Solo, alejado de otros comensales, ceno en una precaria cafetería, débilmente iluminada y automatizada, situada en los límites del centro de la ciudad. Las máquinas silenciosas me ofrecen sopa acre, pan pálido y esponjoso, y un estofado de color plomizo que contiene unos ingredientes de un origen indeterminable en forma de grumos, por lo que pago con cuentas de plástico amarillas que corresponden a la moneda vigente en Conning Town. Al salir, muy poco satisfecho, observo un brillo rojizo en el cielo por la parte oeste; puede ser una maravillosa puesta de sol o, según lo que sé, una señal de que Ganfield puede estar ardiendo.
Miro a mi alrededor, en busca de monitores. Mi período de cuatro horas de gracia ya casi ha expirado. Tengo que desaparecer inmediatamente entre la multitud. Parece aún demasiado pronto para irse a dormir, pero sólo me encuentro a unas pocas manzanas del lugar donde el empleado de la librería me sugirió que debería pasar la noche, así es que me dirijo hacia allí.
Es lo mismo; cuando llego a mi destino —una plaza ancha, bordeada por edificios grises de fachada ornamentada— lo encuentro lleno de personas que se disponen a dormir en la calle. Debe haber unas ochocientas, hombres, mujeres, grupos familiares, todos ellos instalados en pequeños cuadrados de territorio empedrado a los que evidentemente se aspira noche tras noche, de acuerdo con algún sistema de derechos habituales. Otras personas están llegando constantemente, penetrando en la plaza por las tres entradas de que dispone, encontrando sus lugares, extendiendo cojines de espuma o montones de ropa a modo de colchones.
Se trata de una multitud amistosa: esta gente se siente unida por lazos de vecindad, por una pobreza común. Ríen, se abrazan, participan en juegos de azar, intercambian confidencias susurradas, discuten, llevan a cabo transacciones, y se unen en los ritos de la religión local, realizando una rutina en la que participan seis personas que dan palmadas y cantan.
Aquí, la intimidad parece algo anticuado. Se desnudan tranquilamente los unos delante de los otros y se producen casos de emparejamiento abierto. La alegría de la escena —que a mi me sugiere un carnaval medieval, un juego de Brueghel— sólo se ve estropeada por mi conciencia de que esta horda de juerguistas no dispone de casa alguna bajo los inhóspitos cielos, siendo vulnerables a la lluvia, la nevisca, la húmeda niebla, la nieve y otras inclemencias invernales y veraniegas que se dan en estas latitudes. En Ganfield sólo tenemos a unas cuantas personas que duermen en las calles: son aquellos que han perdido sus licencias residenciales y que se ven forzados temporalmente a vivir al aire libre. Pero aquí parece tratarse de una institución establecida, como si Conning Town hubiera declarado una moratoria hace varios años para una nueva construcción residencial, sin comprobar al mismo tiempo el incremento de la población.
Caminando entre, alrededor, y sobre la gente, llego al centro de la plaza y selecciono un trozo de pavimento que no está ocupado. Pero, al cabo de un momento, llega una pequeña mujer de rostro rubicundo, muy excitada y animada -hablando con un acento tan fuerte de Conning Town que apenas si puedo entender-, que afirma tener derecho sobre este lugar. Sus ojos brillan con amenaza; sus manos no están muy lejos de convertirse en garras. Algunas personas cercanas se sientan y me observan amenazadoramente. Pido disculpas por mi error y me retiro, tropezando con un niño y estando a punto de tirar una burbujeante cacerola de cocina.
Continúo. No encuentro sitio ni aquí, ni allá. Una mano surge de entre un montón de mantas y me acaricia la pierna mientras estoy mirando a mi alrededor, lleno de perplejidad. Tampoco aquí. Un hombre con el rostro pintado surge de una tienda verde en miniatura y me habla en un lenguaje que no entiendo. Tampoco aquí. Continúo mi camino una y otra vez, pensando que terminaré por ser completamente expulsado de la plaza, excluido, descalificado incluso para dormir en las calles de este distrito; pero finalmente encuentro un pequeño rincón donde los ocupantes me indican que soy bien recibido.
—¿Sí? —pregunto.
Me sonríen burlonamente y me hacen gestos. Agradecidamente, tomo posesión del lugar.
Ha llegado la oscuridad. La plaza sigue llenándose; después de mí han llegado por lo menos mil personas, introduciéndose en cada hueco, y no cesa de llegar gente. Escucho fuertes risotadas, una continua cháchara, la más seria de las persuasiones románticas, el agudo sonido de la disputa doméstica. Alguien pasa una jarra de vino, incluso a mí; es un vino amargo, probablemente zumo de almeja fermentado, pero aprecio el gesto. La noche es cálida, casi pegajosa. En el aire se nota un extraño olor a comida; es algo fuerte, muy picante. ¿Será curry? ¿Es esto entonces la verdadera Calcuta?
Cierro los ojos y me encojo sobre mí mismo. Las duras piedras están frías debajo de mí. No tengo colchón alguno, y me siento incapaz de quitarme las ropas delante de tantas personas extrañas. Me será muy difícil dormir en esta casa de locos. Pero gradualmente va disminuyendo el rumor de las conversaciones y, agotado, consumido, me deslizo hacia un sueño profundo e inquieto.
Tengo sueños terribles. La presión asfixiante de una multitud ávida. Los ríos saltando por encima de sus canales. Las torres desmoronándose. Fuentes de barro surgiendo por mil ventanas bajas. Anillas de acero rodeando mis muslos; mis piernas, dejándolas inservibles, aplastándolas. Un torrente de piojos abalanzándose sobre mí. Una mano helada que me toca. Que me toca. Que me toca, despertándome de mi sueño.
Una dura luz blanca me empapa. Parpadeo, me encojo, me cubro los ojos. Poco después, me doy cuenta de que sobre mí hay un monitor. A mi alrededor, quienes dormían se han despertado, apartándose, murmurando, señalando.
—Su permiso para dormir en la calle, por favor.
Atrapado. Murmuro excusas, argumento ignorancia de la ley, ruego perdón. Pero una máquina de policía no es ni malévola, ni compasiva; simplemente, sigue su programa. Me pide mi pasaporte y examina mi visado. Entonces, me recuerda que he estado bajo vigilancia. No habiendo obtenido una habitación del hotel, como se me había ordenado, habiendo descuidado el informar a un monitor dentro del intervalo de tiempo prescrito, soy sujeto de expulsión.
—Muy bien —digo—. Condúzcame a la frontera con Hawk Nest.
—Regresará usted inmediatamente a Ganfield.
—Tengo cosas que hacer en Hawk Nest.
—Quienes entran ilegalmente son devueltos a su distrito de origen.
—¿Qué más le da dónde yo vaya, siempre y cuando salga de Conning Town?
—Quienes entran ilegalmente son devueltos a su distrito de origen —vuelve a decir la máquina, inexorablemente.
No me atrevo a regresar, habiendo conseguido tan poco. Mientras continúo mi discusión con el monitor, soy alejado de la plaza y conducido a través de cavernosas calles oscuras hacia la boca de un tubo de tránsito. Al nivel de la estación, se encarga de mí un segundo monitor.
—El tren con destino a Ganfield —me informa el monitor que me aprehende—, llegará dentro de tres horas.
El primer monitor se marcha.
Demasiado tarde, me doy cuenta de que a la máquina se le ha olvidado devolverme mi pasaporte.