5 JUEGOS

—Puede contar con mi admiración. Un brazo roto. Ese sí que ha sido un golpe maestro.

—Ha sido un accidente.

—¿De verdad? Y pensar que yo ya le be recomendado en el informe oficial.

—Es demasiado fuerte. Eso convierte al otro pequeño imbécil en un héroe. Podría dificultar la formación de muchos chicos. Creo que debería haber pedido ayuda.

—¿Pedir ayuda? Creía que eso era precisamente lo que más valoraba en él, que resolvía sus problemas sin ayuda de nadie. Cuando esté allá fuera rodeado por una flota enemiga, no habrá nadie que acuda en su ayuda si la pide.

—¿Quién iba a pensar que el otro idiota saldría disparado de su asiento? ¿Y que aterrizaría en tan mala posición contra el tabique?

—Un ejemplo más de la estupidez de los militares. Si tuviera usted un poco de cabeza, se dedicaría a una actividad con futuro, como vender seguros de vida.

—Usted también, mente lúcida.

—Tenemos que aceptar el hecho de que somos gente de segunda categoría. Con el destino de la humanidad en nuestras manos. Da una deliciosa sensación de poder, ¿verdad? Especialmente teniendo en cuenta que esta vez no habrá ningún tipo de críticas en caso de que perdamos.

—No lo había visto nunca desde esa perspectiva. Pero hagamos lo posible por no perder.

—Veamos cómo lo arregla Ender. Si ya le hemos perdido, si no lo arregla, ¿quién es el siguiente? ¿Quién viene ahora?

—Haré una lista.

—Mientras tanto, vaya buscando la forma de recuperara Ender.

—Ya se lo he dicho. No podemos romper su aislamiento. Si lo hacemos, jamás se convencerá de que nunca acudirá nadie en su ayuda, nunca. Si piensa, aunque sólo sea una vez, que hay una salida fácil, está perdido.

—Tiene razón. Seria terrible que creyera que tiene algún amigo.

—Puede tener amigos. Lo que no puede tener es padres.


Los demás chicos ya habían elegido sus literas cuando llegó Ender. Se detuvo en la puerta del dormitorio buscando la única cama que quedaba libre. El techo era bajo; podía tocarlo con las manos. Un dormitorio de tamaño infantil, con las literas inferiores apoyadas directamente en el suelo. Los demás chicos le miraban, de reojo. Efectivamente, la litera inferior situada justo al lado de la puerta era la única que estaba vacía. Por un momento, se le pasó por la cabeza la idea de que permitirles ponerle en el peor sitio era abrir la posibilidad a futuras intimidaciones. Y sin embargo no era fácil desalojar a ninguno.

En consecuencia, mostró una amplia sonrisa.

—Eh, gracias —dijo. Sin asomo de sarcasmo. Lo dijo con tanta sinceridad que parecía que le hubieran reservado el mejor sitio—. Creía que iba a tener que pedir una litera baja al lado de la puerta.

Se sentó y miró el casillero que estaba abierto al pie de la litera. Había un papel pegado en la puerta.


Pongan la mano en el lector
de la cabecera de la litera
y pronuncien su nombre dos veces

Ender encontró el lector, una hoja de plástico opaco. Puso la mano izquierda en él y dijo: «Ender Wiggin, Ender Wiggin.»

El lector se iluminó con luz verde durante un momento. Ender cerró su casillero e intentó abrirlo otra vez. No pudo. Luego puso la mano en el lector y dijo: «Ender Wiggin.» El casillero se abrió solo. También se abrieron otros tres compartimientos.

Uno de ellos contenía cuatro monos como el que llevaba puesto, y uno blanco. Otro compartimiento contenía una pequeña consola, exactamente igual que las de la escuela. Parecía que los estudios no habían terminado todavía.

El compartimiento más grande contenía la recompensa. Parecía a primera vista un traje espacial, con su casco y sus guantes. Pero no lo era. No tenía ningún sello de hermeticidad. Y sin embargo, parecía cubrir todo el cuerpo. Era muy acolchado. Y bastante rígido.

Y con él había una pistola. Parecía una pistola láser, la punta era ciega, de cristal transparente. Pero casi seguro que no pondrían armas letales en manos de los niños.

—No es láser —dijo un hombre. Ender levantó la vista. No le había visto nunca. Era un hombre joven y de aspecto agradable.

—Pero dispara un rayo bastante espeso. Muy concentrado. Podéis apuntar y hacer un círculo de luz de diez centímetros en una pared situada a una distancia de cien metros.

—¿Para qué sirve? —preguntó Ender.

—Para uno de los juegos que jugamos en el recreo. ¿Alguien más ha abierto su casillero? —dijo mirando a su alrededor—. ¿Habéis seguido las instrucciones y codificado vuestras voces y vuestras manos? No tendréis acceso a vuestro casillero hasta que lo hagáis. Este dormitorio será vuestra casa durante aproximadamente vuestro primer año en la Escuela de Batalla; coged la litera que queráis y seguid en ella. Normalmente os permitimos elegir vuestro oficial en jefe e instalarle en la litera inferior situada al lado de la puerta, pero parece ser que ese sitio está cogido ya. Ya no se pueden volver a codificar los casilleros. Id pensando a quién queréis elegir. La cena en siete minutos. Seguid los puntos iluminados en el suelo. Vuestro código de colores es rojo amarillo amarillo. Siempre que se os asigne un camino a seguir, será rojo amarillo amarillo, tres puntos seguidos. Id por donde indican esas luces. ¿Cuál es vuestro código de colores, chicos?

—Rojo, amarillo, amarillo.

—Muy bien. Mi nombre es Dap. Seré vuestra mamaíta durante unos meses. Los chicos rieron.

—Reíd cuanto queráis, pero meteos esto en la cabeza. Si os perdéis por la escuela, lo que no seria nada extraño, no vayáis por ahí abriendo puertas. Algunas dan al exterior.

Más risas.

—Decid a cualquiera que vuestra mamaíta es Dap y me llamará. O decidle vuestros colores, e iluminará un camino de vuelta a casa. Si tenéis algún problema, contádmelo. No lo olvidéis; soy aquí el único que cobra por ser bueno con vosotros. Pero no demasiado bueno. Al primero que me replique le rompo la cara. ¿De acuerdo?

Se rieron otra vez. Dap tenía un dormitorio lleno de amigos. ¡Es tan fácil ganarse a los niños asustados!

—¿Alguien puede decirme qué dirección va hacia abajo?

Se lo dijeron.

—De acuerdo, pero esa dirección va hacia el exterior: La nave está en rotación, y eso es lo que produce la impresión de que el suelo está debajo. En realidad, el suelo hace una curva en esa dirección. Seguid esa dirección sin parar y volveréis al sitio de partida. Pero no hagáis la prueba. Porque por ese lado están los alojamientos de los profesores y por este lado están los chicos mayores. Y a los chicos mayores no les gusta que los reclutas anden husmeando. Se podrían meter con vosotros. De hecho, se meterán con vosotros. Y cuando eso ocurra, no vengáis lloriqueando. ¿Entendido? Estáis en la Escuela de Batalla, no en un jardín de infancia.

—¿Qué se supone que tenemos que hacer entonces? —preguntó un chico, un muchacho negro verdaderamente pequeño que ocupaba una litera superior cercana a la de Ender.

—El que no quiera que se metan con él, que se las arregle solo para salir del atolladero, pero os lo advierto: el asesinato va contra las reglas. Y también causar heridas deliberadamente. He oído que ha habido un intento de asesinato durante vuestro viaje. Un brazo roto. Si se vuelve a dar ese tipo de cosas, alguien va a salir frito. ¿Entendido?

—¿Qué significa frito? —preguntó el chico con el brazo inflado dentro de una tablilla.

—Freír. Poner a freír. Enviar a la Tierra. Expulsado de la Escuela de Batalla. Nadie miró a Ender.

—Por lo tanto, chicos, si alguno de vosotros tiene la intención de causar problemas, por lo menos que sea listo. ¿De acuerdo?

Dap se fue. Los chicos seguían sin mirar a Ender.

Ender sintió que el miedo crecía en su vientre. No sufría por el chico al que rompió el brazo. Era un Stilson. Y, como Stilson, ya estaba reuniendo una pandilla. Un puñado de chicos, algunos de los más grandes. Estaban riéndose en la otra punta del dormitorio, y, de vez en cuando, uno de ellos se daba la vuelta para mirar a Ender.

Ender quería irse a casa, con todas sus fuerzas. ¿Qué tenía que ver todo eso con salvar al mundo? Ahora ya no tenía un monitor. Era otra vez Ender contra la pandilla, con la diferencia de que ahora estaban en su mismo dormitorio. Peter otra vez, pero sin Valentine.

El miedo siguió con él durante toda la cena, pues nadie se sentó a su lado en el comedor. Los demás chicos comentaban cosas; el enorme marcador que había en una pared, la comida, los chicos mayores. Ender sólo podía mirar, aislado.

Los marcadores daban las posiciones de equipos. Juegos ganados-perdidos, con los resultados más recientes. Algunos chicos mayores parecían haber hecho apuestas en los últimos juegos. Dos equipos, Mantis y Áspid, no tenían el último resultado; esa casilla se encendía intermitentemente. Ender llegó a la conclusión de que debían estar jugando en ese mismo momento.

Advirtió que los chicos mayores estaban divididos en grupos, por los uniformes que llevaban. Unos cuantos que vestían diferente uniforme hablaban entre sí, pero normalmente cada grupo tenía su propia zona. Los reclutas, su grupo y los dos o tres grupos de chicos un poco mayores, llevaban todos uniformes lisos. Pero los chicos mayores, los que estaban en equipos, vestían ropas mucho más llamativas. Ender intentó adivinar quiénes correspondían a cada nombre. Escorpión y Araña eran fáciles. También lo eran Llama y Marea.

Un chico más grande vino a sentarse a su lado. No era sólo un poco más grande; aparentaba doce o trece años. Ya tenía algo de pelusilla en la cara.

—Hola —dijo.

—Hola —dijo Ender.

—Me llamo Mick.

—Ender.

—¡Eso es un nombre!

—Me llamo así desde que era pequeño. Así es cómo me llamaba mi hermana.

—No es mal nombre para este lugar. Ender. Acabador.

—Eso espero.

—Ender, ¿eres el insector de tu lanzamiento? Ender se encogió de hombros.

—He notado que comías solo. Cada lanzamiento tiene uno así. Un chico que no cae bien a nadie. Algunas veces pienso que los profesores lo hacen adrede. Los profesores no son muy agradables. Ya lo verás.

—Seguro.

—¿Así que tú eres el insector?

—Eso parece.

—No te preocupes. No es como para echarse a llorar.

Dio a Ender su panecillo y cogió a cambio su flan.

—Come cosas nutritivas. Te hará fuerte. Mick atacó el flan.

—¿Y tú? —preguntó Ender.

—¿Yo? Yo no soy nada. Un pedo en el sistema de aire acondicionado. Siempre estoy ahí, pero la mayoría del tiempo nadie lo nota.

Ender sonrió con indecisión.

—Ríete, pero no es broma. Aquí no tengo ninguna salida. Me estoy haciendo mayor. Me mandarán a la siguiente escuela muy pronto. Desde luego, no será la Escuela de Tácticas. Nunca he sido un líder, ya lo ves. Sólo los que llegan a ser líderes tienen alguna posibilidad.

—¿Qué hay que hacer para ser un líder?

—¿Crees que estaría aquí si lo supiera? ¿Cuántos tíos de mi tamaño ves por aquí? No muchos. Ender no respondió.

—Pocos. No soy el único que es carne de m-sector medio frito. Unos pocos. Los otros tíos son todos comandantes. Todos los de mi lanzamiento tienen ahora sus propios equipos. Menos yo.

Ender asintió con la cabeza.

—Escucha, chaval. Te estoy haciendo un favor. Haz amigos. Sé un líder. Besa traseros si hace falta, pero si los otros chicos te desprecian, ¿sabes lo que significa?

Ender volvió a asentir con la cabeza.

—No, no sabes nada. Todos los reclutas sois iguales. No sabéis nada. Cabezas como el espacio. No tenéis nada ahí. Y si recibís un golpe, os desmoronáis. Escucha, cuando acabes como yo, no olvides que hubo alguien que te lo advirtió. Es lo último que alguien va a hacer por ti.

—¿Por qué me lo dices entonces? —preguntó Ender.

—¡No seas bocazas! ¡Come y calla!

Ender se calló y comió. No le gustaba Mick. Y sabía que no había ninguna posibilidad de que acabara como él. Quizá fuera eso lo que habían planeado los profesores, pero Ender no tenía ninguna intención de encajar en sus planes.

«No seré el insector de mi grupo —pensó Ender—. No he dejado a Valentine, a mamá y a papá para venir aquí simplemente para salir frito.»

Cuando se llevaba el tenedor a la boca, sintió a su familia alrededor, como habían estado siempre. Sabía a qué lado tenía que girar la cabeza para levantar la vista y ver a mamá intentando que Valentine no hiciera ruido al comer. Sabía exactamente dónde estaría papá, escudriñando las noticias de la mesa mientras hacía ver que tomaba parte en la conversación, y Peter, haciendo como que se sacaba de la nariz un guisante triturado; incluso Peter podía ser divertido.

Era un error pensar en ellos. Sintió que le subía un sollozo por la garganta y se lo tragó; no podía ver el plato.

No podía llorar. No había ninguna posibilidad de que tuvieran compasión de él. Dap no era mamá. Cualquier signo de debilidad diría a los Peter y a los Stilson que podían destrozarle. Ender hizo lo que hacía siempre cuando Peter le atormentaba. Se puso a contar dobles. Uno, dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro. Y así siguió mientras pudo retener los números en la cabeza; 128, 256, 512, 1024, 2048, 4096, 8192, 16384, 32768, 65536, 131072, 262144. En el 67108864 comenzó a dudar. ¿Se había comido un dígito? ¿Estaba en los diez millones o en los cien millones o sólo en los millones? Intentó hacer un doble más y se perdió, 1342 y algo más, ¿16? ¿o 17738? Lo había perdido. A comenzar otra vez. Todos los dobles que pudiera memorizar. El dolor había desaparecido. Las lágrimas habían desaparecido. No lloraría.

Hasta esa noche, cuando las luces se hicieron mortecinas y oyó en la distancia a varios niños llamando entre sollozos a sus madres, sus padres o sus perros. No pudo evitarlo. Sus labios formaron el nombre de Valentine. Oía su voz riendo en la distancia, allá abajo, en el recibidor. Veía a su madre pasar por su puerta y mirar para comprobar que todo estaba en orden. Oía a su padre reír al lado del vídeo. Era todo tan claro, y sin embargo sabía que eso no volvería nunca, … «Cuando vuelva a verlos otra vez seré mayor, doce años como mínimo. ¿Por qué dije sí? ¿Por qué fui tan estúpido? Ir a la escuela no era nada. Encontrarse con Stilson todos los días. Y con Peter.» Era un mierda. Ender no le tenía miedo.

«Quiero irme a casa», susurró.

Pero su susurro era el mismo que utilizaba al gritar de dolor cuando Peter le atormentaba. El sonido no llegaba más allá de sus oídos, y algunas veces ni siquiera tan lejos.

Y sus lágrimas cayeron en la sábana, pero los sollozos eran tan leves que no zarandeaba la cama; tan tenues que nadie podía oírlos. Pero el dolor estaba allí, espeso en la garganta y la cara, caliente en el pecho y los ojos. «Quiero irme a casa…»

Dap entró esa noche y se movió sigilosamente entre las camas, tocando una mano aquí y otra allá. Por donde pasaba se oían más sollozos, no menos. Un contacto cordial en ese lugar de terror era suficiente para poner a algunos al borde de las lágrimas. No a Ender, sin embargo. Cuando Dap se acercó, los sollozos habían pasado, y su cara estaba seca. Era la cara falsa que presentaba a su madre y a su padre cuando Peter había sido cruel con él y no se atrevía a hacerlo saber.

«Gracias, Peter. Por los ojos secos y los sollozos callados. Me has enseñado a ocultar mis sentimientos. Ahora lo necesitaba más que nunca.»


Había escuela. Todos los días, horas de clases. Lectura. Números. Historia. Vídeos de batallas sangrientas en el espacio, los marinos rociando con sus tripas las paredes de las naves de los insectores. Holografías de guerras limpias de la flota, naves convirtiéndose en orlas de luz cuando las astronaves se aniquilaban diestramente en la noche profunda. Muchas cosas que aprender. Ender trabajó con tanto ahínco como cualquiera; todos ellos luchaban por primera vez en su vida, pues por primera vez en su vida competían con compañeros de clase que eran como mínimo tan brillantes como ellos.

Pero los juegos… vivían para eso. Era lo que llenaba las horas comprendidas entre la vigilia y el sueño.

Dap les llevó a la sala de juegos el segundo día. Estaba arriba, encima de la cubierta donde los chicos vivían y trabajaban. Subieron escalerillas hasta donde la gravedad se debilitaba, y allí, en la caverna, vieron las luces deslumbrantes de los juegos.

Algunos juegos eran conocidos para ellos; algunos, incluso los habían jugado en sus casas. Fáciles y difíciles. Ender pasó los juegos bidimensionales de vídeo y comenzó a estudiar los juegos que jugaban los chicos mayores, los juegos holográficos con objetos suspendidos en el aire. Era el único recluta de esa parte de la sala, y de vez en cuando un chico mayor le apartaba de su camino a empujones. «¿Qué haces aquí? ¡Piérdete! ¡Levanta el vuelo!» Y, naturalmente, levantaba el vuelo; en la atenuada gravedad de ese lugar, dejaba de hacer pie en el suelo y planeaba hasta que chocaba con algo o con alguien.

Una y otra vez, sin embargo, salía del atolladero y volvía, quizás a un sitio diferente, para ver el juego desde un ángulo distinto. Era demasiado pequeño para ver los controles, para descubrir cómo se jugaba. Eso no importaba. Repetía con su cuerpo los movimientos del juego. Cómo excavaba el jugador túneles en la oscuridad, túneles de luz que las naves enemigas escudriñarían y después seguirían sin piedad hasta atrapar la nave del jugador. El jugador podía tender trampas: minas, bombas a la deriva, tirabuzones en el aire que forzaban a las naves enemigas a repetirlos interminablemente. Algunos jugadores eran más listos. Otros perdían rápidamente.

A Ender le gustaba más cuando jugaban dos chicos, uno contra el otro. Entonces, cada uno tenía que utilizar los túneles del otro, y rápidamente se ponía de manifiesto cuál de los dos valía algo como estratega.

Al cabo de una hora más o menos, empezó a hastiarle. Ender ya conocía los movimientos de rutina. Conocía las reglas que seguía el ordenador y sabía por lo tanto que, una vez que dominara los controles, estaría en disposición de anticiparse a las maniobras del enemigo. Hacer espirales cuando el enemigo estaba aquí; bucles cuando el enemigo estaba allá; quedarse a la espera en una trampa; tender siete trampas y luego hacer que cayeran en ellas. No era en absoluto estimulante. Era sólo cuestión de jugar hasta que el ordenador fuera tan rápido que los reflejos humanos no pudiesen competir con él. No era nada divertido. Quería jugar contra los otros chicos. Los chicos que estaban tan entrenados por el ordenador que incluso cuando jugaban uno contra otro intentaban emularle. Pensar como una máquina en vez de como un chico. Podría vencerles de esta forma, podría vencerles de esa forma.

—Te echo una partida —dijo al chico que acababa de vencer.

—¿Pero qué es esto? —dijo el chico—, ¿Es un insecto o un insector?

—Acaba de embarcar un rebaño de enanitos —dijo otro chico.

—Pero hablan. ¿Sabíais que podían hablar?

—Ya veo —dijo Ender—. Tienes miedo de jugar contra mí al mejor de tres juegos.

—Ganarte —dijo el chico— sería más fácil que mear en la ducha.

—Y ni la mitad de divertido —dijo otro.

—Soy Ender Wiggin.

—Escucha bien, carachicle. Eres nadie. ¿Entendido? Eres nadie. ¿Entendido? No eres alguien hasta que mates. ¿Entendido?

La forma de hablar de los chicos mayores tenía su ritmo propio. Ender lo cogió con rapidez.

—Si soy nadie, dime por qué te asusta jugarme al mejor de tres.

Ahora los otros chicos estaban impacientes.

—Termina con el mequetrefe ya y acabemos.

Ender ocupó su sitio en los desconocidos controles. Sus manos eran pequeñas, pero los controles eran bastante sencillos. Sólo necesitó unas pocas prácticas para descubrir qué botones disparaban determinadas armas. El control del movimiento era una bola normal. Sus reflejos eran lentos al principio. El otro chico, del que todavía no sabía el nombre, tomó la delantera rápidamente. Pero Ender aprendió mucho y cuando el juego llegaba a su fin lo estaba haciendo mucho mejor.

—¿Satisfecho, recluta?

—Al mejor de tres.

—No se permite jugar al mejor de tres.

—Me has ganado la primera vez que me pongo a jugar —dijo Ender—. Si no puedes ganarme dos veces, es como si no me hubieras ganado.

Jugaron otra vez, y esta vez Ender fue lo suficientemente diestro como para sacar adelante unas cuantas maniobras que estaba claro que el otro chico no había visto nunca. Sus pautas repetitivas no pudieron hacer nada. Ender no ganó con facilidad, pero ganó.

Entonces, los chicos mayores dejaron de reír y hacer chistes. El tercer juego se desarrolló en el más completo silencio. Ender lo ganó con rapidez y brillantez.

Cuando el juego acabó, uno de los chicos mayores dijo:

—Hora de que cambien esta máquina. Si sigue aquí, cualquier cerebro de mosquito puede ganar.

Ni una sola palabra de felicitación. El silencio más completo cuando Ender se marchó.

No se fue lejos. Se paró a una distancia prudencial y observó que los siguientes jugadores intentaban poner en práctica lo que les había enseñado. «¿Cerebro de mosquito? —Ender se rió para sus adentros—. No me olvidarán.»

Se sentía bien. Había ganado algo, y contra chicos mayores. Probablemente no al mejor, pero ya nunca más tendría la sensación sobrecogedora de que no daba la talla, de que la Escuela de Batalla era demasiado para él. Lo único que tenía que hacer era observar el juego y entender cómo funcionaba todo, y luego podría usar el sistema, e incluso sobresalir.

Esperar y observar era lo que más le costaba. Porque mientras tanto tenía que aguantar. El chico al que rompió el brazo buscaba la venganza. Su nombre, que Ender aprendió rápidamente, era Bernard. Pronunciaba su propio nombre con acento francés, pues los franceses, con su arrogante separatismo, insistían en que la enseñanza del Normalizado no empezara hasta la edad de cuatro años, cuando las pautas de la lengua francesa ya se habían establecido. Su acento le hacía exótico e interesante; su brazo roto le convertía en un mártir; su sadismo le convertía en un foco natural para todos aquellos a los que les gustaba ver sufrir a los demás.

Ender se convirtió en su enemigo.

Cosas sin importancia. Dar una patada a su cama cada vez que entraba y salía por la puerta. Darle empujones con la bandeja de comida. Ponerle la zancadilla en las escalerillas. Ender aprendió rápidamente a no dejar nada fuera de sus casilleros; también aprendió a levantarse rápidamente, a agarrarse. Maladroit, le llamó Bernard una vez, y se quedó con ese nombre.

Algunas veces Ender se enfurecía. Naturalmente, con Bernard la rabia era inadecuada. Se limitaba a comportarse como lo que era: un torturador. Lo que enfurecía a Ender era ver que los demás le seguían de buena gana. Indudablemente, sabían que la venganza de Bernard no era justa. Indudablemente, sabían que era él quien había golpeado primero a Ender en el transbordador, que Ender se había limitado a responder a la violencia. Si lo sabían, actuaban como si no lo supieran; incluso en el caso de que no lo supieran, el comportamiento de Bernard debería haber sido suficiente para que supieran que era una serpiente.

Al fin y al cabo, Ender no era su único blanco. Bernard estaba erigiendo un reino.

Ender observaba desde las afueras del grupo cómo Bernard establecía las jerarquías. Algunos chicos le eran útiles, y les adulaba descaradamente. A otros eran criados de buena gana, y hacían lo que quería aunque les trataba despreciativamente.

Pero unos pocos chocaban con el reinado de Bernard.

Ender, observando, supo quién guardaba rencor a Bernard. Shen era pequeño, ambicioso y fácil de provocar. Bernard lo había descubierto rápidamente, y empezó a llamarle Gusano.

—Porque es tan pequeño —decía Bernard —y porque colea. Mirad cómo balancea el trasero al andar.

Shen se encolerizaba, pero sólo conseguía que se rieran más alto.

—Mirad ese trasero. Te veo, Gusano.

Ender no dijo nada a Shen; sería demasiado obvio que estaba formando su propia banda rival. Se limitó a sentarse con la consola en las rodillas, dando la impresión de que estudiaba.

No estudiaba. Decía a su consola que se dedicara a enviar un mensaje a la cola de interrupciones cada treinta segundos. El mensaje iba dirigido a todos, y era claro y conciso. Lo más duro había sido descubrir cómo ocultar de quién procedía, como hacían los profesores. En los mensajes procedentes de un chico, siempre quedaba insertado automáticamente su nombre. Ender no había descubierto todavía el sistema de segundad de los profesores, por lo que no podía hacer creer que se trataba de un profesor. Pero sí había podido crear un fichero de un estudiante no existente, al que dio el peregrino nombre de Dios.

Sólo cuando el mensaje estaba listo para salir, intentó cruzar su mirada con la de Shen. Al igual que los demás chicos, estaba mirando a Bernard y a sus amigotes, reír y hacer chistes, mofándose del profesor de matemáticas, que solía pararse en la mitad de una frase y mirar a todas partes como si se hubiera bajado del autobús en una parada equivocada y no supiera dónde estaba.

En un determinado momento, Shen apartó la vista de ellos y miró en torno suyo. Ender hizo un gesto con la cabeza, señalando la consola, y se rió. Shen parecía desconcertado. Ender alzó su consola un poco y volvió a señalarla. Shen se levantó a coger la suya. Ender envió el mensaje entonces, Shen lo vio casi en ese mismo momento. Lo leyó y después se rió en voz alta. Miró a Ender como diciendo «¿Has sido tú?». Ender se encogió de hombros, como diciendo: «No sé quién ha sido, pero desde luego no he sido yo.»

Shen se rió otra vez, y unos cuantos chicos que no estaban cerca del grupo de Bernard sacaron sus consolas y miraron. El mensaje aparecía en todas las consolas cada treinta segundos, desfilaba por la pantalla rápidamente y luego desaparecía. Los chicos se rieron al unísono.

—¿Qué es tan divertido? —preguntó Bernard.

Ender tuvo cuidado de no reírse cuando Bernard recorrió el dormitorio con la mirada, imitando el miedo que le tenían tantos otros. Naturalmente, Shen sonrió de la forma más desafiante. Bernard dijo a uno de sus chicos que trajera una consola. Todos leyeron el mensaje a la vez.

TÁPATE EL TRASERO. BERNARD VIGILA.

DIOS

Bernard se puso colorado de rabia.

—¿Quién ha sido? —gritó.

—Dios —dijo Shen.

—Todo el mundo sabe que no has sido tú —dijo Bernard—. Demasiado cerebro para un gusano.

El mensaje de Ender expiró al cabo de cinco minutos. Poco tiempo después salió en su consola un mensaje de Bernard.

SÉ QUE HAS SIDO TU.

BERNARD

Ender no levantó la vista. Actuaba como si no hubiera visto el mensaje. «Bernard sólo quiere pillarme con cara de culpable. No sabe nada.»

Naturalmente, no importaba que lo supiera o no. Bernard le iba a mortificar aún más que antes, porque tenía que restablecer su posición. Si algo no podía consentir, era que los otros chicos se rieran de él. Tenía que poner en claro quién era el jefe. En consecuencia, esa mañana Ender fue derribado en la ducha. Uno de los chicos de Bernard hizo como que tropezaba con él y se las apañó para plantarle la rodilla en el vientre. Ender lo aguantó en silencio. En lo que a la guerra abierta se refiere, estaba todavía en la fase de observación. No haría nada.

Pero en la otra guerra, la guerra de las consolas, su segundo ataque ya había surtido efecto.

Cuando volvió de la ducha, Bernard, encolerizado, daba patadas a las camas y chillaba a los chicos: «¡Yo no lo he escrito! ¡Cállate!»

Por todas las consolas de los chicos desfilaba constantemente este mensaje:

TU TRASERO, DÉJAME BESARLO.

BERNARD

«¡Yo no he escrito ese mensaje!», gritaba Bernard. Al cabo de un buen rato de sus gritos apareció Dap en la puerta.

—¿Qué alboroto es este? —preguntó.

—Alguien ha estado escribiendo mensajes utilizando mi nombre —Bernard respondió con brusquedad.

—¿Qué mensaje?

—¡El mensaje no importa!

—Me importa a mí.

Dap cogió la consola más cercana, que era precisamente la del chico que ocupaba la litera de encima de Bernard. Lo leyó, esbozó una sonrisa y devolvió la consola.

—Interesante. Ya sé quién ha sido —dijo Dap.

«Sí —pensó Ender—, el sistema era demasiado fácil de vulnerar, estaba hecho para que lo infringiéramos, o por lo menos alguna sección. Saben que he sido yo.»

—Dígame quién ha sido —gritó Bernard.

—¿Me está gritando, soldado? —preguntó Dap, suavemente.

El estado de ánimo de la estancia cambió de repente.

La rabia de los amigos más cercanos de Bernard y la hilaridad apenas contenida del resto dieron paso a la más absoluta seriedad. La autoridad iba a pronunciarse.

—No, señor —dijo Bernard.

—Todo el mundo sabe que el sistema pone automáticamente el nombre del remitente.

—¡Yo no he escrito eso! —dijo Bernard.

—¿Gritando otra vez? —preguntó Dap.

—Ayer, alguien mandó un mensaje firmado con el nombre DIOS —dijo Bernard.

—¿Ah, sí? —dijo Dap—. No sabía que hubiera ingresado en el sistema.

Dap se dio la vuelta y se marchó, y el dormitorio se llenó de carcajadas.


El intento de Bernard de convertirse en el dirigente del dormitorio había fallado. Sólo unos pocos siguieron con él. Pero eran los peores. Y Ender sabía que mientras tuviera que estar alerta, su vida allí iba a ser muy dura. De todas formas, la intromisión en el sistema había dado los resultados esperados. Había detenido a Bernard, y los chicos que merecían la pena se habían librado de él. Y Ender lo había logrado sin mandarle al hospital, eso era lo más importante. Mucho mejor así.

Luego se aplicó seriamente a la tarea de diseñar un sistema de seguridad para su propia consola, pues estaba claro que las salvaguardias incorporadas en el sistema eran inadecuadas. Si podía violarlas un niño de seis años, estaba claro que habían sido puestas ahí como un juego, que no eran un sistema de seguridad serio. «Otro juego más que nos han montado los profesores. Pero ésta es mi especialidad.»

—¿Cómo lo hiciste? —le preguntó Shen durante el desayuno.

Ender advirtió que era la primera vez que se sentaba a comer con él un recluta de su propia clase.

—¿Hacer qué? —preguntó.

—Enviar un mensaje con un nombre falso. Y con el nombre de Bernard. Ahora le llaman Miraculos. Sólo Mirón delante de los profesores, pero todo el mundo sabe qué mira.

—Pobre Bernard —murmuró Ender—. ¡Es tan sensible!

—Venga, Ender. Tú violaste el sistema. ¿Cómo lo hiciste?

Ender negó con la cabeza y sonrió.

—Gracias por creer que soy tan brillante como para hacer eso. Dio la casualidad de que lo vi el primero, nada más.

—Vale, no tienes obligación de decírmelo —dijo Shen—. De todas formas, fue fenomenal. Comieron un rato en silencio.

—¿Meneo el culo al andar?

—No —dijo Ender—. Un poco nada más. No des pasos tan largos y ya está. Shen asintió con la cabeza.

—Bernard ha sido el único que lo ha notado —dijo Shen—. Es un cerdo.

Ender se encogió de hombros.

—Bien mirado, los cerdos no son tan malos. Shen se rió.

—Tienes razón. Era injusto con los cerdos.

Se rieron al unísono, y se les unieron otros dos reclutas. El aislamiento de Ender había terminado. La guerra estaba tan sólo empezando.

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