La conferencia

Estaba acostado de espaldas, la cabeza de Harey en el hueco de mi hombro; no pensaba en nada.

La oscuridad se poblaba. Oía pasos. Algo se amontonaba por encima de mí, cada vez más arriba, en el infinito. La noche me traspasaba de lado a lado, se adueñaba de mí, me envolvía y me penetraba, impalpable, inconsistente. Petrificado, dejé de respirar, no había aire para respirar. Muy lejos, oía latir mi corazón, junté las fuerzas que me quedaban, toda mi atención y esperé la agonía. Esperaba… Me empequeñecía, y el cielo invisible, sin horizonte, el espacio informe, sin nubes, sin estrellas, retrocedía, se extendía y crecía a mi alrededor. Yo trataba de trepar a mi cama, pero ya no había cama, ya la oscuridad no escondía riada más. Apreté las manos contra mi rostro… Ya no tenía dedos, no tenía manos. Hubiera querido gritar..

La alcoba flotaba en una penumbra azul que envolvía los muebles, los anaqueles atestados de libros, y borraba el color de los muros y de los objetos. Una blancura nacarada inundaba la ventana. Yo estaba empapado en sudor. Miré a un lado. Harey me observaba.

Alzó la cabeza.

—¿Tienes el brazo dormido?

Los ojos de Harey tampoco tenían color; eran grises, luminosos sin embargo, detrás de las pestañas negras.

—¿Qué? —Sentí el murmullo como una caricia antes de comprender. — No. ¡Ah, sí! —dije por último.

Apoyé la mano en su hombro; sentía un hormigueo en los dedos.

—¿Tuviste un mal sueño? — me preguntó.

La atraje hacia mí con la otra mano.

—¿Un sueño? Sí, soñaba. Y tú ¿no dormiste?

— No sé. No creo. No tengo sueño. Pero eso no debe impedirte dormir… ¿Por qué me miras así?

Cerré los ojos. El corazón de Harey latía contra mi corazón. ¿El corazón de Harey? Un simple accesorio, me dije. Pero ya nada me asombraba, ni siquiera mi propia indiferencia. Había traspuesto las fronteras del miedo y la desesperación. Había llegado muy lejos. Nadie, jamás, había llegado tan lejos.

Me apoyé sobre el codo. ¿La aurora, la dulzura del alba? Una tormenta silenciosa abrasaba el horizonte sin nubes. Un relámpago, el primer rayo del sol azul, atravesó la estancia y se quebró en reflejos acerados; hubo un fuego cruzado de chispas, brotadas del espejo, de los picaportes, de los tubos niquelados; la luz se esparcía, se volcaba sobre todas las superficies pulidas y parecía querer conquistar un espacio más vasto, hacer estallar la habitación. Miré a Harey; las pupilas de los ojos grises se le habían contraído.

Harey me preguntó con una voz inexpresiva:

—¿Ya terminó la noche?

— Aquí, la noche nunca dura mucho.

—¿Y nosotros?

—¿Nosotros qué?

—¿Nos quedaremos mucho aquí?

Viniendo de ella, la pregunta no dejaba de tener un lado cómico; pero cuando hablé, en mi voz no había ninguna alegría.

— Bastante, quizá. ¿No tienes ganas de quedarte?

Harey no pestañeó. Me miraba atentamente. ¿Había pestañeado ahora? Yo no estaba seguro. Tiró de la manta y le vi en el brazo la pequeña cicatriz rosada.

—¿Por qué me miras así?

— Porque eres muy hermosa.

Ella me sonrió sin malicia, agradeciendo discretamente el cumplido.

—¿De veras? Se diría que… es como si…

—¿Qué?

— Como si dudases de algo.

—¡Qué ocurrencia!

— Como si desconfiaras de mí, como si yo te hu-biese ocultado alguna cosa…

—¡Absurdo!

— Por el modo como lo niegas, veo que no me equivoco.

La luz era enceguecedora. Protegiéndome los ojos con la mano, busqué mis gafas. Estaban sobre la mesa. Me arrodillé, extendí el brazo y me calé las gafas negras.

Cuando me tendí a su lado, Harey sonrió:

—¿Y yo?

Tardé un momento en comprender.

—¿Gafas?

Me levanté y me puse a buscar; abrí cajones, corrí libros, instrumentos… Encontré dos pares de gafas y se los di a Harey. Le quedaban demasiado grandes, le caían hasta la mitad de la nariz.

Los postigos se deslizaron chirriando por delante de la ventana. De nuevo fue de noche. A tientas, ayudé a Harey a quitarse las gafas y puse los dos pares debajo de la cama.

—¿Que hacemos? — ella me preguntó.

—¡Es de noche, a dormir!

— Kris…

—¿Qué?

—¿Quieres una compresa en la frente?

— No, gracias. Gracias… mi querida.

No sé por qué había agregado esas dos palabras. En la oscuridad, la tomé por los gráciles hombros, sentí que se estremecía y tuve la absoluta certeza de que estaba abrazando a Harey. O mejor dicho, comprendí de pronto que ella no trataba de engañarme; era yo quien la engañaba, pues ella creía sinceramente que era Harey.

Caí dormido luego varias veces, y cada vez un sobresalto angustioso me arrancaba del sueño. Jadeante, exhausto, me apretaba contra ella; el corazón se me calmaba poco a poco. Con las yemas de los dedos, ella me tocaba apenas la frente, las mejillas, para ver si yo tenía fiebre. Era Harey. La única, la verdadera.

Algo cambió en mí; dejé de luchar y casi en seguida me quedé dormido.

Me despertó una sensación de agradable frescura. Tenía la cara cubierta por un paño húmedo; lo retiré y vi a Harey inclinada sobre mí. Me sonrió. Estaba exprimiendo un segundo paño que goteaba en una palangana; junto a la palangana, había un frasco de loción cicatrizante.

—¡Cómo dormiste! — dijo, aplicándome la compresa en la sien—. ¿Te duele?

— No.

Arrugué la frente; la piel era de nuevo flexible. Harey estaba sentada al borde de la cama, el pelo negro echado hacia atrás por encima del cuello alto de una salida de baño; una salida de hombre, a rayas blancas y anaranjadas; se había recogido las mangas hasta el codo.

Yo tenía un hambre feroz; habían pasado por lo menos veinte horas desde mi última comida. Cuando Harey terminó con sus trabajos de enfermera, me levanté. Mi mirada cayó sobre dos vestidos que colgaban del respaldo de una silla: dos vestidos blancos absolutamente idénticos, adornados los dos con una hilera de botones rojos. Yo mismo había desgarrado uno de aquellos vestidos, ayudando a Harey a sacárselo. Y Harey había regresado la noche anterior con el segundo vestido.

Ella siguió mi mirada.

— Tuve que deshacer la costura con las tijeras — dijo—. Creo que el cierre está trabado.

El espectáculo de aquellos dos vestidos idénticos sobrepasaba en horror a todo cuanto había sentido hasta entonces. Harey estaba ocupada ordenando el pequeño botiquín. Me di vuelta y me mordí los nudillos. Sin dejar de mirar los dos vestidos — o mejor dicho ese vestido único desdoblado— me alejé hacia la puerta. El agua del grifo corría ruidosamente. Abrí la puerta, me deslicé fuera del cuarto, y cerré el batiente con precaución. Oía el murmullo del agua, el tintineo de los frascos; de pronto, todos los ruidos cesaron. Con las mandíbulas apretadas esperé; el panel de la puerta reflejaba el tubo luminoso del cielo raso en la rotonda. Yo sujetaba el picaporte, con pocas esperanzas. Una sacudida brutal estuvo a punto de arrancármelo de la mano; pero la puerta no se abrió; se sacudió y vibró de arriba abajo. Estupefacto, solté el picaporte y retrocedí. El panel de material plástico se ahuecaba, como si un personaje invisible a mi lado intentara derribarla para meterse en la habitación. El marco de acero del panel se arqueaba cada vez más, y el barniz esmaltado estaba agrietándose. De pronto, comprendí: en vez de empujar la puerta, que se abría hacia el exterior, Harey trataba de abrirla tirando hacia adentro. El reflejo del tubo luminoso se curvó en el espejo deformante del panel blanco; se oyó un estallido, y el panel cedió. Simultáneamente, el picaporte desapareció, arrancado del marco. Unas manos ensangrentadas asomaron en la hendidura, pasaron al otro lado dejando unos rastros rojos sobre la pintura blanca, y la puerta se abrió en dos, las dos mitades colgando torcidas de los goznes. Apareció un rostro lívido; una criatura despavorida, envuelta en una salida de baño anaranjada y blanca, se precipitó contra mi pecho sollozando.

Yo quería huir, demasiado tarde y contra toda esperanza; pero era incapaz de intentar un solo movimiento. Harey respiraba convulsivamente; la cabeza desmelenada se sacudía contra mi hombro. Antes que yo pudiera sostenerla, Harey se desplomó.

Evitando los bordes afilados del panel, la llevé al cuarto y la acosté. Tenía las puntas de los dedos desollados y las uñas rotas. Cuando dio vuelta la mano, vi asomar en carne viva los huesos de la palma. Le miré la cara; los ojos, inexpresivos, no me veían.

— Harey.

Un gruñido inarticulado.

Fui hacia el botiquín. La cama crujió; di media vuelta: Harey se había sentado y se miraba con asombro las manos ensangrentadas.

— Kris — gimió—, yo… yo… ¿qué me pasó?

— Te lastimaste al derribar la puerta — respondí secamente.

La boca me temblaba convulsivamente, me mordí el labio inferior.

Harey contempló un instante los pedazos del panel plástico que colgaban del marco de acero y se volvió de nuevo hacia mí. Trataba—de disimular el terror que la dominaba, pero pude ver que le temblaba la barbilla.

Corté unos cuadrados de gasa, tomé un pote de polvo antiséptico y me acerqué a Harey. El pote de vidrio se me escapó de las manos y se hizo añicos; pero yo ya no lo necesitaba.

Levanté la mano de Harey. Las uñas, envueltas todavía en una red de sangre coagulada, le habían vuelto a crecer. Había una cicatriz rosada en el hueco de la palma, y esa cicatriz se empequeñecía, se borraba a ojos vista.

Me senté, le acaricié la cara, y traté de sonreír, sin mucho éxito.

—¿Por qué lo hiciste, Harey?

Señaló la puerta con los ojos.

—¿Fui… yo?

— Sí… ¿No te acuerdas?

— No… es decir, vi que ya no estabas más, tuve miedo y…

—¿Y qué?

— Te busqué, pensé que estarías en el cuarto de baño…

Sólo entonces, vi que el armario corredizo que disimulaba la entrada del cuarto de baño había sido movido a un lado.

—¿Y después?

— Corrí hacia la puerta.

—¿Y entonces?

— Lo he olvidado… ocurrió algo quizá…

—¿Qué?

— No sé.

—¿Qué recuerdas, entonces?

— Yo estaba sentada aquí, en la cama.

Harey sacó las piernas fuera de la cama, se levantó, y fue hacia la puerta rota.

—¡Kris!

Fui detrás de ella, la tomé por los hombros; temblaba. De pronto se volvió y murmuró:

— Kris, Kris…

—¡Calmate!

— Kris, si soy yo… Kris ¿soy epiléptica?

— Qué ocurrencia, mi querida. Las puertas aquí, sabes, son raras…

Dejamos el cuarto en el momento en que el postigo de la ventana se levantaba una vez más chirriando; el sol azul se hundía en el océano.

Guié a Harey hasta la pequeña cocina, del otro lado de la rotonda. Juntos saqueamos las alacenas y los refrigeradores. Pronto comprobé que Harey no estaba mejor dotada que yo para cocinar o para abrir latas de conserva. Devoré el contenido de dos latas y bebí innumerables tazas de café. Harey también comía, pero como esos niños que no tienen hambre y no quieren enojar a los padres; o mejor dicho no, no se obligaba a comer; absorbía la comida de manera automática, con indiferencia.

Después de este almuerzo, fuimos a la enfermería, contigua a la cabina de radio. Yo tenía un plan. Le dije a Harey que deseaba hacerle un examen médico común, y la instalé en un sillón mecánico. Retiré del esterilizador una jeringa y agujas. Conocía el sitio de todas las cosas. Durante el curso de adiestramiento en la Estación modelo, los instructores no habían descuidado nada, Harey me tendió los dedos; le extraje una gota de sangre. Extendí la sangre sobre una plaqueta de vidrio que puse en el extractor; la metí en el vacío de una cubeta e hice llover un torrente de iones de plata.

Me sentía mejor; llevar a cabo una tarea familiar tenía un efecto sedante. Tendida sobre los almohadones del sillón mecánico, Harey observaba los aparatos.

El zumbido del teléfono quebró el silencio; levanté el receptor.

— Kelvin.

Yo vigilaba a Harey. Ella seguía impasible; parecía que la aventura reciente la había agotado.

Oí un suspiro de alivio.

—¡Al fin!

Era Snaut. Esperé, el auricular apretado a mi oreja.

— Tienes una visita ¿no?

— Sí.

—¿Estás ocupado?

— Sí.

— Una pequeña auscultación ¿eh?

—¿Te fastidia? ¿Se te ocurre algo mejor? ¿Una partida de ajedrez?

— No seas susceptible, Kelvin. Sartorius quiere reunirse contigo, quiere que nos encontremos los tres.

—¡Muy amable! — respondí, sorprendido—. Pero… — Hice una pausa, y luego continué:— ¿Estás solo?

— No. No me he explicado bien. Quiere hablar con nosotros. Conectaremos los tres videófonos; pero las lentes estarán cubiertas.

— Ya veo. ¿Por qué no me llamó él? ¿Lo intimido?

— Muy probable — gruñó Snaut—. ¿Entonces?

— Una conferencia… dentro de una hora ¿estará bien?

— Muy bien.

Veía a Snaut en la pantalla: solo la cara, no más grande que un puño. Por un instante me observó atentamente; yo oía las crepitaciones de la corriente eléctrica. Luego dijo, con cierta vacilación:

—¿Te las estás arreglando?

— No del todo mal. ¿Y tú?

— No tan bien, supongo… dime… ¿podría…?

—¿Querrías venir a verme?

Por encima del hombro, miré a Harey. Estaba acostada, las piernas cruzadas, la cabeza inclinada hacia adelante; con aire taciturno, jugaba maquinalmente con la bolita cromada en el extremo de una cadenita sujeta al brazo del sillón.

La voz de Snaut estalló:

— Deja eso ¿me oyes? ¡Te digo que lo dejes!

Aún lo veía de perfil en la pantalla; aunque no oía nada más; había tapado el micrófono con la mano, pero los labios se le movían.

— No, no puedo ir — dijo rápidamente—. Tal vez más tarde. Te llamó en todo caso dentro de una hora.

La pantalla se apagó; colgué el receptor.

—¿Quién era? — preguntó Harey, sin curiosidad.

— Snaut, un cibernetista… tú no lo conoces.

—¿Esto va a durar mucho todavía?

—¿Te aburres?

Puse la primera plaqueta de la serie en el microscopio neutrínico, y apreté uno tras otro los interruptores de diferente color; los campos magnéticos refunfuñaron sordamente.

— No hay muchas distracciones aquí, y si mi modesta compañía no te alcanza…

Yo hablaba distraídamente, prolongando los intervalos de silencio.

Atraje hacia mí la caperuza negra que se abría alrededor de la lente del microscopio y apoyé la frente sobre la espuma de goma del visor. Oí la voz de Ha-rey, pero no comprendí lo que decía. Mi mirada abarcaba en escala reducida un enorme desierto inundado de luz plateada, salpicado de peñascos redondos — glóbulos rojos— que temblaban y se agitaban detrás de un velo de bruma. Enfoqué la lente y penetré más a fondo en el paisaje plateado. Sin despegar mis ojos del visor giré la manivela de orientación; cuando un peñasco, un glóbulo aislado, se encontró en la encrucijada de los hilos negros, aumenté la imagen. Había enfocado al parecer un eritrocito deformado, hundido en el centro; los bordes accidentados proyectaban unas sombras nítidas en las profundidades de un cráter circular. El cráter, erizado de sedimentos de iones de plata, se extendió más allá del campo visual del microscopio. Los contornos nebulosos de las hebras de albúmina, atrofiados!y distorsionados, aparecieron en el seno de un líquido opalescente. Una serpentina de albúmina se retorció y replegó bajo los hilos negros de la lente; moví poco a poco la palanca de aumento. De un momento a otro, aquella exploración de los abismos tocaría a su fin: la sombra de una molécula ocupó todo el espacio; luego la imagen se borró…

No había nada que ver. Tenía que habérseme aparecido entonces la vibración de una nebulosa de átomos; no veía nada. La pantalla desierta resplandecía. Apreté la palanca a fondo. El chirrido irritado aumentó, pero la pantalla continuaba en blanco. Una señal de alarma sonó una vez y otra; sobrecarga en el circuito. Miré por última vez el desierto de plata y corté la corriente.

Miré a Harey: amagaba un bostezo, que hábilmente transformó en sonrisa.

—¿Es buena mi salud? — preguntó.

— Excelente. Estás muy bien… mejor, imposible.

Yo seguía mirándola y una vez más sentía aquel hormigueo en el labio inferior. ¿Qué ocurría? ¿Ese cuerpo frágil en apariencia, indestructible en realidad, estaba al fin y al cabo compuesto de nada? Golpeé con el puño el cilindro del microscopio. ¿Una falla del aparato? No, yo sabía que el aparato funcionaba perfectamente. Había seguido uno por uno todos los pasos: las células, la albúmina, las moléculas, y todo era parecido a lo que observara antes en miles de preparaciones. Pero el paso final en el seno de la materia no me había llevado a ninguna parte.

Hice una ligadura en el brazo de Harey, le extraje sangre de una vena mediana, y la trasvasé a un recipiente de vidrio graduado. La repartí luego entre varias probetas y comencé los análisis. Ese trabajo me llevó más tiempo del que había previsto; me faltaba un poco de práctica. Las reacciones eran normales, todas las reacciones.

Dejé caer una gota de ácido congelado sobre una perla de coral. Humo. La sangre se puso gris y se cubrió de una capa de sucia espuma. Disgregación, descomposición, cada vez más rápido. Me volví para tomar una segunda probeta; cuando observé de nuevo el experimento, poco faltó para que el frágil tubo de vidrio se me cayera de las manos.

Bajo la capa de espuma sucia, crecía un coral oscuro. La sangre destruida por el ácido se recreaba a sí misma. ¡Era absurdo, imposible!

—¡Kris! — Oí mi nombre a una distancia inmensa. — ¡Kris, el teléfono!

—¿Cómo? Ah, sí, gracias.

El teléfono, me di cuenta entonces, sonaba desde hacía largo rato.

Descolgué el receptor.

— Kelvin.

— Snaut, estamos los tres en la línea.

La voz atiplada de Sartorius resonó en el auricular.

—¡Bienvenido, doctor Kelvin!

La voz prudente, falsamente segura, del conferencista que se aventura a subir a un estrado tambaleante.

—¡Buen día, doctor Sartorius!

Tenía ganas de reírme; pero no sabía si podía permitirme ceder a una alegría cuyas razones me parecían oscuras. En definitiva ¿quién de nosotros podía ser tema de risa? Yo tenía en la mano una probeta con sangre. La sacudí. La sangre se había coagulado. ¿Acaso un momento antes yo había sido víctima de una ilusión? ¿Acaso me había equivocado?

— Bien, caballeros, quisiera exponerles ante todo ciertas cuestiones relativas a los… los fantasmas.

Yo escuchaba a Sartorius y sin embargo mi mente se resistía; contemplando la sangre coagulada en el fondo de la probeta, me defendía de esa voz que intentaba distraerme.

— Llamémosles creaciones F — deslizó rápidamente Snaut.

— Ah, sí, muy bien.

Una línea vertical apenas perceptible en el centro de la pantalla indicaba que yo estaba conectado con dos canales; separadas por esa línea, yo hubiera tenido que ver dos imágenes: Snaut y Sartorius. Pero la pantalla de marco luminoso permanecía a oscuras. Mis dos interlocutores habían cubierto las lentes de los aparatos.

— Cada uno de nosotros ha llevado a cabo varios experimentos. — Siempre esa misma prudencia en la voz nasal. Una pausa. — Propongo en primer término que intercambiemos lo que sabemos hasta ahora, — prosiguió Sartorius—. Luego me arriesgaré a comunicar las conclusiones a las que he llegado personalmente. Si quiere tener la amabilidad de comenzar, doctor Kelvin…

—¿Yo?

Sentí de pronto que Harey me miraba. Apoyé la mano en la mesa e hice rodar la probeta bajo el estante de instrumentos. Luego me encaramé en un taburete alto, que había atraído con el pie. Iba a declinar la invitación, cuando me oí responder ante mi propio asombro:

— Bueno, ¿una pequeña charla? No es mucho lo que hice, pero algo puedo contar. Una preparación histológica y ciertas reacciones. Microrreacciones. Tengo la impresión de que… — No sabía cómo continuar. De pronto se me soltó la lengua — Todo parece normal, pero es un camuflaje. Una máscara. En cierto sentido, es una supercopia, una reproducción superior al original. Me explico: en el hombre hay un límite básico, un término a la divisibilidad estructural; en cambio aquí las fronteras son mucho más amplias. Estamos en presencia de una estructura subatómica.

—¡Un momento, un momento! ¿Podría ser más preciso? — interrumpió Sartorius.

Snaut no decía nada. ¿Era un eco de su respiración precipitada lo que yo oía? Harey me miraba de nuevo. Me di cuenta de que en mi excitación casi había gritado las últimas palabras. Me tranquilicé, acomodándome en mi percha, y cerré los ojos. ¿Cómo ser más preciso?

— El átomo es el último elemento constitutivo en el cuerpo humano. Yo diría que las creaciones F están constituidas por unidades más pequeñas que los átomos ordinarios, mucho más pequeñas.

—¿Mesones? — insinuó Sartorius.

No parecía sorprendido.

— No, no mesones… Yo los hubiera visto. La potencia de mi aparato es de un décimo a un vigésimo de angstrom ¿no es así? Pero no se ve nada, absolutamente nada. Por lo tanto no son mesones. Quizá neutrinos.

—¿Cómo lo fundamenta usted? Los conglomerados de neutrinos no son estables..

— No sé. No soy físico. Tal vez un campo magnético pueda estabilizarlos. No conozco el problema. En todo caso, si mis observaciones son correctas, las partículas estructurales son aquí diez mil veces más pequeñas que los átomos. Espere, ¡no he terminado aún! Si el elemento básico en las moléculas de albúmina y las células fuese este microátomo, tendrían que ser proporcionalmente más pequeñas. Y también los corpúsculos y los microorganismos, todo. Ahora bien, las dimensiones son las comunes en una estructura de átomos. Por consiguiente, albúmina, célula, núcleo y célula, todo es una máscara. La estructura real, la que determina el funcionamiento del visitante, permanece oculta.

—¡Kelvin!

Snaut acababa de ahogar un grito. Me interrumpí, espantado. Yo había dicho « visitante ».

Harey no me había oído. Además, no habría comprendido. Con la cabeza apoyada en el hueco de la mano, miraba por la ventana, y la aurora purpúrea le aureolaba el delicado perfil.

Mis interlocutores lejanos callaban; los oía respirar.

— Hay algo que vale la pena considerar en todo esto — masculló Snaut.

— Sí —acotó Sartorius—, pero las partículas hipotéticas de Kelvin no constituyen la estructura del océano. El océano es una estructura de átomos.

— Tal vez sea capaz de producir neutrinos — repliqué.

De pronto toda esta charla me cansó. La conversación no llevaba a ninguna parte, y además no era divertida.

— La hipótesis de Kelvin explicaría esa resistencia extraordinaria y la velocidad de regeneración — gruñó Snaut—. Además quizá llevan consigo una fuente de energía; no tienen necesidad de comer…

— Pido la palabra — interrumpió Sartorius. El exas-perante moderador del debate se afirmaba en el papel que él mismo se había asignado—. Quisiera plantear el problema del motivo en la aparición de las creaciones F. Lo diría así: ¿qué son las creaciones F? No son individuos autónomos, ni copias de personas reales. No son más que proyecciones cerebrales materializadas, que se refieren a un cierto individuo.

La solidez de esta definición me sorprendió; Sartorius no era simpático, pero tampoco era estúpido.

Me incorporé de nuevo a la charla.

— Creo que tiene razón. Esa definición explicaría por qué aparece esa per… esa creación, y no tal otra. La materialización se alimenta de las huellas más durables de la memoria, huellas particularmente diferenciadas. No obstante, ninguna huella está aislada por completo; y la « reproducción » ha absorbido fragmentos de huellas contiguas. Por eso el recién llegado revela tener a veces conocimientos más amplios que los del individuo auténtico, del que es una copia…

—¡Kelvin! — exclamó Snaut otra vez.

Sólo Snaut reaccionaba a mis deslices de vocabulario. A Sartorius no parecían conmoverlo. ¿Esto significaba que el « visitante » de Sartorius era por naturaleza menos perspicaz que el « visitante » de Snaut? Por un segundo, imaginé al sabio doctor Sartorius asediado por un cretino esmirriado.

— En efecto, eso concuerda con nuestras observaciones — dijo Sartorius—. Bien, consideremos ahora el motivo de aparición. Es bastante lógico suponer, en primer lugar, que somos objeto de un experimento. Del examen de esta proposición, concluyo que el experimento está mal encaminado. Cuando nosotros llevamos a cabo un experimento, sacamos provecho de los resultados, y sobre todo, tomamos cuidadosa nota de las fallas del método, y modificamos los procedimientos futuros. Pues bien, en el caso que nos ocupa, no se observa ninguna modificación. Las creaciones F reaparecen idénticas a como eran, sin la más mínima corrección… tan vulnerables como antes, cada vez que nosotros intentamos… desembarazarnos de ellas…

— Bueno — interrumpí—, tiro de retorno sin dispositivo de corrección, como diría el doctor Snaut. ¿Conclusiones?

— Sencillamente que la hipótesis del experimento no concuerda con esta… esta chapucería inverosímil. El océano es… preciso. La estructura de doble nivel de las creaciones F atestigua esa precisión. Dentro de ciertos límites, las creaciones F se comportan como… los verdaderos… los…

Sartorius no conseguía salir del atolladero.

— Los originales — le apuntó vivamente Snaut.

— Sí, los originales. Pero cuando la situación no se adecua ya a las facultades normales del… del original, la creación F padece en cierto modo una « desconexión de la conciencia », seguida inmediatamente por manifestaciones insólitas, inhumanas…

— Es cierto — dije—, y podemos divertirnos confeccionando un catálogo del comportamiento de… de estas creaciones; una ocupación perfectamente estéril.

— No estoy seguro — protestó Sartorius. Comprendí de pronto por qué me irritaba tanto; no hablaba, daba una conferencia, como si estuviera en una sesión del Instituto. Parecía incapaz de expresarse de otro modo—. Aquí hemos de tener en cuenta la noción de individualidad — prosiguió—, que el océano, estoy convencido, ignora por completo. Creo que el aspecto… delicado, el aspecto chocante de nuestra condición actual escapa del todo a su comprensión.

—¿Usted piensa que esas actividades no son premeditadas?

El punto de vista de Sartorius me había sorprendido bastante; pero reconocí en seguida que era difícil rechazarlo.

— No, contrariamente a nuestro colega Snaut, no creo en ninguna malicia, ninguna crueldad…

La voz de Snaut:

— No le atribuyo sentimientos humanos, sólo trato de explicarme esas reapariciones constantes.

Deseando importunar a Sartorius, dije de pronto:

— Quizá están conectadas a un dispositivo que gira y se repite, interminablemente, como un disco.

— Caballeros, les ruego, no nos dispersemos. No he concluido aún. En circunstancias normales, yo hubiera juzgado prematuro presentar un informe, aun provisional, sobre el estado de mis trabajos, pero en vista de la situación creo que puedo permitirme hablar. Tengo la impresión, sólo una impresión, aclaro, de que la hipótesis del doctor Kelvin es acertada. Me refiero a la hipótesis de una estructura de neutrinos… Nuestros conocimientos en este campo son puramente teóricos; ignorábamos que fuese posible estabilizar tales estructuras. La solución que se nos presenta como posible es bien definida; un modo de neutralizar el campo magnético que asegura la estabilidad de la estructura. .

Desde hacía un momento, yo veía en la pantalla unos rayos luminosos; una ancha hendedura iluminó de arriba abajo la mitad izquierda del receptor, y vi un objeto rosado que se desplazaba lentamente. El obturador de la lente se movió una vez más, y de pronto desapareció.

Sartoríus lanzó un grito angustiado.

—¡Véte! ¡Véte!

Vi las manos de Sartoríus agitándose y luchando y luego los antebrazos, envueltos en las mangas anchas de un delantal. Un disco dorado brilló de pronto, y en seguida todo se extinguió. Sólo entonces me di cuenta de que aquel disco amarillo era un sombrero de paja…

Recobré el aliento.

—¿Snaut?

Una voz fatigada me contestó:

— Sí, Kelvin… — Comprendí que le tenía mucho afecto y que prefería no saber quién lo acompañaba. — Basta por ahora, ¿estás de acuerdo?

— Sí, estoy de acuerdo. — Antes que él colgara, agregué precipitadamente — Escucha, si puedes, pasa a verme, a la enfermería o a mi cabina ¿quieres?

— Bueno, pero no sé cuándo.

La conferencia había concluido.

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