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Esta noche sofocante me encuentro en la parte superior de la Torre Ganfield, buscando un poco de brisa fresca y el refugio de la oscuridad. Medio distrito ha tenido la idea de escapar del calor viniendo esta noche aquí arriba; para alejarme de los ojos furibundos y de los labios apretados, he subido al quinto parapeto, donde habitualmente sólo trepan los atrevidos y los tontos. Yo no soy ninguna de ambas cosas, y sin embargo aquí estoy.

Mientras me muevo lentamente alrededor del borde de la torre, sujetándome débilmente de la estropeada barandilla, puedo contemplar todo nuestro distrito. Ganfield es un cuenco playo en cuanto a su forma, elevándose lentamente a partir del punto central que es la torre, hasta una altura situada en el perímetro del distrito. Dicen que antiguamente un amplio lago ocupaba el lugar donde ahora se encuentra Ganfield; fue drenado y cubierto hace siglos, cuando se agudizó la necesidad de encontrar nuevos espacios para vivir. Ayer oí decir que se están utilizando grandes bombas para impedir que el antiguo lago penetre a través de nuestros sótanos, y que no tardarán mucho en fallar o quedar fuera de servicio por cuestiones de mantenimiento, y entonces nos veremos inundados. Quizás suceda así. Antiguamente, Ganfield devoró el lago; ¿devorará ahora el lago a Ganfield? ¿Caeremos en las aguas oscuras, seremos tragados, y no habrá nadie que se lamente por nosotros?

Extiendo mi vista sobre Ganfield. Esas altas cajas de ladrillos son nuestros habitáculos; de veinte pisos de altura, parecen enanas desde el punto dominante en que me encuentro. Esa franja de tierra, negra a la humeante luz de la luna, es nuestro pequeño y lastimoso parque comunitario. Esos edificios de techos bajos son nuestras tiendas, reunidas atropelladamente en un racimo. Esa es nuestra zona industrial, si es que lo es. Esa enorme sombra rechoncha situada hacia el norte de la torre es Ganfield Hold, donde nuestras computadoras van quedando fuera de servicio una tras otra.

He pasado casi toda mi vida dentro de estos estrechos ámbitos que forman Ganfield. Cuando era un niño y las cuestiones no parecían tan duras entre un distrito y sus vecinos, mi padre me llevó de vacaciones a Morton Court, y en otra ocasión a Mill. De joven, fui enviado por asuntos de negocios a Parley Close, pasando por tres distritos. Recuerdo aquellos viajes con tanta claridad y vividez como si los hubiera soñado.

Pero ahora todo es diferente, y ya han transcurrido veinte años desde la última vez que abandoné Ganfield. No soy uno de los privilegiados viajantes que transitan alegremente de una zona a otra. Todo el mundo es una gran ciudad, según se dice, con los desiertos colonizados, los ríos cruzados por innumerables puentes y todos los lugares abiertos llenos de gente, como una ciudad universal que ha abolido los antiguos límites. Pero, no obstante, hace veinte años que no he pasado de un distrito a otro. Y me pregunto: ¿somos una sola ciudad, o simplemente miles de enemistados y diminutos estados fragmentados?

Mira allí, a lo largo del perímetro. Ya no hay límites, pero ¿qué es eso? Esos son nuestros límites, el Ganfield Crescent, ese amplio y curvado boulevard que rodea el distrito. ¿Eres un hombre de alguna otra zona? Entonces… cruza el Crescent a riesgo de tu vida. ¿Ves nuestras máquinas de policía, de brillante hocico, lustrosas, formidables y poderosas, desparramadas como cantos rodados por la amplia avenida? Ellas te interrogarán, y si tus contestaciones no son claras, pueden destruirte. Claro que esta noche no pueden hacerle daño a nadie.

Mira hacia fuera ahora, hacia nuestra horda de alborotados vecinos. Más allá del Crescent, hacia el este, veo las severas agujas de Conning Town, y hacia el oeste, descendiendo gradualmente hacia el confuso valle, se pueden ver los estropeados edificios de paredes oscuras de Mill, con el feliz Morton Court en el extremo más alejado. Y en alguna otra parte, en la humeante distancia, hay otros lugares. Folkstone y Budleigh y Hawk Nest y Parley Close y Kingston y Old Grove y todos los demás distritos, la miríada de distritos que forman parte de la cadena que se extiende de un océano a otro, de una costa a otra, ocupando nuestro continente palmo a palmo. Los distritos, los trozos de llamativo cristal que configuran el mosaico global, las comunidades infinitamente numerosas que son los segmentos de la ciudad-mundial que lo abarca todo.

Esta noche, en la capital, están planificando los modelos de lluvia del próximo mes para unos distritos que los propios planificadores no han visto nunca. Los lugares de alimento de los distritos —inadecuados, siempre inadecuados— están siendo diseñados por hombres para quienes nuestros apetitos no son más que entidades puramente abstractas. Allá, en la capital, ¿creen realmente en nuestra existencia? ¿Piensan realmente que hay un lugar como Ganfield? ¿Qué ocurriría si les enviáramos una delegación de ciudadanos notables para pedirles ayuda con objeto de sustituir nuestro programa perdido? ¿Les importaría algo? ¿Nos escucharían siquiera? De no ser así, ¿existe una capital? ¿Cómo puedo yo, que nunca he visto e! cercano distrito de Old Grove, aceptar, basándome sólo en la fe, que existe un centro lejano de gobierno, solitario, inaccesible, rodeado por el mito?

Quizás sólo se trate de una construcción compuesta por alguna astuta máquina subterránea, que sea nuestro verdadero dirigente. Eso no me sorprendería. Nada me sorprende. No hay capital. No hay planificadores centrales. Más allá del horizonte, todo es neblina.

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