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En el catorceavo día de la crisis, el capitán del distrito me convoca. Su mensaje me llega a últimas horas de la tarde, cuando todos estamos mareados de fatiga, sofocados por la humedad. He permanecido durante varias horas envuelto en complejos tratos telefónicos con un alto funcionario del Consejo de Nutrientes de la Marina; se trata de una organización perteneciente al gobierno de la Ciudad Central y, por lo tanto, debo mostrar el más exquisito de los tactos si no quiero que las cuotas de plancton de Ganfield sean drástica y arbitrariamente reducidas debido a la repentina molestia de un burócrata. El contacto telefónico es inseguro —el Consejo de Nutrientes de la Marina tiene su cuartel general en Melrose New Port, a medio continente de distancia, en la costa sudoriental—, y la línea chisporrotea y se desvanece con distorsiones. Nuestras computadoras eliminarían normalmente esos ruidos, si estuviera actuando el programa maestro.

En el momento en que llegamos a una crisis en la negociación, mi subdiputado me entrega una nota: «El capitán de distrito quiere verle». Ahora no, le digo silenciosamente, moviendo los labios. Continúan las negociaciones. Pocos minutos después, me llega otra nota: «Es urgente». Sacudo la cabeza y aparto la nota de mi mesa. El subdiputado se retira a la antesala del despacho, donde le veo enzarzado en una frenética discusión con un hombre que lleva el uniforme gris y verde del personal del capitán de distrito. El mensajero señala hacia mí con vehemencia. En ese preciso instante, se corta la comunicación telefónica. Dejo el instrumento de un golpe y llamo al mensajero.

—¿Qué ocurre?

—El capitán, señor. Debe usted dirigirse inmediatamente a su despacho, por favor.

—Imposible.

Me muestra una autorización que lleva el sello del capitán.

—Exige su presencia inmediata.

—Dígale que debo terminar un asunto muy delicado —replico—. Quizás dentro de unos quince minutos.

—No se me ha autorizado para permitir retraso alguno —me dice, sacudiendo la cabeza.

—¿Se trata de un arresto, entonces?

—De una convocatoria.

—¿Pero con la fuerza de un arresto?

—Sí; con la fuerza de un arresto —me contesta.

Me encojo de hombros y cedo. Todas las responsabilidades desaparecen de mí. Que sea el subdiputado quien trate con el Consejo de Nutrientes de la Marina; que lo haga el empleado del despacho exterior, o que no lo haga nadie; que todo el distrito se muera de hambre. Ya no me importa. Se me ha convocado. Se me ha descargado de mis responsabilidades. Entrego mi despacho al subdiputado y le sintetizo en quizás unas cien palabras el resultado actual de mis intrincadas horas de negociación. Ahora, todo forma parte del problema de otra persona.

El mensajero me conduce desde el edificio a la calle, calurosa y húmeda. El cielo está oscuro y pesado, amenazando lluvia; evidentemente ha estado lloviendo durante un rato, porque el contenido de las alcantarillas retrocede y se forman remolinos de agua fangosa en los canalones. El sistema de drenaje también se controla desde Ganfield Hold, y ahora debe de estar fallando. Nos apresuramos a cruzar la estrecha plaza situada frente a mi despacho, evitamos un riachuelo de aguas residuales, y nos abrimos paso por entre una multitud de apretados e irritados trabajadores que regresan a sus casas.

El uniforme del mensajero crea una invisible esfera de intocabilidad a nuestro alrededor; la multitud se abre presurosa, cerrándose tras nosotros. Sin una sola palabra, soy conducido al edificio con fachada de piedra del capitán de distrito, pasando rápidamente a su despacho. No es un lugar que me resulte desconocido, pero llegar aquí como prisionero es algo muy distinto a asistir a una reunión del consejo del distrito. Tengo los hombros caídos y mis ojos miran hacia la gastada alfombra.

Aparece el capitán de distrito. Es un hombre de sesenta años, de cabello plateado, erguido, con un mirar franco y directo, y sus rasgos reflejan poca de la tensión que debe imponerle su cargo. Ha gobernado nuestro distrito durante diez años. Me saluda por mi nombre, pero no efusivamente, y dice:

—¿No ha tenido noticias de su esposa?

—Habría informado, de haberlas tenido.

—Quizá, quizá. ¿Tiene alguna idea de dónde se encuentra?

—Sólo sé los rumores que circulan por ahí —contesto—. Que está en Conning Town, en Morton Court, en Mill.

—No está en ninguno de esos lugares.

—¿Está usted seguro?

—He consultado con los capitanes de esos distritos —me dice—. Niegan tener conocimiento alguno de su presencia. Claro que no tenemos razón alguna para confiar en sus palabras, pero, por otro lado, ¿por qué razón se molestarían en engañarme? —sus ojos se fijan en los míos—. ¿Qué parte jugó usted en el robo del programa?

—Ninguna, señor.

—¿Ella no le habló nunca de cometer una traición?

—Nunca.

—En todo Ganfield existe la fuerte convicción de que hubo una conspiración.

—De ser asi, yo no sabía nada al respecto.

Me juzga con una mirada penetrante. Después de una prolongada pausa, me dice con pesadez:

—Nos ha destruído, y usted lo sabe. Tal como están las cosas, sólo podremos funcionar durante otras seis semanas sin el programa, y sólo si no se produce ninguna plaga, si no nos vemos inundados, si no nos desbordan los bandidos procedentes del exterior. Después de ese tiempo, los efectos acumulados de tantos fallos y paralizaciones terminarán por paralizarnos a todos. Caeremos en el caos. Nos esforzaremos inútilmente en medio de nuestros propios desechos, muertos de hambre, sofocados, entregados al salvajismo… y viviremos como bestias hasta el final… ¿quién sabe? Estamos perdidos sin el programa maestro. ¿Por qué ella nos hizo esto?

—No tengo ninguna teoría —contesto—. Era una mujer muy reservada. Fue precisamente su independencia de espíritu lo que me atrajo.

—Muy bien. Que sea su independencia de espíritu lo que le atraiga ahora. Encuéntrela, y traiga de nuevo el programa.

—¿Encontrarla? ¿Dónde?

—Eso lo tiene que descubrir usted.

—¡Pero si no conozco nada del mundo fuera de Ganfield!

—Aprenderá usted —me dice fríamente el capitán—. Hay aquí quienes estarían dispuestos a condenarle por traición, pero yo no veo nada valioso en eso. ¿De qué nos sirve el castigarlo a usted? Sin embargo, le podemos utilizar. Es usted un hombre inteligente y con recursos; puede abrirse paso a través de distritos hostiles, y puede reunir información y tener éxito en descubrir su paradero.

»Si hay alguien capaz de influir sobre ella, es usted; y si la encuentra, quizá pueda inducirla a devolver el programa. Ninguna otra persona podría confiar en lograrlo. Vayase. Le ofrecemos inmunidad de persecución, a cambio de su colaboración.

El mundo giraba rápidamente a mi alrededor. Mi piel quemaba de la conmoción.

—¿Dispondré de un salvoconducto para atravesar los distritos vecinos? —le pregunto.

—En la medida que podamos arreglarlo. Y me temo que no será mucho.

—Entonces, ¿me proporcionará una escolta? ¿Dos o tres hombres?

—Creemos que viajará mucho mejor si va solo. Un grupo de varios hombres tiene el carácter de una fuerza invasora; se le trataría con recelo y aún peor.

—¿Dispondré al menos de credenciales diplomáticas?

—Llevará una carta de identificación en la que se pide a todos los capitanes que respeten su misión y le traten con cortesía.

Sé muy bien el valor que podría tener una carta así en Hawk Nest, o en Folkstone.

—Esto me asusta —digo.

Él asiente, mostrando cierta amabilidad.

—Lo comprendo. Sin embargo, alguien debe buscarla, y ¿qué otro mejor que usted? Le concedemos un día para hacer sus preparativos. Partirá a primeras horas de pasado mañana…, y que Dios acelere su regreso.

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