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El segundo monitor muestra muy poco interés por mí. Patrullando la estación del tubo, describe un amplio arco a mi alrededor, mientras mantiene uno de sus ojos exploradores superficialmente dirigido hacia mí, pero sin realizar ningún intento para interferir con lo que hago. Si trato de escapar, indudablemente me destruirá. Estudio mis mapas con inquietud. Hawk Nest se halla situado al noreste de Conning Town; si ésta es la estación de tubo que yo creo que es, la frontera no debe estar muy lejos. Cinco minutos andando, quizá. Sin pasaporte, no puedo ir a ningún lado, excepto a Ganfield; ha quedado revocado mi status de viajero habitual. Pero las cuestiones legales sirven de poco en Hawk Nest.

¿Cómo escapar?

Me trazo un plan. Su simplicidad parece absurda, pero lo absurdo resulta a menudo muy útil cuando se trata con máquinas. Al monitor se le han dado instrucciones para que me ponga en el tren con dirección a Ganfield. Pero no se le ha dicho que me mantenga necesariamente en ese tren.

Espero las agotadoras horas que faltan para el amanecer. Lejos, en el túnel, escucho el estrépito del aire comprimido. Chato, tan suave como el terciopelo, el tren se desliza en el interior de la estación. El monitor me ordena que suba a él. Penetro en el vagón, lo cruzo rápidamente y salgo por la puerta abierta del extremo más alejado de la plataforma. Aún cuando el monitor haya observado la maniobra, difícilmente podrá disparar a través de un tren lleno de gente. Al abandonar el vagón inicio un trote pasando con rapidez entre los sorprendidos viajeros, y subo las escaleras a toda prisa, hasta salir a la neblinosa mañana.

En el nivel de la calle no es prudente echar a correr. Adopto un paso rápido y me mezclo con las multitudes de los trabajadores matutinos. La calle es el Crystal Boulevard. Bien. He memorizado una ruta desde el Crystal Boulevard hasta Flagstone Square, y después hasta la frontera por la Mechanic Street. Es presumible que todos los monitores, enlazados con el sistema nervioso central del que dispongan las máquinas del distrito de Conning Town, hayan sido advertidos instantáneamente de mi desaparición. Pero eso no es lo mismo que saber dónde me encuentro. Me dirijo hacia el norte por el Crystal Boulevard —su nombre muestra un oscuro sentido de la ironía, debido a las graves transformaciones que puede efectuar el paso del tiempo— y llevado por la corriente del tráfico de peatones, penetro en la Flagstone Square, una plaza sucia, de dimensiones desproporcionadas, de cuya izquierda sale la Mechanic Street. Paso sin ser interceptado ante una gran acumulación de tiendas pequeñas.

El lugar donde pueden esperarse problemas es en la frontera.

Llego allí al cabo de unos minutos. Se trata de una calle ancha y polvorienta, silenciosa y vacía, llena de una hilera de almacenes de ladrillo en el lado de Conning Town, y de una fila de edificios bajos en la parte de Hawk Nest, algunos de ellos en ruinas, y los mejores con un aspecto enormemente sucio. No hay barrera alguna. El cruzar una frontera de distrito es ilegal excepto en tiempo de guerra, y no he oído decir que haya guerra entre Conning Town y Hawk Nest.

¿Me atrevo a cruzar? Máquinas de policía de dos especies patrullan la calle: las chatas pertenecientes a Conning Town, y las negras y de cabeza hexagonal de Hawk Nest. Sin duda alguna, unas o las otras me derribarán en la tierra de nadie situada entre ambos distritos. Pero no tengo otra elección. Tengo que seguir adelante.

Empiezo a correr por la calle en el momento en que dos máquinas de policía, que se han cruzado con órbitas opuestas, han dejado un espacio sin patrullar de aproximadamente una manzana de longitud. A medio camino de mi cruce, el monitor de Conning Town me detecta y lanza una orden. Las palabras son ininteligibles para mí, y sigo corriendo y zigzagueando, con la esperanza de evitar el rayo que probablemente seguirá. Pero la máquina no dispara; debo estar ya en la parte de Hawk Nest, por lo que a la máquina de Conning Town ya no le preocupa lo que sea de mí.

La máquina de Hawk Nest ha observado mi presencia. Rueda hacia mí en el momento en que tropiezo, pasando el límite.

—¡Alto! —me grita— ¡Presente sus documentos!

En ese preciso momento, un hombre de barba roja y feroz mirada en los ojos, de amplios hombros, sale de un destartalado edificio cercano al lugar donde me encuentro. Una idea surge de mi mente. ¿Se mantendrán aún en este duro distrito las costumbres del patrocinio y el derecho de asilo?

—¡Hermano! —le grito—. ¡Qué suerte! —le abrazo y antes de que pueda deshacerse de mí, le murmuro—: Soy de Ganfield y busco derecho de asilo aquí. ¡Ayúdeme!

La máquina ha llegado junto a nosotros. Comienza inmediatamente un interrogatorio, y yo digo:

—Este es mi hermano, que me ofrece el privilegio del derecho de asilo. ¡Pregúntele! ¡Pregúntele!

—¿Es eso cierto? —pregunta la máquina.

El hombre de la barba roja, sin sonreír, escupe y murmura:

—Mi hermano, sí. Un refugiado político. Yo le patrocino. Yo me hago responsable de él. Déjele quedarse.

La máquina produce un clic, un zumbido, y asimila. Después, me dice:

—Se registrará usted como refugiado político patrocinado en el término de doce horas, o abandonará Hawk Nest.

Sin decir nada más, se aleja.

Expreso mi cálido agradecimiento a mi repentino salvador. Él frunce el ceño, escupe una vez más, sacude la cabeza y dice:

—No nos debemos nada el uno al otro.

A continuación, con brusquedad, continúa su camino calle abajo.

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