13 VALENTINE

—¿Niños?

—Hermano y hermana. Se habían escondido bajo cinco niveles de nombres en las redes; escribiendo para compañías que pagaban sus suscripciones, ya sabes. Nos ha costado una eternidad dar con su pista.

—¿Qué ocultan?

—Podría ser cualquier cosa. Sin embargo, lo más probable es que oculten sus edades. El muchacho tiene catorce años, la chica tiene doce.

—¿Quién es Demóstenes?

—La chica. La que tiene doce años.

—Perdóneme. No creo que sea divertido, pero no puedo evitarla risa. Tanto tiempo preocupados, tanto tiempo intentando convencer a los rusos de que no tomaran a Demóstenes demasiado en serio, poniendo a Locke como prueba de que todos los americanos eran locos belicistas. Hermano y hermana preadolescentes…,—Y su apellido es Wiggin.

—Ah, ¿coincidencia?

—El Wiggin es un Tercero. Ellos son uno y dos.

—Oh, excelente. Los rusos nunca creerán…

—Que Demóstenes y Locke no están bajo nuestro control tanto como lo está el Wiggin.

—¿Es una conspiración? ¿Les controla alguien?

—No hemos podido detectar ningún contacto entre esos dos niños y algún adulto que pudiera estar dirigiéndoles.

—Eso no quiere decir que no haya alguien que ha inventado algún método que usted no pueda detectar. Es difícil creer que dos niños…

—Entrevisté al coronel Graff cuando regresó de la Escuela de Batalla. Tiene la total seguridad de que nada de lo que han hecho esos niños está fuera de sus posibilidades. Su capacidad es virtualmente idéntica a la de… el Wiggin. Sólo sus temperamentos son diferentes. Lo que le sorprendió, sin embargo, era la orientación de las dos personas. Definitivamente, Demóstenes es la chica, pero Graff dice que la chica fue rechazada para la Escuela de Batalla porque era demasiado pacífica, demasiado conciliadora, y sobre todo, demasiado empática.

—Definitivamente, no es Demóstenes.

—Y el chico tiene el alma de un chacal…

—¿No es ese Locke el que fue aclamado recientemente como «la única mente verdaderamente abierta de América»?

—Es difícil saber lo que está pasando en realidad. Pero Graff nos recomendó, y estoy de acuerdo con él, que les dejáramos en paz. No hay que desenmascararles. No hay que hacer ningún informe de momento, excepto que hemos determinado que Locke y Demóstenes no tienen ninguna conexión extranjera ni tampoco con grupos nacionales, excepto los declarados públicamente en las redes.

—En otras palabras, dejarles vía libre.

—Sé que Demóstenes parece peligroso, en parte porque tiene tantos seguidores. Pero creo que es significativo que el más ambicioso de los dos haya elegido la personalidad sabia y moderada. Y de momento se limitan a hablar. Tienen influencia, pero no poder.

—Según mi experiencia, influencia es poder.

—Si alguna vez les descubrimos pasándose de la raya, podemos desenmascararles fácilmente.

—Sólo si lo hacemos en los próximos años. Cuanto más esperemos, mayores serán, y menos chocante será descubrir quiénes son.

—Usted sabe cuáles han sido los movimientos de las tropas rusas. No hay que descartar la posibilidad de que Demóstenes esté en lo cierto. En cuyo caso…

—Mejor que tengamos a Demóstenes a mano. De acuerdo. De momento, no los tocaremos. Pero vigílelos. Y, naturalmente, yo tengo que encontrar la forma de mantener a los rusos calmados.


A pesar de todos sus recelos, a Valentine le divertía ser Demóstenes. Su columna salía ahora en prácticamente todas las redes de noticias del país, y era divertido ver cómo se amontonaba el dinero en sus cuentas corrientes. De vez en cuando ella y Peter, en nombre de Demóstenes, donaban a un candidato o causa determinados una suma de dinero cuidadosamente calculada; suficiente para que la donación fuera advertida, pero no tanto como para que el candidato pensase que Demóstenes estaba intentando comprar un voto. Ahora recibía tantas cartas que la red de noticias había contratado una secretaria para que contestara por ella la correspondencia rutinaria. Las cartas divertidas, de líderes internacionales y nacionales, algunas veces hostiles, algunas veces amistosas, siempre intentando fisgonear diplomáticamente en la mente de Demóstenes, ésas las leían juntos ella y Peter, riéndose con deleite de que personas como ésas estuvieran escribiendo a niños, y sin saberlo.

Algunas veces, sin embargo, estaba avergonzada. Su padre leía a Demóstenes con regularidad; nunca leía a Locke, y si lo hizo, nunca dijo nada. A la hora de la comida les regalaría los oídos con algún punto contundente que Demóstenes había sentado en la columna de ese día. A Peter le encantaba que su padre hiciera eso. «¿Lo ves?, eso demuestra que la gente normal le presta atención.» Pero Valentine se sentía humillada por su padre. «Si alguna vez descubre que era yo quien escribía las columnas de las que nos hablaba, y que ni siquiera creía en la mitad de las cosas que escribía, sentirá ira y vergüenza.»

En la escuela, una vez estuvo a punto de ponerse en apuros, cuando su profesora de historia mandó hacer una redacción contrastando los puntos de vista de Demóstenes y Locke expresados en dos de sus primeras columnas. Valentine fue imprudente e hizo un brillante trabajo de análisis. En consecuencia, le costó mucho convencer al director de que no publicara su ensayo en la misma red de noticias que publicaba la columna de Demóstenes. Peter se encolerizó.

—Escribes demasiado parecido a Demóstenes, tienes que conseguir que no lo publiquen. Deberías matar a Demóstenes ahora, estás perdiendo el control.

Si se enfurecía por esa pifia, Peter la asustaba todavía más cuando se marchaba en silencio. Sucedió cuando Demóstenes fue invitado a formar parte del Consejo Presidencial para la Educación del Futuro, un organismo decorativo que estaba destinado a no hacer nada, pero con magnificencia. Valentine pensó que Peter lo tomaría como un éxito, pero no fue así.

—Recházalo —dijo.

—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó—. No da trabajo, e incluso dijeron que para respetar el bien conocido deseo de confidencialidad de Demóstenes, las reuniones se harían a través de la red. Esto convierte a Demóstenes en una persona respetable, y…

—Y a ti te encanta haberlo conseguido antes que yo.

—Peter, no se trata de tú o yo, son Demóstenes y Locke. Nosotros los inventamos. No son reales. Además, este nombramiento no significa que Demóstenes les guste más que Locke, sólo significa que Demóstenes tiene una base mucho más fuerte. Tú sabías que la tendría. Nombrándole se contenta a un gran número de chauvinistas y de antirusos.

—No estaba previsto así. Era Locke el que se suponía que iba ser respetado.

—¡Lo es! El respeto real tarda más que el respeto oficial. Peter, no te enfades conmigo porque haya tenido éxito haciendo las cosas que me dijiste que hiciera.

Pero estuvo enfadado, muchos días, e incluso desde entonces le había dejado que ideara por sí sola todas sus columnas, en vez de decirle lo que tenía que escribir. Probablemente, pensó que ello deterioraría la calidad de las columnas de Demóstenes, pero si tal cosa ocurrió, nadie lo advirtió. Tal vez le molestaba todavía más que Valentine no fuera a verle implorando su ayuda. Valentine había sido Demóstenes durante demasiado tiempo para necesitar que alguien le dijera qué podría pensar Demóstenes sobre determinadas cosas.

Y a medida que su correspondencia con otros ciudadanos con actividad política crecía, comenzó a aprender cosas, informaciones que simplemente no estaban al alcance del público en general. A ciertos militares que mantenían correspondencia con ella se les escapaban cosas sin pretenderlo, y ella y Peter las combinaban para construir una imagen aterradora y fascinante de la actividad del Pacto de Varsovia. Efectivamente, se estaban preparando para la guerra, una guerra por tierra cruel y sangrienta. Demóstenes no estaba equivocado al sospechar que el Pacto de Varsovia no acataba los términos de la Liga.

Y el carácter de Demóstenes comenzó a tomar vida propia. A veces, al final de una sesión de escritura, se sorprendía a sí misma pensando como Demóstenes, estando de acuerdo con ideas que se suponía que eran poses calculadas. Y algunas veces leía los ensayos del Locke de Peter y se sorprendía a sí misma enfadada por su obvia ceguera ante la realidad.

Puede que sea imposible disfrazarse con una identidad sin convertirse en lo que se finge ser. Pensó en eso, le preocupó durante algunos días, y entonces escribió una columna utilizándolo como premisa para demostrar que los políticos que lisonjeaban a los rusos para mantener la paz acabarían inevitablemente supeditados a ellos. Fue una encantadora dentellada al partido en el poder, y recibió una gran cantidad de cartas de apoyo. Además, dejó de asustarle la idea de convertirse, en cierto grado, en Demóstenes. «Es más listo que Peter, y siempre lo creí así», pensó.

Graff la esperaba a la salida de la escuela. Estaba de pie, apoyado en su coche. Vestía de paisano y había aumentado de peso, por lo que no le reconoció al principio. Pero Graff le hizo señas y, sin darle tiempo a presentarse, Valentine recordó su nombre.

—No escribiré ninguna otra carta —dijo—. No debí haber escrito aquélla.

—Entonces, presumo que no te gustan las medallas.

—No demasiado.

—Vamos a dar un paseo, Valentine.

—No doy paseos con desconocidos. Le entregó un papel. Era una autorización, y firmada por sus padres.

—Digamos que no es un desconocido. ¿Adonde vamos?

—A ver a un joven soldado que está de permiso en Greensboro.

Entró en el coche.

—Ender sólo tiene diez años —dijo—. Creí que nos había dicho que Ender no reuniría los requisitos necesarios para tener un permiso hasta que tuviera doce años.

—Se ha saltado algunos cursos.

—¿Así que lo está haciendo bien?

—Pregúntaselo cuando le veas.

—¿Por qué yo? ¿Por qué no toda la familia? Graff suspiró.

—Ender ve el mundo a su manera. Tuvimos que convencerle de que te viera. En cuanto a Peter y a tus padres, no tenían ningún interés. La vida en la Escuela de Batalla fue… intensa.

—¿Qué quiere decir, que se ha vuelto loco?

—Al contrario, es la persona más cuerda que conozco. Es lo suficiente cuerdo para saber que sus padres no suspiran por volver a abrir un libro de afectividad que fue cerrado casi herméticamente hace cuatro años. En cuanto a Peter… ni siquiera le sugerimos un encuentro, y así no tuvo la oportunidad de mandarnos a la mierda.

Cogieron la carretera del lago Brandt y se desviaron justo pasado el lago, siguiendo una carretera que serpenteaba hacia arriba y hacia abajo, hasta que llegaron a una mansión de tablillas blancas que se desparramaba por la cumbre de la colina. Por un lado se divisaba el lago Brandt y por el otro un lago privado de dos hectáreas.

—Esta casa perteneció al señor Delirios de Grandeza —dijo Graff—. La F.I. la adquirió en una subasta de embargos hace unos veinte años. Ender insistió en que sus conversaciones contigo no debían ser intervenidas. Le prometí que no lo serían, y para ayudar a inspirar confianza, los dos vais a salir en una balsa que ha construido él mismo. De todas formas, tengo que hacerte una advertencia. Tengo la intención de hacer algunas preguntas sobre vuestra conversación, una vez acabada. No tienes obligación de responder, pero espero que lo hagas.

—No he traído traje de baño.

—Te podemos prestar uno.

—¿Que no esté intervenido?

—A partir de cierto punto, tiene que haber confianza. Por ejemplo, sé quién es Demóstenes.

Sintió correr por su cuerpo un escalofrío de miedo, pero no dijo nada.

—Lo he sabido desde que aterricé procedente de la Escuela de Batalla. Hay, quizá, seis personas en todo el mundo que saben su identidad. Sin contar a los rusos… sólo Dios sabe lo que saben. Pero Demóstenes no tiene nada que temer de nosotros. Demóstenes puede confiar en nuestra discreción. Al igual que yo confío en que Demóstenes no le dirá a Locke lo que pase aquí hoy. Mutua confianza. Nos contaremos cosas el uno al otro.

Valentine no podía decidir si era a Demóstenes a quien daban su aprobación o a Valentine Wiggin. Si era al primero, no confiaría en ellos; si era a la última, entonces quizá podría. El hecho de que no quisieran que hablara de ello con Peter sugería que tal vez conocían la diferencia entre los dos. No se detuvo a pensar si ella seguía conociendo la diferencia o no.

—Dijo que él ha construido la balsa. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Dos meses. Teníamos la intención de que su permiso sólo durase unos días. Pero no parece demasiado interesado en continuar con sus estudios.

—Oh, así que soy la terapia una vez más.

—Esta vez no podemos censurar tu carta. Sencillamente, tenemos que arriesgarnos. Necesitarnos demasiado a tu hermano. La humanidad está en juego.

Esta vez Val había crecido lo suficiente para saber hasta qué punto estaba en peligro la humanidad. Y había sido Demóstenes el tiempo suficiente para no vacilar en cumplir con su deber.

—¿Dónde está?

—Abajo, en la grada de barcos.

—¿Dónde está el traje de baño?

Ender no fe hizo ninguna señal cuando la vio bajar por la colina hacia él, no sonrió cuando puso el pie en la grada del barco flotante. Pero Valentine sabía que se alegraba de verla, lo sabía porque su mirada no se apartaba de su cara.

—Eres más grande de lo que pensaba —dijo.

—Tú también —dijo él—. Además, recordaba que eras bella.

—La memoria nos juega malas pasadas.

—No. Tu cara es la misma, pero ya no recuerdo lo que significa la belleza. Venga. Vayamos al interior del lago.

Miraba con recelo a la pequeña balsa.

—Basta con que no te pongas de pie —dijo. Se subió arrastrándose, como una araña, con los dedos de los pies y de las manos.

—Es la primera cosa que he construido con mis propias manos desde que tú y yo solíamos hacer construcciones con bloques. Edificios a prueba de Peter.

Valentine se rió. Solían divertirse construyendo cosas que se mantenían de pie, incluso cuando les habían quitado muchos de los soportes más visibles. A Peter le gustaba quitar un bloque aquí o allí, de modo que la estructura fuera lo suficiente frágil para que la siguiente persona que la tocara la derribara. Peter era un burro, pero proporcionaba algunos pasatiempos a su infancia.

—Peter ha cambiado —dijo ella.

—No hablemos de él —dijo Ender.

—De acuerdo.

Se arrastró al bote, no tan diestramente como Ender. Ender utilizó una pagaya para maniobrar lentamente hacia el centro del lago privado. Ella advirtió en voz alta lo bronceado y fuerte que estaba.

—La fuerza proviene de la Escuela de Batalla. El bronceado, de este lago. He pasado bastante tiempo en el agua. Cuando nado, me siento como si fuera ingrávido. Hecho de menos la ingravidez. Además, cuando estoy aquí en el lago, la tierra se desnivela en todas direcciones.

—Como vivir en un tazón.

—He vivido en un tazón durante cuatro años.

—¿Así que ahora somos unos desconocidos?

—¿Acaso no lo somos, Valentine?

—No —dijo ella.

Alargó la mano y le tocó la pierna. Entonces, repentinamente, le apretó la rodilla, justo donde siempre tuvo más cosquillas.

Pero casi al mismo tiempo, él le agarró de la muñeca con la mano. Lo hizo con fuerza, a pesar de que sus manos eran más pequeñas que las de ella y sus brazos más esbeltos y enjutos. Por un momento, la cara de Ender le asustó; luego se relajo.

—Ah, sí—dijo—, solías hacerme cosquillas.

—Ya no —dijo ella retirando la mano.

—¿Quieres nadar?

Como respuesta, se tiró por un lado de la balsa. El agua era clara y limpia, y no tenía cloro. Nadó un rato, luego regresó a la balsa y se tendió en ella bajo la calinosa luz solar. Una avispa daba vueltas a su alrededor, luego aterrizó en la balsa junto a su cabeza. Sabía que estaba allí, y normalmente se habría asustado. Pero no hoy. «Dejemos que se pasee por la balsa, dejemos que se cueza al •oí, como yo.»

Entonces la balsa se balanceó, y se volvió pata ver a Ender aplastando tranquilamente la vida de la avispa con un dedo.

—Éstas son de una raza dañina —dijo Ender—. Te pican sin esperar a que les insultes —se sonrió—. He estado aprendiendo estrategias preventivas. Soy muy bueno. Nadie me ganaba. Soy el mejor soldado que tienen.

—Era de esperar —dijo ella—. Eres un Wiggin.

—Que no sé lo que significa —dijo él.

—Significa que vas a cambiar el mundo. Y le explicó lo que estaban haciendo Peter y ella.

—¿Cuántos años tiene Peter, catorce? ¿Y ya está planeando apoderarse del mundo?

—Se cree que es Alejandro Magno. ¿Y por que no habría de pensarlo? ¿Por qué no habrías de serlo tú también?

—No podemos ser Alejandro los dos.

—Las dos caras de la misma moneda. Y yo soy el metal de en medio.

Incluso mientras lo decía, se preguntaba si era verdad. Estos últimos años había compartido tantas cosas con Peter que incluso cuando pensaba que le despreciaba, le comprendía. Mientras que Ender sólo había sido un recuerdo hasta ahora. Un chico frágil y muy pequeño, que necesitaba su protección. No este hombre de piel oscura y mirada fría que mataba avispas con los dedos. «Quizás, él y Peter y yo somos iguales, y siempre lo hemos sido. Quizá, sólo creíamos que éramos diferentes por celos.»

—El problema con las monedas es que cuando una cara está boca arriba, la otra está boca abajo.

—Y ahora mismo tú crees estar boca abajo. Quieren que te anime a continuar con tus estudios.

—No son estudios, son juegos. Todo juego, desde el principio hasta el final, sólo que cambian las reglas cuando les da la gana.

—¿Ves los hilos? —dijo levantando una mano fláccida.

—Pero tú también puedes utilizarles.

—Sólo si quieren ser utilizados. Sólo si creen que están utilizándote. No, es demasiado duro, no quiero jugar más. Justo cuando comienzo a ser feliz, justo cuando creo que puedo dominar la situación, clavan otro cuchillo. Incluso aquí, sigo teniendo pesadillas. Sueño que estoy en la sala de batalla, pero no hay ingravidez, se juega con gravedad. Cambian su dirección. Y por eso nunca voy a parar a la pared contra la que me había lanzado. Nunca voy a parar donde quería ir. Les suplico que me dejen llegar a la puerta, y no me dejan salir, me aspiran y me hacen volver.

Oyó ira en su voz, y supuso que estaba dirigida contra ella. «Supongo que estoy aquí para eso. Para aspirarte y hacerte volver.»

—No quería verte.

—Me lo dijeron.

—Tenía miedo de seguir queriéndote.

—Eso espero.

—Mi miedo, tu deseo… ambos concedidos.

—Ender, es verdad. Quizá seamos jóvenes, pero no estamos desvalidos. Si jugamos siguiendo sus reglas el suficiente tiempo, su juego llega a ser nuestro juego. —Soltó una risita—. Estoy en una comisión presidencial. Peter está muy enfadado.

—No me dejan utilizar las redes. Aquí no hay ningún ordenador, excepto las máquinas domésticas que controlan el sistema de seguridad y de alumbrado. Cosas antiguas. Instaladas hace un siglo, cuando fabricaban ordenadores que no se conectaban a nada. Me quitaron mi escuadra, me quitaron mi consola, y ¿sabes una cosa? La verdad es que no me importa.

—Debes hacerte mucha compañía.

—No yo, mis recuerdos.

—Puede que seas eso, lo que recuerdas.

—No. Mis recuerdos de desconocidos. Mis recuerdos de los insectores.

Valentine se estremeció como si hubiera pasado de repente una brisa fría.

—Me niego a seguir viendo los vídeos de los insectores.

—Siempre son los mismos.

—Solía estudiarlos durante horas. Cómo se movían sus naves por el espacio. Y algo divertido, que sólo se me ocurrió estando estirado, aquí en el lago. Me di cuenta de que todas las batallas en las que los insectores y los humanos luchaban cuerpo a cuerpo, todas son de la Primera Invasión. En todas las escenas de la Segunda Invasión, cuando nuestros soldados llevan los uniformes de F.I., en ésas los insectores ya están muertos siempre. Tendidos, desplomados sobre sus controles. Ninguna señal de lucha ni nada parecido. Y la batalla de Mazer Rackham… no nos han mostrado cunea ninguna toma de esa batalla.

—Puede que sea un arma secreta.

—No, no, no me importa cómo les matamos. Se trata de los insectores en sí mismos. No sé nada de ellos, y sin embargo, se supone que tendré que luchar contra ellos algún día. He pasado por muchas luchas en mi vida, algunas veces juegos, otras… que ya no eran juegos. Siempre he ganado, porque podía adivinar lo que no pensaba mi enemigo, A partir de lo que hacía. Era capaz de decir lo que pensaban que yo estaba haciendo, cómo querían que se desarrollara la batalla. Y jugaba con eso. Eso lo hago muy bien. Saber lo que piensan los demás.

—La maldición de los niños Wiggin.

Bromeó, pero le asustaba que Ender pudiera entenderla tan profundamente como a sus enemigos. Peter siempre la comprendió, o al menos pensaba que lo hacía, pero Peter era tal inmundicia moral que nunca tuvo que sentirse turbada cuando adivinaba sus peores pensamientos. Pero Ender… no quería que él la entendiera. Se sentiría desnuda delante de él. Estaría avergonzada.

—Crees que no puedes vencer a los insectores a menos que los conozcas.

—Es más que eso. Aquí, solo y sin nada que hacer, he pensado también sobre mí mismo. He intentado comprender por qué me odio tanto.

—No, Ender.

—No me digas «No, Ender». He tardado mucho tiempo en darme cuenta de ello, pero créeme, me odiaba, me odio. Y todo se reduce a esto: en el momento en que entiendo verdaderamente a mi enemigo, en el momento en que le entiendo lo suficientemente bien como para derrotarle, entonces, en ese preciso instante, también le quiero. Creo que es imposible entender realmente a alguien, saber lo que quiere, saber lo que cree, y no amarle como se ama a sí mismo. Y entonces, en ese preciso momento, cuando le quiero…

—Le vences.

Por un momento, no tuvo miedo de que la entendiera.

—No, no lo entiendes. Le destruyo. Hago que le resulte imposible volver a hacerme daño. Lo trituro más y más hasta que no existe.

—Tú no haces eso.

Y ahora el miedo volvía de nuevo, peor que antes. «Peter se ha apaciguado, pero a ti, te han convertido en un asesino. Dos lados de la misma moneda, pero ¿cuál es cuál?»

—He hecho verdadero daño a algunas personas, Val. No me lo estoy inventando.

—Lo sé, Ender. ¿Cómo me dañarás a mí?

—¿Ves en lo que me estoy convirtiendo? —dijo en voz baja—. Incluso tú me tienes miedo.

Y Ender le acarició la mejilla con tanta delicadeza que quiso llorar. Como el contacto de su suave mano de bebé cuando todavía era un niño. Se acordaba de eso, del contacto de su mano inocente y suave en su mejilla.

—No tengo miedo —dijo, y en ese momento era verdad.

—Tendrías que tenerlo.

—No tengo por qué. Si sigues en el agua, te vas a arrugar. Además, te podrían morder los tiburones.

Se sonrió.

—Hace mucho tiempo que los tiburones aprendieron a dejarme en paz.

Pero se izó a la balsa, provocando un aluvión de agua al ladearla. Valentine sentía frío en la espalda.

—Ender, Peter lo va hacer. Es lo suficientemente listo para esperar el tiempo que sea necesario, pero va a conseguir llegar al poder; si no es ahora, será más tarde. Todavía no estoy segura si será bueno o malo. Peter es capaz de ser cruel, pero sabe conseguir y mantener el poder, y hay indicios de que una vez acabada la guerra con los insectores, y puede que incluso antes de que termine, el mundo caerá de nuevo en el caos. El Pacto de Varsovia iba camino de la hegemonía antes de la Primera Invasión. Si la buscan después…

—De modo que incluso Peter puede ser una alternativa mejor.

—Has descubierto una parte del destructor que llevas dentro. También yo la he descubierto. Peter no tiene el monopolio, pensaran lo que pensasen los examinadores. Y Peter tiene también una parte del constructor. No es bondadoso, pero ya no destroza todo lo bueno que ve. Cuando comprendes que el poder siempre irá a parar a manos de los que lo anhelan, piensas que podría caer en manos de personas peores que Peter.

—Con una recomendación tan enérgica, hasta yo mismo votaría por él.

—Algunas veces parece totalmente absurdo. Un muchacho de catorce años y su hermana pequeña conspirando para apoderarse del mundo. —Intentó reírse. No era divertido—. No somos niños normales. Ninguno de los tres.

—¿No te gustaría serlo alguna vez?

Intentó imaginarse a sí misma como las demás muchachas de la escuela. Intentó imaginarse cómo sería la vida si no se sintiera responsable del futuro del mundo.

—Sería demasiado insípido.

—No lo creo.

Y se estiró en la balsa, como si pudiera tenderse en el agua para siempre.

Era verdad. No sabía qué habían hecho a Ender en la Escuela de Batalla, pero habían dilapidado su ambición. No quería abandonar las aguas caldeadas por el sol de su tazón.

«No —pensó—. No, él cree que no quiere marcharse de aquí, pero todavía hay demasiado de Peter en él. O demasiado de mí. Ninguno de nosotros sería feliz por mucho tiempo no haciendo nada. O a lo mejor es que ninguno de nosotros puede ser feliz viviendo sín más compañía que nosotros mismos.»

Por eso comenzó a pincharle de nuevo.

—¿Cuál es el nombre que todo el mundo conoce?

—Mazer Rackham.

—¿Qué pasaría si ganaras la siguiente guerra, como lo hizo Mazer?

—Lo de Mazer Rackham fue un golpe de suerte. Nadie creía en él. Simplemente, dio la casualidad de que estaba en el lugar adecuado.

—Pero imagina que lo haces. Imagina que ganas a los insectores y que tu nombre es tan célebre como el de Mazer Rackham.

—Que sea famoso otro. Peter quiere ser famoso. Que salve él al mundo.

—No estoy hablando de fama, Ender. Tampoco estoy hablando del poder. Estoy hablando de casualidades, como la casualidad de que fuera Mazer Rackham el que estaba allí cuando alguien tenía que detener a los insectores.

—Si estoy aquí—dijo Ender—, no estaré allí. Estará otro. Que tenga esa casualidad.

Su tono de aburrida indiferencia le enfureció.

—Estoy hablando de mi vida, pequeño desgraciado egocéntrico.

Si sus palabras le molestaron, no lo demostró. Seguía estirado, con los ojos cerrados.

—Cuando eras pequeño y Peter te torturaba, te gustaba que no me recostara a esperar a que papá y mamá vinieran a salvarte. Nunca entendieron lo peligroso que era Peter. Sabía que tenías el monitor, pero tampoco esperaba a que vinieran ellos. ¿Sabes lo que solía hacerme Peter porque le impedía lastimarte?

—Cállate —susurró Ender.

Porque vio que su pecho temblaba, porque supo que le había lastimado de verdad, porque supo que, al igual que Peter, había descubierto su punto más débil y que le había clavado ahí el cuchillo, se quedó en silencio.

—No les puedo vencer —dijo Ender en voz baja—. Algún día me encontraré allí como Mazer Rackham, y todo el mundo dependerá de mí, y no seré capaz de hacerlo.

—Si tú no puedes, Ender, nadie podrá. Si tú no les puedes vencer, merecen ganar porque son más fuertes y mejores que nosotros. No será tu culpa.

—Díselo a los muertos.

—Si no eres tú, ¿quién entonces?

—Cualquiera.

—Nadie, Ender. Te voy a decir una cosa. Si lo intentas y pierdes, no será culpa tuya. Pero si no lo intentas y perdemos, será por tu culpa. Nos habrás matado a todos.

—De todos modos, soy un asesino.

—¿Qué otra cosa podrías ser? Los seres humanos no desarrollaron el cerebro para tumbarse en los lagos. Matar es lo primero que aprendimos. E hicimos bien, o estaríamos muertos, y los tigres poseerían la Tierra.

—Nunca pude vencer a Peter. Hiciera lo que hiciera o dijera lo que dijera. No pude.

—Otra vez con Peter. Era mayor que tú. Y era más fuerte.

—También lo son los insectores.

Valentine veía su razonamiento. O más bien, su falta de razonamiento. Podía ganar todo lo que quisiera, pero sabía que había alguien que podía destruirle. Siempre supo que no había ganado, porque ahí estaba Peter, campeón invicto.

—¿Quieres vencer a Peter? —preguntó.

—No —respondió.

—Vence a los insectores. Luego ven a casa y mira a ver si alguien se acuerda de que existe Peter Wiggin. Mírales a los ojos cuando todo el mundo te quiera y te reverencie. Para él eso significará la derrota, Ender. Así es cómo vencerás.

—No lo entiendes —dijo.

—Sí lo entiendo.

—No lo entiendes. No quiero vencer a Peter.

—Entonces, ¿qué quieres?

—Quiero que él me quiera.

No tenía respuesta. Que ella supiera, Peter no quería a nadie.

Ender no dijo nada más. Simplemente seguía allí tumbado. Y allí siguió.

Finalmente Valentine, goteando sudor, con los mosquitos empezando a revolotear a medida que se acercaba el crepúsculo, se dio una última zambullida en el agua y luego empezó a empujar la balsa hacia la orilla. Ender no mostró ninguna señal de saber lo que hacía Valentine, pero su respiración irregular decía a Valentine que no estaba dormido. Cuando llegaron a la orilla, trepó al muelle y dijo:

—Te quiero, Ender. Más que nunca. Decidas lo que decidas.

No respondió. Dudaba que le creyera. Volvió a subir la colina, encolerizada con ellos por hacerle venir ante Ender de esa forma. Porque, después de todo, había hecho justo lo que ellos querían. Había intentado convencer a Ender de que regresara a su adiestramiento, y él no se lo perdonaría fácilmente.


Ender entró por la puerta, todavía mojado de su último chapuzón en el lago. Estaba oscuro afuera, y oscuro en la habitación donde Graff le esperaba.

—¿Nos marchamos? —preguntó Ender.

—Si quieres —dijo Graff.

—¿Cuándo?

—Cuando estés preparado.

Ender se duchó y se vistió. Al final, se había acostumbrado a las diferentes prendas de la ropa de paisano, pero todavía no se sentía a gusto sin el uniforme o el traje refulgente. «No volveré a ponerme un traje refulgente —pensó—. Ese era el juego de la Escuela de Batalla, y ya lo he pasado.» Oyó el chirrido frenético de los grillos en los bosques; oyó, más cercano el sonido crepitante de un coche avanzando lentamente sobre la gravilla.

¿Qué más debía llevarse? Había leído varios libros de la biblioteca, pero pertenecían a la casa y no podía llevárselos. Lo único que poseía era la balsa, que había hecho con sus propios manos. Eso también se quedaría ahí.

Ahora las luces de la habitación donde esperaba Graff estaban encendidas. También se había cambiado de ropa. Volvía a vestir el uniforme.

Se sentaron los dos en el asiento trasero del coche, y recorrieron carreteras comarcales que les llevarían al aeropuerto.

—Tiempo atrás, cuando la población se multiplicaba —dijo Graff—, preservaron esta área de bosques y granjas. Es una cuenca. Las precipitaciones producen aquí el nacimiento de muchos ríos, y un gran caudal de agua subterránea circula por todas partes. La Tierra es profunda, y rebosa de vida por todas partes, Ender. Nosotros, las personas, sólo vivimos en la superficie, como los insectos que viven en la podredumbre del agua estancada, cerca de la orilla. Ender no dijo nada.

—Adiestramos a nuestros comandantes de la forma que lo hacemos porque así hay que hacerlo. Tienen que pensar de una forma determinada, no se pueden distraer con otras cosas, por eso les aislamos. Te aislamos. Te mantenemos separado. Y funciona. Pero es tan fácil, cuando no conoces a ninguna persona, cuando no conoces ni la propia Tierra, cuando vives con paredes metálicas que te resguardan del frío del espacio, es fácil olvidar por qué vale la pena salvar la Tierra. Por qué el mundo de las personas puede valer el precio que estás pagando.

«Por eso me trajisteis aquí —pensó Ender—. A pesar de vuestras prisas, para eso empleasteis tres meses, para hacerme amar la Tierra. Bien, funcionó. Todos vuestros trucos funcionan. Valentine, también; ella era otro de vuestros trucos, recordarme que no iba a la escuela por mí. Bien, no lo olvidaré.»

—Puede que haya utilizado a Valentine —dijo Graff—, y puede que me odies por ello, Ender, pero ten presente esto: sólo da resultado por eso que hay entre vosotros, eso es real, eso es lo que importa. Hay miles de millones de esas conexiones entre los seres humanos. Tu combate sirve para mantener eso vivo.

Ender volvió la cara hacia la ventana y miró a los helicópteros y dirigibles subir y bajar.

Cogieron un helicóptero hasta el puerto espacial de la F.I., en Stumpy Point. Oficialmente, tenía el nombre de un Hegemon muerto, pero todos le llamaban Stumpy Point, en memoria del desdichado pueblo sobre el que se había pavimentado cuando hicieron los accesos a las vastas islas de hormigón y acero que salpicaban Pamlico Sound. Todavía había aves acuáticas caminando con pasos pequeños y suaves sobre el agua salada, donde se sumergían árboles musgosos como si fueran a beber. Comenzó a llover ligeramente, y el cemento era negro y liso; era difícil saber dónde acababa el cemento y dónde comenzaba Pamlico Sound.

Graff le condujo por un laberinto de entradas. La autorización era una pequeña bola de plástico que llevaba Graff. La dejaba caer en tol-Vas, y se abrían puertas y la gente se ponía firmes y les saludaban y las tolvas escupían la bola y Graff seguía. Ender se dio cuenta de que al principio todos miraban a Graff, pero a medida que profundizaban en el interior del puerto espacial, la gente comenzó a mirar a Ender. AI principio se fijaban en el hombre que tenía la autoridad real, pero después, donde todos tenían autoridad, era su carga lo que les interesaba ver.

Sólo cuando Graff se amarró al asiento del transbordador junto a él, Ender comprendió que Graff iba a despegar con él.

—¿Hasta dónde? —preguntó Ender—. ¿Hasta dónde me va a acompañar? Graff sonrió ligeramente.

—Todo el camino, Ender.

—¿Le han nombrado director de la Escuela de Alto Mando?

—No.

Habían trasladado a Graff de su puesto de la Escuela de Batalla sólo para que acompañara a Ender a su siguiente destino. «¡Qué importante soy! —se dijo. Y, como un susurro con la voz de Peter, oyó dentro de su cerebro la pregunta—: ¿Cómo puedo utilizarlo?»

Se encogió de hombros e intentó pensar en otra cosa. Peter podía tener el delirio de regir el mundo, pero Ender no lo tenía. Sin embargo, pensando de nuevo en su vida en la Escuela de Batalla, se le ocurrió que aunque nunca había perseguido el poder, siempre lo había tenido. Pero decidió que era un poder nacido de la superioridad, no de la manipulación. No tenía ningún motivo para avergonzarse. Con la posible excepción de Bean, nunca había utilizado su poder para hacer daño a nadie. Y después de todo, con Bean las cosas habían ido bien. Bean se había convertido al final en un amigo, destinado a ocupar el sitio del perdido Alai, quien a su vez ocupó el sitio de Valentine. Valentine, que estaba ayudando a Peter en sus intrigas. Valentine, que seguía queriendo a Ender pasara lo que pasara. Y siguiendo ese tren de pensamientos, volvió a la Tierra, volvió a las tranquilas horas en medio del agua clara cercada por un tazón de tres colinas cubiertas de árboles. «Eso es la Tierra —pensó—. No un globo de miles de kilómetros, sino un bosque con un lago brillante, una casa escondida en la cresta de la colina, rodeada de árboles, una ladera cubierta de hierba que subía desde el agua, peces saltando y pájaros cayendo en picado para atrapar los insectos que vivían en la frontera entre el agua y el cielo. La Tierra era el ruido constante de grillos y vientos y pájaros. Y la voz de una chica, que le hablaba de su infancia lejana. La misma voz que una vez le protegió del terror. La misma voz por la que haría cualquier cosa para que siguiera viviendo, incluso regresar a la escuela, incluso dejar la Tierra de nuevo otros cuatro, o cuarenta o cuatro mil años. Aunque quisiera más a Peter.

Tenía los ojos cerrados, y no había emitido ningún sonido excepto el de su respiración; sin embargo, Graff extendió la mano por el y le tocó la suya, Ender se puso rígido de asombro, y Graff retiró la mano, pero la insólita idea de que Graff pudiera sentir algún afecto hacia él le desconcertó. Pero no, era otro gesto calculado. Graff estaba convirtiendo a un niño en un comandante. Seguramente, la lección 17 del plan de estudios incluía un gesto cariñoso por parte del maestro.

El transbordador llegó al satélite LIP en unas pocas horas. El Lanzamiento Ínter-Planetario era una ciudad de tres mil habitantes, que respiraban oxígeno de las plantas que además les alimentaban, que bebían agua que había pasado ya por sus cuerpos diez mil veces, que vivían sólo para mantener los remolcadores que llevaban suministros por todo el sistema solar y los transbordadores que recogían sus cargamentos y pasajeros de regreso a la Tierra o a la Luna. Era un mundo donde, en poco tiempo, Ender se sintió como en casa, pues sus suelos se elevaban como en la Escuela de Batalla.

Su remolcador era bastante nuevo; la F.I. desechaba constantemente los vehículos viejos y adquiría los últimos modelos. Acababa de traer una inmensa carga de acero fundido procesado por una nave-factoría que estaba desmontando planetoides menores en el cinturón de asteroides. El acero se dejaría en la Luna, y ahora el remolcador estaba acoplado a catorce gabarras. Pero Graff metió de nuevo su bola en el lector, y las gabarras se desengancharon del remolcador. Esta vez haría un viaje rápido, al destino que dijeran las especificaciones de Graff, que no sería consignado hasta que el remolcador se hubiera separado del LIP.

—No es un gran secreto —dijo el capitán del remolcador—. Cuando el destino es desconocido, se trata de LÍE.

Por analogía con LIP, Ender decidió que esas siglas significaban Lanzamiento ínter-Estelar.

—Esta vez, no —dijo Graff.

—Entonces, ¿adónde?

—Al Alto Mando de la F.I.

—Ni siquiera tengo permiso para saber dónde está eso, señor.

—Su nave lo sabe —dijo Graff—. Dejemos que el ordenador eche un vistazo a esto y siga el curso que le trace.

Entregó la bola de plástico al capitán.

—¿Se supone que he de mantener los ojos cerrados todo el viaje, para no descubrir dónde estamos?

—Oh, no, por supuesto que no. El mando de la F.I. está en el planeta menor Eros, que debe estar a unos tres meses de distancia de aquí a la velocidad máxima posible. Que, por supuesto, es a la que iremos.

—¿Eros? Pero creía que los insectores lo habían quemado hasta el punto de que la radiactividad… ¿Cuándo he recibido permiso para saberlo?

—No lo ha recibido. Cuando lleguemos a Eros, será destinado a un trabajo permanente allí.

El capitán lo entendió inmediatamente y no le gustó la idea.

—Soy un piloto, hijo de puta, no tienes ningún derecho a encerrarme en una piedra.

—Pasaré por alto su lenguaje ultrajante hacia un oficial de rango superior. Lo siento mucho, pero mis órdenes eran tomar el primer remolcador militar disponible. Cuando llegué, ése era el suyo. No creo que todos los demás estuvieran fuera para que le tocara a usted. Anímese. Puede que la guerra acabe dentro de quince años, y entonces la ubicación del Alto Mando de la F.I. no tendrá que ser un secreto. Cambiando de tema, si es usted uno de esos que confían en la vista para atracar, deberá tener cuidado. Su albedo es sólo ligeramente más brillante que el de un agujero negro. No lo verá.

—Gracias —dijo el capitán.

Transcurrió casi un mes del viaje antes de que el capitán consiguiera hablar al coronel Graff de una forma civilizada.

El ordenador de la nave tenía una biblioteca limitada, y más orientada a rellenar los ratos de ocio que a la educación. Por consiguiente, durante el viaje, después del desayuno y de los ejercicios matinales, Ender y Graff hablaban. Sobre la Escuela de Alto Mando. Sobre la Tierra. Sobre astronomía y física, y cualquier cosa que Ender quisiera saber.

Y sobre todo, quería saber cosas sobre los insectores.

—No sabemos demasiado —dijo Graff—. Nunca hemos tenido a uno a mano. Incluso cuando cogíamos a uno desarmado y vivo, moría en el momento en que era obvio que había sido capturado. Incluso su sexo es incierto; lo más probable, de hecho, es que la mayoría de los soldados insectores sean hembras, pero con órganos sexuales primarios o atrofiados. No podemos afirmarlo. Lo que te sería de más utilidad es su psicología, y no se puede decir que hayamos tenido ninguna posibilidad de entrevistarles.

—Dígame qué sabe usted, y quizás aprenda algo que me sea útil.

Graff se lo dijo. Los insectores eran organismos que también podrían haber evolucionado en la Tierra, si las cosas hubieran seguido un camino diferente hace un billón de años. En el nivel molecular no había sorpresas. Incluso los datos genéticos eran parecidos. No era una casualidad que tuvieran aspecto de insectos para los seres humanos. A pesar de que sus órganos internos eran ahora mucho más complejos y especializados que los de cualquier insecto y de que habían desarrollado un esqueleto interno y mudado la mayor parte de su dermatoesqueleto, su estructura física seguía recordando a sus antepasados, que podían haber sido muy parecidos a las hormigas de la Tierra.

—Pero no te dejes engañar por eso —dijo Graff—. Es lo mismo que decir que nuestros antepasados podían haber sido muy parecidos a las ardillas.

—Si eso es lo único que tenemos, es algo —dijo Ender.

—Las ardillas nunca construyeron naves espaciales —dijo Graff—. Normalmente hay algunos cambios en el camino que lleva desde la recolección de nueces y semillas al cultivo de asteroides y la colocación permanente de estaciones de investigación en las lunas de Saturno.

Los insectores veían probablemente el mismo espectro luminoso que los seres humanos, y en sus naves e instalaciones en tierra había iluminación artificial. Sin embargo, sus antenas parecían casi primitivas. Sus cuerpos no mostraban ninguna evidencia de que el olor, el tacto o el oído fueran especialmente importantes para ellos.

—Naturalmente, no estamos seguros. Pero no conseguimos imaginar cómo pueden utilizar el sonido en sus comunicaciones. Lo más curioso era que tampoco tienen ningún dispositivo de comunicación en sus naves. Ninguna radio, nada que pueda transmitir o recibir algún tipo de señal.

—Se comunican de nave a nave. He visto los vídeos, se hablaban entre sí.

—Es verdad. Pero de cuerpo a cuerpo, de mente a mente. Es lo más importante que hemos aprendido de ellos. Su comunicación, sea cual sea, es instantánea. La velocidad de la luz no es una barrera. Cuando Mazer Rackham derrotó a la flota invasora, todo se detuvo. A la vez. No hubo tiempo para una señal. Simplemente todo se detuvo.

Ender rememoró los vídeos de insectores ilesos tendidos muertos en sus puestos.

—Entonces supimos que era posible. Comunicarse a mayor velocidad que la luz. Eso fue hace setenta años, y una vez que supimos que se podía hacer, lo hicimos. No yo, claro, entonces no había nacido.

—¿Cómo es posible?

—No puedo explicarte física filótica. De todos modos, nadie entiende ni la mitad. Lo que importa es que construimos el ansible. El nombre oficial es Comunicador Instantáneo de Paralelaje Filótico, pero alguien sacó la palabra ansible de un libro viejo. Sin contar con que la mayoría de la gente ni siquiera sabe que existe tal máquina.

—Eso significa —dijo Graff— que las naves puedan hablar entre sí incluso de un sistema solar a otro.

Y los insectores lo hacen sin máquinas.

—Y así supieron lo de su derrota en el mismo momento en que sucedió —dijo Ender—. Siempre imaginé… todos decían que tardaron veinte años en enterarse de que habían perdido la batalla.

—Contarlo así evita que cunda el pánico entre la gente —dijo Graff—. De todos modos, te estoy diciendo cosas que no estás autorizado a saber, si alguna vez dejas el Alto Mando de la F.I. Antes de que se acabe la guerra.

Ender estaba enfadado.

—Si me conociera mínimamente, sabría que sé guardar un secreto.

—Es la regla. Las personas menores de veinticinco años se consideraban un riesgo a efectos de seguridad. Es muy injusta para una gran cantidad de chicos responsables, pero ayuda a limitar el número de personas que podrían filtrar secretos.

—De todos modos, ¿por qué tanto secreto?

—Porque estamos corriendo algunos riesgos terribles, Ender, y no queremos que las redes de noticias de la Tierra anden buscando dobles sentidos a nuestras decisiones. En cuanto dispusimos de un ansible en funcionamiento, lo metimos en nuestras mejores naves espaciales y las lanzamos a atacar los sistemas domésticos de los insectores.

—¿Sabemos dónde están?

—Sí.

—De modo que no esperamos a la Tercera Invasión.

—Nosotros somos la tercera invasión.

—De modo que nosotros lanzamos el ataque. Nadie dice eso. Todos piensan que tenemos una enorme flota de acorazados en el escudo de los cornetas…

—Ninguno. Aquí estamos bastante indefensos.

—¿Y si envían una flota para atacarnos?

—Entonces, estamos muertos. Pero nuestras naves no han visto esa flota, ninguna señal.

—Puede que hayan renunciado y tengan intención de dejarnos en paz.

—Puede. Tú has visto los vídeos. ¿Apostarías la raza humana contra la probabilidad de que no hayan renunciado y no nos dejen en paz?

Ender intentó aprehender el tiempo que había transcurrido.

—Las naves han estado viajando setenta años…

—Algunas. Y algunas treinta años, y algunas veinte. Ahora hacemos mejores naves. Estamos aprendiendo a jugar con el espacio. Pero todas las naves espaciales que no están en construcción están camino de un mundo o puesto fronterizo de los insectores. Todas las astronaves, con cruceros y cazas en su barriga, están allá fuera acercándose a los insectores. Decelerando. Porque ya casi están allí. Las primeras naves fueron enviadas a los objetivos más distantes, las naves más recientes a los más cercanos. Nuestro cálculo del tiempo fue bastante bueno. Todas llegarán al punto de combate con algunos meses de diferencia entre sí. Desafortunadamente, nuestro material anticuado, más primitivo, será el que ataque su mundo. Con todo, están suficientemente bien armados; tenemos algunas armas que los insectores no han visto nunca.

—¿Cuándo llegarán?

—En los próximos cinco años, Ender. Todo está preparado en el Alto Mando de la F.I. El ansible director está allí, en contacto con toda nuestra flota de invasión; todas las naves funcionan, listas para el combate. Lo único que nos falta, Ender, es el comandante jefe de la batalla. Alguien que sepa qué demonios hacer con esas naves cuando lleguen allí.

—¿Y qué pasará si nadie sabe qué hacer con ellas?

—Haremos lo que podamos, con el mejor comandante que podamos conseguir.

«Yo —pensó Ender—. Quieren que esté preparado en cinco años.»

—Coronel Graff, no hay ninguna posibilidad de que esté preparado a tiempo para mandar una flota.

Graff se encogió de hombros.

—Haz lo que puedas. Si tú no estás preparado, lo haremos con lo que tengamos. Eso tranquilizó a Ender. Pero sólo por un instante.

—Claro que ahora mismo no tenemos a nadie.

Ender sabía que ése era otro de los juegos de Graff.

«Hacerme creer que todo depende de mí, para que no flaquee y me fuerce al máximo.»

Juego o no, sin embargo, también podría ser verdad. Y por consiguiente trabajaría al máximo. Era lo que Valentine quería de él. Cinco años, sólo cinco años hasta que la flota llegase, y no sabía nada todavía.

—Dentro de cinco años sólo tendré quince —dijo Ender.

—Casi dieciséis —dijo Graff—. Todo depende de lo que sepas.

—Coronel Graff —dijo—. Sólo quiero regresar y nadar en el lago.

—Cuando ganemos la guerra —dijo Graff—. O la perdamos. Dispondremos de algunas décadas antes de que vuelvan aquí para rematarnos. La casa estará allí, y te prometo que podrás nadar todo lo que quieras.

—Pero todavía seré demasiado joven para la autorización de seguridad.

—Te mantendremos custodiado por guardias armados permanentemente. Los militares saben controlar esas cosas.

Los dos se rieron, y Ender tuvo que recordarse a sí mismo que Graff estaba representando el papel de amigo, que lo que decía era una mentira o una trampa calculada para convertir a Ender en una eficiente máquina de combate.

«Seré exactamente el instrumento que queréis que sea —dijo Ender en silencio—, pero al menos no me embancaréis. Lo haré porque lo he elegido, no porque me hayas engatusado, maldito zorro.»

El remolcador llegó a Eros antes de que pudieran verlo. El capitán les mostró el explorador visual, luego superpuso el explorador térmico en la misma pantalla. Estaban prácticamente encima, a sólo cuatro mil kilómetros, pero Eros, de sólo veinticuatro kilómetros de longitud, era invisible si no brillaba con la luz reflejada del Sol.

El capitán atracó la nave en una de las tres plataformas de aterrizaje que rodeaban a Eros. No pudo aterrizar directamente porque Eros tenía una gravedad muy alta y el remolcador, diseñado para remolcar cargas, no podría escapar de esa fuerza de gravedad. Les despidió de mala forma, pero Ender y Graff seguían estando alegres. El capitán estaba amargado por tener que dejar su remolcador; Ender y Graff se sentían como prisioneros que por fin consiguen la libertad provisional. Cuando subieron al transbordador que les llevaría a la superficie de Eros, repitieron citas retocadas de los vídeos que el capitán había visto una y otra vez, y se rieron como locos. El capitán se tornó desabrido y se retiró fingiendo ir a dormir. Entonces, casi como una ocurrencia olvidada, Ender hizo a Graff una última pregunta.

—¿Por qué luchamos contra los insectores?

—He oído todo tipo de razones —dijo Graff—. Porque tienen un sistema superpoblado y tienen que colonizar. Porque no soportan la idea de que haya otra vida inteligente en el universo. Porque no creen que seamos una vida inteligente. Porque tienen alguna religión diabólica. Porque vieron nuestros antiguos programas de vídeos y decidieron que éramos irremisiblemente violentos. Todo tipo de razones.

—¿Qué cree usted?

—Lo que yo crea no importa.

—De todos modos quiero saberlo.

—Deben hablar entre sí directamente, Ender, de mente a mente. Lo que uno piensa, otro lo piensa también; lo que uno recuerda, otro lo recuerda también. ¿Por qué habrían de desarrollar una lengua? ¿Por qué habrían de aprender a leer y escribir? ¿Cómo podrían saber qué son la escritura y la lectura si las vieran? ¿O señales? ¿O números? ¿O lo que utilizamos para comunicarnos? Este no es simplemente un problema de traducción de una lengua a otra. No tienen absolutamente ninguna lengua. Utilizamos todos los medios que se nos ocurrieron para comunicarnos con ellos, pero ni siquiera tienen la maquinaria que les permita saber que emitimos señales. Y puede que hayan intentado pensar con nosotros, y no entienden por qué no les respondemos.

—De modo que la guerra se debe a que no podemos comunicarnos los unos con los otros.

—Si tu compañero no puede explicarte sus razones, nunca estarás seguro de que no intenta matarte.

—¿Y si les dejáramos en paz?

—Ender, no fuimos a por ellos los primeros, ellos vinieron a por nosotros. Si querían dejarnos en paz, podían haberlo hecho hace cien años, antes de la Primera Invasión.

—Tal vez no sabían que éramos una clase de vida inteligente. Tal vez…

—Ender, créeme, hay un siglo de discusiones sobre este mismo tema. Nadie conoce la respuesta. Pero cuando llega el momento de la verdad, la decisión real es inevitable; si uno de nosotros ha de ser destruido, asegurémonos de que somos nosotros los que quedamos vivos. Nuestros genes no nos dejarán decidir lo contrario. La naturaleza no puede hacer evolucionar a las especies que no tienen un deseo de supervivencia. Se pueden criar individuos destinados al sacrificio, pero la raza en su conjunto no puede decidir cesar de existir. De modo que, si es posible, mataremos hasta el último de los insectores, y, si no es posible, ellos matarán hasta el último ser humano.

—En lo que a mí respecta —dijo Ender—, estoy a favor de la supervivencia.

—Lo sé —dijo Graff—. Por eso estás aquí.

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