8 RATA

—Coronel Graff, los juegos han sido siempre limpios. Con las estrellas en distribución aleatoria o simétrica.

—La limpieza es un atributo maravilloso, mayor Anderson. Pero no tiene nada que ver con la guerra.

—El juego quedará en entredicho. Las clasificaciones comparativas no tendrán ningún significado.

—¡Qué le vamos a hacer!

—Nos llevará meses, años, desarrollar las nuevas salas de batalla y ejecutar las simulaciones.

—Por eso se lo pido ahora. Para que empiece. Sea creativo. Piense todas las posibles distribuciones de estrellas, desiguales, insólitas, amañadas. Piense todas las formas posibles de violar las reglas. Notificaciones a última hora. Fuerzas desiguales. Luego ejecute las simulaciones y vea cuáles son las más difíciles y cuáles las más fáciles. Queremos una progresión inteligente. Queremos que Ender haga toda la travesía.

—Cuándo piensa hacerle comandante. ¿Cuando tenga ocho años?

—Claro que no. Todavía no he reunido a su escuadra.

—¿También va a amañar su escuadra?

—Se está encariñando demasiado con el juego, Anderson. Olvida que sólo es un ejercicio de adiestramiento.

—Es también status, identidad, objetivo, nombre; lo que hace que esos chicos sean quienes son procede del juego. Cuando se sepa que se puede manipular, desequilibrar, trucar, se habrá echado a perder toda la escuela. No exagero.

—Ya lo sé.

—Espero que Ender Wiggin sea el indicado, porque usted, coronel Graff, habrá descalabrado nuestro método de adiestramiento por mucho tiempo.

—Si Ender no es el indicado, si su cima de brillantez militar no coincide con la llegada de nuestras flotas a los mundos de los insectores, en tal caso no importa lo que nuestro método de adiestramiento sea o deje de ser.

—Espero que me perdone, coronel Graff, pero creo que debo trasmitir sus órdenes y mi opinión sobre las consecuencias al Estrategos y al Hegemon.

—¿Y por qué no a nuestro querido Polemarch?

—Todo el mundo sabe que le tiene en el bolsillo.

—Qué hostilidad, mayor Anderson. Creía que éramos amigos.

—Lo somos, Y creo que puede tener razón respecto a Ender. Simplemente no creo que usted sólo, sólo usted, deba decidir el destino del mundo.

—Creo que ni siquiera tengo derecho a decidir el destino de Ender Wiggin.

—¿No le importa entonces que lo notifique?

—Claro que me importa, estúpido entrometido. Esto es algo que sólo debe decidir la gente que sabe lo que se lleva entre manos, no esos políticos asustados que han obtenido el cargo simplemente porque da la casualidad de que son políticamente fuertes en el país de donde proceden.

—Pero entiende por qué lo hago.

—Porque eres un estúpido burocratilla sin ideas, que cree que necesita ponerse a cubierto por si las cosas salen mal. Si las cosas salen mal, todos seremos carne de insector. Confíe en mí esta vez, Anderson, y no haga que se me atragante toda la Hegemonía. Lo que estoy haciendo ya es suficientemente duro.

—Oh. ¿Es injusto? ¿Está todo en su contra? Puede poner todo en contra de Ender pero no puede aceptar que le hagan lo mismo, ¿no?

—Ender Wiggin es cien veces más listo y más fuerte que yo. Lo que le estoy haciendo sacará a relucir su genialidad. Si yo tuviera que pasar por todo eso, me baria pedazos. Mayor Anderson, sé que estoy hundiendo el juego, y sé que usted le aprecia más que cualquiera de los que lo juegan. Ódieme si quiere, pero no me detenga.

—Me reservo el derecho de comunicarme con Hegemon y Estrategos en cualquier momento. Pero por ahora, haga lo que quiera.

—Oh, gracias por su desmedida amabilidad.


—Ender Wiggin, el pequeño pedorro que encabeza la clasificación, ¡qué placer tenerte con nosotros! —El comandante de la escuadra Rata estaba tirado en una litera inferior, con su consola como única vestimenta—. Estando tú, ¿cómo puede perder una escuadra?

Algunos chicos que estaban cerca se echaron a reír. No podía haber dos escuadras más opuestas que Salamandra y Rata. Era un dormitorio destartalado, desordenado y bullicioso. Tras su experiencia con Bonzo, Ender pensaba que un poco de indisciplina no le vendría mal. En cambio, se encontró con que se había acostumbrado a que reinara la paz y el orden, y este desorden le hacía sentirse incómodo.

—Nosotros bien, Ender. Servidor, Rose de Nose, un judío extraordinario, y tú nada, un renacuajo gilipollas. No lo olvides.

Desde que se formó la F.I., el Estrategos de las fuerzas armadas había sido siempre judío. Se había extendido el mito de que los generales judíos no perdían ninguna guerra. Y hasta ahora era verdad. Eso daba cierto prestigio a todos los chicos judíos de la Escuela de Batalla y hacía que todos ellos soñaran con ser Estrategos. También era causa de resentimientos. A la escuadra Rata se la llamaba por ahí la Fuerza Kike, mitad como alabanza mitad como parodia de la Fuerza de Choque de Mazer Rackham. A muchos les gustaba recordar que durante la Segunda Invasión, aunque un judío americano, el presidente, era Hegemon de la alianza, un judío israelí era Estrategos en jefe de la F.I. y un judío ruso era Polemarch de la flota, estaba también Mazer Rackham, un neozelandés medio-maorí casi desconocido, que había sido llevado por dos veces ante cortes marciales y cuya Fuerza de Choque hizo pedazos y finalmente destruyó a la flota insectora en la acción que tuvo lugar en torno a Saturno.

Si Mazer Rackham pudo salvar al mundo, qué importa ser judío o no, decía la gente.

Pero importaba, y Rose el Narizotas[1] lo sabía. Se burlaba de sí mismo para adelantarse a los comentarios burlones de los antisemitas (casi todos a los que derrotaba en una batalla se convertían, por lo menos durante cierto tiempo, en enemigos de los judíos), pero también se aseguraba de que todos supieran que lo era. Su escuadra ocupaba el segundo lugar de la clasificación, en pugna por el primero.

—Te he recogido, nene, porque no quiero que la gente se crea que les gano porque tengo grandes soldados. Quiero que sepan que les gano incluso con una mierdecita de soldado como tú. Aquí sólo tenemos tres reglas. Haz lo que yo te diga y no te mees en la cama.

Ender asintió con la cabeza. Sabía que Rose quería que le preguntara cuál era la tercera regla y así lo hizo.

—Eso eran tres reglas. Aquí no somos muy amantes de las matemáticas.

El mensaje era claro. Vencer es lo único importante.

—Tus sesiones prácticas con esos reclutillas medio tontos se han acabado, Wiggin. Acabado. Ahora estás en una escuadra de chicos grandes. Te voy a poner en el batallón de Dink Meeker. De ahora en adelante, Dink Meeker es Dios para ti.

—Entonces, ¿quién eres tú?

—El oficial que alquila los servicios de Dios. —Rose esbozó una sonrisa—. Y te está prohibido volver a usar la consola hasta que hayas congelado a dos soldados enemigos en la misma batalla. Esta orden es a título de defensa propia. He oído por ahí que eres un genio de la programación. No quiero que te pongas a joder con mi consola.

Estalló una carcajada general. Ender comprendió por qué en seguida. Rose había programado su consola de forma que presentara y animara una imagen de unos genitales masculinos de tamaño mayor que el real, que coleaban hacia delante y hacia atrás cuando Rose apoyaba la consola en su regazo desnudo. «Este tenía que ser el tipo de comandante con el que me mandaría Bonzo —pensó Ender—. ¿Cómo es posible que gane batallas un chico que se pasa el tiempo así?»

Ender encontró a Dink Meeker en la sala de juegos, no jugando, sino sentado y observando.

—Un chico me ha dicho que eras tú —dijo Ender—. Soy Ender Wiggin.

—Ya lo sé —dijo Meeker.

—Soy de tu batallón.

—Ya lo sé —volvió a decir.

—No tengo mucha experiencia. Dink levantó la vista hacia él.

—Escucha, Wiggin, sé todo eso. ¿Por qué te crees que le pedí a Rose que te fichara?

Así que no se habían deshecho de él, alguien le había fichado, habían pedido su traspaso. Meeker le quería tener en su batallón.

—¿Por qué? —preguntó Ender.

—He estado observando tus sesiones prácticas con los reclutas. Creo que se puede sacar algo de ti. Bonzo es estúpido, y quiero que tengas una formación mejor que la que puede darte Petra. Lo único que sabe hacer es disparar.

—Necesitaba aprender a disparar.

—Sigues moviéndote como si tuvieras miedo de mearte en los pantalones.

—Pues enséñame.

—Pues aprende.

—No voy a dejar mis sesiones prácticas del tiempo libre.

—Ni yo quiero que las dejes.

—Rose el Narizotas sí.

—Rose el Narizotas no puede impedírtelo. Y tampoco puede impedir que uses tu consola.

—Creía que los comandantes podían hacer lo que quisieran.

—Pueden ordenar a la Luna que se vuelva azul, pero no por eso cambiará de color. Escucha, Ender, los comandantes tienen la autoridad que tú les permitas tener. Cuanto más obedeces, más poder tienen sobre ti.

—¿Qué les puede impedir hacerme daño? —Ender se acordaba del puñetazo de Bonzo.

—Creía que estabas yendo a clases de defensa personal por eso.

—Me tienes controlado, ¿no? Dink no respondió.

—No quiero que Rose el Narizotas me haga la vida imposible. Quiero tomar parte en las batallas ya, estoy cansado de esperar sentado hasta que se acaben.

—Tu puntuación bajará.

Esta vez fue Ender el que no respondió.

—Escucha, Ender, mientras formes parte de mi batallón, tomarás parte en las batallas.

Ender supo pronto por qué Dink entrenaba a su batallón aparte del resto de la escuadra Rata, con disciplina y vigor; nunca consultaba nada a Rose el Narizotas, y muy pocas veces hacía maniobras conjuntas con toda la escuadra. Era como si Rose mandara una escuadra y Dink mandara otra mucho más pequeña, y que las dos, como por casualidad, hicieran práctica en la sala de batalla a la misma hora.

Dink comenzó la primera práctica pidiendo a Ender que hiciera una demostración de su posición de ataque con los pies por delante. A los otros chicos no les gustó.

—¿Cómo vamos a atacar tumbados boca arriba? —preguntaron.

Para sorpresa de Ender, Dink no les corrigió, no les dijo: «No estáis atacando tumbados boca arriba, estáis cayendo hacia ellos.» Había visto lo que hacía Ender pero no había comprendido el cambio de orientación que implicaba. Ender no tardó en darse cuenta de que aunque Dink era muy bueno, su apego a la orientación de la gravedad del corredor, en vez de pensar que la puerta del enemigo estaba abajo, limitaba su claridad de ideas.

Hicieron prácticas de ataque a una estrella ocupada por el enemigo. Antes de probar el método de los pies por delante de Ender, siempre se habían dirigido hacia allí en posición vertical, ofreciendo todo su cuerpo a los disparos del enemigo. Por si fuera poco, cuando llegaban a la estrella atacaban al enemigo por un solo sitio. «Por arriba», gritaba Dink, y por arriba iban. En honor a Ender, Dink mandó repetir el ejercicio diciendo: «Otra vez, ahora boca abajo.» Pero la insistencia de los chicos en creer en una gravedad que no existía, hacía que se movieran con torpeza, como si el vértigo les maniatara.

Odiaban el ataque con los pies por delante. Dink insistió en que lo hicieran así. En consecuencia, odiaban a Ender.

—¿Nos va a enseñar a combatir un recluta?

—refunfuñó uno de ellos, asegurándose de que Ender le oía.

—Sí—respondió Dink.

Y siguieron trabajando.

Y aprendieron. Las escaramuzas prácticas les hicieron darse cuenta de lo difícil que era acertar a un enemigo que atacaba con los pies por delante. En cuanto se hubieron convencido de ello, practicaron la maniobra con mejor disposición.

Esa noche fue la primera vez que Ender fue a una sesión práctica tras toda una tarde de trabajo. Estaba cansado.

—Ahora que estás en una escuadra de verdad —dijo Alai—, no necesitas seguir haciendo prácticas con nosotros.

—Vosotros me podéis enseñar cosas que no sabe nadie —dijo Ender.

—Dink Meeker es el mejor. He oído decir que es tu jefe de batallón.

—Manos a la obra entonces. Os enseñaré lo que me ha enseñado hoy.

Hizo que Alai y dos docenas más ejecutaran los mismos ejercicios que le habían ocupado toda la tarde. Pero puso nuevos toques en las acciones, hizo que los chicos intentaran maniobrar con una pierna congelada, con las dos piernas congeladas, o que utilizaran a otros chicos congelados como punto de apoyo para cambiar de dirección.

A mitad de la práctica, Ender divisó a Petra y Dink juntos, en la puerta, observando. Después, cuando volvió a mirar, ya se habían ido.

«Así que me están observando, y se sabe lo que hacemos…», se dijo. No estaba seguro de que Dink fuera su amigo; creía que Petra lo era, pero allí nada era seguro. Podía molestarles que hiciera algo que se suponía que sólo podían hacer los comandantes y los jefes de batallón: adiestrar y entrenar soldados. Podría ofenderles que un soldado estuviera tan estrechamente unido a los reclutas. Le ponía nervioso que hubiera chicos mayores mirando.


—Creí que te había dicho que no jugaras con la consola. —Rose el Narizotas estaba de pie junto a la litera de Ender.

Ender no levantó la vista.

—Estoy terminando los deberes de trigonometría de mañana.

Rose golpeó con la rodilla la consola de Ender.

—Te dije que no la usaras.

Ender dejó la consola en la litera y se levantó.

—La trigonometría me hace más falta que tú.

Rose le llevaba a Ender más de cuarenta centímetros. Pero Ender no estaba demasiado preocupado. «No llegará a la violencia física, y si lo hace —pensó Ender— sabré arreglármelas.» Rose era flojo, y no conocía ningún tipo de lucha cuerpo a cuerpo.

—Ahora bajarás puestos en la clasificación, nene —dijo Rose.

—Eso espero. Sólo encabezaba la lista por la forma estúpida en que Salamandra me usaba.

—¿Estúpida? La estrategia de Bonzo le ha hecho ganar un par de juegos claves.

—La estrategia de Bonzo no ganaría a un muerto. Cada vez que yo disparaba, lo hacía violando órdenes.

Rose no lo sabía, y eso le molestó.

—Así que todo lo que dijo Bonzo sobre ti era mentira. No sólo eres pequeño e incompetente, sino que además eres un insubordinado.

—Pero convertí una derrota en unas tablas, yo solo.

—Ya veremos qué haces tú solo la próxima vez.

Rose se fue.

Uno de los compañeros de batallón de Ender movió la cabeza despreciativamente.

—Eres más tonto que mandarte hacer de encargo.

Ender miró a Dink, que estaba jugueteando con su consola. Dink levantó la vista, advirtió la mirada de Ender, y le miró a su vez fijamente. Ni una palabra. Nada. «De acuerdo —pensó Ender—, puedo cuidarme solo.»

La batalla llegó dos días más tarde. Era la primera vez que Ender luchaba formando parte de un batallón; estaba nervioso. El batallón de Dink se alineó contra la pared derecha del corredor y Ender tuvo mucho cuidado de no apoyarse, de no inclinarse hacia los lados. «Mantente en equilibrio…»

—¡Wiggin! —gritó Rose el Narizotas.

Ender sintió que el terror le recorría desde la cabeza a los pies, como un hormigueo que le hizo estremecerse. Rose lo vio.

—¿Tiemblas? ¿Tiritas? No te cagues en los pantalones, reclutilla. —Rose enganchó un dedo en la culata de la pistola de Ender y tiró de él hacia el campo de fuerza que ocultaba la visión de la sala de batalla—. Ahora veremos lo bueno que eres, Ender. En cuanto se abra la puerta, saltas y vas derecho hacia la puerta del enemigo.

Suicidio. Autodestrucción sin sentido, sin objeto. Pero ahora tenía que seguir las órdenes, esto era una batalla, no la escuela. Durante un momento Ender se dejó llevar por la ira, pero se calmó pronto.

—Excelente, señor —dijo—. Sólo tengo que disparar la pistola contra su principal contingente de tropas.

Rose se rió.

—No tendrás tiempo de disparar nada, renacuajo.

La pared se esfumó. Ender dio un salto hacia arriba, se agarró a los asideros del techo y se arrojó al interior, hacia abajo, dirigiéndose a toda velocidad hacia la puerta del enemigo.

Era la escuadra Ciempiés, y casi no habían empezado a aparecer por su puerta cuando Ender estaba ya en el centro de la sala de batalla. Muchos pudieron ponerse a cubierto rápidamente detrás de estrellas, pero Ender tenía las piernas dobladas y, sujetando la pistola en la ingle, disparaba entre las piernas y congelaba a muchos a medida que salían.

Irradiaron sus piernas, pero dispuso de tres preciosos segundos antes de que le dieran en el cuerpo y le pusiera fuera de combate. Congeló a unos cuantos más y luego extendió los brazos en la misma dirección pero en sentidos opuestos. La mano que sujetaba la pistola acabó apuntando hacia el núcleo central de la escuadra Ciempiés. Disparó a la masa de enemigos, y entonces le congelaron.

Un segundo más tarde chocó contra el campo de fuerza de la puerta del enemigo y rebotó con una rotación inusitada. Aterrizó contra un grupo de soldados enemigos que estaban detrás de una estrella. Le empujaron hacia afuera y giró a mayor velocidad todavía. Rebotó de un lado a otro del campo de batalla, fuera de control, aunque la fricción del aire le hacía perder velocidad poco a poco. No había forma de saber cuántos soldados había congelado antes de que le helaran, pero sí pudo darse cuenta de que la escuadra Rata ganaba otra vez, como siempre.

Después de la batalla, Rose no le dirigió la palabra. Ender seguía siendo el primero de la clasificación, pues había congelado a tres, inutilizado a dos y dañado a siete. No se habló más de insubordinación ni de que Ender pudiera usar o no su consola. Rose permaneció en su parte del cuartel y le dejó en paz.

Dink Meeker comenzó a practicar la salida instantánea del corredor: el ataque de Ender contra el enemigo cuando aún estaba saliendo por la puerta había sido devastador. «Si un solo hombre puede hacer tanto daño, imaginaos lo que puede hacer un batallón entero.» Dink consiguió que el mayor Anderson dejara abierta una puerta del centro de la pared incluso durante las sesiones prácticas, en vez de la puerta situada a nivel del suelo, y pudieron hacer prácticas de lanzamiento en las condiciones de batalla. Se corrió la voz. De ahora en adelante nadie podría demorarse en el corredor cinco, diez o quince segundos para hacer los últimos preparativos. El juego había cambiado.

Más batallas. Esta vez Ender desempeño el papel de un soldado normal de un batallón. Cometió errores. Se perdieron escaramuzas. Descendió del primer lugar de la clasificación al segundo, y después al cuarto. Después cometió menos errores y empezó a sentirse a gusto en el entramado del batallón, y volvió a ocupar el tercer lugar, después el segundo, después el primero.


Una tarde se quedó en la sala de batalla después de la práctica. Había advertido que Dink Meeker solía llegar tarde a cenar, y supuso que se quedaba haciendo prácticas adicionales. Ender no tenía mucha hambre y quería ver lo que hacía Dink cuando nadie lo veía.

Pero Dink no hacía ningún ejercicio. Se quedó junto a la puerta, mirando a Ender.

Ender se quedó en el interior de la sala, mirando a Dink.

Ninguno de los dos habló. Estaba claro que Dink esperaba a que Ender se marchara. Y estaba igual de claro que Ender estaba diciendo no.

Dink dio la espalda a Ender, se quitó metódicamente su traje refulgente y, con suavidad, tomó impulso en el suelo y despegó. Planeó a la deriva lentamente hacia el centro de la sala, muy lentamente, con el cuerpo casi totalmente relajado, como si sus brazos y sus manos estuvieran ceñidas por corrientes de aire casi imperceptibles.

Tras la velocidad y tensión de la práctica, tras tanto agotamiento, tanta alerta, era relajante verle planear. Tardó unos diez minutos en llegar a otra pared. Entonces tomó impulso casi con brusquedad, volvió a su traje refulgente y se lo puso.

—Vamos —dijo a Ender.

Fueron al cuartel. El dormitorio estaba vacío, pues todos los chicos estaban cenando. Cada uno se fue a su litera y se puso su uniforme normal. Ender se dirigió a la litera de Dink y esperó hasta que estuviera listo para salir.

—¿Por qué esperabas? —preguntó Dink.

—No tenía hambre.

—Ahora ya sabes por qué no soy comandante.

Ender se lo había preguntado.

—En realidad, me ascendieron dos veces, y me negué.

—¿Te negaste?

—Se llevaron mi casillero, mi litera y mi consola, me asignaron una cabina de comandante y me dieron una escuadra. Pero me quedé en la cabina hasta que se dieron por vencidos y me volvieron a poner en la escuadra de otro.

—¿Por qué?

—Porque no les voy a permitir que me lo hagan. No me puedo creer que te hayas dejado cegar por toda esta porquería, Ender. De todas formas, eres demasiado joven. El enemigo no son las otras escuadras. El enemigo son los profesores. Nos obligan a pelearnos unos con otros, a odiarnos unos a otros. El juego lo es todo. Vencer, vencer, vencer. No lleva a nada. Nos estamos matando, nos estamos volviendo locos intentando vencernos unos a otros, y, mientras tanto, esos desgraciados nos observan, nos estudian, descubren nuestros puntos débiles, deciden si somos suficientemente buenos o no. Buenos, ¿para qué? Tenía seis años cuando me trajeron aquí. ¿Qué podía saber a esa edad? Ellos decidieron que yo era bueno para el programa, pero nadie me preguntó si el programa era bueno para mí.

—¿Por qué no te vas a casa entonces? Dink sonrió tortuosamente.

—Porque no puedo dejar el juego. —Dio un manotazo a su traje refulgente, tirado en la litera—. Porque amo esto.

—¿Por qué no ser comandante entonces? Dink negó con la cabeza.

—Nunca. Mira lo que le está haciendo a Rose. Ese chico está loco. Rose de Nose duerme con nosotros en vez de dormir en su cabina. ¿Por qué? Porque le asusta estar solo, Ender. Le asusta la oscuridad.

—¿A Rose?

—Pero le hicieron comandante y tiene que actuar como tal. No sabe lo que hace. Gana, pero eso es lo que más le asusta, porque no sabe por qué gana, excepto que yo tengo algo que ver con ello. Alguien podría averiguar en cualquier momento que Rose no es el mágico general israelí que siempre vence. No sabe por qué se gana o se pierde. Nadie lo sabe.

—Eso no quiere decir que esté loco.

—Ya veo, sólo has estado aquí un año y te crees que esta gente es normal. Pues no lo es. No lo somos. He mirado en la biblioteca, he consultado libros en mi consola. Libros antiguos, porque no nos dejan ver nada reciente, pero me he hecho una idea de lo que es un niño, y nosotros no somos niños. Los niños pierden de vez en cuando, y a nadie le preocupa. Los niños no están en escuadras, no son comandantes, no mandan a más de cuarenta chicos, eso es más de lo que un niño puede soportar sin volverse loco.

Ender intentó recordar cómo eran los otros niños, los de su clase de la escuela, allá en la ciudad. Pero sólo se acordaba de Stilson.

—Tengo un hermano. Un chico normal. Lo único que le importa son las chicas. Y volar. Quería volar. Solía jugar a la pelota con los chicos. Un juego de velocidad, lanzar pelotas a una canasta, driblar a los otros chicos por los corredores hasta que los encargados de mantener el orden te confiscaban la pelota. Nos lo pasábamos muy bien. Me estaba enseñando a driblar cuando me trajeron aquí.

Ender se acordó de su propio hermano, y sus recuerdos no eran agradables.

Dink confundió la expresión de la cara de Ender.

—Eh, ya sé que no se debe hablar de casa. Pero venimos de algún sitio. La Escuela de Batalla no nos ha creado, ya lo sabes. La Escuela de Batalla no crea nada. Sólo destruye. Y todos nos acordamos de cosas de nuestra casa. Tal vez no sean cosas agradables, pero nos acordamos y entonces mentimos y fingimos que… Escucha, Ender, ¿por qué nadie habla de casa, nunca} ¿No te dice eso que es importante? Que nadie admita nunca que… ¡Dios mío!

—Tienes razón —dijo Ender—. Precisamente estaba pensando en Valentine. Mi hermana.

—No quería ponerte triste.

—Estoy bien. No pienso mucho en ella, porque siempre me pongo… así.

—¿Por qué no lloramos nunca? ¡Dios!, no había pensado en eso. Aquí no llora nadie. Intentamos ser adultos. Igual que nuestros padres. Juraría que tu padre era corno tú. Juraría que era tranquilo y lo aguantaba todo, y luego explotaba.

—No soy como mi padre.

—Entonces, puede que esté equivocado. Pero fíjate en Bonzo, tu anterior comandante. Es un caso grave de honor español. No puede permitirse ninguna debilidad. Ser mejor que él es un insulto. Ser más fuerte que él es como cortarle los huevos. Por eso te odia, porque no sufriste cuando te castigó. Te odia por eso, y quiere matarte. Está loco. Todos están locos.

—¿Y tú no?

—Loco también, amiguito, pero cuando estoy demasiado loco, floto en el espacio, solo, y la locura sale a flote y se va, se pega a las paredes y no sale hasta que hay una batalla y los niños pequeños chocáis contra las paredes y salpicáis la locura.

Ender se rió.

—Y tú también estás loco —dijo Dink—. Venga, vamos a comer.

—Tal vez puedas ser comandante y no volverte loco. SÍ sabes lo que es la locura, tal vez no caigas en ella.

—No voy a permitir que esos desgraciados me dirijan, Ender. También a ti te tienen en sus manos, y no tienen intención de tratarte con mucha amabilidad. Mira lo que te han hecho hasta ahora.

—Lo único que han hecho es ascenderme.

—Y con eso y un bizcocho, a ser feliz, ¿no? Ender se rió y negó con la cabeza.

—A lo mejor tienes razón.

—Creen que te tienen a su merced. No se lo permitas.

—Pero vine por eso —dijo Ender—. Para que me convirtieran en un instrumento. Para salvar al mundo.

—No me puedo creer que sigas creyendo todo eso.

—¿Creerme qué?

—La amenaza de los insectores. Salvar el mundo. Escucha, Ender, si los insectores tuvieran intención de venir a por nosotros, ya estarían aquí. No nos van a invadir otra vez. Les vencimos y se han ido para siempre.

—Pero los vídeos…

—Todos son de la Primera y Segunda Invasión. Tus abuelos no habían nacido cuando Mazer Rackham les borró del mapa. Observa. Todo es falso. No hay ninguna guerra. Nos están tomando el pelo.

—Pero, ¿por qué?

—Porque mientras la gente tenga miedo a los insectores, la F.I. seguirá en el poder, y mientras la F.I. siga en el poder, ciertos países podrán mantener su hegemonía. Pero sigue mirando los vídeos, Ender. La gente descubrirá el juego muy pronto y habrá una guerra civil que acabe con todas las guerras. Esa es la amenaza, Ender, no los insectores. Y en esa guerra, cuando llegue, tú y yo no seremos amigos. Porque tú eres norteamericano, como nuestros queridos profesores, y yo no.

Fueron al comedor y comieron mientras hablaban de otras cosas. Pero Ender no podía dejar de pensar en lo que había dicho Dink. La Escuela de Batalla era tan absorbente, el juego era tan importante en las mentes de los niños que Ender había olvidado que había un mundo exterior. Honor español. Guerra civil. Política. La Escuela de Batalla era sólo un puntito, ¿no?

Pero Ender no llegó a las mismas conclusiones que Dink. Los insectores eran reales. La amenaza era real. F.I. controlaba muchas cosas, pero no controlaba los vídeos ni las redes. No donde Ender se había criado. En casa de Dink, en los Países Bajos, tras tres generaciones bajo la hegemonía rusa, quizás estuviera controlado todo, pero Ender sabía que las mentiras no duraban mucho en Norteamérica. Eso creía.

Lo creía, pero la semilla de la duda estaba ahí, y permaneció, y de vez en cuando echaba una pequeña raíz. Esa semilla que crecía lo cambió todo. Hizo que Ender prestara más atención a lo que la gente quería decir, no a lo que decía. Le hizo más sabio.


No había muchos chicos en la práctica nocturna, ni siquiera la mitad.

—¿Dónde está Bernard? —preguntó Ender. Alai esbozó una sonrisa. Shen cerró los ojos y puso cara de meditación trascendental.

—¿No te has enterado? —dijo otro chico, un recluta de un grupo de lanzamiento más reciente—. Se ha corrido la voz de que los reclutas que vengan a tus sesiones prácticas nunca llegarán a ser nada en ninguna escuadra. Se ha corrido la voz de que los comandantes no quieren soldados que hayan sido estropeados por tu entrenamiento. Ender negó con la cabeza.

—Pero tal como yo lo veo —dijo el recluta—, si hago todo lo que pueda para ser un buen soldado, a los comandantes les importará un bledo, me ficharán, ¿a que sí?

—Sí—dijo Ender con determinación.

Siguieron haciendo prácticas. Aproximadamente media hora después, cuando estaban probando colisiones con soldados congelados, entraron varios comandantes de diferentes uniformes. Anotaron ostensiblemente sus nombres.

—Eh —gritó Alai—. Asegúrate que escribes bien mi nombre.

La noche siguiente había todavía menos chicos. Y Ender empezó a oír historias: reclutas abofeteados en los lavabos, o que habían sufrido accidentes en el comedor y en la sala de juegos, o con sus ficheros violados por chicos mayores que habían roto el primitivo sistema de seguridad que guardaba las consolas de los reclutas.

—Esta noche no hay práctica —dijo Ender.

—¿Cómo que no? —dijo Alai.

—Dejémoslo por unos días. No quiero que ningún chico salga herido.

—Si lo dejas, aunque sólo sea una noche, se creerán que este tipo de cosas da resultado. Como si no le hubieras parado los pies a Bernard cuando se estaba portando como un guarro.

—Además —dijo Shen—, no tenemos miedo y nos importa un rábano; tenemos que seguir adelante, nos lo debes. Necesitamos las prácticas, y tú también.

Ender recordó lo que había dicho Dink. El juego era trivial comparado con el mundo… ¿Por qué entregar todas las noches de tu vida a ese juego tan estúpido?

—De todas formas, no avanzamos mucho —dijo Ender. Hizo ademán de irse. Alai le detuvo.

—¿Te han asustado también? ¿Te han abofeteado en el cuarto de baño? ¿Te han metido la cabeza en el váter? ¿Te han puesto una pistola en el pecho?

—No —dijo Ender.

—¿Eres mi amigo? —preguntó Alai, más calmado.

—Sí.

—Entonces soy tu amigo, Ender, y estoy aquí y hago prácticas contigo.

Los chicos mayores volvieron, pero muy pocos eran comandantes. La mayoría eran miembros de un par de escuadras. Ender reconoció los uniformes Salamandra. También a un par de Ratas. Esta vez no tomaron nombres. Se limitaron a burlarse y a gritar y ridiculizar a los reclutas cuando intentaban dominar técnicas difíciles con músculos no fortalecidos. Eso comenzó a afectar a unos cuantos chicos.

—Escuchadles —dijo Ender a los chicos—. Aprended de memoria lo que dicen. Si alguna vez queréis que vuestros enemigos pierdan los estribos, gritadles cosas así. Les hace hacer tonterías, les hace perder el control. Pero nosotros no perdemos el control.

Shen cogió la idea al dedillo, y tras cada mofa de los chicos mayores, hacía que un grupo de reclutas recitara lo que habían dicho, en voz alta, cinco o seis veces. Cuando comenzaron a cantar las pullas como si fueran estribillos, unos cuantos chicos mayores se despegaron de la pared y se dirigieron hacia ellos en busca de pelea.

Los trajes refulgentes estaban diseñados para guerras de rayos inofensivos; ofrecían muy poca protección y obstaculizaban considerablemente el movimiento si se llegaba al cuerpo a cuerpo en gravedad nula. De todas formas, la mitad de los chicos estaban irradiados y no podían pelear; pero la rigidez de sus trajes les hacía potencialmente útiles. Ender ordenó rápidamente a sus reclutas que se reunieran en la otra esquina de la sala. Los chicos mayores se rieron de ellos con incluso más saña, y, viendo al grupo de Ender en retirada, algunos que se habían quedado en la pared vinieron a unirse al ataque.

Ender y Alai decidieron arrojar un recluta congelado a la cara de un enemigo. El recluta congelado golpeó al otro en el casco, y los dos rebotaron como bolas de billar. El chico mayor se llevó las manos al pecho, donde le había dado el casco, y emitió un grito de dolor.

El tiempo de las burlas había pasado. Los demás chicos mayores se lanzaron a la batalla. Ender no tenía muchas esperanzas de que sus chicos salieran sanos y salvos. Pero el enemigo venía a la buena de Dios, descoordinadamente; no habían actuado nunca juntos, mientras que los de la pequeña escuadra de prácticas de Ender, aunque ahora eran sólo una docena, se conocían bien y sabían actuar juntos.

—¡Adelante nova! —gritó Ender.

Los demás chicos se rieron. Se unieron en tres grupos, con los pies juntos, los cuerpos en cuclillas y las manos unidas formando pequeñas estrellas contra la pared negra.

—Les eludiremos y nos dirigiremos todos a la puerta. ¡Ahora!

A esta señal, las tres estrellas estallaron, y cada chico salió lanzado en una dirección diferente pero con un ángulo que le permitiera rebotar en una pared y poner rumbo a la puerta. Como todos los enemigos estaban en el centro de la sala, donde era mucho más difícil cambiar de curso, fue una maniobra fácil de llevar a cabo.

Ender se había colocado de forma que cuando saliera lanzado se encontrara con el soldado congelado que acababa de usar como misil. El chico ya no estaba congelado y dejó que Ender le agarrara, le volteara y le enviara hacia la puerta. Desafortunadamente, el resultado inevitable de esta acción fue que Ender quedó apuntando en la dirección opuesta, y a una velocidad reducida. Separado de sus soldados, planeaba muy lentamente, y hacia el extremo de la sala de batalla donde estaban reunidos los chicos mayores. Se giró lo suficiente para ver que todos sus soldados estaban reunidos y a salvo en la pared opuesta.

Mientras tanto, el enemigo, desorganizado y furioso, acababa de divisarle. Ender calculó el tiempo que tardaría en llegar a la pared, desde la que podría lanzarse otra vez. No llegaría a tiempo. Varios enemigos habían rebotado ya y se dirigían hacia él. Ender se sobresaltó al ver la cara de Stilson entre ellos. Luego se encogió de hombros y pensó que se había equivocado. De todas formas, la situación era la misma, pero esta vez no se iban a quedar quietos mientras uno de ellos arreglaba cuentas con Ender. Por lo que había podido ver, no tenían ningún líder, y todos esos chicos eran mucho más grandes que él.

De todas formas, en las clases de defensa personal había aprendido algunas cosas sobre los movimientos corporales y las leyes físicas de los objetos en movimiento. En las batallas casi nunca se llegaba al combate cuerpo a cuerpo; no se chocaba nunca contra un enemigo que no estuviera congelado. Por lo tanto, en los pocos segundos de que disponía, Ender intentó colocarse en la mejor posición para recibir a sus invitados.

Afortunadamente, eran tan inexpertos como él en la lucha en gravedad nula, y los pocos que intentaron golpearle con los puños se encontraron con que lanzar un puñetazo era bastante ineficaz cuando el cuerpo se desplaza hacia atrás con la misma velocidad con que el puño se mueve hacia adelante. Pero había en el grupo unos cuantos con cara de querer romper huesos, y Ender lo vio en seguida. Pero no tenía ninguna intención de quedarse ahí.

Aferró el brazo de uno de los boxeadores y lo arrojó con todas sus fuerzas. Esta acción lanzó a Ender lejos del resto del primer contingente, aunque no por eso estaba más cerca de la puerta.

—¡Quedaos ahí—gritó a sus amigos, que estaban formando para salir en su rescate—. ¡Quedaos ahí quietos!

Uno de los otros agarró a Ender por el pie. El fuerte apretón proporcionó a Ender un punto de apoyo que le permitió patear con fuerza el hombro y el oído del otro chico, haciendo que gritara y le soltara. Si el chico le hubiera soltado en el preciso momento en que Ender le daba la patada, le habría hecho mucho menos daño y habría permitido a Ender utilizar esa maniobra como lanzamiento. Pero el chico se había colgado demasiado bien; tenía la oreja desgarrada, esparciendo sangre por el aire, y Ender planeaba con incluso menos velocidad.

«Lo estoy haciendo otra vez —pensó Ender—. Estoy lastimando a la gente otra vez, y sólo para salvarme. ¿Por qué no me dejarán en paz y así no tendré que lastimarles?»

Tres chicos más convergían ahora hacia él, y esta vez actuaban al unísono. De todas formas, para lastimarle tenían que agarrarle. Rápidamente, Ender se colocó de forma que dos de ellos pudieran cogerle por los pies, dejando sus manos libres para ocuparse del tercero.

Efectivamente, se tragaron el anzuelo. Ender se aferró a los hombros de la camisa del tercer chico y tiró de él hacia arriba con fuerza para darle un cabezazo en la cara con el casco. Gritos y chorros de sangre otra vez. Los dos chicos que le tenían agarrado por las piernas se las retorcían. Ender arrojó al chico que sangraba por la nariz contra uno de ellos; se enredaron y la pierna de Ender quedó libre. No resultó difícil utilizar al otro chico como punto de apoyo para darle una patada en la ingle y luego utilizarle para tomar impulso y salir despedido en dirección a la puerta. No le salió un lanzamiento muy brillante, y su velocidad no era nada del otro mundo, pero no importaba. Nadie le seguía.

Se encontró con sus amigos en la puerta. Le agarraron y tiraron de él. Se reían y le daban azotes en broma.

—Por malo —decían—. Por fiero. Por violento.

—Hemos terminado por hoy —dijo Ender.

—Volverán mañana —dijo Shen.

—Yo de ellos no lo haría —dijo Ender—. Si vienen sin trajes haremos lo mismo otra vez y si vienen con trajes les irradiaremos.

—Además —dijo Alai—, los profesores no permitirán que vuelva a ocurrir.

Ender se acordó de lo que Dink le había dicho, y se preguntaba si Alai estaba en lo cierto.

—Eh, Ender —gritó uno de los chicos mayores mientras Ender se iba de la sala de batalla—. ¡No vales nada, imbécil! ¡No eres nada!

—Mi anterior comandante Bonzo —dijo Ender—. Creo que no le gusto.

Esa noche, Ender repasó los partes en su consola. En el informe médico salían cuatro chicos. Uno con las costillas contusionadas, uno con los testículos contusionados, uno con una oreja desgarrada y uno con la nariz rota y un diente menos. La causa de las heridas era la misma en todos los casos:


COLISIÓN ACCIDENTAL EN G NULA

Si los profesores permitían que el informe oficial dijera eso, estaba claro que no tenían intención de castigarles por participar en esa sucia escaramuza. «¿No van a hacer nada? ¿No les importa lo que pasa en la escuela?», pensaba Ender perplejo.

Como había vuelto al cuartel antes que de costumbre, Ender llamó a su consola el juego de fantasía. Había pasado bastante tiempo desde que jugó por última vez. Tanto, que va no salió el escenario que había dejado. Ahora estaba en el cadáver del Gigante. Con la diferencia de que ahora era difícil decir que se trataba de un cadáver, a no ser que le mirara de lejos detenidamente. La erosión había convertido el cuerpo en una colina, cubierta de hierbas y vides entrelazadas. Sólo la cresta de la cara del Gigante era todavía visible, y era de hueso blanco, como una protuberancia caliza de una montaña triste y marchita.

Ender no quería luchar otra vez con los niños-lobos, pero, para su sorpresa, no estaban allí. A lo mejor, muertos una vez, se habían ido para siempre. Eso le puso triste.

Hizo su anterior recorrido bajo tierra, a través de los túneles, hasta llegar a la cornisa del acantilado que daba a aquel hermoso bosque. También ahora se arrojó al vacío, y también ahora lo recogió una nube y lo llevó a la sala de la torre del castillo.

La serpiente comenzó a destejerse de la alfombra otra vez, pero esta vez Ender no vaciló. Le pisó la cabeza y la aplastó con el pie. Se retorcía y removía bajo su pie, y a modo de respuesta, Ender la apisonó y la sepultó aún más en el suelo de piedra. Finalmente, se quedó quieta. Ender la recogió y la agitó hasta que se destejió del todo y desapareció la forma de la alfombra. Luego, arrastrando la serpiente, se puso a buscar una salida.

Pero encontró un espejo. Y en el espejo vio una cara que reconoció fácilmente. Era Peter, con la barbilla goteando sangre y una cola de serpiente saliendo por una comisura de su boca.

Ender gritó y arrojó la consola. El ruido alarmó a los pocos chicos que había en el cuartel, pero se excusó y les dijo que no era nada. Se alejaron. Miró otra vez a su consola. Su figura seguía allí, con la vista fija en el espejo. Intentó coger un mueble para romper el espejo, pero no podía moverlo. Tampoco podía arrancar el espejo de la pared. Al final, Ender arrojó la serpiente contra él. El espejo se hizo añicos, dejando al descubierto un agujero en la pared. Por el agujero salieron docenas de pequeñas serpientes, que mordieron rápidamente la figura de Ender una y otra vez. Arrancando serpientes de su cuerpo frenéticamente, la figura cayó y murió en medio de un bullicioso montón de pequeñas serpientes.

La pantalla se borró y salió la leyenda:


¿JUEGAS OTRA VEZ?

Ender desconectó el programa y dejó la consola.

Al día siguiente, varios comandantes, unos personalmente y otros a través de soldados, se dirigieron a Ender para decirle que no se preocupara, que la mayoría pensaba que las sesiones prácticas adicionales eran una buena idea, que debía seguir con ellas. Y para asegurarse de que no les molestaría nadie, le mandaban unos cuantos soldados que necesitaban prácticas adicionales. «Son tan grandes como la mayoría de los insectores que os atacaron la noche pasada. Se lo pensaran dos veces.»

En vez de una docena de chicos, esa noche eran cuarenta y cinco, más de una escuadra, y ya sea por la presencia de chicos mayores junto a Ender o porque con lo de la noche anterior ya habían tenido suficiente, no apareció ningún enemigo.

Ender no volvió al juego de fantasía. Pero el juego vivió en sus sueños. Siguió rememorando lo que sintió cuando mató a la serpiente triturándola, cuando desgarró la oreja a aquel chico, cuando destrozó a Stilson, cuando rompió el brazo a Bernard. Y luego se vio irguiéndose, con el cadáver de su enemigo en la mano, y encontró la cara de Peter mirándole desde el espejo. «Este juego sabe demasiado sobre mí. Este juego dice asquerosas mentiras. Yo no soy Peter. No llevo el asesinato en el corazón…»

Y después el miedo peor, que era un asesino, incluso más experto que Peter; que era este rasgo suyo lo que más gustaba a sus profesores…

«Asesinos es lo que necesitan en las guerras contra los insectores. Gente que pueda pulverizar la cara del enemigo y rociar el espacio con su sangre…

»De acuerdo, yo soy vuestro hombre. Soy el sanguinario asesino que esperabais cuando hicisteis que me engendraran. Soy vuestro instrumento. ¿Qué más da que odie la parte de mí mismo que más necesitáis? ¿Qué más da que cuando las pequeñas serpientes me mataban en el juego, yo no me opusiera y me alegrara?

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