12 BONZO

—General Pace, siéntese, por favor. Tengo entendido que ha venido a verme por un asunto de cierta urgencia.

—Normalmente, coronel Graff, no pretendería inmiscuirme en el funcionamiento interno de la Escuela de Batalla. Su autonomía está garantizada, y, a pesar de nuestra diferencia de rango, soy consciente de que mi autoridad sólo me permite aconsejarle, no ordenarle que emprenda una acción.

—¿Una acción?

—No disimule conmigo, coronel Graff. Los americanos son muy dados a hacer el papel del tonto cuando quieren, pero y o no me dejo engañar. Usted sabe por qué estoy aquí.

—¡Ah! Me imagino que esto significa que Dap presentó un informe.

—Se siente… paternalista con los estudiantes. Cree que su negligencia ante una situación potencialmente mortales algo más que negligencia… que bordea la conspiración para matar o herir de gravedad a uno de los estudiantes.

—Esto es una escuela de niños, general Pace. Y una escuela de niños difícilmente puede requerir la presencia del jefe de la policía militar de la F.I.

—Coronel Graff, el nombre de Ender Wiggin se ha filtrado hasta el alto mando. Incluso ha llegado a mis oídos. He oído describirlo sin exageraciones como nuestra única esperanza de victoria en la inminente invasión. Cuando su vida o su salud está en peligro, no considero desorbitado que la policía militar tenga interés en preservar y proteger al chico. ¿Usted sí?

—Maldito Dap y maldito usted también, señor, sé lo que me hago.

—¿Seguro?

—Mejor que nadie.

—Eso es obvio, puesto que nadie más tiene la más remota idea de lo que está haciendo. Sabe desde hace ocho días que algunos de los chicos más depravados están conspirando para dar una paliza a Ender Wiggin, si pueden. Y que algunos de los miembros de esa conspiración, fundamentalmente el chico llamado Bonito de Madrid, comúnmente apodado Bonzo, tiene muchas probabilidades de no refrenarse cuando lleven a cabo ese correctivo, de modo que Ender Wiggin, un inestimable recurso internacional, quedará expuesto al grave peligro de embadurnar con sus sesos las paredes de su ingenua escuela orbital. Y usted, plenamente consciente del peligro, exactamente se propone hacer…

—Nada.

—Como comprenderá, eso aumenta nuestra perplejidad.

—Ender Wiggin ha estado en este tipo de situaciones antes. En la Tierra, el día que se le quitó el monitor, y otra vez, cuando un numeroso grupo de chicos mayores…

—No he venido aquí ignorante de su pasado. Ender Wiggin ha provocado a Bonzo Madrid más allá de toda resistencia humana. Y usted no dispone de policía militar preparada para disolver disturbios.

—Cuando Ender Wiggin esté al mando de nuestras flotas, cuando tenga que tomar las decisiones que nos conducirán a la victoria o a la destrucción, ¿habrá una policía militar que acuda en su ayuda en el caso de que la situación se le escape de las manos?

—No acabo de ver la conexión.

—Obviamente. Pero la conexión está ahí. Ender Wiggin tiene que creer que, pase lo que pase, ningún adulto va a dar un paso par a prestarle ningún tipo de ayuda, nunca. Tiene que creer, hasta lo más profundo de su alma, que sólo podrá hacer lo que él y los demás chicos resuelvan hacer por sí mismos. Si no cree eso, entonces nunca llegará a la cima de sus posibilidades.

—Tampoco llegará a la cima de sus posibilidades si está muerto o permanentemente lisiado.

—No lo estará.

—¿Por qué no hace algo tan sencillo como graduara Bonzo? Tiene la edad suficiente.

—Porque Ender sabe que Bonzo tiene la intención de matarle. Si transferimos a Bonzo antes de lo previsto, sabrá que le protegemos. El cielo sabe que Bonzo no es lo bastante buen comandante para ser promocionado por sus propios méritos.

—¿Qué pasa con los otros chicos? ¿No puede hacer que le ayuden?

—Veremos qué pasa. Ésta es mi decisión primera, última y única.

—Que Dios le proteja si está equivocado.

—Que Dios nos proteja a todos si estoy equivocado.

—Le someteré a una corte marcial capitán. Si está equivocado, haré que su nombre sea odiado en todo el mundo.

—Es justo. Pero si resulta que estoy en lo cierto, no olvide hacer lo necesario para que me concedan unas docenas de medallas.

—¡Para qué!

—Para impedir sus intromisiones.


Ender se sentó en una esquina de la sala de batalla, con el brazo enganchado en un asidero, observando a Bean practicar con su escuadrilla. Ayer habían hecho ejercicios de ataque sin pistola, desarmando enemigos con los pies. Ender les había ayudado enseñándoles algunas técnicas de lucha personal con gravedad; había muchas cosas diferentes, pero la inercia en vuelo era un elemento que se podía utilizar contra el enemigo con la misma facilidad en gravedad cero que en la gravedad terrestre.

Hoy, sin embargo, Bean tenía un juguete nuevo. Era una línea muerta, uno de los delgados hilos de bramante, casi invisibles, utilizados durante la construcción en el espacio para mantener juntos dos objetos. Algunas veces las líneas muertas tenían varios kilómetros de longitud. Ésta era sólo un poco más larga que una pared de la sala de batalla, y sin embargo se enrollaba toda ella, casi de forma invisible, en torno a la cintura de Bean. Se despojó de ella como si se tratara de una prenda de vestir y alargó un extremo a uno de sus soldados.

—Engánchalo a un asidero y dale varias vueltas.

Bean llevó el otro extremo al otro lado de la sala de batalla.

Como cable para trampas no era demasiado práctico, pensó Bean. Era suficientemente invisible, pero un hilo de bramante no tenía demasiadas probabilidades de detener a un enemigo que podía pasar sin problemas por encima o por debajo. Entonces se le ocurrió la idea de utilizarlo para cambiar de dirección en el aire. Se lo ató alrededor de la cintura, con el otro extremo todavía atado a un asidero, se deslizó algunos metros y se lanzó sin vacilar. El bramante le frenó en seco, cambió su dirección repentinamente y le balanceó, haciéndole describir un arco que le estrelló brutalmente contra la pared.

Chillaba sin parar. Ender tardó unos segundos en darse cuenta de que no gritaba de dolor.

—¡Visteis lo rápido que iba! ¡Visteis cómo cambié de dirección!

Pronto, toda la escuadra Dragón interrumpió el trabajo para observar a Bean hacer ejercicios con el hilo de bramante. Los cambios de dirección eran portentosos, especialmente cuando no se sabía dónde buscar el hilo de bramante. Cuando utilizó el hilo para dar vueltas en torno a una estrella, alcanzó velocidades que nadie había visto antes.

Eran las 21.40 cuando Ender dio por concluida la práctica nocturna. Fatigada pero satisfecha por haber visto algo nuevo, su escuadra iba por los corredores de vuelta al cuartel. Ender iba entre ellos, sin hablar, pero escuchaba sus conversaciones. Estaban cansados, sí; una batalla diaria durante más de cuatro semanas, con frecuencia en situaciones que ponían a prueba sus posibilidades. Pero estaban orgullosos, felices, unidos; nunca habían perdido, y habían aprendido a confiar unos en otros. Confiar en que sus compañeros de armas lucharían mucho y bien; confiar en que sus jefes les utilizarían en vez de malgastar sus esfuerzos; y por encima de todo, confiar en que Ender les prepararía para todas y cada una de las situaciones que pudieran sobrevenir.

Mientras caminaban por los corredores, Ender vio a varios chicos mayores, aparentemente enfrascados en conversaciones en los corredores laterales y en las escaleras de salida; algunos estaban en su corredor, caminando lentamente en dirección contraria. Era demasiada coincidencia, sin embargo, que la mayoría llevara uniformes de la escuadra Salamandra, y que los que no lo llevaban, fueran chicos mayores pertenecientes a las escuadras de los comandantes que más odiaban a Ender Wiggin. Algunos le miraban, y apartaban la vista rápidamente; otros estaban demasiado tensos, demasiado nerviosos mientras fingían estar relajados. «¿Qué hago si atacan a mi escuadra aquí, en el corredor? Todos mis chicos son jóvenes, todos son pequeños, y sin ninguna experiencia en el combate en gravedad normal. ¿Cuándo aprenderían?»

—¡Eh, Ender! —gritó alguien.

Ender se detuvo y miró hacia atrás. Era Petra.

—Ender, ¿puedo hablar contigo?

Ender vio en un segundo que si se detenía y se ponía a hablar, su escuadra le adelantaría rápidamente y se quedaría solo con Petra en el pasillo.

—Camina conmigo —dijo Ender.

—Es sólo un momento. Ender se dio la vuelta y siguió caminando con su escuadra. Oyó a Petra correr para alcanzarle.

—Está bien, caminaré contigo.

Ender se puso en tensión cuando Petra se aproximó a él. ¿Era Petra uno de ellos, uno de los que le odiaban lo suficiente como para lastimarle?

—Un amigo tuyo me ha pedido que te avise. Hay algunos chicos que quieren matarte.

—Sorpresa —dijo Ender.

Algunos de sus soldados parecieron aguzar las orejas. Los complots contra su comandante parecían ser noticias interesantes.

—Ender, son capaces de hacerlo. Dice que lo han estado planeando desde que te nombraron comandante…

—Desde que gane a Salamandra, querrás decir.

—También yo te odié cuando venciste a la escuadra Fénix, Ender.

—No he nombrado a nadie.

—Es verdad. Me dijo que te hablara a solas hoy y te avisara, en el camino de vuelta de la sala de batalla, que mañana tengas más cuidado que nunca, porque…

—Petra, si ahora me estuvieras hablando a solas, precisamente ahora me están siguiendo cerca de una docena de chicos que me habrían cogido a solas en el corredor. ¿No me dirás que no te habías dado cuenta?

Su cara enrojeció repentinamente.

—No, no me di cuenta. ¿Cómo puedes pensarlo? ¿No sabes quiénes son tus amigos?

Petra se abrió camino entre la escuadra Dragón, le adelantó y trepó por una escalera que daba a una cubierta superior.

—¿Es cierto? —preguntó Crazy Tom.

—¿El qué?

Ender inspeccionó la habitación y gritó a dos chicos alborotadores que se fueran a la cama.

—Que algunos chicos mayores quieren matarte.

—Habladurías —dijo Ender. Pero sabía que no lo eran. Petra se había enterado de algo, y lo que vio en el camino esa noche no eran imaginaciones.

—Puede que sólo sean habladurías, pero espero que entenderás que los cinco jefes de batallón que tienes te van a escoltar esta noche hasta tu habitación.

—Es completamente innecesario.

—Complácenos. Nos debes un favor.

—No os debo nada.

Sería un loco si lo rechazara.

—Haced lo que queráis.

Se dio la vuelta y se marchó. Los jefes de batallón trotaron jumo a él. Uno se adelantó y abrió su puerta.

Examinaron la habitación, hicieron prometer a Ender que cerraría con llave, y le dejaron justo antes de que se apagaran las luces.

Había un mensaje en su consola.

NO ESTÉS SOLO, NUNCA. — DINK

Ender esbozó una sonrisa. Así que Dink seguía siendo su amigo… «No te preocupes. No me harán nada. Tengo a mi escuadra.»

Pero en la oscuridad no tenía a su escuadra. Esa noche soñó con Stilson, sólo que ahora veía lo pequeño que era Stilson, sólo seis años, lo ridícula que era su actitud de duro; y sin embargo, en el sueño, Stilson y sus amigos ataron a Ender para que no pudiera defenderse, e hicieron a Ender en el sueño todo lo que Ender había hecho a Stilson en la vida real. Y más tarde, Ender se vio a sí mismo balbuceando como un idiota, esforzándose por dar órdenes a su escuadra, pero las palabras que le salían no tenían sentido.

Se despertó en la oscuridad y tuvo miedo. Luego se calmó recordando que estaba claro que los profesores le apreciaban, o no le estarían presionando tanto; no permitirían que le pasara nada. Probablemente, cuando los chicos mayores le atacaron en la sala de batalla unos años atrás, había profesores fuera de la sala, esperando a ver qué pasaba; si las cosas se hubieran salido de su cauce, habrían intervenido y las habrían contenido. «Probablemente me podía haber sentado allí y no haber hecho nada, y se habrían encargado de que saliera sano y salvo. En el juego me atosigarán todo lo que puedan, pero fuera del juego me mantendrán a salvo.»

Con esta segundad, se durmió hasta que se abrió silenciosamente la puerta y le dejaron en el suelo la siguiente guerra para que la encontrara.


Ganaron, por supuesto, pero fue extenuante, con la sala de batalla tan repleta de un laberinto de estrellas que la caza del enemigo en la operación de limpieza se prolongó cuarenta y cinco minutos. Era la escuadra Tejón de Pol Slattery, y se negaron a rendirse. Hubo también una estratagema nueva en el juego: cuando inutilizaban o dañaban a un enemigo, se deshelaba en aproximadamente cinco minutos, como si se tratara de una práctica. Sólo cuando el enemigo estaba completamente congelado quedaba fuera de combate permanentemente. Pero el deshielo gradual no funcionaba para la escuadra Dragón. Crazy Tom fue quien se dio cuenta de lo que estaba pasando, cuando comenzaron a dispararles por detrás enemigos que creían que estaban eliminados. Y al final de la batalla, Slattery estrechó la mano de Ender y le dijo:

—Me alegro que hayas ganado. Si alguna vez te venzo, Ender, quiero hacerlo limpiamente.

—Utiliza lo que te den —dijo Ender—. Si alguna vez tienes ventaja sobre el enemigo, utilízala.

—Oh, lo hice —dijo Slattery. Forzó una sonrisa—. Sólo soy imparcial antes y después de las batallas.

La batalla fue tan larga que la hora del desayuno había pasado. Ender miró a sus soldados cansados, sudorosos, sofocados, que esperaban en el corredor, y les dijo:

—Por hoy lo sabéis todo. No hay práctica. Descansad. Divertíos. Aprobad algún examen.

Su agotamiento era tal que ni siquiera gritaron o rieron o sonrieron, simplemente entraron en el cuartel y se quitaron la ropa. Si hubiera ordenado hacer prácticas, lo habrían hecho, pero estaban llegando al límite de sus fuerzas, e ir sin desayunar era una injusticia excesiva.

Ender quiso ducharse inmediatamente, pero también estaba cansado. Se estiró en la cama con el traje refulgente puesto, para descansar sólo un momento, y se despertó a la hora del almuerzo. Se había desvanecido su idea de seguir estudiando a los insectores esa mañana. Sólo había tiempo para arreglarse, ir a comer y poner rumbo a la clase.

Se quitó su traje refulgente, que apestaba a sudor. Su cuerpo sintió frío; sus articulaciones, una debilidad singular. No debería haber dormido en mitad del día. «Estoy empezando a aflojar. Estoy empezando a agotarme. No puedo permitírmelo.»

Por eso trotó hasta el gimnasio y se obligó a subir la cuerda tres veces antes de ir al cuarto de baño a ducharse. No se le ocurrió que su ausencia en el comedor de los comandantes habría sido advertida; que duchándose al mediodía, cuando su escuadra estaría devorando su primera comida del día, estaría completa, desamparadamente solo.

Ni siquiera cuando les oyó entrar en el cuarto de baño prestó atención. Estaba dejando que el agua corriera por su cabeza, por su cuerpo; el ruido amortiguado de pisadas era difícilmente perceptible. «Puede que haya terminado el almuerzo —pensó. Comenzó a enjabonarse de nuevo—. Puede que alguien haya terminado la práctica tarde.»

Y puede que no. Se dio la vuelta. Había siete, apoyados de espaldas contra los lavabos metálicos, o de pie cerca de las duchas, observándole. Bonzo estaba al frente de ellos. Muchos sonreían, la mueca condescendiente del cazador ante su víctima acorralada. Bonzo no sonreía, sin embargo.

—Hola —dijo Ender.

Nadie respondió.

Ender cerró la ducha, a pesar de que todavía tenía jabón encima, y alargó la mano en busca de su toalla. No estaba allí. Uno de los chicos la sostenía. Era Bernard. Lo único que faltaba para que el cuadro fuera completo era que Stilson y Peter estuvieran también allí. Necesitaban la sonrisa de Peter; necesitaban la estupidez obvia de Stilson.

Ender reconoció la toalla como su punto flaco. Nada le haría parecer más débil que correr desnudo tras la toalla. Eso es lo que querían, humillarle, destrozarle. No iba a seguirles el juego. Rehusó sentirse débil sólo porque estuviera mojado, aterido y sin ropa. Se irguió enérgicamente, mirándoles de frente, con los brazos en jarras. Fijó su mirada en Bonzo.

—Tú mueves —dijo Ender.

—Esto no es un juego —dijo Bernard—. Estamos hartos de ti, Ender. Te gradúas hoy.

Ender no miró a Bernard. Era Bonzo quien estaba hambriento de muerte, aunque estuviera en silencio. Los otros habían ido por ir, por ver hasta dónde podían llegar. Bonzo sabía hasta dónde podía llegar.

—Bonzo —dijo Ender con voz suave—. Tu padre estaría orgulloso de ti. Bonzo se puso rígido.

—Le encantaría verte venir a pelear con un chico desnudo en la ducha, más pequeño que tú, y que has traído a seis amigos. Diría: «Oh, cuánto honor.»

—No hemos venido a pelear contigo —dijo Bernard—. Sólo hemos venido para convencerte de que juegues limpio. Quizá perdiendo un par de juegos de vez en cuando.

Los demás se rieron, pero Bonzo no se río, y tampoco Ender.

—Estarás orgulloso, Bonito, chico guapo. Puedes ir a casa y decirle a tu padre, «sí, he vapuleado a Ender Wiggin, que apenas tenía diez años, y yo tenía trece. Y además sólo me había traído a seis amigos para ayudarme, y de alguna forma nos las arreglamos para derrotarle, a pesar de que estaba desnudo y mojado y solo; Ender Wiggin es tan peligroso y aterrador que bastante hicimos no presentándonos doscientos».

—Cierra la boca, Wiggin —dijo uno de los chicos.

—No hemos venido a oír hablar a este pequeño desgraciado —dijo otro.

—Tú cállate —dijo Bonzo—. Callaos y no os metáis.

Comenzó a quitarse el uniforme.

—Desnudo, mojado y solo, Ender, estamos empatados. No puedo remediar ser más grande que tú. Pero como eres un genio, ya se te ocurrirá algo para vencerme.

Se volvió a los demás.

—Vigilad la puerta. No dejéis entrar a nadie.

El cuarto de baño no era grande, y por todos lados sobresalía la instalación de agua. Había sido lanzado en una sola pieza, como un satélite de órbita baja, lleno hasta los topes por el equipo de regeneración de agua; estaba diseñado para que no hubiera ningún espacio perdido. La táctica a seguir era obvia. Arrojar al otro chico contra las instalaciones hasta que uno de los dos se haga el suficiente daño como para dejar de pelear.

Cuando Ender vio la postura de Bonzo, su corazón se vino abajo. Bonzo también había recibido clases. Y probablemente más recientes que Ender. Tenía más envergadura, era más fuerte, y estaba lleno de odio. No sería delicado. «Irá a por mi cabeza —pensó Ender—. Intentará dañarme el cerebro. Y si esta pelea es larga, casi seguro que vencerá él. Su fuerza puede controlarme. Si quiero salir de aquí por mi propio pie, tengo que vencer rápidamente. —Rememoró la nauseabunda sensación de sentir crujir los huesos de Stilson—. Pero esta vez será mi cuerpo el que se haga pedazos, a menos que pueda hacerle pedazos primero…»

Ender retrocedió, dio un manotazo al cabezal de la ducha poniéndolo hacia arriba, y abrió el agua caliente. Casi inmediatamente, comenzó a salir vapor. Abrió la siguiente, y la siguiente.

—No me asusta el agua caliente —dijo Bonzo. Su voz era suave.

Pero lo que Ender quería no era el agua caliente. Era el calor. Su cuerpo todavía estaba enjabonado, y su sudor lo humedecía, hacía su piel más escurridiza de lo que Bonzo esperaría.

De repente, se oyó una voz que venía del otro lado de la puerta.

—¡Detente!

Por un momento, Ender pensó que era un profesor, que había venido para detener la pelea, pero sólo era Dink Meeker. Los amigos de Bonzo lo cogieron en la puerta y lo sujetaron.

—¡Detente, Bonzo! —gritó Dink—. No le hagas daño.

—¿Por qué no? —preguntó Bonzo, y, por primera vez, sonrió.

«Ah —pensó Ender—, le gusta que vean que es él el que tiene el control, quien tiene poder…»

—¡Porque es el mejor, he ahí el porqué! ¡El que puede enfrentarse a los insectores! ¡Eso es lo que importa, loco, los insectores!

Bonzo dejó de sonreír. Era lo que más odiaba de Ender, que éste era realmente importante para otras personas, y al final, Bonzo no lo era.

«Con esas palabras, me acabas de matar, Dink. Bonzo no quiere oír que quizá yo pueda salvar al mundo.

»¿Donde están los profesores? —pensó Ender—. ¿No se dan cuenta de que el primer contacto directo en esta pelea puede ser el último? Esto no es como la lucha en la sala de batalla, donde nadie tiene la posibilidad de hacer ningún daño importante a otro. Aquí hay gravedad, y el suelo y las paredes son duras y con metales despuntando por todos sitios. Parad esto ahora o nunca…»

—¡Si le tocas eres un medio insector! —gritó Dink—. ¡Eres un traidor, si le tocas mereces morir!

Encasquetaron la cara de Dink contra la puerta y se quedó callado.

El vapor de las duchas difuminaba la habitación, y el sudor corría por el cuerpo de Ender. «Ahora, antes de que se vaya el jabón. Ahora, cuando todavía soy demasiado escurridizo para que me agarre», pensaba Ender.

Ender retrocedió, dejando que su cara mostrara el miedo que sentía.

—Bonzo, no me hagas daño —dijo—. Por favor.

Era lo que estaba esperando Bonzo, la confesión de que él ostentaba el poder. Para otros chicos habría sido suficiente que Ender se hubiera sometido; para Bonzo, era sólo una señal de que su victoria era segura. Balanceó la pierna como si fuera a dar una patada, pero en el último momento la cambió por un salto. Ender advirtió el balanceo del cuerpo de Bonzo y se encorvó hacia abajo para que éste estuviera más desequilibrado cuando intentara agarrar a Ender y arrojarle.

Las duras costillas de Bonzo fueron a parar contra la cara de Ender, y sus manos abofetearon la espalda de Ender, intentando asirle. Pero Ender se giró, y las manos de Bonzo resbalaron. En un segundo, Ender estaba totalmente vuelto, aunque seguía abrazado por Bonzo. El movimiento clásico en esa situación sería levantar el talón contra la ingle de Bonzo. Pero para que ese movimiento sea efectivo se requiere mucha precisión, y Bonzo lo esperaba. Ya se estaba elevando sobre las puntas de los pies, empujando hacia atrás las caderas para mantener la ingle fuera del alcance de Ender. Sin verle, Ender sabía que acercaría la cara, casi contra el pelo de Ender; por eso, en vez de pegarle una patada, embistió hacia arriba tomando impulso en el suelo, con la potente embestida del soldado que rebota contra la pared, e incrustó su cabeza en la cara de Bonzo.

Ender se giró a tiempo de ver a Bonzo tambalearse hacia atrás, con la nariz sangrando, boquiabierto de sorpresa y de dolor. Ender sabía que podía aprovechar ese momento para salir de la habitación y finalizar la pelea. Como se había escapado de la sala de batalla después de derramar la sangre de otros. Pero tendría que librar esa batalla otra vez. Una y otra vez hasta que se le hubieran acabado las ganas de pelear. La única forma de poner fin a todo eso para siempre era lastimar a Bonzo lo suficiente para que su miedo fuera más fuerte que su odio.

Ender se reclinó contra la pared que tenía detrás, dio un salto hacia arriba y tomó impulso con los brazos. Sus pies aterrizaron en el pecho y en el vientre de Bonzo. Ender dio un giro en el aire y aterrizó con las puntas de los pies y las manos; dio una voltereta, se inclinó bajo Bonzo, y esta vez, cuando le pegó una patada en la ingle de abajo arriba, la conectó con fuerza y de lleno.

Bonzo no dio un grito de dolor. No reaccionó en absoluto, aunque su cuerpo se elevó un poco en el aire. Era como si Ender hubiera pegado una patada a un mueble. Bonzo, sin conocimiento, cayó de lado, y quedó tirado directamente debajo de la lluvia de agua humeante de una ducha. No hizo ningún movimiento para escapar del calor homicida.

—¡Dios mío! —gritó alguien.

Los amigos de Bonzo dieron un salto para cerrar el agua. Ender se puso de pie lentamente. Alguien le alargó su toalla. Era Dink.

—Salgamos de aquí—dijo Dink.

Condujo a Ender fuera. Detrás quedaba el pesado estrépito de adultos que bajaban una escalera corriendo. Ahora vendrían los profesores. El personal médico. Para vendar las heridas del enemigo de Ender. ¿Dónde estaban antes de la pelea? Cuando aún estaban a tiempo de que no hubiera heridas.

No había ahora ninguna duda en la mente de Ender. No recibiría ninguna ayuda. Fuera lo que fuese lo que tuviera enfrente, ahora y siempre, nadie le salvaría. Peter podría ser un canalla, pero había tenido razón, siempre la tuvo: el poder de causar dolor es el único poder que importa, el poder de matar y destrozar; porque si no eres capaz de matar entonces siempre estás sometido a los que sí son capaces, y nada ni nadie te salvará.

Dink le condujo a su habitación y le hizo tumbarse en la cama.

—¿Tienes alguna herida? —le preguntó. Ender negó con la cabeza.

—Le has destrozado. Cuando vi cómo te agarró, pensé que eras hombre muerto. Pero le has destrozado. Si hubiera resistido más tiempo, le habrías matado.

—Quería matarme.

—Lo sé. Le conozco. Nadie odia como Bonzo. Pero se acabó. Si no lo fríen por esto y lo envían a casa, nunca te volverá a mirar a los ojos. A ti o a cualquiera. Es veinte centímetros más alto que tú, e hiciste que pareciera una vaca lisiada rumiando su ración de hierba.

Lo único que Ender podía ver, sin embargo, era la mirada de Bonzo mientras le pegaba la patada en la ingle. La mirada muerta, vacía. Entonces ya estaba acabado. Ya estaba inconsciente. Tenía los ojos abiertos, pero ya no pensaba ni se movía, sólo esa mirada estúpida, muerta, esa terrible mirada. «La mirada de Stilson cuando acabé con él…»

—Le freirán de todas formas —dijo Dink—. Todo el mundo sabe que él comenzó. Les vi levantarse y salir del comedor de comandantes. Tardé un par de segundos en darme cuenta de que tú tampoco estabas allí, y un minuto más en descubrir dónde habías ido. Te dije que no estuvieras solo.

—Lo siento.

—Tienen que freírle. Camorrista. El y su apestoso honor.

Entonces, ante la sorpresa de Dink, Ender comenzó a llorar. Tendido boca arriba, todavía empapado en sudor y agua, sollozó entrecortadamente, y sus párpados cerrados rezumaron lágrimas, que desaparecían en el agua de su cuerpo.

—¿Te encuentras bien?

—¡No quería hacerle daño! —gritó Ender—. ¡Por qué no me dejó en paz!


Oyó abrir la puerta sigilosamente, luego cerrarla. Supo de inmediato que eran sus instrucciones de batalla. Abrió los ojos, esperando encontrar la oscuridad de las primeras horas de la mañana, antes de las 06.00. En cambio, las luces estaban encendidas. Estaba desnudo y, cuando se movía, la cama chorreaba agua. Tenía los ojos hinchados y doloridos de tanto llorar. Miró el reloj de su escritorio. Señalaba las 18.20. «Es el mismo día. Ya he tenido una batalla hoy, he tenido dos batallas hoy; esos canallas saben por lo que he pasado, y me hacen esto…»


WILLIAN BEE, ESCUADRA GRIFÓN,
TALO MOMOE, ESCUADRA TIGRE, 19.00

Se sentó en el borde de la cama. La nota temblaba en sus manos.

«No puedo hacer esto», dijo en silencio. Y después, pero ya no en silencio, repitió:

—No puedo hacer esto.

Se levantó, extenuado, y buscó su traje refulgente. Entonces se acordó; lo había puesto en la lavadora mientras se duchaba. Todavía estaba allí.

Sosteniendo el papel, salió de la habitación. La comida estaba a punto de concluir, y había algunas personas en el corredor, pero nadie le habló, sólo le miraron, quizá por respeto ante lo que había pasado al mediodía en el cuarto de baño, quizá por el aspecto terrible, lúgubre, de su cara. La mayoría de los chicos estaban en el cuartel.

—Hola, Ender. ¿Va a haber práctica esta noche?

Ender extendió el papel a Hot Soup.

—Esos hijos de puta —dijo—. ¿Dos a la vez?

—¡Dos escuadras! —gritó Crazy Tom.

—Tropezarán entre sí—dijo Bean.

—Tengo que lavarme —dijo Ender—. Ha/ que se preparen; reúnelos, me encontraré contigo allí, en la puerta.

Salió del cuartel. Detrás de él se alzó un tumulto de conversaciones. Oyó a Crazy Tom gritar:

—¡Dos escuadras de caguetas! ¡Les daremos azotes en el culo!

El cuarto de baño estaba vacío. Todo limpio. Ni rastro de la sangre que se derramó desde la nariz de Bonzo hasta el agua de la ducha. Desaparecido. Aquí nunca había pasado nada.

Ender se puso debajo del agua y se enjuagó, «e quitó el sudor del combate y lo dejó correr por ti desagüe. Desaparecido. Con la salvedad de que la reciclaban y por la mañana beberían la sangre aguada de Bonzo. La vida se había ido de su sangre pero su sangre era la misma, su sangre y el sudor, lavada en la estupidez o la crueldad o lo que les hizo permitir que esto sucediera.

Se secó, se puso su traje refulgente y caminó hacia la sala de batalla. Su escuadra esperaba en el corredor; la puerta todavía no estaba abierta. Le observaron en silencio mientras caminaban hasta el campo de fuerza gris. Naturalmente, todos sabían lo de su pelea en el cuarto de baño; eso y su propio cansancio por la batalla de esa mañana les mantenía callados, mientras que el conocimiento de que se enfrentarían a dos escuadras les llenaba de pavor.

«Van a hacer cualquier cosa para vencerme —pensó Ender—. Todo. Todo lo que se les ocurra, cambiar todas las reglas. No les importa si así me ganan. Bien, estoy harto del juego. Ningún juego vale la sangre de Bonzo enrojeciendo el agua del suelo del cuarto de baño. Freídme, enviadme a casa, no quiero jugar más.»

La puerta desapareció. A sólo tres metros había cuatro estrellas juntas, bloqueando completamente la vista desde la puerta.

Dos escuadras no eran suficientes. Tenían que hacer que Ender desplegara sus fuerzas a ciegas.

—Bean —dijo Ender—. Coge a tus chicos y dime qué hay al otro lado de esa estrella.

Bean desenrolló la bobina de bramante de su cintura, se ató un extremo, alargó el otro extremo a un chico de su escuadrilla y pasó suavemente por la puerta. Su escuadrilla le siguió rápidamente. Habían practicado eso varias veces, y sólo tardaron unos segundos en estar atados a la estrella, sosteniendo el extremo de bramante. Bean tomó impulso a gran velocidad, siguiendo una línea casi paralela a la puerta; cuando llegó a la esquina de la sala, tomó impulso de nuevo y salió disparado como un cohete directamente hacia el enemigo. Los puntos de luz de la pared revelaban que el enemigo le estaba disparando. Como el cable era detenido una vez por un borde de la estrella y la siguiente por el otro, su arco se estrechaba, su dirección cambiaba, y él constituía un blanco imposible de acertar. Su escuadrilla le recogió limpiamente cuando se aproximó a la estrella por el otro lado. Movió las manos y las piernas para que los que esperaban tras la puerta supieran que el enemigo no le había alcanzado en ningún sitio.

Ender se tiró por la puerta.

—Está realmente sombrío —dijo Bean—, pero con suficiente luz para no poder seguir fácilmente a la gente por las luces de sus trajes. La peor iluminación. Desde esa estrella hasta el lado enemigo de la sala, todo es espacio abierto. Tienen ocho estrellas formando un cuadrado alrededor de su puerta. No he visto a nadie excepto a los que estaban escrutando cerca de las cajas. Están sentados allá, esperándonos.

Como para corroborar la afirmación de Bean, el enemigo comenzó a gritarles.

—¡Eh! ¡Estamos hambrientos, venid y alimentadnos! ¡Tenéis un culo cagón! ¡Tenéis un culo dragón!

La mente de Ender se sintió desfallecer. Esto era estúpido. No tenía ninguna posibilidad, doblados en número y forzados a atacar a un enemigo protegido.

—En una guerra real, cualquier comandante con un mínimo de sentido común se retiraría y salvaría a su escuadra.

—Qué más da —dijo Bean—. Solamente es un juego.

—Dejó de ser un juego cuando se saltaron las reglas.

—Sáltatelas tú también. Ender forzó una sonrisa.

—De acuerdo. Por qué no. Veamos cómo reaccionan ante una formación. Bean se espantó.

—¡Una formación! No hemos hecho ninguna formación desde que somos escuadra.

—Todavía falta un mes para el final normal de nuestro período de entrenamiento. Ya es hora de que empecemos a hacer formaciones. Es necesario saber hacer formaciones.

Formó una A con los dedos, indicó con ellos la puerta e hizo señas. El batallón A surgió por ella rápidamente y Ender comenzó a ordenarlos detrás de la estrella. Tres metros no era suficiente espacio para trabajar, los chicos estaban asustados y confundidos, y tardó cerca de cinco minutos en conseguir que entendieran lo que estaban haciendo.

Los soldados Tigre y Grifón se limitaban a entonar provocaciones, mientras sus comandantes discutían si aprovechaban o no su abrumadora superioridad para atacar a la escuadra Dragón mientras estaba detrás de la estrella. Momoe se inclinaba por el ataque.

—Les doblamos en número. Mientras que Bee decía:

—Quédate quieto y no perderemos, sal y descubrirá alguna forma de ganarnos.

Así que no se movieron, hasta que, por fin, en la mortecina luz, vieron aparecer una gran masa de detrás de la estrella de Ender. Mantenía su forma, incluso cuando, bruscamente, dejó de describir movimientos laterales y se lanzó hacia el centro de las ocho estrellas donde esperaban ochenta y dos soldados.

—Toma del frasco, Carrasco —dijo un Grifón—. Están haciendo una formación.

—La deben haber aprendido en esos cinco minutos —dijo Momoe.

—Si les hubiéramos atacado mientras la estaban haciendo, les habríamos destruido.

—Traga, Momoe —susurró Bee—. Ya has visto cómo volaba aquel pequeño. Dio una vuelta completa a la estrella y volvió sin tocar ninguna pared. Puede que tengan garfios. ¿No se te ha ocurrido pensar en eso? Tienen algo nuevo.

Era una formación extraña. Una formación cuadrada, con cuerpos apiñados delante, formando una pared. Detrás, un cilindro, de seis chicos de circunferencia y dos chicos de altura, con los miembros extendidos y congelados, por lo que no era posible que estuvieran agarrados unos a otros. Sin embargo, se mantenían tan estrechamente unidos como si estuvieran atados; que, de hecho, era como estaban.

Desde el interior de la formación, la escuadra Dragón disparaba con una precisión mortífera, obligando a los grifones y a los tigres a quedarse arracimados en sus estrellas.

—La espalda de ese mamón no está cubierta —dijo Bee.

—En cuanto estén entre las estrellas, podemos salir por detrás…

—¡No hables, hazlo! —dijo Momoe, y siguiendo su propio consejo ordenó a sus chicos que se lanzaran contra la pared y rebotaban para ponerse detrás de la formación Dragón.

En el caos del despegue, mientras la escuadra Grifón ocupaba su estrella, la formación Dragón cambió repentinamente. El cilindro y la pared frontal se dividieron en dos empujados por los chicos del interior; casi al mismo tiempo, las dos formaciones invirtieron la dirección, dirigiéndose de vuelta a la puerta Dragón. La mayoría de los grifones dispararon a las formaciones y a los chicos que retrocedían con ellas; y los tigres cogieron a los supervivientes de la escuadra Dragón por detrás.

Pero algo no encajaba. William Bee pensó un momento y comprendió lo que era. Esas formaciones no podían haber invertido la dirección en la mitad del vuelo a menos que alguien les hubiera empujado en la dirección opuesta, y si ese alguien despegó con suficiente fuerza como para hacer que una formación de veinte hombres se moviera hacia atrás, debía ir rápido.

Allí estaban, seis pequeños soldados Dragón, allí abajo, cerca de la puerta de William Bee. Por el número de luces que mostraban sus trajes refulgentes, Bee pudo ver que tres estaban inutilizados y dos dañados; sólo uno estaba entero. Nada que temer. Bee les apuntó despreocupadamente, pulsó el botón, y…

No sucedió nada.

Las luces se encendieron.

El juego había terminado.

Aunque les estaba mirando, Bee tardó un instante en comprender lo que había pasado. Cuatro de los soldados Dragón presionaban con sus cascos las esquinas de la puerta. Y uno acababa de pasar por ella. Acababan de realizar el ritual de la victoria y poner fin al juego justo debajo de sus nances.

Sólo entonces se le ocurrió a William Bee que la escuadra Dragón no sólo había puesto fin al juego, que era posible que, según las reglas, lo hubieran ganado. Después de todo, pasara lo que pasara, no eras declarado ganador a menos que tuvieras cuatro soldados descongelados para tocar las esquinas de la puerta y otro para atravesar la puerta y entrar al corredor del enemigo. Por consiguiente, según se mirara, se podía argumentar que el ritual final era la victoria. Ciertamente, la sala de batalla lo identificó como el fin del juego.

La puerta de los profesores se abrió y el mayor Anderson entró en la sala.

—Ender —gritó, mirando en torno suyo.

Uno de los soldados Dragón congelados intentó responderle con las mandíbulas que estaban fuertemente amordazadas por el traje refulgente. Anderson dirigió el garfio hacia él y le descongeló.

Ender sonreía.

—Le gané de nuevo, señor —dijo.

—Tonterías, Ender —dijo Anderson con voz suave—. Tu batalla era contra Grifón y Tigre.

—¿Tan estúpido me considera? —dijo Ender.

—Después de esta pequeña maniobra, se revisarán las reglas para exigir que todos los soldados enemigos estén congelados o inutilizados antes de que se pueda abrir la puerta —dijo Anderson, esta vez en voz alta.

—De todas formas, sólo podía funcionar una vez —dijo Ender.

Anderson le alargó el garfio. Ender descongeló a todos a la vez. A la mierda el protocolo. A la mierda todo.

—¡Eh! —gritó al alejarse Anderson—. Y la próxima vez ¿qué será? ¿Mi escuadra en una jaula sin pistolas, contra el resto de la Escuela de Batalla? ¿Qué tal un poco más de igualdad?

Se oyó un fuerte murmullo de aprobación de los demás chicos, y no procedía tan sólo de la escuadra Dragón. Anderson ni siquiera se volvió para refrendar el desafío de Ender. Al final, fue William Bee quien respondió:

—Ender, si tú estás en un lado de la batalla, no habrá igualdad cualquiera que sean las condiciones.

—¡Cierto! —gritaron los chicos. Muchos se rieron. Talo Momoe comenzó a aplaudir. Gritó:

—¡Ender Wiggin!

Los demás chicos también aplaudieron y aclamaron el nombre de Ender.

Ender atravesó la puerta del enemigo. Sus soldados le siguieron. El sonido de los soldados gritando su nombre le siguió por los corredores.

—¿Hay práctica esta noche? —preguntó Crazy Tom.

Ender movió la cabeza negativamente.

—¿Mañana por la mañana, entonces?

—No.

—Bueno, ¿cuándo?

—Nunca más, en lo que a mí respecta.

Podía oír los murmullos detrás de él.

—Eh, eso no es justo —dijo uno de los chicos.

—No es culpa nuestra que los profesores estén trucando el juego. No puedes dejar de enseñarnos sólo porque…

Ender golpeó violentamente la pared con la mano abierta y gritó al chico:

—¡Ya no me importa el juego!

Su voz resonó por el corredor. Los chicos de otras escuadras se asomaron a sus puertas. Habló en voz baja rompiendo el silencio.

—¿Lo entendéis? —Y susurró—. El juego ha terminado.

Volvió a su habitación solo. Quiso tumbarse, pero no pudo porque la cama estaba mojada. Eso le recordó todo lo que había sucedido ese día, y, enfurecido, arrancó el colchón y las sábanas de la estructura de la cama y los tiró al corredor. Luego lió un uniforme para hacerlo servir de almohada y se tendió sobre la estructura de alambres ensartados del somier. Era incómodo, pero no lo suficiente como para levantarse.

Apenas llevaba allí unos minutos cuando alguien llamó a la puerta.

—¡Vete! —dijo con voz suave.

Quienquiera que fuera el que estaba llamando, o no le oyó o no le importó. Finalmente, Ender dijo que entrara.

Era Bean.

—Vete, Bean.

Bean asintió con la cabeza, pero no se marchó. Se limitó a mirar al suelo. Ender estuvo a punto de chillarle, maldecirle, gritarle que se marchara. Pero advirtió lo cansado que parecía Bean, con el cuerpo doblado por el cansancio, con los ojos oscuros por la falta de sueño; y sin embargo su piel seguía siendo suave y traslúcida, la piel de un niño, las mejillas con curvas suaves, los miembros esbeltos de un chiquillo. Todavía no tenía ocho años. No importaba que fuera brillante y aplicado y bueno. Era un niño. Era joven.

«No lo es —pensó Ender—. Pequeño, sí. Pero Bean ha pasado por una batalla en la que toda una escuadra completa dependía de él y de los soldados que mandaba, y lo hizo espléndidamente, y ganaron. No hay juventud en eso. Ni infancia.»

Interpretando el silencio y la expresión apaciguada de Ender como un permiso para quedarse, Bean dio otro paso hacia el interior de la habitación. Sólo entonces vio Ender el pequeño trozo de papel en sus manos.

—¿Te han trasladado? —preguntó Ender. Le parecía increíble, pero el sonido de su voz salió indiferente, muerto.

—A la escuadra Conejo.

Ender asintió con la cabeza. «Claro. Era obvio. Si no me pueden derrotar con mi escuadra, me quitan la escuadra…»

—Carn Carby es un buen hombre —dijo Ender—. Espero que reconozca lo que vales.

—Carn Carby ha sido graduado hoy. Recibió el aviso mientras estábamos en batalla.

—Bien, entonces, ¿quién está al mando de Conejo?

Bean extendió las manos desesperanzadamente.

—Yo.

Ender miró al techo y asintió con la cabeza.

—Claro. Después de todo, sólo tienes cuatro años menos de la edad regular.

—No es divertido. No sé qué está pasando aquí. Todos los cambios del juego. Y ahora esto. Y no he sido el único trasladado. Han graduado a la mitad de los comandantes y han puesto a muchos de los muchachos al mando de sus escuadras.

—¿Quiénes?

—Parece que… todos los jefes de batallón y todos los ayudantes.

—Claro. Si deciden hundir mi escuadra, cortarán por la raíz; hagan lo que hagan, lo hacen a conciencia.

—Aun así, seguirás ganando, Ender. Todos lo sabemos. Crazy Tom dijo: «¿No pretenderán que descubra la forma de vencer a la escuadra Dragón?» Todo el mundo sabe que eres el mejor. No pueden acabar contigo, hagan lo que…

—Ya lo han hecho.

—No, Ender, no pueden…

—Ya no me importa su juego, Bean. No voy a jugar nunca más. No más prácticas. No más batallas. Pueden poner en el suelo todos los trozos de papel que quieran, pero no iré. Tomé esa decisión hoy, antes de atravesar la puerta. Por eso hice que salieras a la sala de batalla. No creí que funcionaría, pero no me importaba. Sólo quería despedirme con clase.

—Deberías haber visto la cara de William Bee. Se quedó parado intentando descubrir cómo podía haber perdido cuando tú sólo tenías siete chicos que sólo podían menear la punta de los pies y él sólo tenía tres que no podían.

¿Por qué habría de ver la cara de William Bee? ¿Por qué habría de querer ganar a nadie? Ender apretó las palmas de las manos contra los ojos.

—Hoy he lastimado gravemente a Bonzo, Bean. Le he lastimado de verdad.

—Se lo estaba buscando.

—Le dejé sin sentido estando de pie. Era como si estuviese muerto, de pie. Y seguí pegándole.

Bean no dijo nada.

—Sólo quería asegurarme de que no me volvería a lastimar nunca más.

—No lo hará. Le han mandado a casa.

—¿Ya?

—Los profesores no han dado muchas explicaciones, nunca lo hacen. La nota oficial dice que ha sido graduado, pero donde ponen el destino —ya sabes, escuela táctica, apoyo logístico, navegación, mando, ese tipo de cosas—; sólo decía Cartagena, España. Esa es su casa.

—Me alegro que le hayan graduado.

—Mierda, Ender, nosotros nos alegramos de que se haya ido. Si hubiéramos sabido lo que te estaba haciendo, le habríamos matado en el acto. ¿Es cierto que eran un grupo de chicos contra ti?

—No. Sólo él y yo. Luchó con honor.

«Si no hubiera sido por su honor, él y los demás me habrían pegado. Entonces, puede que me hubieran matado. Su sentido del honor salvó mi vida», pensó Ender.

—Yo no luché con honor —dijo Ender—. Luché para vencer. Bean rió.

—Y venciste. Le pusiste en órbita de una patada.

Llamaron a la puerta. Antes de que Ender pudiera contestar, la puerta se abrió. Ender imaginó que serían más soldados suyos. Pero era el mayor Anderson. Y detrás de él venía el coronel Graff.

—Ender Wiggin —dijo el coronel Graff. Ender se puso de pie.

—Sí, señor.

—Tu alarde de mal genio de hoy en la sala de batalla era insubordinación y no se ha de repetir.

—Sí, señor —dijo Ender. Bean todavía se sentía insubordinado, y no creía que Ender se merecía la reprimenda.

—Creo que ya era hora de que alguien dijera a los profesores lo que pensamos sobre lo que han estado haciendo.

Los adultos le ignoraron. Anderson alargó a Ender una hoja de papel. Una hoja de tamaño grande. No uno de esos trozos de papel que contenían órdenes de régimen interno de la Escuela de Batalla; era toda una serie de órdenes. Bean sabía lo que significaba. Trasladaban a Ender de la escuela.

—¿Graduado?—preguntó Bean. Ender asintió con la cabeza.

—¿Qué les ha hecho tardar tanto? Sólo vas dos o tres años adelantado. Ya has aprendido a caminar, hablar y vestirte por ti mismo. ¿Qué les queda por enseñarte?

Ender negó con la cabeza.

—Sólo sé que el juego se ha acabado. Dobló el papel.

—Nunca es demasiado pronto. ¿Puedo hablar con mi escuadra?

—No hay tiempo —dijo Graff.

—Tu transbordador sale en veinte minutos. Además, es mejor no hablar con ellos después de haber recibido tus órdenes. Lo hace más fácil.

—¿Para ellos o para ustedes? —preguntó Ender.

No esperó la respuesta. Se volvió rápidamente hacia Bean, cogió su mano por un momento, y luego se dirigió hacia la puerta.

—Espera —dijo Bean—. ¿Dónde vas? ¿Táctica? ¿Navegación? ¿Apoyo logístico?

—Escuela de Alto Mando —dijo Ender.

—¿Mando?

—Alto Mando —confirmó Ender.

Y para entonces ya había atravesado la puerta. Anderson le seguía de cerca. Bean cogió al coronel Graff por la manga.

—¡Nadie va a la Escuela de Alto Mando antes de los dieciséis años!

Graff se libró de la mano de Bean y se marchó, cerrando la puerta detrás de él.

Bean se quedó solo en la habitación, intentando descifrar lo que podía significar. Nadie iba a la Escuela de Alto Mando sin estar tres años en Tácticas o en Apoyo. Pero de todas formas, nadie había dejado la Escuela de Batalla sin estar por lo menos seis años, y Ender sólo había estado cuatro.

El sistema se estaba desmoronando. No había ninguna duda al respecto. O alguien de arriba se ha vuelto loco, o algo marcha mal en la guerra, la guerra real, la guerra insectora. ¿Por qué si no iban a acabar con un sistema de entrenamiento como este? ¿Por qué si no iban a destrozar el juego de la forma en que lo habían hecho? ¿Por qué si no iban a poner a un crío como él al mando de una escuadra?

Bean se preguntaba todo eso mientras bajaba por el corredor hacia su cama. Las luces se apagaron justo cuando llegó a su litera. Se desnudó en la oscuridad, tanteando para poner su ropa en un casillero que no podía ver. Se sentía fatal. Al principio pensó que se sentía mal porque le asustaba dirigir una escuadra, pero no era verdad. Sabía que sería un buen comandante. Tuvo ganas de llorar. No había llorado desde los primeros días de nostalgia que siguieron a su llegada a la escuela. Intentó dar un nombre al sentimiento que le ponía un nudo en la garganta y le hacía sollozar en silencio, a pesar de los grandes esfuerzos que hacía para contenerlo. Se mordió la mano para detener el sentimiento, para sustituirlo por el dolor. No sirvió. No volvería a ver a Ender.

Cuando dio un nombre al sentimiento pudo controlarlo. Se tendió de espaldas y se obligó a hacer toda la rutina de relajamiento hasta que dejó de tener ganas de llorar. Entonces se abandonó para dormir. Tenía la mano cerca de la boca. Extendida sobre la almohada, indecisa, como si Bean no pudiera decidir entre morderse las uñas o chuparse las puntas de los dedos. Tenía la frente fruncida y contraída. La respiración era rápida y ligera. Era un soldado y si alguien le hubiera preguntado qué quería ser cuando fuera mayor, no habría sabido qué le preguntaban.

Cuando entraba al transbordador, Ender advirtió por primera vez que la insignia del uniforme del mayor Anderson había cambiado.

—Sí, ahora es coronel —dijo Graff—. En realidad, el mayor Anderson ha sido asignado al mando de la Escuela de Batalla, a partir de este mediodía. Yo he sido destinado a otros deberes.

Ender no le preguntó cuáles eran.

Graff se ató a un asiento del otro lado del pasillo. Sólo había otro pasajero, un hombre callado con traje de paisano, que fue presentado como el general Pace. Pace tenía un maletín, pero tampoco llevaba equipaje. De alguna forma, ver que Graff también iba de vacío era reconfortante para Ender, Ender sólo habló una vez en todo el viaje a casa.

—¿Por qué vamos a casa? —preguntó—. Creía que la Escuela de Alto Mando estaba en algún lugar de los asteroides.

—Y así es —dijo Graff.

—Pero la Escuela de Batalla no tiene instalaciones para el amarre de naves de gran campo de acción. De modo que tendrás un corto permiso en el campo de aterrizaje.

Ender quiso preguntar si eso significaba que podía ver a su familia. Pero de repente, ante la idea de que quizá fuera posible, tuvo miedo, y no preguntó. Se limitó a cerrar los ojos e intentó dormir. Detrás de él, el general Pace le estudiaba; Ender no conseguía adivinar con qué fin.

Cuando aterrizaron, era un caluroso mediodía de verano en Florida. Ender había estado tanto tiempo sin ver el Sol que la luz casi le cegó. Entornaba los ojos y estornudaba y quería volver al interior. Todo estaba lejos y horizontal; la Tierra, sin la curva ascendente de los suelos de la Escuela de Batalla, parecía en cambio hundirse, de manera que al nivel del suelo Ender se sentía como si estuviera en un pináculo. La fuerza de la gravedad real era diferente, y arrastraba los pies cuando caminaba. Lo odiaba. Quería volver a casa, volver a la Escuela de Batalla, al único lugar del universo al que pertenecía.


—¿Arrestado?

—Bueno, es normal. El general Pace es el jefe de la policía militar. Hubo una muerte en la Escuela de Batalla.

—No me dijeron si el coronel Graff iba a ser ascendido o sometido a una corte marcial. Simplemente transferido, con órdenes de presentarse al Polemarch.

—¿Es eso una señal buena o mala?

—¿Quién sabe? Por otro lado, Ender Wiggin no sólo sobrevivió, pasó un umbral, se graduó de una forma deslumbrante, y el mérito es del viejo Graff. Por otro lado, está el cuarto pasajero del transbordador, el que viaja en una bolsa.

—Sólo es la segunda muerte en la historia de la escuela. Al menos, esta vez no ha sido un suicidio.

—¿Es mejor un asesinato, mayor Imbu?

—No fue un asesinato, coronel. Lo tenemos en vídeo desde dos ángulos. Nadie puede culpar a Ender.

—Pero podrían culpar a Graff. Cuando todo esto haya acabado, los civiles podrán hurgar en nuestros ficheros y decidir qué estuvo bien y qué no estuvo bien. Darnos medallas por lo que crean que hicimos bien, y retirarnos nuestras pensiones y meternos en la cárcel por lo que crean que hicimos mal. Al menos han tenido el buen gusto de no decir a Ender que el chico murió.

—Además, es la segunda vez.

—Tampoco le dijeron lo de Stilson.

—Ese chico es espantoso.

—Ender Wiggin no es un asesino. Simplemente gana… a conciencia. Si alguien se ha de asustar, que sean los insectores.

—Sabiendo que Ender va a ir a por ellos, casi dan lástima.

—Por el único que siento lástima es por Ender. Pero no la suficiente para sugerir que deberían ser menos exigentes con él. Acabo de tener acceso a los datos que Graff ha recibido todo este tiempo. Sobre los movimientos de flotas y todo eso. Solía dormirse con facilidad por las noches.

—¿Queda poco tiempo?

—No debía haberlo mencionado. No puedo darle información reservada.

—Lo sé.

—Pongámoslo de esta forma: No han enviado a Ender a la Escuela de Alto Mando ni con un día de anticipación. Puede que con un par de años de retraso.

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