6 LA BEBIDA DEL GIGANTE

—Hemos sufrido ya muchos desengaños; perseverando año tras año, esperando que salgan adelante, y luego no lo logran. Es interesante lo de Ender: está decidido a salir frito antes de cumplir los primeros seis meses.

—¿Ah, sí?

—¿Es que no ve lo que está pasando? Está atascado en la Bebida del Gigante, en el juego. Ese chico debe de ser suicida. No me había hecho ningún comentario al respecto.

—Todos llegan al Gigante alguna vez.

—Pero Ender no le va a dejar en paz. Como Pinual.

—Todos se parecen a Pinual en un momento u otro. Pero sólo Pinual se ha suicidado. No creo que tenga nada que ver con la Bebida del Gigante.

—Es mi vida lo que se está jugando en este asunto. Y fíjese lo que ha hecho con su grupo de lanzamiento. —Sabe que no es culpa suya.

—No me importa. Culpable o no, Ender está envenenando a ese grupo. Se supone que iban a formar un grupo compacto, y allá donde va se abre un abismo insalvable.

—De todas formas, no tengo intención de dejarle ahí mucho tiempo.

—Pues mejor que cambie de intención. Ese grupo de lanzamiento está enfermo, y él es la causa de la enfermedad. Seguirá ahí hasta que estén curados.

—La causa de la enfermedad soy yo. Le he aislado, y la cosa ha funcionado.

—Dele tiempo. Para ver qué hace al respecto.

—No tenemos tiempo.

—No tenemos tiempo para precipitarnos con un chico que tiene tantas posibilidades de convertirse en un monstruo como de convertirse en un genio militar.

—¿Es una orden?

—El grabador está conectado, siempre lo está, tiene las espaldas cubiertas, váyase a la mierda.

—Si es una orden…

—Es una orden. Manténgale donde está hasta que veamos cómo se desenvuelve con sus compañeros de lanzamiento. Graff, me produce dolor de estómago.

—No le dolería el estómago si dejara la escuela a mi cargo y se ocupara de la flota.

—La flota está a la espera de un comandante. No hay nada que hacer hasta que me lo dé.


Entraron uno por uno a la sala de batalla, desmañadamente, como niños que entran por primera vez a una piscina, aferrándose a los asideros de los laterales. La gravedad nula sobrecogía, desorientaba; se dieron cuenta en seguida de que si no utilizaban los pies para nada, todo iba mucho mejor.

Y para empeorar las cosas, los trajes les oprimían. Era difícil hacer movimientos precisos, pues los trajes se adaptaban con un poco de retraso, oponían más resistencia que cualquier otra ropa que habían llevado antes.

Ender se agarró al asidero y flexionó las rodillas. Notó que, además de la dilación inicial, el traje tenía un efecto amplificador del movimiento. Era difícil poner las perneras del traje en marcha, pero después seguían moviéndose, y con fuerza, cuando los músculos ya se habían parado. «Si doy un empujón con una fuerza X, el traje empujará con una fuerza doble. Me moveré con torpeza un buen rato. Mejor que empiece ya», se dijo.

En consecuencia, sin soltar el asidero, dio un fuerte empujón con los pies.

Instantáneamente, dio una voltereta sobre sí mismo, sus pies volaron por encima de la cabeza, y aterrizó golpeándose de lleno la espalda contra la pared. El rebote parecía aún más fuerte, y sus manos se desencajaron del asidero. Voló por la sala de batalla, dando tumbos de un lado a otro.

Durante un momento desazonador trató de conservar su orientación arriba-abajo, intentando ponerse boca arriba, en busca de una gravedad que no existía. Entonces se obligó a sí mismo a cambiar su punto de vista. Se precipitaba contra una pared. Por lo tanto, eso era abajo. Y una vez más recuperó el control de sí mismo. No estaba volando, estaba cayendo. Era como si hubiera saltado de un trampolín. Podía elegir la forma de chocar contra la superficie.

«Voy demasiado rápido para agarrarme a un asidero y pararme, pero puedo atenuar el impacto, puedo salir despedido en ángulo si me giro cuando choque y uso los pies.»

No resultó ni mucho menos como había pensado. Salió despedido en ángulo, pero no era el que había calculado. Tampoco tuvo tiempo de hacerse ninguna consideración. Chocó contra otra pared, esta vez demasiado pronto para estar preparado. Pero, casi por casualidad, descubrió una forma de usar los pies para controlar el ángulo de rebote. Planeaba otra vez de un lado a otro de la sala, hacia unos chicos que seguían aferrados a la pared. Esta ve?, había aminorado su velocidad lo suficiente como para poder agarrarse a un barrote. Estaba en un ángulo insólito con respecto a los otros chicos, pero su orientación había cambiado una vez más y, tal como él los veía, estaban todos tendidos en el suelo, no colgando de una pared, y no era él quien estaba boca abajo, sino ellos.

—¿Qué intentas hacer, matarte? —le preguntó Shen.

—Haz la prueba —dijo Ender—. El traje impide que te hagas daño, y puedes controlar los rebotes con las piernas, así. —Y remedó el movimiento que había hecho.

Shen negó con la cabeza. No iba a intentar hacer una pirueta estúpida como ésa. Pero un chico despegó, no con tanta velocidad como lo había hecho Ender, porque no empezó dando una voltereta, pero sí con suficiente velocidad. Ender no necesitaba verle la cara para saber que era Bernard. Y, justo detrás de él, su mejor amigo, Alai.

Ender los vio cruzar la enorme sala, Bernard forcejeando para orientarse en la dirección que él consideraba el sucio, y Alai sometiéndose al movimiento y preparándose para rebotar en la pared. «No es de extrañar que Bernard se rompiera el brazo en el transbordador —pensó Ender—. Se tensa cuando vuela. Tiene pánico.» Ender se guardó la información para uso futuro.

Y más información. Alai no había tomado impulso en la misma dirección que Bernard. Se dirigía a una esquina de la sala. Sus caminos divergían más y más a medida que volaban, y mientras que Bernard hizo un aterrizaje torpe y estridente, y rebotó contra su pared, Alai rebotó oblicuamente contra las tres superficies de una esquina, y con ello conservó casi toda su velocidad y salió despedido con un ángulo inesperado. Alai dio gritos y alaridos, y lo mismo hicieron los chicos que le observaban. Algunos olvidaron que no pesaban y se soltaron de la pared para aplaudir, Ahora iban a la deriva en muchas direcciones, agitando los brazos, intentando nadar.

«Ese es otro problema —pensó Ender—. ¿Qué pasa si te quedas a la deriva? No puedes tomar impulso en ningún sitio.»

Sintió la tentación de dejarse ir a la deriva y tratar de resolver el problema haciendo la prueba. Pero observó a los otros, y no conseguía adivinar qué podía hacer que los otros no estuvieran haciendo ya.

Sujetándose al suelo con una mano, manoseaba la pistola de juguete que estaba prendida al traje por delante, justo debajo del hombro. Entonces se acordó de los cohetes de mano que utilizaban los marines cuando se lanzaban al abordaje de una estación enemiga. Sacó la pistola del traje y la examinó. Había apretado todos los botones en el dormitorio, pero la pistola no había respondido. «Quizá funcione en la sala de batalla.» No había ninguna instrucción. Ninguna etiqueta en los controles. El gatillo era obvio: como todos los niños, había tenido pistolas de juguete casi desde su infancia. Había dos botones al alcance del dedo pulgar, y varios más a lo largo de la parte inferior del cañón que eran casi inaccesibles si no se utilizaban las dos manos. Estaba claro que los dos botones cercanos al dedo pulgar estaban allí para ser utilizados.

Apuntó la pistola al suelo y apretó el gatillo. Notó que la pistola se calentaba instantáneamente; cuando soltó el gatillo, se enfrió rápidamente. Además, en la parte del suelo donde había apuntado apareció un diminuto círculo de luz.

Pulsó el botón rojo de la parte superior de la pistola y apretó el gatillo otra vez. Lo mismo que antes.

Después pulsó el botón blanco. Disparó un destello de luz potente que iluminaba una amplia zona, pero no con tanta intensidad. La pistola estaba bastante fría cuando el botón estaba apretado.

«El botón rojo la convierte en una especie de láser, pero no es un láser —había dicho Dap—, mientras que el botón blanco la convierte en una lámpara.» Ninguno de los dos sería de mucha ayuda a la hora de hacer maniobras.

«Entonces, todo depende del empujón inicial, del curso que tomes cuando partes. Eso significa que tendremos que aprender a controlar bien nuestros lanzamientos y rebotes o acabaremos flotando en medio de ninguna parte.» Ender recorrió la sala con la mirada. Unos cuantos chicos estaban a la deriva cerca de las paredes, agitando las manos para intentar agarrarse a un asidero. La mayoría estaba dándose topetazos unos contra otros y riendo; algunos estaban agarrados de la mano y dando vueltas en círculo. Sólo unos pocos, como Ender, estaban sujetos a las paredes, en calma, y observaban.

Vio que uno de ellos era Alai. Había acabado en otra pared, no demasiado lejos de Ender. Tomando impulso, Ender dio un empujón y se dirigió rápidamente hacia Alai. Una vez en el aire, se preguntó qué le diría. Alai era amigo de Bernard. ¿Qué podía decirle?

En cualquier caso, ya era demasiado tarde para cambiar de curso. Miró hacia el frente, y ensayó diminutos movimientos de las piernas y los brazos para controlar la dirección de su vuelo. Se dio cuenta demasiado tarde de que había apuntado demasiado bien. No iba a aterrizar cerca de Alai, iba a chocar contra él.

—¡Cógete a mi mano! —gritó Alai.

Ender extendió la mano. Alai absorbió el impacto y ayudó a Ender a hacer un aterrizaje suave contra la pared.

—Muy bien —dijo Ender—. Deberíamos practicar este tipo de cosas.

—Eso es lo que estaba pensando, pero ésos se están derritiendo como mantequilla —dijo Alai—. ¿Qué te parece si vamos hacia allá juntos? Podríamos impulsarles en direcciones opuestas.

—Vale.

—¿De acuerdo?

Daban por supuesto que las cosas podían no ir bien entre ellos. ¿Era correcto que hicieran algo juntos? La respuesta de Ender fue coger a Alai por la muñeca y prepararse para tomar impulso.

—¿Preparado?—dijo Alai—. ¡Ya!

Como tomaron impulso con diferente fuerza, empezaron a describir círculos uno alrededor del otro. Ender hizo unos cuantos ligeros movimientos con las manos y luego movió una pierna. Aminoraban la velocidad. Lo hizo otra vez. Dejaron de orbitar. Ahora iban a la deriva suavemente.

—Chico listo —dijo Alai. Era una gran alabanza—. Tomemos impulso antes de chocar contra ese corro.

—Y nos encontramos en aquella esquina. Ender no quería que se rompiera ese puente con el campamento enemigo.

—El último que llegue llena de pedos una botella de leche —dijo Alai.

Después, lentamente, uniformemente, maniobraron hasta que estuvieron uno frente al otro, como un águila de dos cuerpos, mano con mano, rodilla con rodilla.

—Y ahora un buen choque, ¿no? —preguntó Alai.

—Yo tampoco lo he hecho nunca —dijo Ender.

Se dieron un empujón. Les propulsó a mayor velocidad de lo que esperaban. Ender chocó contra una pareja de chicos y fue a parar a una pared que no estaba prevista. Tardó un momento en reorientarse y encontrar la esquina donde había de hallarse con Alai. Alai se dirigía ya hacia allí. Ender trazó un curso que incluiría dos rebotes pero que evitaría las mayores aglomeraciones de chicos.

Cuando llegó a la esquina, Alai había pasado los brazos por dos asideros adyacentes y hacía como que dormitaba.

—Has ganado.

—Quiero ver tu cosecha de pedos —dijo Alai.

—La he puesto en tu casillero. ¿No lo habías notado?

—Creía que eran los calcetines.

—Ya no llevamos calcetines.

—Claro.

Eso les recordaba que los dos estaban lejos de casa. Eso les robó parte de la diversión que habían obtenido por haber dominado los inicios de la navegación.

Ender sacó la pistola y le mostró lo que había descubierto sobre los dos botones del dedo pulgar.

—¿Qué hace cuando disparas contra una persona? —preguntó Alai.

—No lo sé.

—¿Por qué no lo averiguamos? Ender negó con la cabeza.

—Podríamos herir a alguien.

—Me refería a dispararnos uno al otro en el pie o algo parecido.

—Ah.

—No puede ser tan peligroso; no pondrían estas pistolas en manos de niños.

—Ahora somos soldados.

—Dispárame al pie.

—No, dispárame tú.

—Disparémonos uno al otro.

Lo hicieron. Inmediatamente, Ender sintió que la pernera del traje se volvía rígida, inmóvil, a la altura de las articulaciones del tobillo y la rodilla.

—¿Te has congelado? —preguntó Alai.

—Rígido como un poste.

—Vamos a congelar un poco —dijo Alai—. Hagamos la primera guerra. Nosotros dos contra ellos.

Ambos esbozaron una sonrisa. Entonces, Ender dijo:

—Mejor que invites a Bernard. Alai le miró con picardía.

—Oh.

—Y a Shen.

—¿A ese meneaculos de ojos de almendra? Ender llegó a la conclusión de que Alai estaba bromeando.

—Eh, no todo el mundo puede ser negro. Alai sonrió.

—Mi abuelo te habría matado por decir eso.

—El abuelo de mi abuelo lo habría vendido antes.

—Unámonos a Bernard y a Shen y congelemos a todos esos medio insectores.

Al cabo de veinte minutos estaban todos congelados, excepto Bernard, Shen, Alai y Ender. Los cuatro estaban sentados, chillando y riendo, cuando entró Dap.

—Ya veo que habéis aprendido a utilizar vuestro equipo —dijo.

Luego hizo algo con un control que llevaba en la mano y todos planearon lentamente hacia la pared donde él se encontraba. Se mezcló con los chicos congelados, tocándolos y descongelando sus trajes. Hubo un tumulto de protestas de que no había habido juego limpio y porque Bernard y Alai les hubieran disparado cuando no estaban preparados.

—¿Por qué no estabais preparados? —preguntó Dap—. Habíais tenido puesto el traje exactamente el mismo tiempo que ellos. Habíais estado aleteando por ahí como patos mareados el mismo número de minutos que ellos. Dejad de lamentaros y empezaremos.

Ender se dio cuenta de que habían asumido que Bernard y Alai eran los líderes de la batalla. Eso jugaba en su favor. Bernard sabía que Ender y Alai habían aprendido a usar las pistolas juntos. Y Ender y Alai eran amigos. Bernard podría creer que Ender se había unido a su grupo, pero no era así. Ender se había unido a un nuevo grupo. El grupo de Alai. Y Bernard se había unido también.

No estaba tan claro para todos; Bernard seguía fanfarroneando y mandando hacer recados a sus compinches. Pero Alai se movía ahora libremente por todo el dormitorio, y cuando Bernard se salía de sus casillas, podía bromear con él y calmarle. Cuando llegó el momento de elegir al líder del lanzamiento, Alai fue elegido casi por unanimidad. Bernard anduvo enfurruñado unos cuantos días y luego volvió a estar bien, y todos se adaptaron a la nueva situación. El lanzamiento ya no estaba dividido entre el grupo integrado de Bernard y los marginados de Ender. Alai era el puente.


Ender estaba sentado en su cama con la consola en las rodillas. Era la hora de estudio privado, y Ender estaba jugando al Juego Libre. Era un tipo de juego que cambiaba sin ton ni son, en el que el ordenador de la escuela no paraba de sacar situaciones nuevas componiendo un laberinto que uno podía explorar. Se podía volver a las situaciones que le gustaban a uno, pero sólo un rato; si se las tenía ahí mucho tiempo sin hacer nada, desaparecían y otras venían a ocupar su lugar.

Algunas veces era divertido. Algunas veces excitante, y Ender tenía que ser rápido para seguir vivo. Murió muchas veces, pero eso no importaba, los juegos son eso: mueres mucho hasta que le coges el truco.

La figura que le representaba en la pantalla había empezado siendo un niño pequeño. Durante un rato había pasado a ser un oso. Ahora era un ratón grande, con manos largas y delicadas. Hizo correr su figura por debajo de gran cantidad de muebles. Había jugado mucho con el gato, pero ahora se aburría; demasiado fácil darle esquinazo, conocía todos los muebles.

«No pasaré por la ratonera esta vez —se dijo para sí—. Estoy harto del Gigante. Es un juego tonto y además no gano nunca. Elija lo que elija, siempre me equivoco.»

Pero pasó por la ratonera, y por el pequeño puente del jardín. Evitó a los patos y a los mosquitos bombarderos; había intentado jugar con ellos pero eran demasiado fáciles, y si jugaba con los patos mucho tiempo se transformaba en un pez, y eso no le gustaba. Ser un pez le recordaba demasiado a estar congelado en la sala de batalla, con todo el cuerpo rígido, a la espera de que el ejercicio terminara para que Dap le descongelara. Por lo tanto, y como siempre, se encontró subiendo a las colinas rodantes.

Comenzaron los corrimientos de tierras. Al principio había quedado atrapado una y otra vez, aplastado en medio de una enorme mancha de sangre que surgía de un montón de rocas. Ahora, sin embargo, había dominado la técnica de correr cuesta arriba en ángulo para evitar morir aplastado, en busca siempre de tierras más altas.

Y, como siempre, los corrimientos de tierras acabaron en un amasijo de rocas. La cara de la colina se cuarteó y en vez de esquisto era pan blanco, hinchado, subiendo como un bizcocho a medida que la corteza se cuarteaba y caía; era blando y esponjoso; su figura se movía con más lentitud. Y cuando saltó del pan, estaba de pie en una mesa. Detrás de él, una gigantesca rebanada de pan; a su lado, una gigantesca barra de mantequilla. Y el Gigante con la barbilla apoyada en las manos, mirándole. La figura de Ender medía aproximadamente lo mismo que la cabeza del Gigante desde la barbilla hasta la frente.

—Creo que te voy a arrancar la cabeza de un bocado —dijo el Gigante, como siempre.

Esta vez, en vez de correr o seguir allí, Ender hizo ascender su figura hasta la cara del Gigante y le dio una patada en la barbilla.

El Gigante sacó la lengua y Ender cayó al suelo.

—¿Quieres jugar a los acertijos? —preguntó el Gigante.

«O sea, que es siempre lo mismo: el Gigante sólo juega a los acertijos. Estúpido ordenador. Millones de posibles escenarios en su memoria, y el Gigante sólo puede jugar un juego estúpido…»

El Gigante, como siempre, puso en la mesa dos enormes vasos largos, que llegaban a la altura de las rodillas de Ender. Como siempre, los dos estaban llenos de líquidos distintos. El ordenador era lo suficientemente bueno como para no repetir nunca los líquidos, por lo menos que él recordara. Esta vez, uno contenía un líquido espeso, de aspecto cremoso. El otro rechiflaba y espumajeaba.

—Uno es veneno y el otro no —dijo el Gigante—. Adivina y te llevaré al País de la Fantasía.

Adivinar significaba sumergir la cabeza en uno de los vasos para beber. No acertaba nunca. Algunas veces, su cabeza se disolvía. Algunas veces se prendía fuego. Algunas veces se caía dentro y se ahogaba. Algunas veces se caía hacia fuera, se ponía verde y se pudría. El resultado era siempre fatal, y el Gigante siempre se reía.

Ender sabía que eligiera lo que eligiera, moriría. El juego estaba amañado. A la primera muerte, su figura volvería a aparecer en la mesa del Gigante, lista para jugar otra vez. A la segunda muerte, volvería a los corrimientos de tierras. Después al puente del jardín. Después a la ratonera. Y después, si a pesar de todo volvía al Gigante y jugaba otra vez, y moría otra vez, su consola se oscurecería, desfilaría por ella la leyenda «Fin del Juego Libre», y Ender se echaría de espaldas en la cama y temblaría hasta que al final conseguiría dormirse. El juego estaba amañado, pero el Gigante seguía hablando del País de la Fantasía, algún estúpido País de la Fantasía para niños de tres años en el que probablemente habría algún estúpido Peter Pan o Pato Donald o Mickey Mouse, y al que valía la pena llegar, pero Ender tenía que encontrar la forma de batir al Gigante para llegar allí.

Bebió el líquido cremoso. Inmediatamente comenzó a inflamarse y a subir como un globo. El Gigante se reía. Estaba muerto otra vez.

Jugó otra vez, y esta vez el líquido se solidificó, como el cemento, y le inmovilizó la cabeza allí abajo mientras el Gigante lo rajaba a lo largo de la espina dorsal, se la sacaba como si fuera un pez, y se ponía a comerlo mientras él sacudía los brazos y las piernas.

Volvió a aparecer en los corrimientos de tierras y decidió no seguir adelante. Incluso dejó que le cubrieran. Pero aunque estaba sudando y sentía frío, con la siguiente vida volvió a las colinas hasta que se convirtieron en pan, y se plantó en la mesa del Gigante para que le pusiera delante los dos vasos largos.

Miró fijamente a los dos líquidos. Uno espumajeaba, el otro hacía olas como el mar. Intentó adivinar qué clase de muerte contenía cada uno. «Probablemente, del océano saldrá un pez y me comerá. El espumoso probablemente me asfixiará. Odio este juego. No es limpio. Es estúpido. Está amañado», se dijo.

Y en vez de meter la cara en uno de los líquidos, lo volcó de una patada, y luego el otro, y esquivó las enormes manos del Gigante mientras éste gritaba:

—¡Tramposo, tramposo!

Saltó a la cara del Gigante, trepó por los labios y la nariz y se puso a escarbar en su ojo. La masa salía con facilidad, como requesón, y el Gigante chillaba. La figura de Ender horadó el ojo, saltó dentro y horadó más y más.

El Gigante se desplomó hacia atrás. El escenario cambiaba mientras caía, y cuando el Gigante llegó al suelo y se paró, era un encaje de intrincados árboles. Un murciélago voló y se posó en la nariz del Gigante muerto. Ender sacó su figura del ojo del Gigante.

—¿Cómo has llegado aquí? —preguntó el murciélago—. Aquí no viene nadie.

Naturalmente, Ender no podía responder. Por eso, se agachó, cogió un puñado de masa del ojo del Gigante y se lo ofreció al murciélago.

El murciélago lo cogió y se marchó volando, gritando mientras se iba:

—Bienvenido al País de la Fantasía.

Lo había conseguido. Debería explorar. Debería bajarse de la cara del Gigante y ver qué había conseguido por fin.

Pero, en vez de hacerlo, desconectó el programa, puso la consola en el casillero, se quitó la ropa y se cubrió con la manta. No había querido matar al Gigante. Se suponía que se trataba de un juego. No tenía más alternativa que una muerte horripilante o un asesinato incluso peor. «Soy un asesino, incluso jugando. Peter estaría orgulloso de mí.»

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