Por qué no se mueve siguiendo la rotación de la escuela?
Ender asintió con la cabeza.
—Esos son los misterios —dijo Petra con un susurro ronco—. No metas la nariz en esos asuntos. Al último soldado que lo intentó le pasaron cosas terribles. Lo encontraron colgando de los pies del techo del lavabo, con la cabeza hundida en el váter.
—Así que no soy el primero que hace esa pregunta.
—No olvides esto, pequeño —dijo pequeño con un tono que parecía amistoso, no despreciativo—. Nunca te dicen más de lo que tienen que decirte. Pero cualquier chico con cabeza sabe que la ciencia ha cambiado bastante desde los días de Mazer Rackham y la Flota Victoriosa. Está claro que ahora podemos controlar la gravedad. Conectarla y desconectarla, cambiar su dirección, a lo mejor incluso reflejarla. He estado pensando en la cantidad de cosas que se podrían hacer teniendo armas gravitacionales y energía gravitacional en las astronaves. Y piensa cómo se podrían mover las astronaves en las cercanías de los planetas. Podrían incluso desgajar pedazos enormes del planeta reflejando sobre el planeta su propia gravedad, pero en otra dirección, y concentrándola en un punto pequeño. Pero no nos dicen nada.
Ender entendió más de lo que Petra había dicho. La manipulación de la gravedad era una cosa; el engaño de los oficiales era otra; pero el mensaje más importante era éste: el enemigo son los adultos, no las otras escuadras. No nos dicen la verdad.
—Ven, pequeño —dijo Petra—. La sala de batalla está lista. La mano de Petra no tiembla. El enemigo está muerto. —Emitió una risilla—. Me llaman Petra el poeta.
—También dicen que estás más loca que un cencerro.
—Mejor que te lo creas, culo de bebé.
Llevaba en una bolsa diez pelotas que harían de blanco. Ender agarraba su traje con una mano y la pared con la otra, para retenerla cuando lanzaba las pelotas, con fuerza, en diferentes direcciones. En la gravedad nula, cada una rebotó en una dirección.
—Suéltame —le dijo Petra.
Zarpó girando sobre sí misma; haciendo diestros movimientos con las manos, se detuvo, y comenzó a disparar a las pelotas una detrás de otra. Cuando acertaba a una, su resplandor cambiaba de blanco a rojo. Ender sabía que el cambio de color duraba menos de dos minutos. Sólo una pelota había vuelto a ser blanca cuando acertó a la última.
Rebotó con precisión en una pared y volvió a gran velocidad hacia Ender. Ender la agarró y le ayudó a contrarrestar su rebote: era una de las primeras técnicas que le habían enseñado siendo recluta.
—Eres muy buena —dijo.
—Nadie mejor que yo. Y vas a aprender a hacerlo.
Petra le enseñó a extender el brazo totalmente, a apuntar con todo el brazo.
—La mayoría de los soldados no se dan cuenta de que cuanto más lejos está el blanco, más tiempo hay que mantener el rayo en un círculo de aproximadamente dos centímetros. Es simplemente la diferencia entre una décima de segundo y medio segundo, pero en batalla eso es mucho tiempo. Muchos soldados creen que han errado el tiro, cuando en realidad estaban dando justo en el blanco pero se retiraban antes de tiempo. No se puede utilizar la pistola como una espada, zas-zas y cortar por la mitad. Tienes que apuntar.
Se sirvió del llama-pelotas para atraer los blancos, y luego los lanzó otra vez lentamente, uno por uno. Ender les disparó. Falló casi todos los tiros.
—Muy bien —dijo Petra—. No tienes ningún hábito malo.
—Tampoco tengo ninguno bueno —subrayó Ender.
—En eso te doy la razón.
No consiguieron mucho esa primera mañana. Casi todo fue hablar. Cómo pensar mientras se está disparando. Tienes que retener en la cabeza al mismo tiempo tu movimiento y el movimiento del enemigo. Tienes que mantener el brazo derecho y apuntar con el cuerpo para que, si te congelan el brazo, puedas seguir disparando. Averigua en qué punto del recorrido del gatillo se dispara la pistola, para que no tengas que apretar el gatillo hasta el fondo cada vez que disparas. Relaja el cuerpo, no te tenses, hace que tiembles.
Esa fue la única práctica que Ender hizo ese día. En los ejercicios que hizo la escuadra por la tarde, a Ender se le ordenó que trajera su consola e hiciera sus deberes, sentado en un rincón de la sala. Bonzo tenía obligación de tener a todos sus soldados en la sala de batalla, pero no tenía obligación de utilizarlos.
De todas formas, Ender no hizo sus deberes. Si no podía hacer ejercicios como soldado, podía estudiar a Bonzo como comandante. La escuadra Salamandra estaba dividida en los cuatro batallones estándar de diez soldados cada uno. Algunos comandantes distribuían sus batallones de forma que el batallón A tenía los mejores soldados y el D los peores. Bonzo los había mezclado y todos tenían soldados buenos y soldados flojos.
Con la diferencia de que el B sólo tenía nueve chicos. Ender se preguntó quién habría sido transferido para dejarle su sitio. En seguida se puso de manifiesto que el jefe del batallón B era nuevo. No era extraño que Bonzo estuviera tan disgustado: había perdido un jefe de batallón para dar cabida a Ender.
Y Bonzo tenía razón en otra cosa: Ender no estaba preparado. Estuvieron toda la práctica haciendo maniobras. Batallones que no podían verse entre sí hacían operaciones precisas con una sincronización perfecta; los batallones hacían prácticas apoyándose los unos en los otros para hacer cambios súbitos de dirección sin romper la formación. Todos esos soldados daban por sabidas técnicas que Ender no conocía. La técnica de hacer un aterrizaje suave y absorber el impacto. Vuelos precisos. Corrección de la dirección utilizando a los soldados congelados que flotaban por la sala. Balanceos, giros, regates. Deslizamientos por las paredes, una maniobra muy difícil y a la vez una de las más útiles, pues impide que el enemigo pueda ponerse detrás.
Aunque Ender aprendió muchas cosas que no sabía, también vio cosas que se podían mejorar. Las formaciones perfectamente ensayadas eran un error. Permitían a los soldados obedecer instantáneamente las órdenes, pero eso significaba también que eran previsibles. Además, los soldados disfrutaban de muy poca iniciativa individual. Una vez establecido un modelo, tenían que seguirlo hasta el final. No había lugar para hacer reajustes en función de lo que hiciera el enemigo contra la formación. Ender estudió las formaciones de Bonzo como lo haría un comandante enemigo, buscando las formas de romperlas.
Esa noche, durante las horas de juego libre, Ender pidió a Petra que hiciera prácticas con él.
—No —le dijo—. Quiero llegar a ser comandante algún día y tengo que jugar en la sala de juegos.
Estaba extendida la creencia de que los profesores rastreaban los juegos y escogían allí a los potenciales comandantes. Ender lo dudaba. Los jefes de batallón tenían más posibilidades de demostrar lo que podrían hacer siendo comandantes que ningún jugador de vídeos.
Pero no discutió con Petra. La práctica que siguió al desayuno fue más que generosa. De todas formas, tenía que practicar. Y no podía practicar solo, con excepción de unas pocas técnicas básicas. La mayoría de las técnicas más difíciles requerían compañeros o equipos. Si por lo menos siguiera teniendo a Alai o a Shen para hacer prácticas con ellos…
¿Y por qué no podía practicar con ellos? No había oído nunca que un soldado hiciera prácticas con los reclutas, pero no había ninguna norma en contra. Simplemente, no lo había hecho nadie; había demasiado desprecio hacia los reclutas. Y de todas formas, a Ender se le seguía tratando como a un recluta. Necesitaba a alguien con quien practicar, y a cambio podría ayudarle a aprender las cosas que veía hacer a los chicos mayores.
—¡Atención, vuelve el gran soldado! —dijo Bernard.
Ender se detuvo en la puerta de su anterior cuartel. Sólo había estado fuera un día, pero le parecía ya un sitio extraño, y los chicos de su lanzamiento eran también extraños. Estuvo a punto de dar la vuelta y marcharse. Pero estaba Alai, que había convertido su amistad en algo sagrado. Alai no era un extraño.
Ender no hizo ningún esfuerzo para ocultar el trato que recibía en la escuadra Salamandra.
—Y tienen razón —dijo—. Soy más inútil que un estornudo en un traje espacial.
Alai se echó a reír, y otros reclutas comenzaron a rodearle. Ender propuso el trato. Juego libre, todos los días, trabajo duro en la sala de batalla, bajo su dirección. Ellos aprenderían cosas de las escuadras, de las batallas que pudiera ver Ender; y él podría hacer las prácticas que necesitaba para desarrollar sus técnicas de soldado.
—Nos formaremos juntos. Muchos chicos querían ir.
—De acuerdo —dijo Ender—. Pero aquí se viene a trabajar. El que se dedique a hacer el tonto, será expulsado. No tengo tiempo que perder.
No perdieron el tiempo. Ender mostró considerables dosis de torpeza al intentar describir lo que había visto, al intentar descifrar la forma de hacerlo. Pero para cuando terminó el tiempo del juego libre, habían aprendido algo. Estaban cansados, pero estaban cogiendo el truco a algunas técnicas.
—¿Dónde estabas? —preguntó Bonzo. Ender se puso firmes junto a la litera de su comandante.
—Haciendo prácticas en la sala de batalla.
—He oído que te llevaste contigo a unos cuantos de tu antiguo grupo de lanzamiento.
—No podía hacer prácticas solo.
—No voy a permitir que ningún soldado de la escuadra Salamandra ande por ahí con los reclutas. Ahora eres un soldado.
Ender le miró en silencio.
—¿Me has oído, Ender Wiggin?
—Sí, señor.
—No más prácticas con esos pedorros.
—¿Puedo hablar con usted en privado? —preguntó Ender.
Era una petición que los comandantes estaban obligados a conceder. Bonzo dejó traslucir su irritación en la cara, y condujo a Ender al corredor.
—Escucha, Wiggin, no quiero que estés aquí, estoy intentando librarme de ti, pero no me des problemas o te estamparé contra la pared.
«Un buen comandante —pensó Ender— no tiene necesidad de lanzar amenazas estúpidas.»
Bonzo se enfureció ante el silencio de Ender.
—Oye, me has pedido que saliera, habla entonces.
—Señor, hizo bien en no ponerme en ningún batallón. No sé hacer nada.
—No necesito que me digas lo que hago bien.
—Pero voy a convertirme en un buen soldado. No echaré a perder sus ejercicios regulares, pero voy a hacer prácticas, y voy a hacer prácticas con la única gente que está dispuesta a hacer prácticas conmigo, y esa gente es mi lanzamiento.
—Tú harás lo que yo te diga, imbécil.
—De acuerdo, señor. Cumpliré todas las órdenes que esté autorizado a darme. Pero el juego libre es libre. Nadie puede obligarme a hacer nada. Nada. Nadie.
Podía ver cómo se acaloraba Bonzo. El acaloramiento era malo. Ender era frío, y sabía aprovecharlo. Bonzo se acaloraba, luego lo aprovecharía.
—Señor, tengo que pensar en mi carrera. No interferiré en sus entrenamientos ni en sus batallas, pero alguna vez tengo que aprender. No le pedí que me pusiera en su escuadra, está intentando intercambiarme en cuanto pueda. Pero nadie me querrá si no sé hacer nada, ¿no? Permítame aprender algo y así se podrá librar de mí antes y conseguir a cambio un soldado que pueda servirle.
Bonzo no era tan estúpido como para que la ira le impidiera reconocer lo que tenía sentido cuando lo oía. De todas formas, no podía borrar su ira inmediatamente.
—Mientras estés en la escuadra Salamandra, obedecerás.
—Si intenta controlar mi tiempo de juego libre, puedo hacer que le frían.
Era probable que no fuera cierto. Pero era posible. Indudablemente, si Ender armaba jaleo, era concebible que Bonzo corriera el riesgo de perder su condición de comandante por interferir con el juego libre. Además, estaba claro que los oficiales veían algo en Ender, por algo le habían ascendido. A lo mejor tenía suficientes influencias entre los profesores para freír a alguien.
—¡Cabrón! —dijo Bonzo.
—No es culpa mía que me haya dado esa orden delante de todos —dijo Ender—. Pero si quiere, haré como que usted ha ganado. Y mañana podrá decirme que ha cambiado de idea.
—No necesito que me digas lo que tengo que hacer.
Bonzo le odiaba, por su generosidad. Era como si Ender le estuviera obedeciendo como haciéndole un favor. Con descaro, y sin embargo no tenía alternativa. Ninguna alternativa. No se le ocurrió pensar que era por su culpa, por haber dado a Ender una orden que no era razonable. Lo Único que sabía era que Ender le había derrotado y que luego le había pasado la derrota por las narices mostrándose magnánimo.
—Algún día te pillaré —dijo Bonzo.
—Probablemente —dijo Ender.
Las luces se apagaron y la sirena sonó. Ender entró en el dormitorio con expresión de abatimiento. Derrotado. Irritado. Los demás chicos sacaron la conclusión obvia.
Y por la mañana, cuando Ender iba a desayunar, Bonzo le detuvo y le habló en voz alta:
—He cambiado de idea, renacuajo. A lo mejor aprendes algo haciendo prácticas con tus reclutas y puedo intercambiarte más fácilmente. Cualquier cosa con tal de librarme de ti cuanto antes.
—Gracias, señor —dijo Ender.
—De nada —susurró Bonzo—. Espero que salgas frito.
Ender sonrió agradecido y salió del dormitorio. Después del desayuno, practicó de nuevo con Petra. Se pasó la tarde observando los ejercicios de Bonzo e imaginando formas de destruir su escuadra. Durante el juego libre, él y Alai y los demás trabajaron hasta el agotamiento. «Puedo hacerlo —pensó Ender echado en la cama, con calambres en los músculos—. Puedo conseguirlo.»
La escuadra Salamandra tenía una batalla cuatro días después. Ender siguió a los soldados de verdad que corrían al trote por los corredores que llevaban a la sala de batalla. Había dos bandas en las paredes, la verde verde marrón de Salamandra y la negra blanca negra de Cóndor. Cuando llegaron al lugar donde había estado siempre la sala de batalla, hoy el corredor se dividía en dos, con la señalización verde verde marrón indicando hacia la izquierda y la negra blanca negra a la derecha. Otro giro a la derecha, y la escuadra se detuvo frente a una pared desnuda.
Los batallones formaron en silencio. Ender se quedó atrás. Bonzo estaba dando sus instrucciones.
—A se agarra a los asideros y sube. B a la izquierda, C a la derecha, D abajo.
Comprobó que los batallones estaban orientados siguiendo sus instrucciones, y luego añadió:
—Y tú, renacuajo, espera cuatro minutos y luego limítate a atravesar la puerta. Ni siquiera saques la pistola del traje.
Ender asintió con la cabeza. De repente, la pared que había detrás de el se hizo transparente. No era por lo tanto una pared, sino un campo de fuerza. La sala de batalla era diferente también. En el aire estaban suspendidas enormes cajas marrones, obstruyendo parcialmente la visión. Luego ésos eran los obstáculos que los soldados llamaban estrellas. Parecían estar distribuidas al azar. A Bonzo parecía no preocuparle dónde estaban. Aparentemente, los soldados ya sabían cómo desenvolverse con las estrellas.
Pero Ender, sentado observando la batalla desde el corredor, no tardó en darse cuenta de que no sabían desenvolverse con las estrellas. No sabían aterrizar con suavidad en una y utilizarla como cobertura, ni la táctica para asaltar la posición del enemigo en una estrella. No mostraron el más mínimo conocimiento de qué estrellas eran importantes. Se empeñaron en asaltar estrellas que podían haber pasado por alto deslizándose por las paredes hasta una posición más avanzada.
El otro comandante se aprovechaba del error estratégico de Bonzo. La escuadra Cóndor obligaba a los Salamandras a emprender costosos asaltos. Cada vez había menos Salamandras sin congelar para emprender el ataque a la siguiente estrella. Al cabo de cinco o seis minutos, estaba claro que la escuadra Salamandra no podría derrotar al enemigo atacándole.
Ender atravesó la puerta. Planeó ligeramente hacia abajo. Las salas de batalla en las que había hecho prácticas siempre tenían la puerta y el suelo al mismo nivel. En las batallas reales, sin embargo, la puerta estaba en el centro de la pared, a la misma distancia del suelo que del techo.
De golpe, se sintió reorientado, como había pasado en el transbordador. Lo que había estado abajo estaba ahora arriba, y ahora a un lado. En gravedad cero no había razón para seguir orientado de la misma forma que en el corredor. Mirando a las puertas perfectamente cuadradas, era imposible decir qué dirección era antes arriba. Y no importaba. Porque ahora Ender había dado con la orientación que tenía sentido. La puerta del enemigo estaba abajo. El objeto del juego era caer sobre la sede del enemigo.
Ender realizó los movimientos que le orientaran en su nueva dirección. En vez de estar totalmente desplegado, presentando todo su cuerpo al enemigo, Ender iba ahora con las piernas apuntando hacia el enemigo. Era un blanco mucho más pequeño.
Alguien lo vio. Al fin y al cabo, iba a la deriva en el espacio abierto. Instintivamente, levantó las piernas. En ese momento le irradiaron, y las perneras de su traje se congelaron en esa posición. Sus brazos seguían descongelados, pues sin un impacto directo en el cuerpo sólo se congelaban los miembros que habían sido acertados. Ender se dio cuenta de que si no hubiera presentado sus piernas al enemigo, le habrían dado en el cuerpo. Habría quedado inmovilizado.
Como Bonzo le había ordenado no sacar el arma, Ender siguió a la deriva, sin mover la cabeza ni los brazos, como si le hubieran congelado también. El enemigo le ignoraba y concentraba el fuego en los soldados que estaban disparando. Era una batalla amarga. Inferior en número ahora, la escuadra Salamandra cedía terreno poco a poco. La batalla se desintegró en una docena de enfrentamientos individuales. La disciplina de Bonzo daba ahora sus frutos, pues cada Salamandra congelado se llevaba por delante por lo menos un enemigo. Nadie corrió o se dejó llevar por el pánico, todos permanecían en calma y apuntaban con cuidado.
Petra era especialmente mortífera. La escuadra Cóndor se dio cuenta y puso todo su empeño en congelarla. Congelaron primero el brazo con que disparaba, y su retahíla de maldiciones sólo fue interrumpida cuando la congelaron totalmente y su casco se cerró sobre su mandíbula. En unos minutos, todo había acabado. La escuadra no ofrecía más resistencia.
Ender advirtió con placer que Cóndor sólo podía reunir los cinco soldados mínimos necesarios para abrir la puerta a la victoria. Cuatro de ellos tocaron con sus cascos los puntos iluminados de las cuatro esquinas de la puerta de Salamandra, mientras el quinto atravesaba el campo de fuerza. Aquello ponía fin al juego. Las luces volvieron a brillar con la luminosidad máxima, y Anderson salió por la puerta de profesores.
«Podía haber sacado la pistola —pensó Ender— cuando el enemigo se acercaba a la puerta. Podía haber sacado la pistola y disparado a uno de ellos, y no habrían quedado suficientes. El juego podía haber acabado en empate. Sin cuatro nombres para tocar las cuatro esquinas y un quinto hombre para atravesar la puerta, Cóndor no habría conseguido la victoria. Bonzo, estúpido de mierda, te podía haber salvado de esta derrota. A lo mejor incluso la habría convertido en una victoria, pues estaban sentados ahí, blancos fáciles, y al principio no habrían sabido de dónde venían los tiros. No soy tan mal tirador como para no hacer eso.»
Pero las órdenes eran las órdenes, y Ender había prometido obedecer. Le produjo cierta satisfacción el hecho de que el recuento oficial de la escuadra Salamandra presentaba, no los esperados cuarenta y un eliminados o inutilizados, sino cuarenta eliminados y un dañado. Bonzo no lo entendía, hasta que consultó el libro de Anderson y descubrió quién era. «Dañado, Bonzo —pensó Ender—. Todavía podía disparar.» Esperaba que Bonzo se le acercara y le dijera: «La próxima vez, si pasa lo mismo, puedes disparar.» Pero Bonzo no le dijo absolutamente nada hasta la mañana siguiente, después del desayuno. Naturalmente, Bonzo comió con el grupo de comandantes, pero Ender estaba bien seguro que el extraño marcador causaría tanto revuelo allí como había causado en el comedor de los soldados. En todos los juegos que no terminaban en empate, todos los miembros del equipo perdedor quedaban eliminados (totalmente congelados) o inutilizados, lo que significaba que seguían teniendo algunas partes del cuerpo sin congelar pero no podían disparar o infligir ningún daño al enemigo. La escuadra Salamandra era la única escuadra vencida con un hombre en la clasificación Dañados pero Activos. Ender no adelantó ninguna explicación, pero los otros miembros de la escuadra Salamandra hicieron público por qué había ocurrido eso. Y cuando le preguntaron por qué no había desobedecido las órdenes y disparado, respondió con calma: «Yo obedezco las órdenes.»
Después del desayuno, Bonzo le miró.
—La orden sigue en píe —dijo—, y no lo olvides.
«Lo pagarás caro, idiota. Puedo no ser un buen soldado, pero sí puedo ayudar y, no hay ninguna razón para que no me lo permitas», se dijo Ender.
Ender no dijo nada.
Un interesante efecto secundario de la batalla fue que Ender subió a la cabeza de la lista de eficacia de los soldados. Como no había disparado ningún tiro, tenía un resultado perfecto en el tiro: ningún fallo. Y como no había sido eliminado ni inutilizado, su porcentaje en este aspecto era excelente. No había nadie cerca de él. Esto hizo que muchos chicos se rieran, y que otros se enfadaran, pero en la lista de eficacia, Ender era ahora el líder.
Siguió sentado fuera durante las sesiones prácticas de la escuadra, y siguió trabajando duro por su cuenta, con Petra por la mañana y con sus amigos por la noche. Ahora se les unían más reclutas, no por divertirse sino porque veían resultados: mejoraban día a día. De todas formas, Ender y Alai seguían siendo mejores. En parte, porque Alai continuaba probando cosas nuevas, lo que obligaba a Ender a pensar en nuevas tácticas para hacerles frente. En parte, porque seguían cometiendo errores estúpidos, que sugerían cosas que ningún soldado que se preciara de serlo habría probado nunca. Muchas de las cosas que probaban resultaban ser inútiles. Pero siempre era divertido, siempre era excitante, y consiguieron suficientes cosas que sabían que servían para algo. Las últimas horas de la tarde eran las mejores del día.
Las dos batallas siguientes fueron fáciles victorias de Salamandra; Ender entró al cabo de cinco minutos y siguió sin ser tocado por el enemigo derrotado. Ender empezó a pensar que la escuadra Cóndor, que les había vencido, era especialmente buena; la escuadra Salamandra, por débil que fuera la capacidad estratégica de Bonzo, era uno de los mejores equipos, y subía ininterrumpidamente en la clasificación, disputando la cuarta plaza a la escuadra Rata.
Ender cumplió los siete años. No había gran afición a las fechas y los calendarios en la Escuela de Batalla, pero Ender había dado con la forma de hacer visible la fecha en su consola, y se acordó de su cumpleaños. La escuela también se acordó; le tomaron las medidas y le dieron un nuevo uniforme Salamandra y un nuevo traje refulgente para la sala de batalla. Volvió al cuartel con la ropa nueva puesta. Se sentía extraño y holgado, corno si su piel ya no le ajustara bien.
Quiso detenerse en la litera de Petra y hablarle de su casa, de cómo solían celebrar su cumpleaños, o simplemente decirle que era su cumpleaños, para que le felicitara. Pero nadie comentaba los cumpleaños. Era infantil. Era lo que hacían los terrícolas. Tartas y costumbres tontas. Valentine le hizo la tarta el día de su sexto cumpleaños. Se cayó y fue terrible. Ya nadie sabía cocinar, era el tipo de cosas que sólo a Valentine se le podía ocurrir hacer. Todo el mundo hizo chanzas a cuenta de la tarta, pero Ender guardó un trozo en el armario. Luego le quitaron el monitor y se marchó, y, por lo que sabía, seguía estando allí, un trocito de polvo amarillo grasoso. Nadie hablaba de su casa, nunca entre soldados; antes de la Escuela de Batalla no había habido vida. Nadie recibía cartas, y nadie escribía. Todos hacían como que no les importaba.
«Pero a mí me importa —pensó Ender—. La única razón por la que estoy aquí es para que ningún insector le pegue a Valentine un tiro en el ojo, para que le vuelen la cabeza como a los soldados de los vídeos de las primeras batallas con los insectores. Para que no le atraviesen la cabeza con un rayo tan caliente que el cerebro reviente el cráneo y se derrame como un bizcocho cuando se hincha, como pasaba en mis peores pesadillas, en mis peores noches, cuando me despertaba temblando pero en silencio, debo guardar silencio u oirán que echo de menos a mi familia, que quiero irme a casa.»
Por la mañana se sintió mejor. Su casa era sólo un dolor sordo en la parte posterior de su memoria. Un cansancio en los ojos. Esa mañana Bonzo entró cuando se estaban vistiendo.
—¡Trajes refulgentes! —gritó.
Iba a haber una batalla. El cuarto juego de Ender.
El enemigo era la escuadra Leopardo. Sería fácil. Leopardo era nueva, y estaba siempre en el último cuarto de la clasificación. Había sido organizada sólo seis meses antes, con Pol Slattery como comandante. Ender se puso su nuevo traje de batalla y se alineó; Bonzo le sacó a empujones de la línea y le hizo desfilar el último: «No necesitabas hacer esto —dijo Ender en silencio—. Podías haberme dejado estar en la línea.»
Ender observó desde el corredor. Pol Slattery era joven, pero era listo, tenía algunas ideas nuevas. Mantuvo a sus soldados en movimiento, saltando de una estrella a otra, deslizándose por las paredes para ponerse por detrás o por encima de los imperturbables Salamandra. Ender sonrió. Bonzo estaba irremediablemente confundido, y también sus hombres. Leopardo parecía tener hombres en todos sitios. De todas formas, la batalla no fue tan desigual como parecía. Ender se dio cuenta de que Leopardo también estaba perdiendo muchos hombres; su temeraria táctica les exponía demasiado. Lo que importaba sin embargo era que Salamandra se sentía derrotada. Habían cedido totalmente la iniciativa. Aunque todavía estaban igualados con el enemigo, se apretaban unos contra otros como el último superviviente de una masacre, como si esperaran que el enemigo se olvidara de ellos en la carnicería que se avecinaba.
Ender se deslizó lentamente por la puerta, orientado de forma que la puerta del enemigo estuviera abajo, y planeó lentamente en dirección este hasta una esquina donde no fuera advertido. Incluso se disparó a las piernas para mantenerlas en la posición de rodillas, que le ofrecía la mejor protección. Parecía, a cualquier mirada casual, como cualquier otro soldado congelado que estaba a la deriva fuera del campo de batalla.
Con la escuadra Salamandra esperando miserablemente su destrucción, la escuadra Leopardo no tenía más remedio que destruirla. Les quedaban nueve chicos cuando Salamandra dejó por fin de disparar. Formaron y comenzaron a abrir la puerta de Salamandra.
Ender apuntó cuidadosamente con el brazo extendido, como Petra le había enseñado. Antes de que nadie se diera cuenta de lo que estaba pasando, congeló a tres de los soldados que estaban a punto de apretar sus cascos contra las esquinas iluminadas de la puerta. Entonces, los otros le apuntaron y dispararon, pero al principio sólo acertaron en sus piernas ya congeladas. Le dio tiempo de acertar a los otros dos de la puerta. A Leopardo le quedaban sólo cuatro hombres sin congelar cuando, al final, dieron a Ender en el brazo y le inutilizaron. El juego había acabado en empate, y todavía no le habían dado en el cuerpo. Pol Slattery estaba furioso, pero no había habido juego sucio. Todos los de la escuadra Leopardo dieron por supuesto que había sido una estrategia de Bonzo, dejar a un hombre hasta el último minuto. No se les ocurrió pensar que el pequeño Ender había disparado contraviniendo las órdenes. Pero la escuadra Salamandra lo sabía. Bonzo lo sabía, y Ender vio en la mirada de su comandante que le odiaba por salvarle de una derrota total. «No me importa —se dijo Ender—. Hará que sea más fácil lograr el intercambio, y, además, no bajarás demasiado en la clasificación. Intercámbiame. He aprendido todo lo que puedo aprender de ti. Perder con clase, eso es lo único que sabes hacer, Bonzo.»
«¿Qué he aprendido hasta ahora? —Ender enumeró varias cosas en voz baja mientras se desvestía al lado de la litera—. La puerta del enemigo está abajo. Usar las piernas como escudo. Dejar una pequeña reserva hasta el final del juego puede ser decisivo. Y algunas veces los soldados pueden tomar decisiones más inteligentes que las órdenes que han recibido.»
Desnudo, estaba a punto de saltar de la cama cuando Bonzo vino hacia él, con la cara rígida y tensa. «He visto a Peter así —pensó Ender—, en silencio y con la muerte en los ojos. Pero Bonzo no es Peter. Bonzo tiene más miedo.»
—Wiggin, por fin te he intercambiado. He conseguido persuadir a la escuadra Rata de que tu increíble posición en la lista de eficacia es algo más que un accidente. Te vas con ellos mañana.
—Gracias, señor —dijo Ender.
Quizá sonó demasiado agradecido. Súbitamente, Bonzo se inclinó hacia él y le dio una bofetada feroz en la mandíbula. Ender trastabilló hacia un lado y estuvo a punto de caer en la litera. Entonces, Bonzo le pegó un puñetazo en el estómago. Ender cayó de rodillas.
—Me has desobedecido —dijo Bonzo, en voz alta para que le oyeran todos—. Un buen soldado no desobedece nunca.
Incluso mientras gritaba de dolor, Ender no pudo evitar sentir el placer de la venganza en los murmullos que se levantaron por el cuartel. «Eres idiota, Bonzo. No estas imponiendo disciplina, la estás destruyendo. Saben que he convertido una derrota en un empate. Y ahora ven cómo me recompensas. Te has comportado de una forma estúpida a la vista de todos los demás. ¿Cuánto vale tu disciplina ahora?»
El día siguiente, Ender dijo a Petra que, por su propio bien, debían poner fin a las prácticas de tiro de la mañana. No convenía que Bonzo viera en ello algo que le pareciera un reto, y por eso era mejor que se mantuviera alejada de Ender durante un tiempo. Lo entendió perfectamente.
—Además —dijo—, estás muy cerca de llegar a tu cúspide como tirador.
Dejó la consola y el traje refulgente en el casillero. Elevaría su uniforme Salamandra hasta que pudiera ir a intendencia y cambiarlo por el marrón y negro de la escuadra Rata. No había traído ninguna pertenencia; no se llevaría ninguna. No había nada que llevarse: todo lo que tenía de valor estaba en el ordenador de la escuela o en su cabeza y en sus manos.
Utilizó una de las consolas públicas de la sala de juego para inscribirse en un curso de combate cuerpo a cuerpo en gravedad terrestre, durante la hora inmediatamente posterior al desayuno. No tenía la intención de vengarse de Bonzo por haberle golpeado. Pero sí tenía la intención de procurar que nadie pudiera hacerle lo mismo otra vez.