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A bordo del tubo, nadie habla. Los rostros son tensos, los cuerpos se mantienen rígidos en los asientos de plástico. Ocasionalmente, alguien situado al otro lado me dirige una mirada como si se preguntara quién puede ser este recién llegado al grupo de gente que viaja con regularidad, pero sus ojos se apartan rápidamente en cuanto me doy cuenta. No conozco a ninguna de estas personas, aunque deben haber vivido en Ganfield desde hace mucho tiempo; sus vidas no me han interesado nunca con anterioridad. Son ingenieros, comerciantes, diplomáticos, cualquier cosa; sus carreras están atadas a otros distritos distintos del suyo. Es una de las anomalías de nuestra sociedad, aún más fragmentada y estratificada por el hecho de que siga existiendo un cierto contacto regular entre una comunidad y otra; un cierto número de personas tienen que viajar cada día a distritos distintos, donde trabajan encapsulados, aislados, entre personas extrañas y de actitudes poco amistosas.

Avanzamos hacia el este a una velocidad inimaginable; seguramente ya hemos cruzado los límites de Ganfield y estamos en territorio extraño. Un anuncio luminoso en la pared del vehículo anuncia nuestra ruta:

CONNING TOWN — HAWK NEST — OLD GROVE — KINGSTON — FOLKSTONE — PARLEY CLOSE — BUDLEIGH — CEDAR MALL — EL MILL — MORTON COURT — GANFIELD.

Es una amplia curva a través de nuestros más inmediatos vecinos. Trato de visualizar los lazos separados en esta cadena de distritos, cada uno de los cuales forma una comunidad de trescientos o cuatrocientos mil ciudadanos leales y patrióticos, cada uno con su tono especial, su distinción, su calidad propia, su aparato de gobierno, sus costumbres y rituales. Pero sólo me los puedo imaginar como un montón de Ganfields, siendo cada lugar muy parecido al que acabo de abandonar.

Sé que esto no es así. La ciudad mundial no es una colección homogénea de uniformidades, ni un montón global de suburbios que no pueden distinguirse unos de otros. No, hay una diversidad increíble, una enorme cantidad de núcleos urbanos distintos agrupados por la necesidad común en una frágil unidad. Ningún plan maestro los dio a luz; cada uno de los distritos evolucionó en un momento separado para servir las necesidades de un propósito particular. Esta comunidad se extiende a lo largo de la curva de un río; aquella otra remonta las laderas de una escarpada colina; aquí, la arquitectura dominante refleja un clima suave, mientras que en otras partes se enfrenta a una naturaleza poco agradable; la forma sigue la topografía y la función local, creando individualidad.

El mundo es de una gran riqueza; ¿por qué entonces sólo imagino la existencia de diez mil Ganfields iguales? Desde luego, no es así de simple. Nos hallamos atrapados en la tensión entre las fuerzas que estimulan las distinciones entre unos y otros, y las fuerzas que quieren forzar a todas las comunidades hacia una misma identidad. Las fuerzas centrífugas desmembraron las enormes ciudades antiguas, como Londres, Tokio y Nueva York, en comunidades de vecinos que disponían de poderes casi autónomos.

Esas ciudades gigantescas eran demasiado grandes para sobrevivir; la densidad de la población, que dificultaba el transporte a larga distancia y las comunicaciones, terminó por conmocionar todo el tejido urbano, destruyó la autoridad del gobierno central y dejó a la sub-ciudad, estrechamente unida y a pequeña escala, como la única entidad viable. Entonces, se afirmaron por sí mismos dos procesos dinámicos y contradictorios. El orgullo y la búsqueda de ventajas locales condujeron a cada comunidad hacia la especialización: una se convirtió en un centro primordial de producción industrial; la otra se dedicó a la educación avanzada; ésta a las finanzas; aquélla al procesado de las materias primas; la otra al comercio al por mayor de servicios; la otra a la distribución al por menor, etcétera, con lo que la configuración y textura de cada distrito quedó definida por la función elegida.

Y, sin embargo, la nueva descentralización exigió un elevado grado de redundancia, de duplicación de estructuras gubernamentales, de empresas y servicios comunitarios. Teniendo en cuenta su propia seguridad, cada distrito sintió la necesidad de transformarse en un microcosmos de la antigua gran ciudad. Idealmente, deberíamos haber mantenido un equilibrio entre la especialización y la redundancia, con todas las comunidades esforzándose por cumplir las necesidades de las demás comunidades con la menor coincidencia posible y con la menor pérdida de recursos; de hecho, nuestra fragilidad humana ha hecho nacer estas irreversibles tendencias de rivalidad y de temor irracional, apartando a un distrito del otro, de tal modo que, frente a nuestros propios intereses, cortamos año tras año nuestros lazos de interdependencia, y buscamos tenazmente la autosuficiencia a nivel de distrito. Como quiera que esto es imposible, nuestras vidas se empobrecen constantemente. Al final, todos los distritos serán iguales y habremos creado un mundo de Ganfields dramáticamente lánguidos, sin gracia alguna, y a los que les faltará variedad.


El tren-tubo se detiene. Esto es Conning Town. He cruzado la primera línea del distrito. Salgo junto con una fila de viajeros habituales, con caras serias. Les imito y me aproximo a una ciclópea máquina de exploración, presentándole mi pasaporte. No está marcado por los visados; los pasaportes de ellos aparecen repletos de visados. Tiemblo ligeramente, pero la máquina me acepta y me imprime un sello en el pasaporte que muestra una fluorescencia brillante, de un tembloroso carmesí, contra el color lavanda pálido de la página:


* DISTRITO DE CONNING TOWN *

* VISADO DE ENTRADA *

* VALIDEZ 24 HORAS *


Fechado con la hora, el minuto y el segundo. Bienvenido, extranjero, pero ¡vete de nuestra ciudad antes de que salga el sol!

Subo por la rampa ronroneante, saliendo a la calle. Es una mañana luminosa sobre las torres de Conning Town, construidas unas muy cerca de otras. El aire es frío y dulce, algo extraño para mí después de tantos días de sofoco en la desmecanizada Ganfield sin programa. ¿Se desplazará nuestro pesado aire a través de la frontera, molestándoles? Ojos tristes me estudian: quienes me rodean saben que soy extranjero. Sus ropas me resultan extrañas en cuanto a estilo, con puntas en los hombros, acampanadas en el talle. Me encuentro esbozando una necia sonrisa en respuesta a sus severas miradas.

Camino durante una hora por la parte central, sin objetivo concreto, hasta que se funden mis primeros temores y una cómica agudeza se apodera de mí: pretendo, ante mí mismo, que soy un nativo, y disfruto de esta endeble impostura. Este lugar no se distingue mucho de Ganfield y, sin embargo, nada es del todo igual. Las aceras son más anchas; los faroles de las calles tienen cuellos arqueados en lugar de angulares; los hidrantes contraincendios son verdes y dorados, y no azules y naranja. Las máquinas de policía tiene cúpulas más planas que las nuestras y están rodeadas por diez o doce ojos de espías, mientras que las nuestras disponen de seis a ocho. Diferente, diferente, todo es diferente.

En tres ocasiones soy detenido por máquinas de policía. Presento mi pasaporte, muestro mi visado y se me permite continuar. Por lo menos hasta ahora, el pasar al otro lado ha resultado más fácil de lo que pensaba. Nadie me molesta aquí. Supongo que tengo un aspecto inofensivo. ¿Por qué razón pensé que mi condición de extranjero llevaría a estas gentes a atacarme? Después de todo, Ganfield no está en guerra con sus vecinos.

Caminando hacia el este en busca de una librería, cruzo por un viejo vecindario residencial y por unas sombrías fábricas antes de llegar a una zona de pequeñas tiendas. Después, a últimas horas de la tarde, descubro tres librerías en el mismo bloque, pero son lugares asépticos y no la clase de tiendas donde se podría encontrar propaganda subversiva del tipo de Walden Tres. Las dos primeras están completamente automatizadas, con paredes negras, placa de carga y operaciones de exploración. La tercera tiene un empleado humano, un hombre de unos treinta años, con un caído bigote amarillo y unos ojos alertas y azules. Reconoce mi estilo de ropas y dice:

—De Ganfield, ¿eh? Hay muchos problemas por allá.

—¿Se ha enterado?

—Sólo rumores. Se ha estropeado la computadora, ¿verdad?

—Sí, algo así —contesto, asistiendo.

—Sin policía, sin retirada de las basuras, sin control del tiempo, es bastante difícil trabajar… Eso es lo que dicen.

No parece ni sorprendido ni perturbado por el hecho de tener a un extranjero en su tienda. Su actitud es amable y relajada. ¿Está tratando de obtener información sobre nuestra vulnerabilidad? Tengo que cuidarme de no decirle nada que pueda ser utilizado contra nosotros. Pero, evidentemente, aquí ya se han enterado de todo.

—Supongo —dice— que para ustedes es un poco como entrar en la Edad de Piedra. Debe ser algo realmente traumático.

—Nos las estamos arreglando —digo, con naturalidad.

—De todos modos, ¿cómo sucedió?

Me encojo de hombros, con un gesto de ignorancia.

—No estoy muy seguro al respecto.

Sigo sin revelar nada. Pero entonces, algo en su tono de un momento antes me llega tardíamente y neutraliza algo de las sospechas automáticas y reflexivas con las que me he enfrentado a sus preguntas. Miro a mi alrededor; no hay nadie más en la tienda. Dejo que mi voz suene con un cierto tono de conspiración y le digo:

—En realidad, puede que no sea tan traumático, una vez que nos hayamos acostumbrado a la nueva situación. Quiero decir que hubo antes un tiempo en el que no dependíamos tanto de las máquinas que piensan por nosotros, y sin embargo sobrevivíamos, e incluso nos las arreglábamos bastante bien para vivir. La semana pasada estuve leyendo un pequeño libro en el que, según me pareció, se decía que podríamos aprovecharnos de la situación si intentábamos regresar al antiguo estilo de vida. Era un libro publicado en Kingston.

—Walden Tres.

No fue una pregunta, sino una afirmación.

—Exacto —admito, escudriñándole con mis ojos—. ¿Lo ha leído?

—Lo he visto.

—Creo que ese libro tiene mucho sentido.

—Yo también lo creo —me dice, sonriendo cálidamente—. ¿Reciben ustedes mucho material de Kingston allá en Ganfield?

—En realidad, muy poca cosa.

—Aquí tampoco llega mucho.

—Pero debe haber algo, ¿no?

—Sí, algo sí —me confirma.

¿Me he encontrado con un miembro del movimiento subterráneo de Silena? Ávidamente, le digo:

—¿Sabe? Quizás pueda usted ayudarme a encontrar a unas personas que…

—No.

—¿No?

—No —la expresión de sus ojos sigue siendo amistosa, pero las facciones de su rostro aparecen tensas—. Por aquí no se hace nada de eso —dice, con un tono de voz repentinamente uniforme y remoto—. Tendrá usted que ir Hawk Nest.

—Me han dicho que se trata de un lugar horrible.

—Aún así, Hawk Nest es donde usted debe ir. A la tienda de Nate y Holly Borden, en la Box Street —bruscamente, su actitud cambia, adoptando la de un empleado exageradamente amable—. ¿Puedo servirle en algo más, señor? Si está interesado en alguna supernovela, disponemos de un par de casettes nuevos, doblemente amplificados. Acaban de llegar. Quizás desee que se los muestre…

—No, gracias.

Sonrío, sacudo la cabeza con un gesto negativo y abandono la tienda. Una máquina de policía espera fuera. Su cúpula gira, y cada uno de sus ojos me explora intensamente; finalmente, la resonante voz me dice:

—Su pasaporte, por favor.

Ahora, esta rutina ya me resulta familiar. Saco el documento. A través del escaparate de la librería veo al empleado observando disimuladamente. La máquina de policía dice:

—¿Cuál es su lugar de residencia en Conning Town?

—No tengo ninguno. Estoy aquí con un visado para veinticuatro horas.

—¿Y dónde pasará la noche?

—En un hotel, supongo.

—Por favor, muéstreme su reserva de habitación.

—Aún no he reservado nada —le comunico.

Un largo momento de silencio; la máquina está conferenciando con su central, sin duda, explorando el programa maestro de Conning Town, en busca de instrucciones. Finalmente, dice:

—Se le advierte que debe obtener una reserva legítima y mostrarla a un monitor de control a la primera oportunidad que tenga dentro de las próximas cuatro horas siguientes. El no hacerlo así representará una cancelación de su visado y una expulsión inmediata de Conning Town —desde las profundidades de la máquina escucho algunos clics siniestros—. Ahora se encuentra usted bajo vigilancia formal —me anuncia.

Rebosante de preguntas, regreso apresuradamente a la tienda. El empleado muestra cierto disgusto al volver a verme. Cualquier persona que atraiga a los monitores hacia su tienda —«monitores» es el nombre con que se conocen aquí las máquinas de policía— no es bien recibida.

—¿Puede usted decirme dónde encontrar el hotel más próximo y decente posible? —le pregunto.

—No encontrará ninguno.

—¿No hay hoteles decentes?

—No hay hoteles. Al menos, no hay ninguno en el que pueda encontrar una habitación. Sólo disponemos de dos o tres casas de transeúntes, y los alojamientos son reservados con meses de antelación a los viajeros habituales.

—¿Sabe eso el monitor?

—Desde luego.

—Entonces, ¿dónde se supone que deben permanecer los extranjeros?

—Aquí no hay ningún programa estructural para esa clase de extranjeros —me dice el empleado, encogiéndose de hombros—. Los viajeros habituales disponen de reservas regulares. Los intrusos no autorizados no pertenecen en absoluto a este distrito. Supongo que a usted se le puede considerar como algo intermedio. Para usted, no hay forma legal alguna de pasar la noche en Conning Town.

—Pero mi visado…

—Ni aún así.

—Entonces, supongo que lo mejor sería irme a Hawk Nest.

—Es tarde para eso. Ha perdido el último tubo. No le queda más remedio que permanecer aquí, a menos que desee intenta el cruzar la frontera a pie, en la oscuridad. Y eso no se lo recomiendo.

—¿Quedarme? ¿Pero dónde?

—Duerma en la calle. Si tiene suerte, los monitores le dejarán tranquilo.

—Supongo que en alguna avenida retirada y tranquila, ¿no?

—No —dice—. Si duerme en algún lugar apartado, seguramente se encontrará con los bandidos nocturnos. Vaya a una de las calles designadas donde se puede dormir. En medio de una gran multitud puede usted pasar desapercibido, aunque se encuentre bajo vigilancia.

Mientras habla, se mueve por la tienda, cerrándola para la noche. Tiene aspecto de sentirse intranquilo e incómodo. Cojo mi mapa de Conning Town y él me indica hacia dónde dirigirme. El mapa tiene varios años y quedó anticuado; él lo corrige con irritados trazos de su lápiz. Abandonamos juntos la tienda. Le invito a que se venga conmigo a algún restaurante como invitado mío, pero él me mira como si tuviera alguna enfermedad contagiosa.

—Adiós —me dice por toda respuesta—. Buena suerte.

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