5

Preparativos, dijo. ¿Cómo puedo prepararme? ¿Qué mapas puedo recoger, si no conozco cuál es mi destino? Es impensable regresar al despacho; voy directamente a casa y deambulo durante cuatro horas de una habitación a otra, como si me enfrentara con mi ejecución al amanecer. Finalmente consigo reponerme, y me preparo una frugal comida, aunque dejo la mayor parte en el plato. Ni una llamada de los amigos; tampoco yo llamo a nadie. Desde la desaparición de Silena, mis amigos se han separado de mí.

Apenas duermo. Durante la noche, escucho gritos roncos y agudas alarmas en la calle; en las noticias de la mañana siguiente me entero de que cinco hombres de Conning Town, que habían acudido a saquear, fueron atrapados por uno de los nuevos grupos de vigilantes que han sustituido a las máquinas de policía, siendo ejecutados sumariamente. Y eso no me gusta nada, pensando que dentro de un día puedo encontrarme yo mismo en Conning Town.


¿De qué pistas puedo disponer para dar con Silena? Pido hablar con el guardia a través del cual consiguió penetrar en Ganfield Hold. Está detenido desde entonces; el capitán está demasiado ocupado como para decidir ahora su destino y, mientras tanto, el pobre hombre languidece. Es un hombre pequeño, de cuerpo grueso, con un cerdoso pelo rojo y una frente sudorosa; le brillan los ojos de temor y le tiemblan las ventanillas de la nariz.

—¿Qué puedo decir? —me pide—. Estaba de servicio en el Hold. Llegó ella. No la había visto antes, aunque sabía que debía ser de alta posición. Llevaba la capa abierta. Por debajo, parecía ir desnuda. Estaba excitada.

—¿Qué le dijo a usted?

—Que me deseaba. Esas fueron sus primeras palabras.

Sí. Pude imaginarme a Silena haciendo eso, aunque ya tuve más dificultades en imaginármela, con su delicada figura, envuelta por el abrazo de este hombre pequeño y cuadrado.

—Me dijo que me conocía, y que estaba ansiosa de que la poseyera.

—¿Y después?

—Cerré la puerta. Fuimos a una habitación interior donde hay un catre. Era un momento tranquilo del día; pensé que no sucedería nada. Ella se quitó la capa. Su cuerpo…

—Su cuerpo no importa.

Yo también podía verlo demasiado bien con los ojos de mi mente: los delgados muslos, el vientre tenso, los pequeños y elevados senos, la cascada de cabello color chocolate cayendo sobre sus hombros.

—¿De qué hablaron ustedes? ¿Dijo ella algo de tipo político? ¿Algún eslogan, quizá algunas palabras contra el gobierno?

—Nada. Permanecimos juntos, desnudos, tumbados un rato, sólo acariciándonos. Entonces me dijo que traía consigo una droga que aumentaría diez veces las sensaciones del acto sexual. Se trataba de unos polvos negros. Me los bebí con agua; ella tambien bebió, o pareció hacerlo. Me quedé dormido instantáneamente. Cuando me desperté, todo el Hold estaba excitado y me habían detenido —me mira, con ojos furiosos—. Tendría que haber sospechado desde el principio que era un truco. Esa clase de mujeres no sienten deseos de un hombre como yo. ¿Qué daño le he hecho a usted? ¿Por qué me eligió como víctima de su plan?

—Será el de ella —corregí—, no el mío. Yo no he tomado parte en esto. La motivación de ella es un misterio incluso para mí. Si pudiera descubrir a dónde ha ido, la buscaría y obtendría esas respuestas. Cualquier ayuda que pueda usted prestarme puede garantizarle el perdón y la libertad.

—No sé nada —dice, tristemente—. Ella llegó, me engañó, me drogó y robó el programa.

—Piense. ¿Ni una palabra? Quizá mencionara el nombre de algún otro distrito.

—Nada.

Un payaso, eso es lo que es, un inocente, un inútil. Al marcharme me grita que interceda por él, pero ¿qué puedo hacer yo?

—Ella nos ha perdido a todos —le contesto.


Ante mi solicitud, un fiscal del distrito me acompaña al apartamento de Silena, que se encuentra cerrado oficialmente desde su desaparición. Su contenido ha sido detalladamente examinado, pero quizá haya alguna clave de la que sólo yo pueda darme cuenta. Al entrar, noto un agudo dolor de pérdida, pues la vista de las pertenencias de Silena me recuerda tiempos más felices. Todas estas cosas me son dolorosamente familiares: sus hileras de libros bien arreglados y dispuestos, sus ropas, sus muebles, su cama. Sólo la conocía desde hacía once semanas, y era mi esposa del mes desde hacía dos. No me había dado cuenta de que hubiera llegado a significar tanto para mí, y de un modo tan rápido.

El fiscal y yo estuvimos echando un vistazo. Los libros demostraban la agilidad de su incansable mente: pequeñas y ligeras obras de ficción, obras serias de historia, análisis de problemas sociales, previsiones de las condiciones que se presentarían. La Era de la Ciudad Mundial, de Holman; Megalópolis Triunfante, de Sawtelle; El nuevo mundo del hombre urbano, de Doxiadis; Cincuenta mil millones de vidas, de Heggebend; Calcuta se encuentra en todas partes, de Marks; La Nueva Comunidad, de Chasin. Cojo algunos de los libros, acariciándolos como si fueran la propia Silena. Muchas de las noches que pasé aquí, Silena tomó uno de estos libros, Sawteller o Heggebend, o Marks o Chasin, para leerme un pasaje que resaltaba algún punto de vista particular que ella estaba defendiendo en aquel momento. Voy pasando las páginas perezosamente. Docenas de líneas están subrayadas con un trazo fino y preciso, y también abundan los largos comentarios marginales.

—Hemos analizado todo eso para tratar de encontrar un posible significado —dice el fiscal—; la única conclusión a que hemos llegado es que ella cree que el mundo está superpoblado —una sonrisa raquítica, y añade—: ¿Y quién no lo piensa? —luego me señala hacia un montón de folletos verdes que están en el extremo de una estantería inferior, diciendo—: Esto, por otra parte, le puede ser útil en su búsqueda. ¿Sabe algo de ellos?

El paquete consiste en nueve copias de algo llamado Walden Tres. Se trata de una fantasía utópica situada, al parecer, en un terreno idílico de corrientes de agua y bosques. Los folletos no me son conocidos; Silena tuvo que haberlos obtenido hace poco tiempo. ¿Por qué nueve copias? ¿Estaba actuando como distribuidora? Llevan el pie de imprenta de una editorial de Kingston. Ganfíeld y Kingston cortaron toda relación comercial hace mucho tiempo; el material publicado allí es raro de encontrar aquí ahora.

—No los he visto nunca —digo—. ¿Dónde cree usted que los consiguió?

—Existen tres rutas principales a través de las cuales llega la literatura subversiva de Kingston. Una de ellas es…

—Entonces, ¿este panfleto es subversivo?

—¡Oh, sí, bastante! Argumenta en favor de una inversión completa de las tendencias sociales de los últimos cien años. Como le estaba diciendo, hay tres rutas principales para que pase la literatura subversiva que se origina en Kingston. Le hemos seguido la pista a una cadena de distribuidores que corre por Wisleigh y Cedar Mall; otra que pasa por Old Grove, Hawk Nest y Conning Town, y una tercera que pasa por Parley Close y Mill. Es muy plausible que su esposa se encuentre ahora mismo en Kingston, después de haber viajado por cualquiera de esas tres rutas clandestinas de distribución, oculta y ayudada durante todo el camino por sus compañeros de subversión. Pero no tenemos forma alguna de confirmar esto —sonríe con expresión vacia y añade—: Podría estar en cualquiera de las otras comunidades, a lo largo de las rutas. O en ninguna de ellas.

—Sin embargo, debería pensar en Kingston como mi objetivo último, a menos que me entere de algo que me indicara lo contrario. ¿No es cierto?

—¿Qué otra cosa puede hacer?


Sí, ¿qué otra cosa puedo hacer? Tengo que buscar, dejándome dirigir por el azar a través de un número desconocido de distritos hostiles, sin disponer de ninguna clave, excepto esta pista vaga, implícita en el lugar de origen de estos nueve folletos, mientras el tiempo sigue pasando y Ganfield se desliza cada vez más profundamente hacia la confusión total.

La oficina del fiscal me suministra algunas cosas valiosas: mapas, cartas de introducción, un pasaporte de conmutadora que, al menos, debería permitirme atravesar algunas líneas de distrito sin ser molestado, y una serie de monedas locales así como billetes emitidos por el banco central y que, en consecuencia, son válidos en la mayoría de los distritos. En contra de mis deseos, se me entrega también un arma —una pequeña pistola de calor—, además de una cápsula que puedo tragarme en el caso de que sea deseable una muerte rápida y fácil. Como fase final de mi preparación, me paso una hora conferenciando con un agente secreto, ahora retirado, cuya carrera de espionaje le permitió estar en cientos de comunidades muy alejadas, como Threadmuir y Reed Meadow. ¿Qué consejo puede darle a alguien que intenta cruzar al otro lado?

—Mantenga siempre su dignidad —me dice—. Sea confiado y tenga seguridad en sí mismo, como si perteneciera a cualquier lugar en el que se encuentre. Nunca camine como un furtivo. Mire a todos los hombres a los ojos. Sin embargo, no diga nada más que lo estrictamente necesario. Manténgase vigilante en todo momento. No relaje nunca su guardia.

Todos estos consejos los podría haber pensado yo mismo. Pero no me dice nada sobre la naturaleza de corazonadas específicas que ayuden a la supervivencia. Cada distrito, dice, presenta problemas únicos, que están cambiando constantemente. No se puede anticipar nada; tiene uno que enfrentarse con todo a medida que vaya surgiendo. ¡Qué confortante!


Por la noche acudo a la casa del padre de almas, a la sombra de la Torre Ganfield. Marcharme sin su bendición no sería prudente. Pero hay algo de teatral y poco espontáneo en mi visita, y mi fe me abandona en el mismo momento en que entro. Una vez en la antecámara en penumbras, enciendo las nueve luces y cojo los nueve puñados de hierba del vaso ceremonial. Realizo todos los demás actos rituales, pero mi espíritu permanece frío y vacío, y me siento incapaz de rezar. El propio padre de almas, informado de mi misión, me concede una audiencia —es un viejo delgado, con unos ojos impenetrables insertos en profundas y ásperas cuencas— y me favorece con un ligero abrazo.

—Vaya con seguridad —me dice—. Dios lo observa.

Quisiera sentirme seguro de eso. Al regresar a casa, sigo la ruta más tortuosa posible, como si quisiera apurar tanto como me fuese posible de Ganfield en esta última noche aquí. Todo el pasado cruza mi mente, como si se tratara de un río que empezara a correr por una cuenca seca. Mi lugar de nacimiento, mi escuela, las calles donde jugué, el dormitorio donde pasé mi adolescencia, la casa de mi primera esposa del mes. Adiós. Adiós.

Mañana cruzaré los límites. Regreso solo a mi apartamento; una vez más, mi sueño es inquieto. Una hora después del amanecer, ante mi propio asombro, me encuentro esperando ante la boca del tubo de tránsito que enlaza con Conning Town. Y asi empieza el cruce de los límites.

Загрузка...