4 LANZAMIENTO

—Con Ender tenemos que mantener un equilibrio delicado. Tenemos que aislarle lo suficiente para no ahogar su creatividad, pues en caso contrario adoptará el sistema imperante aquí y le echaremos a perder. Y, al mismo tiempo, necesitamos asegurarnos de que conserva una fuerte capacidad de mando.

—Si se gana la graduación, mandará.

—No es tan sencillo. Mazer Rackham pudo manejar él solo su pequeña flota y vencer. Para cuando estalle esta guerra, será demasiado grande, incluso para un genio. Demasiadas lanchas pequeñas. Tiene que trabajar en estrecha colaboración con sus subordinados.

—Ya veo. Tiene que ser un genio y, además, bondadoso.

—Bondadoso no. Con bondad sólo conseguiremos que los insectores nos cojan a todos.

—¿Va a aislarle, entonces?

—Para cuando lleguemos a la Escuela, ya le habré separado totalmente de los demás chicos.

—No me cabe ninguna duda. Estaré esperándole cuando llegue aquí. He visto los vídeos de lo que hizo al pequeño Stilson. No es una dulce criatura lo que trae.

—Ahí es donde se equivoca. Es incluso demasiado dulce. Pero no se preocupe. Extirparemos ese mal rápidamente.

—Algunas veces pienso que disfruta destrozando a esos pequeños genios.

—Es todo un arte, y en eso soy muy bueno. Pero ¿disfrutar? No lo sé. Quizá cuando se recomponen después pieza a pieza y eso les hace mejores.

—Es un monstruo.

—Gracias. ¿Quiere decir que puedo contar con un aumento?

—Sólo con una medalla. El presupuesto no es inagotable.


Dicen que la ingravidez puede producir desorientación, especialmente en los niños, cuyo sentido de la dirección no es todavía muy seguro. Pero Ender estaba desorientado antes de abandonar la gravedad de la Tierra. Antes incluso del lanzamiento del transbordador.

Había otros diecinueve chicos en su lanzamiento. Desfilaron desde el autobús hasta el ascensor. Hablaban y jugaban y alardeaban y reían. Ender guardaba silencio. Advirtió que Graff y los otros oficiales les miraban. «Analizando. Todo lo que hacemos tiene algún significado —pensó Ender—. Ellos reír. Yo no reír.»

Acarició la idea de intentar ser como los demás chicos. Pero no se acordaba de ningún chiste, y ninguno de los que contaban le hacían gracia. De dondequiera que provinieran sus risas, Ender no conseguía encontrar tal sitio en su interior. Tenía miedo, y el miedo le ponía serio.

Les habían vestido con un uniforme de una sola pieza; encontraba extraño no llevar un cinturón ceñido alrededor de la cintura. Vestido así, se sentía muy holgado y como desnudo. Había cámaras de televisión filmando, encaramadas como animales en los hombros de hombres que merodeaban agazapados. Los hombres se movían lentamente, felinamente, para que el movimiento de las cámaras fuera suave. Ender se encontró moviéndose lentamente también.

Se imaginó a sí mismo en la televisión, en una entrevista. El presentador le preguntaba: «¿Cómo se siente, señor Wiggin? Bastante bien, pero tengo hambre. ¿Hambre? Claro, no nos dejan comer las veinte horas anteriores al lanzamiento. ¡Qué interesante!, no lo sabía. La verdad es que todos tenemos mucha hambre.» Y durante toda la entrevista, Ender y el hombre de la tele se moverían sigilosamente delante del cámara, con largas y ágiles zancadas. Los chicos más próximos también estaban riéndose en ese momento, por otra razón. «Creen que me río por su chiste —pensó Ender—. Pero me río por algo mucho más divertido.»

—Subid por la escalerilla uno por uno —dijo un oficial—. Cuando lleguéis a un pasillo con asientos vacíos, ocupad uno. No hay asientos con ventanas.

Era un chiste. Los otros chicos se rieron.

Ender era casi el último, pero no el último. Aun así, las cámaras de televisión no se retiraron. ¿Me verá Valentine desaparecer en el transbordador? Se le ocurrió la idea de saludarla con la mano, correr hacia el cámara y decirle: «¿Puedo despedirme de Valentine?» No sabía que si lo hacía cortarían esa escena de la cinta, pues se suponía que los chicos que volaban a la Escuela de Batalla eran héroes. Se suponía que no echarían de menos a nadie. Ender no sabía nada sobre la censura, pero sabía que correr hacia las cámaras no era correcto.

Atravesó el corto puente que llevaba a la puerta del transbordador. Advirtió que la pared de su derecha estaba enmoquetada como si fuera un suelo. Ahí es donde comenzó la desorientación. En el momento en que vio la pared como un suelo, comenzó a sentirse como si andará por una pared. Llegó a la escalerilla y advirtió que la superficie vertical que había detrás estaba enmoquetada también. «Estoy subiéndome por el suelo.

Primero una mano y después la otra, primero un pie y después el otro…»

Y luego, para entretenerse, se puso a pensar que estaba bajando por la pared. Lo hizo mentalmente, auto convencido de ello aunque tenía en contra la evidencia de la gravedad. Se vio aferrándose firmemente al asiento, a pesar de que la fuerza de la gravedad tiraba de él hacia el asiento.

Los demás chicos botaban en sus asientos, dándose codazos y empujones, gritando. Ender encontró las correas, descubrió cómo se ponían para que le sujetaran por la ingle, la cintura y los hombros. Se imaginó la nave pendiendo boca abajo de la tierra, con los dedos de gigante de la gravedad sujetándola firmemente en su sitio. «Pero nos escabulliremos —pensó—. Nos vamos a caer de este planeta.»

No se dio cuenta de su significado entonces. Más adelante, se acordaría sin embargo que había sido antes de dejar la Tierra cuando la vio por primera vez como un planeta más, como cualquier otro, no especialmente el suyo.

—Oh, ya has descubierto cómo se hace —dijo Graff. Estaba de pie en la escalerilla.

—¿Viene con nosotros? —preguntó Ender.

—No suelo bajar a reclutar chicos —dijo Graff—. Se puede decir que estoy al mando aquí. Administrador de la Escuela. Algo así como director. Me dijeron que tenía que volver o perdería mi empleo. —Se rió.

Ender le devolvió la sonrisa. Se sentía a gusto con Graff. Era una buena persona. Y además era director de la Escuela de Batalla. Ender se relajó un poco. Tendría un amigo allí.

Estaban poniendo el cinturón de segundad a los otros chicos, a los que no lo habían hecho ya como Ender. Luego esperaron una hora mientras una televisión les informaba sobre el vuelo de los transbordadores, la historia de los vuelos espaciales, y su posible futuro con las grandes naves espaciales de la F.I. Era todo muy aburrido. Ender ya había visto esas películas.

Con la diferencia de que entonces no estaba atado con un cinturón de seguridad a un asiento de un transbordador. Colgando boca abajo del vientre de la Tierra.

El lanzamiento no fue malo. Nada aterrador. Unas cuantas sacudidas, unos momentos de pánico ante la posibilidad de que éste fuera el primer lanzamiento fallido en la historia del transbordador. Las películas no le habían transmitido con suficiente claridad la violencia que se podía sentir, tumbado de espaldas en un asiento mullido.

Al poco tiempo todo había pasado, y ahora sí pendía de las correas, no había gravedad por ningún sitio.

Pero como ya se había reorientado, no se sorprendió cuando Graff subió por la escalerilla al revés, como si estuviera bajando a la proa del transbordador. Tampoco se alteró cuando Graff trabó un pie debajo de un escalón y dio un empujón con las manos, lo que le hizo columpiarse de repente hasta ponerse boca arriba, corno si estuviera en un avión normal.

Las reorientaciones eran demasiado para algunos. Un chico hizo ademán de vomitar; Ender comprendió entonces por qué les habían prohibido comer nada durante las veinte horas anteriores al vuelo. Vomitar en gravedad cero no debía de ser nada divertido.

Pero, para Ender, el juego de la gravedad de Graff sí era divertido. Y lo llevó más lejos; se imaginó que en realidad Graff estaba colgando boca abajo del pasillo central, y luego se lo imaginó aferrándose a una pared lateral. «La gravedad puede tener cualquier dirección. La dirección que yo quiera. Puedo hacer que Graff esté apoyado de cabeza y él ni siquiera lo sabe.»

—¿Qué te divierte tanto, Wiggin?

La voz de Graff era dura y enojada. «¿He hecho algo malo? —pensó Ender—. ¿Me he reído en voz alta?»

—¡Le he hecho una pregunta, soldado! —bramó Graff.

Ya lo veo. Este es el principio de nuestra formación. Ender había visto en la televisión algunas películas de militares, y siempre gritaban mucho al principio del período de instrucción, antes de que el soldado y el oficial se hicieran buenos amigos.

—Sí, señor —dijo Ender.

—¡Respóndala entonces!

—Le he imaginado colgando boca abajo de los pies. Me ha parecido divertido.

Sonaba estúpido ahora, con Graff mirándole fríamente.

—Me figuro que para ti es divertido. ¿Es divertido para alguien más? Murmullos de no.

—¿Por qué no?

Graff les miraba con desdén.

—Cerebros de mosquito, eso es lo que hay en este lanzamiento. Pequeños subnormales cabezas de chorlito. Sólo uno de vosotros ha tenido el cerebro suficiente para darse cuenta de que en gravedad cero las direcciones son las que cada uno quiera que sean. ¿Has entendido, Shafts?

El chico asintió con la cabeza.

—No lo has entendido. Claro que no. No sólo eres estúpido, además eres mentiroso. En este lanzamiento sólo hay un chico con cerebro, y ése es Ender Wiggin. Miradle bien, muchachitos. Será comandante cuando vosotros estéis todavía en pañales ahí arriba. Porque él sabe pensar en gravedad cero, y vosotros sólo pensáis en devolver.

Ese no era el rumbo que se suponía que iba a tomar el asunto. Se suponía que Graff iba a meterse con él, no destacarle como el mejor. Se suponía que al principio iban a estar uno contra el otro y que más adelante se harían amigos.

—La mayoría de vosotros vais a fallar. Id haciéndoos a la idea, muchachitos. La mayoría vais a acabar en la Escuela de Combate, porque no tenéis el cerebro suficiente para pilotar una astronave. La mayoría no valéis lo que cuesta traeros a la Escuela de Batalla, porque no tenéis lo que hay que tener. Algunos podéis conseguirlo. Algunos podéis servir de algo a la humanidad. Pero yo no apostaría nada. Sólo apostaría por uno.

De repente, Graff dio un brinco hacia atrás y agarró la escalerilla con las manos, y luego volteó los pies separándolos de la escalerilla. Hacía el pino si el suelo estaba debajo, pero pendía de las manos si el suelo estaba encima. Poniendo una mano después de otra, retrocedió balanceándose a lo largo del pasillo hasta llegar a su asiento.

—Parece que te lo has montado bien —susurró el chico que estaba a su lado. Ender negó con la cabeza.

—¿No te dignas hablar conmigo? —dijo el chico.

—No le he pedido que diga esas tonterías —susurró Ender.

Sintió un dolor punzante en la cabeza. Luego otra vez. Unas risitas detrás de él. El chico del asiento de atrás se debe haber soltado las correas. Otro golpe en la cabeza. «Déjame en paz —pensó Ender—. No te he hecho nada.»

Otro golpe en la cabeza. Risas de los chicos. ¿No lo ha visto Graff? ¿No va a hacer nada para evitarlo? Otro golpe. Más fuerte. Dolía mucho. ¿Dónde está Graff?

Entonces lo vio claro. Graff lo había hecho deliberadamente. Era peor que los abusos de las películas. Cuando el sargento se metía contigo, los demás te querían más. Pero cuando el oficial te prefería, los otros te odiaban.

—Eh, comemierda —dijo el susurro por detrás de él. Recibió otro golpe en la cabeza—. ¿Te gusta esto? Eh, supercerebro, ¿te divierte? —Otro golpe, esta vez tan fuerte que se le escapó un pequeño grito de dolor.

Si Graff le estaba haciendo destacar no podía esperar ayuda de nadie, sólo de sí mismo. Esperó hasta que calculó que estaba a punto de llegar otro golpe. «¡Ahora!», pensó. Y, efectivamente, ahí estaba el golpe. Dolía, pero Ender ya estaba intentando presentir la llegada del siguiente golpe. «¡Ahora!». Y, efectivamente, en el momento justo. «Te he cogido», pensó Ender.

Justo cuando estaba en camino el siguiente golpe, Ender se irguió ayudándose con las dos manos, aferró al chico por la muñeca y luego tiró del brazo, con fuerza.

En gravedad normal, los dos hubieran chocado contra el respaldo del asiento de Ender, golpeándose el pecho. En gravedad cero, sin embargo, el otro chico salió despedido por encima del asiento, hacia el techo. Ender no se lo esperaba. No se había dado cuenta de que la gravedad cero magnifica incluso la fuerza de un niño. El chico navegó a la deriva por el aire, rebotó contra el techo, luego salió despedido contra otro chico que estaba sentado y después fue a parar al pasillo, agitando siempre los brazos, hasta que dio un grito cuando su cuerpo chocó violentamente contra el tabique del frente del compartimiento, con el brazo izquierdo retorcido bajo su cuerpo.

Todo esto duró sólo unos segundos. Graff ya estaba allí, aferrando el cuerpo a la deriva. Con destreza, le propulsó por la parte inferior del pasillo hacia el otro hombre.

—Brazo izquierdo. Roto, creo —dijo.

Un momento después, le habían dado un calmante y el muchacho reposaba tranquilamente en el vacío mientras el oficial inflaba una tablilla alrededor de su brazo.

Ender se sintió mal. Sólo había querido agarrar el brazo del chico. No. No, había querido hacerle daño, y había tirado con todas sus fuerzas. No había pensado que la cosa iba a ser tan pública, pero ese chico estaba sintiendo ahora el mismo dolor que había querido que sintiera él. La gravedad cero le había traicionado, eso era todo. «Soy Peter. Soy exactamente igual que él.» Y Ender se odió.

Graff estaba de pie en el frente de la cabina. —¿Cómo podéis ser tan torpes? ¿No cabe en vuestras cabecitas de subnormales una cosa tan sencilla? Se os ha traído aquí para ser soldados. En vuestras anteriores escuelas, en vuestras anteriores familias, quizá fuerais los primeros, quizá fuerais los duros, quizá fuerais los listos. Pero nosotros elegimos lo mejor de lo mejor, y ésa es la única clase de chicos que vais a encontrar ahora. Y cuando os digo que Ender Wiggin es el mejor de este lanzamiento, aprovechad el consejo, cabezas de chorlito. No os metáis con él. No sería el primero que muere en la Escuela de Batalla. ¿He sido suficientemente claro?

El resto del lanzamiento se hizo en silencio. El chico que estaba sentado al lado de Ender tuvo mucho cuidado de no tocarle.

«No soy un asesino —se dijo Ender en voz baja una y otra vez—. Diga lo que diga, no soy un asesino. No lo soy. Tenía que defenderme. Le aguanté mucho tiempo. Tuve paciencia. No soy lo que ha dicho.»

Una voz les dijo por el altavoz que estaban acercándose a la escuela; tardaron veinte minutos en decelerar y atracar. Ender se rezagó un poco. No les importó permitirle ser el último en abandonar el transbordador, subiendo en la dirección en que habían bajado cuando se embarcaron. Graff estaba esperando al final del estrecho tubo que conducía desde el transbordador hasta el corazón de la Escuela de Batalla.

—¿Has tenido buen vuelo, Ender? —le preguntó Graff de buen humor.

—Creía que era mi amigo. —A pesar suyo, le temblaba la voz.

Graff parecía perplejo.

—¿Que te ha hecho pensar eso, Ender?

—Porque… Porque me hablaba con mucha amabilidad, y parecía sincero. No mentía.

—No mentiré ahora tampoco —dijo Graff—. Mi trabajo no es ser vuestro amigo. Mi trabajo es fabricar los mejores soldados del mundo. De toda la historia del mundo. Necesitamos un Napoleón, Un Alejandro. Con la salvedad de que Napoleón perdió al final, y que Alejandro brilló fugazmente y murió joven. Necesitamos un Julio César, con la salvedad de que se hizo dictador y murió por eso. Mi trabajo consiste en fabricar esa criatura, y todos los hombres y mujeres que necesitará para ayudarle. Nada de ello implica que tenga que ser amigo de los niños.

—Ha hecho que me odien.

—¿Ah, sí? ¿Qué vas a hacer entonces? ¿Esconderte en un rincón? ¿Ponerte a besar sus traseros para que te vuelvan a querer? Sólo hay una cosa que hará que dejen de odiarte. Y esa cosa es ser tan bueno en todo lo que hagas que no puedan ignorarte. Les he dicho que eres el mejor. ¡Mejor que lo seas!

—¿Y si no puedo?

—Mala cosa entonces. Mira, Ender, siento que estés solo y asustado. Pero los insectores están ahí fuera. Diez billones, cien billones, un millón de billones, por lo que sabemos. Con otras tantas naves, por lo que sabemos. Con armas que no conocemos. Y con ganas de usar esas armas para barrernos. No está en juego el mundo, Ender. Sólo nosotros. Sólo la raza humana. En lo que se refiere al resto de la Tierra, si somos barridos habría un reajuste y se acomodaría al siguiente paso de la evolución. Pero la humanidad no quiere morir. Como especie, hemos evolucionado para sobrevivir. Y lo hacemos esforzándonos, afanándonos, y, al cabo de unas cuantas generaciones, trayendo al mundo un genio. El que inventó la rueda. Y la luz. Y el vuelo. El que construyó una ciudad, una nación, un imperio. ¿Entiendes algo de lo que te digo?

Ender pensaba que sí, pero no estaba seguro, y por eso no dijo nada.

—No. Claro que no. Te lo diré llanamente. Los seres humanos son libres, excepto cuando la humanidad los necesita. A lo mejor la humanidad te necesita. Para hacer algo. Creo que la humanidad me necesita a mí para averiguar para qué sirves. Los dos podemos hacer cosas despreciables, Ender; pero si la humanidad sobrevive, habremos sido buenos instrumentos.

—¿Nada más? ¿Sólo instrumentos?

—Los seres humanos son todos instrumentos, que los demás usan para que podamos sobrevivir todos.

—Eso es mentira.

—No. Es simplemente una verdad a medias. Te puedes preocupar de la otra mitad una vez que hayamos ganado esta guerra.

—Habrá terminado antes de que haya crecido —dijo Ender.

—Espero que te equivoques —dijo Graff—. Por cieno, no te ayuda nada hablar conmigo. Los demás chicos estarán comentando que el tal Ender Wiggin está haciendo la pelota a Graff. Si llega a correr la voz de que eres el pelota de los profesores, estás frito.

«En otras palabras, vete y déjame en paz», pensó Ender.

—¡Adiós! —dijo Ender. Se remolcó con las dos manos a lo largo del tubo por donde se habían ido los demás chicos. Graff le observaba.

—¿Es ése? —le dijo uno de los profesores que había a su lado.

—Dios sabe —dijo Graff—. Si no es Ender, mejor que aparezca pronto.

—Quizá no sea nadie —dijo el profesor.

—Quizá. Pero en ese caso, Anderson, en mi opinión Dios es un insector. Puedes repetirlo por ahí si quieres.

—Lo haré.

Permanecieron en silencio un buen rato.

—Anderson.

—¿Sí?

—El chico está equivocado. Soy su amigo.

—Ya lo sé.

—Es bondadoso. Es limpio de corazón.

—He leído los informes. —Anderson, piensa en lo que le vamos a hacer.

Anderson fue terminante:

—Le vamos a convertir en el mejor comandante militar de la historia.

—Y después vamos a cargar el destino del mundo sobre sus hombros. Por su propio bien, espero que no sea él. De verdad.

—¡Animo! Los insectores pueden matarnos a todos antes de que se gradúe. Graff sonrió.

—Tienes razón. Ahora me siento mejor.

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