2 PETER

—Ya se lo hemos quitado. ¿Que tal está?

—Vives dentro del cuerpo de alguien unos años y llegas a acostumbrarte. Ahora, miro su cara y no sé descifrarla. No estoy acostumbrado a ver sus expresiones faciales. Estoy acostumbrado a sentirlas.

—Deje de hablar como un psicoanalista. Somos soldados, no brujos. Acaba de verle despanzurrar al líder de una pandilla.

—Estuvo perfecto. No se limitó a pegarle, le dio una gran paliza. Igual que Mazer Rackham en…

—Ahórrese las explicaciones. O sea que, según el criterio del comité, pasa.

—Casi seguro. Veamos qué hace con su hermano, ahora que no tiene el monitor.

—Su hermano. ¿No le da miedo lo que su hermano va a hacer con él?

—Fue usted quien dijo que éste no era un asunto exento de riesgos.

—He repasado algunas cintas. No puedo evitarlo. Me gusta el chico. Creo que se lo vamos a poner muy difícil.

—Claro que sí. Es nuestro trabajo. Somos los brujos malvados. Prometemos golosinas pero nos comemos vivos a esos pequeños desgraciados.


—Lo siento, Ender —susurró Valentine. Estaba mirando el vendaje de su cuello.

Ender tocó la pared y la puerta se cerró detrás de él.

—No me importa. Me alegro de que no esté.

—¿Qué es lo que no está? —Peter entró en el recibidor con la boca llena de pan y crema de cacahuete.

Ender no veía en Peter al hermoso muchacho de diez años que veían los mayores, con el pelo revuelto, negro y espeso, y un rostro que podía haber sido el de Alejandro Magno. Ender miraba a Peter únicamente para detectar ira o aburrimiento, los peligrosos estados de ánimo que casi siempre acarreaban dolor. En cuanto los ojos de Peter descubrieron el vendaje del cuello, apareció el centelleo que delataba su ira.

Valentine también lo vio.

—Ahora es como nosotros —dijo, intentando apaciguarle antes de que tuviera tiempo de golpear.

Pero Peter no estaba dispuesto a dejarse apaciguar.

—¿Como nosotros? Ha llevado ese cacharro hasta los seis años. ¿Cuándo perdiste tú el tuyo? Tenías tres años. Yo perdí el mío antes de cumplir los cinco. Éste casi lo consigue, este pequeño desgraciado, pequeño insector.

«Eso está bien —pensó Ender—. Habla, habla, Peter. Hablar es bueno.»

—Bien, ahora tus ángeles de la guarda ya no están protegiéndote —dijo Peter—. Ahora no están velando para ver si sientes algún dolor, escuchando para oír lo que estoy diciendo, viendo lo que te estoy haciendo. ¿Qué te parece esto? ¿Qué te parece?

Ender se encogió de hombros.

De pronto, Peter sonrió y se puso a dar palmadas en una parodia de regocijo.

—Juguemos a insectores y astronautas —dijo.

—¿Donde está mamá? —preguntó Valentine.

—Está fuera —dijo Peter—. Yo estoy al mando.

—Creo que llamaré a papá.

—No te responderá —dijo Peter—. Ya sabes que papá nunca está en casa.

—Jugaré —dijo Ender.

—Tú serás el insector —dijo Peter.

—Déjale que por una vez sea el astronauta —dijo Valentine.

—No metas las narices donde no te importa, cara culo —dijo Peter—. Ven arriba y elige tus armas.

No iba a ser un juego divertido, Ender lo sabía. La cuestión no era vencer. Cuando los chicos jugaban en los corredores, formando verdaderos batallones, los insectores nunca ganaban, y algunas veces el juego terminaba mal. Pero aquí, en su piso, el juego iba a comenzar mal, y el insector no podría abandonar como hacían los insectores en las guerras de verdad. Tendría que seguir hasta que el astronauta decidiera que se había terminado el juego.

Peter abrió su cajón inferior y sacó la máscara de insector. Su madre se había enfadado cuando la compró, pero su padre dijo que esconder las máscaras de insectores y no dejar a los chicos jugar con pistolas láser de imitación no alejaría la guerra. Es mejor jugar a la guerra y tener más posibilidades de sobrevivir cuando los insectores vuelvan.

«Si sobrevivo al juego —pensó Ender. Se puso la máscara. Le oprimía como una mano que le estrujara la cara—. Pero un insector no siente lo mismo. No llevan esta cara como máscara, es su cara. ¿Se pondrán en sus mundos máscaras humanas y jugarán como nosotros? ¿Cómo nos llamarán? ¿Babosas, porque somos blandos y grasos en comparación con ellos?»

—Cuidado, babosa —dijo Ender. Apenas podía ver a Peter a través de los agujeros de la máscara. Peter sonrió.

—Conque babosa ¿eh? Vale, insector, veamos cómo te rompes la cara.

Ender no pudo verlo venir; sólo advirtió un ligero movimiento de la figura de Peter. La máscara recortaba su campo de visión. De pronto, sintió el impacto de un golpe en un lado de la cabeza; perdió el equilibrio y cayó hacia ese lado.

—No ves bien, ¿eh, insector? —dijo Peter. Ender comenzó a quitarse la máscara. Peter le puso un pie en la ingle.

—No te quites la máscara —dijo.

Ender bajó la máscara a su sitio y retiró las manos.

Peter hizo presión con el pie. Ender sintió que el dolor le atravesaba y se dobló.

—Sigue tendido, insector. Te vamos a viviseccionar, insector. Por fin hemos cogido a uno vivo y podemos ver qué tenéis dentro.

—Peter, para —dijo Ender.

—Peter, para. Muy bien. O sea, que los insectores podéis adivinar nuestros nombres. Podéis haceros pasar por niños buenos para que os queramos y seamos buenos con vosotros. Pero no te servirá de nada. Puedo ver lo que eres en realidad. Querían hacernos creer que eras humano, Tercerito, pero en realidad eres un insector, y ahora se ve.

Levantó el pie, dio un paso adelante y se arrodilló sobre Ender, apretando la rodilla contra su vientre justo debajo del esternón. Aplicó cada vez más peso. Se hacía difícil respirar.

—Te podría matar así —susurró Peter—.

Basta apretar y apretar hasta que estuvieses muerto. Y podría decir que no sabía que te iba a hacer daño, que estábamos jugando, y me creerían, y todo saldría bien. Y estarías muerto. Todo habría salido bien.

Ender no podía hablar; no le quedaba aire en los pulmones. Peter podría estar hablando en serio. Probablemente no hablaba en serio, pero podría.

—Hablo en serio —dijo Peter—. Pienses lo que pienses, hablo en serio. Sólo te autorizaron porque yo era tan prometedor. Pero no salí tan bien como pensaban. Tú saliste mejor. Creen que tú eres mejor. Pero no quiero tener un hermanito mejor, Ender. No quiero tener un Tercero.

—Lo contaré todo —dijo Valentine.

—Nadie te creería.

—Me creerán.

—Entonces, tú también morirás, dulce hermanita.

—Claro —dijo Valentine—, se creerán toda esta historia: «No sabía que mataría a Andrew. Y cuando ya estaba muerto, no sabía que mataría a Valentine también.»

La presión cedió un poco.

—Hoy, no. Pero algún día no estaréis juntos. Y habrá un accidente.

—Hablas por hablar —dijo Valentine—. No lo dices en serio.

—¿Tú crees?

—¿Sabes por qué no lo dices en serio? —preguntó Valentine—. Porque quieres estar en el gobierno algún día. Quieres que te elijan. Y no te elegirán si tus adversarios descubren que tu hermano y tu hermana murieron en accidentes sospechosos cuando eran pequeños. Especialmente gracias a una carta que he introducido en mi fichero secreto, y que será abierta en caso de que muera.

—No me harás creer esas tonterías —dijo Peter.

—La carta dice: «No he muerto de muerte natural. Peter me ha matado y si todavía no ha matado a Andrew, lo hará pronto.» No es suficiente para condenarte, pero sí es suficiente para que nunca te elijan.

—Tú eres ahora su monitor —dijo Peter—. Más vale que le vigiles noche y día. Más vale que estés ahí.

—Ender y yo no somos estúpidos. Obtuvimos tan buenas puntuaciones como tú en todo. Mejores en algunas cosas. Los tres somos niños asombrosamente brillantes. No eres el más listo, Peter, sólo el más grande.

—Lo sé. Pero llegará el día en que no estés con él, en que se te olvide. De pronto te acordarás y correrás en su busca, y él estará ahí, perfectamente. Y la siguiente vez no te preocuparás tanto, y no te darás tanta prisa. Y una y otra vez, él estará perfectamente. Y pensarás que lo he olvidado. Aunque te acuerdes que dije esto, pensarás que lo he olvidado. Y pasarán los años. Y entonces sucederá un accidente terrible, y encontraré su cuerpo, y lloraré desconsoladamente sobre él, y te acordarás de esta conversación, Vally, pero te avergonzarás de ti misma por haberlo recordado, porque sabrás que he cambiado, que en realidad fue un accidente, que sería cruel incluso acordarse de lo que dije en una discusión infantil. Sólo que será verdad. Voy a grabarme esto en la cabeza, y él morirá, y tú no harás nada, nada. Pero sigue creyendo que tan sólo soy el más grande.

—El más gilipollas —dijo Valentine.

Peter se puso de pie de un salto y se dirigió hacia ella. Valentine retrocedió espantada. Ender se arrancó la máscara. Peter se desplomó de espaldas en la cama y empezó a reírse.

—Sois estupendos, chicos, los mamones más grandes del planeta Tierra.

—Ahora nos va a decir que era sólo una broma —dijo Valentine.

—No una broma, un juego. Puedo hacer que os creáis cualquier cosa. Puedo haceros bailar como títeres. —E imitando la voz de un monstruo, dijo—: Os voy a matar; os cortaré en trocitos y os tiraré por el agujero de la basura. —Se rió de nuevo—. Los mamones más grandes del sistema solar.

Ender se quedó allí mirándole reír y pensó en Stilson, pensó en la sensación de haberle pateado.

Éste era el que lo necesitaba. Éste era el que se lo merecía.

Como si pudiera leer en su mente, Valentine susurró:

—No, Ender.

Súbitamente, Peter rodó hacia un lado, saltó de la cama y se puso en posición de pelear.

—Vale, Ender —dijo—. Cuando quieras, Ender.

Ender levantó el pie derecho y se quitó el zapato. Lo esgrimió.

—¿Ves esto, en la punta? Es sangre, Peter.

—Oh, oh, voy a morir, voy a morir. Ender ha matado a una oruga y ahora me va a matar a mí.

No había nada que hacer. Peter era en el fondo un asesino y nadie lo sabía excepto Valentine y Ender.

Su madre llegó a casa y confortó a Ender por lo del monitor. Su padre llegó a casa y se puso a decir que era una sorpresa maravillosa, que tenían unos hijos tan fantásticos que el gobierno les había dicho que tuvieran tres, y ahora, después de todo, el gobierno no quería llevarse a ninguno de ellos, así que ahí estaban con tres, seguían teniendo un Tercero… hasta que a Ender le dieron ganas de gritarle: «Sé que soy un Tercero, lo sé, si quieres me marcharé y así no tendrás que avergonzarte delante de los demás; siento haber perdido el monitor y que ahora tengas tres hijos y ninguna explicación obvia, ya sé que es embarazoso, lo siento, lo siento, lo siento.»

Estaba tendido de espaldas en la cama mirando a la oscuridad. Podía oír a Peter agitarse y dar vueltas nerviosamente en la litera de arriba. Luego, Peter, se deslizó de la litera y se fue de la habitación. Ender oyó el sonido del agua que caía por el váter; luego vio la silueta de Peter en la entrada.

«Cree que estoy dormido. Va a matarme.»

Peter se dirigió a la cama y, efectivamente, no subió a su litera. En vez de hacerlo, se acercó y se detuvo a la cabecera de la de Ender.

Pero no intentó coger una almohada para asfixiar a Ender. No tenía ningún arma.

—Ender, lo siento, lo siento, sé lo que se sufre; lo siento, soy tu hermano, te quiero —susurró Peter.

Un largo rato después, la apacible respiración de Peter revelaba que estaba dormido. Ender se quitó el vendaje del cuello. Y por segunda vez en ese día, lloró.

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