El « Pequeño Apócrifo »

Tenía la cara y las manos quemadas. Recordé que mientras buscaba un somnífero para Harey (no estaba con humor para reírme de mi candidez), había visto un pote de ungüento. Volví pues a mi cabina.

Abrí la puerta; el crepúsculo rojo alumbraba la estancia. Alguien estaba sentado en el sillón, junto al sitio donde Harey se había arrodillado. El terror me paralizó, un terror pánico que me impulsaba a huir, y que sólo duró unos pocos segundos. La figura sentada levantó la cabeza. Era Snaut. Cruzado de piernas (llevaba siempre el mismo pantalón de lona, manchado por los reactivos), consultaba papeles; un gran fajo de papeles depositados junto a él, sobre una mesita. Soltó las hojas que tenía en la mano, se deslizó los anteojos hasta la punta de la nariz y me contempló con aire enfurruñado.

Sin una palabra, me acerqué al lavabo, saqué del botiquín el pote de ungüento y empecé a untarme la frente y las mejillas. Afortunadamente, la cara no estaba demasiado hinchada y los ojos, que había cerrado instintivamente, no parecían inflamados. En la sien y los pómulos me pinché varias ampollas grandes con una aguja esterilizada; el tapón aséptico recogió un líquido seroso. Luego me apliqué sobre la cara dos trozos de gasa húmeda. Snaut no dejó de observarme todo el tiempo que duró la cura. Yo lo ignoré. Cuando al fin hube terminado (las quemaduras me dolían cada vez más), me senté en el otro sillón, del que tuve que retirar previamente el vestido de Harey: un vestido perfectamente común, pero desprovisto de broches.

Snaut, con las manos unidas alrededor de una rodilla puntiaguda, me observaba en actitud crítica.

— Bueno, ¿charlamos un poco? — dijo.

No le contesté; estaba ocupado en reacomodar un trozo de gasa que resbalaba a lo largo de mi mejilla.

— Tuviste una visita ¿no?

— Sí —repuse secamente.

Snaut había iniciado la conversación en un tono que me resultaba desagradable.

—¿Y te la sacaste de encima? Bueno, bueno, eso se llama ser expeditivo.

Se tocó la frente, que todavía estaba despellejándose, poniendo al descubierto superficies rosadas de epidermis nueva. Yo estaba perplejo. ¿Cómo, hasta ese momento, no había entendido las implicaciones de las « quemaduras de sol » de Snaut y Sartorius? ¡Quemaduras de sol! Aquí nadie se exponía al sol.

Snaut prosiguió sin advertir ningún cambio en mí:

— Supongo que no recurriste en seguida a los métodos extremos. ¿Qué intentaste? ¿Narcosis, veneno, lucha libre?

—¿Quieres discutir seriamente asuntos que nos interesan o seguirás haciéndote el tonto? Si tienes ganas de hacerte el tonto, puedes marcharte.

Snaut entornó los párpados.

— A menudo uno se hace el tonto sin quererlo… ¿No probaste la soga o el martillo? ¿Y el tinterazo preciso, como Luther? ¿No? — Hizo una mueca. — ¡Magnífico ejemplar! El lavabo está intacto, no te destrozaste la cabeza contra las paredes, no echaste abajo el cuarto. ¡Una, dos, te embarco en el cohete, te marchas y asunto arreglado! — Consultó el reloj. — Disponemos de dos o tres horas. ¿Te molesta? — concluyó con una sonrisa desagradable.

— Sí —dije secamente.

— Ah… Y si yo te contara un cuento ¿me creerías? ¿Creerías una sola palabra?

Yo callaba.

Snaut prosiguió, con aquella horrible sonrisa:

— Empezó con Gibarían. Encerrado en su cabina, sólo nos hablaba a través de la puerta. ¿Y qué crees que pensábamos nosotros?

No contesté.

— Claro, pensamos que se había vuelto loco. A través de la puerta, soltó algo… no todo. Te preguntas quizá por qué no nos dijo que había alguien con él. ¡Oh, suum cuique! Pero era un verdadero sabio. Nos rogó que le diéramos una oportunidad.

—¿Qué oportunidad?

— Intentaba sin duda resolver el problema, ponerlo en claro, clasificarlo. Trabajaba de noche. ¿Sabes qué hacía? ¡Seguro que lo sabes!

— Esos cálculos, en el cajón de la cabina de radio… ¿son suyos?

— Sí.

—¿Y cuánto tiempo duró?

—¿La visita? Una semana, más o menos… Nosotros pensábamos que tenía alucinaciones, trastornos motores. Le di escopolamina.

—¿Cómo… a él?

— Sí. La aceptó, pero no para él. La probó con otro.

—¿Y vosotros?.

—¿Nosotros? El tercer día, habíamos decidido echar la puerta abajo, si no había otro remedio, pasar por alto su dignidad y curarlo.

— Ah…

— Sí.

— Y entonces, en ese ropero…

— Sí, hijo mío, sí. Pero mientras tanto también nosotros hablamos tenido visitas. Ya no podíamos ocuparnos de él, y contarle lo que pasaba. Ahora… se ha convertido en una rutina.

Había hablado tan bajo, que apenas oí las últimas palabras.

—¡Todavía no entiendo! — exclamé—. Si escuchabas junto a la puerta tenías que haber oído dos voces.

— No, sólo oíamos la voz de Gibarían. Había ruidos raros… pensábamos que también era él.

—¡Sólo la voz de Gibarían! ¿Cómo puede ser que no oyeran… al otro?

— No sé. Tengo los rudimentos de una teoría… pero la he abandonado por el momento. De nada sirve enredarse en detalles. Pero tú, algo viste ya ayer, si no nos hubieras tomado por locos.


— Creí que era yo el que se había vuelto loco.

— Ah… ¿y no viste a nadie?

— Vi a alguien.

—¿Quién?

Lo miré largamente (la mueca de Snaut ya no simulaba una sonrisa) y respondí:

— A esa… esa mujer negra. — Snaut estaba inclinado hacia adelante; mientras yo hablaba, el cuerpo se le distendió imperceptiblemente. — Hubieras podido prevenirme..

— Te previne.

—¡En qué forma!

— De la única forma posible. Yo no sabía a quién verías. Nadie podía saberlo, nadie sabe jamás…

— Escucha, Snaut, quisiera preguntarte… Tú… tú conoces… este fenómeno desde hace un tiempo. Ella… la persona que vino a visitarme hoy…

—¿Te preguntas si volverá?

Asentí.

— Sí y no — dijo Snaut.

—¿Qué significa eso?

— Ella… esa persona volverá, ignorándolo todo, como al comienzo de la primera visita. Más exactamente, no tendrá en cuenta que quisiste desembarazarte de ella. Si tú respetas las condiciones, no se mostrará agresiva.

—¿Qué condiciones?

— Eso depende de las circunstancias.

—¡Snaut!

—¿Qué?

—¡Basta de subterfugios, por favor!

—¿Subterfugios? Kelvin, tengo la impresión de que aún no has entendido. — Le brillaron los ojos. — ¡Bueno! ¿Puedes decirme quién vino a visitarte? — preguntó brutalmente.

Yo tragué saliva, y volví la cabeza. No quería mirarlo. Hubiera preferido tener que hablar con otro y no con él. Pero yo no podía elegir. Un trozo de gasa se despegó y me cayó sobre la mano. Me sobresalté.

— Una mujer que… — Me detuve. — Se mató. Una inyección…

—¿Suicidio?

— Sí.

—¿Eso es todo?

Snaut esperaba. Viendo que yo no respondía, murmuró:

— No, no es todo..

Alcé rápidamente la cabeza; Snaut no me miraba.

—¿Cómo lo sabes? — Snaut no replicó.— En efecto, eso no es todo. — Me humedecí los labios. — Habíamos reñido. O mejor dicho, no. Fui yo, yo monté en cólera, tú sabes las cosas que uno dice en esos momentos. Recogí mis bártulos y me fui. Ella me había dado a entender… no lo había dicho con todas las palabras, cuando uno ha vivido años con alguien, no es necesario… Yo estaba seguro de que no hablaba en serio… que no se atrevería, que tendría miedo, y eso también se lo dije. Al día siguiente, recordé que había dejado esas… esas ampollas en el cajón. Ella las conocía; yo las había traído del laboratorio, las necesitaba; le había explicado que en dosis altas la acción era fulminante… Tuve miedo, quise volver a buscar las ampollas; en seguida me dije que eso daría la impresión de que yo me la tomaba en serio. El tercer día, me decidí, estaba preocupado. Cuando llegué, ya había muerto.

— Ah, pobre inocente.

Me sobresalté. Pero Snaut no se burlaba de mí. Me pareció que lo veía por primera vez. Tenía el rostro gris; las arrugas profundas de las mejillas revelaban un cansancio indecible. Snaut parecía un hombre muy enfermo.

Extrañamente intimidado, le pregunté:

—¿Por qué dijiste eso?

— Porque es una historia trágica. — Viendo que yo me inquietaba, agregó precipitadamente — No, todavía no entiendes. En efecto, es una carga terrible, y tú sin duda te consideras un asesino, pero… hay cosas peores.

—¿Peores?

— Sí, peores, y me alegro de que me creas. Hay cosas que ocurren y son horribles. Pero lo más horrible es… lo que no ha ocurrido, lo que nunca existió.

—¿Qué? —dije con voz débil.

Snaut meneaba la cabeza.

— Un hombre normal — dijo—. ¿Qué es un hombre normal? ¿Aquel que nunca cometió nada abominable? Bueno ¿pero no tuvo nunca pensamientos desordenados? Quizá ni siquiera eso… Algo, un fantasma, pudo haber surgido en él alguna vez, hace diez o treinta años, algo que él rechazó, y que ha olvidado; algo que no temía, pues sabía que nunca permitiría que cobrara fuerzas, que se manifestara de algún modo. Imagínate ahora que de pronto, en pleno día, vuelve a encontrar ese pensamiento, encarnado, clavado en él, indestructible. Se pregunta dónde está… ¿tú sabes dónde está?

—¿Dónde?

— Aquí —susurró Snaut—, en Solaris.

Titubeé.

—¿De qué se trata? Sin embargo, no sois criminales, ni tú ni Sartorius…

Me interrumpió con impaciencia.

—¡Y tú, Kelvin, dices que eres psicólogo! ¿Quién no ha tenido alguna vez un sueño despierto, quién no ha fantaseado una locura? Piensa en… en un maníaco que se enamora, qué sé yo, de una prenda de ropa interior sucia; que a fuerza de ruegos, de amenazas, desdeñando todos los peligros, adquiere ese miserable trapo idolatrado. Cosa rara ¿no? Un hombre que simultáneamente se avergüenza del objeto de su codicia y lo adora más que a todo en el mundo, un hombre dispuesto a sacrificar la vida por ese amor, pues experimenta quizá sentimientos tan vivos como los de Romeo y Julieta… Hay casos así ¿no es cierto? Tú comprendes entonces que deben de existir cosas… situaciones que nadie se ha atrevido a materializar y que el pensamiento ha engendrado por accidente, en un instante de desvarío, de demencia, llámalo como quieras. En la siguiente etapa, la idea se materializa. Eso es todo.

Estupefacto, con la garganta seca, repetí:

—¿Eso es todo? — La cabeza me estallaba. — ¿Y la Estación? ¿Qué tiene que ver la Estación?

— Se diría que te niegas a entender — gruñó Snaut, observándome—. He estado hablando de Solaris, sólo de Solaris, y de ninguna otra cosa. Si la realidad te hace daño, no tengo la culpa. Por otra parte, después de lo que has pasado, ¡puedes escucharme hasta el fin! Nos internamos en el cosmos preparados para todo, es decir para la soledad, la lucha, la fatiga y la muerte. Evitamos decirlo, por pudor, pero en algunos momentos pensamos muy bien de nosotros mismos. Y sin embargo, bien mirado, nuestro fervor es puro camelo. No queremos conquistar el cosmos, sólo queremos extender la Tierra hasta los lindes del cosmos. Para nosotros, tal planeta es árido como el Sahara, tal otro glacial como el Polo Norte, un tercero lujurioso como la Amazonia. Somos humanitarios y caballerescos, no queremos someter a otras razas, queremos simplemente transmitirles nuestros valores y apoderarnos en cambio de un patrimonio ajeno. Nos consideramos los caballeros del Santo-Contacto. Es otra mentira. No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Un solo mundo, nuestro mundo, nos basta, pero no nos gusta como es. Buscamos una imagen ideal de nuestro propio mundo; partimos en busca de un planeta, de una civilización superior a la nuestra, pero desarrollada de acuerdo con un prototipo: nuestro pasado primitivo. Por otra parte, hay en nosotros algo que rechazamos; nos defendemos contra eso, y sin embargo subsiste, pues no dejamos la Tierra en un estado de prístina inocencia, no es sólo una estatua del Hombre-Héroe la que parte en vuelo. Nos posamos aquí tal como somos en realidad, y cuando la página se vuelve y nos revela otra realidad, esa parte que preferimos pasar en silencio, ya no estamos de acuerdo.

Yo había escuchado pacientemente.

— Pero ¿de qué hablas?

— De lo que todos queríamos: el contacto con otra civilización. ¡Se ha establecido el contacto! ¡El microscopio ya puede mostrarnos nuestra horrible fealdad, nuestra locura, nuestra vergüenza!

La voz le temblaba de rabia.

— Entonces ¿tú crees que es… el océano? ¿Que el océano provoca… esto? Pero ¿por qué? Todavía no pregunto cómo, pregunto ¡por qué! ¿Crees seriamente que trata de jugar con nosotros, o castigarnos?… ¡Demonomanía primaria! El planeta gobernado por un enorme demonio, que satisface las exigencias de un humor satánico enviando súcubos a los miembros de una expedición científica… ¡Snaut, no es posible que creas en semejantes disparates¡

Snaut murmuró entre dientes:

— Ese demonio no es tan estúpido…

Lo miré perplejo. ¿Acaso los acontecimientos — admitiendo que los hubiésemos vivido con una mente sana— habían terminado por desequilibrarlo? ¿Psicosis de reacción?

Snaut reía en silencio.

—¿Estás formulando un diagnóstico? ¡No te apresures demasiado! Has soportado una sola prueba y en condiciones bastante benignas.

—¡Ah, el diablo tuvo piedad de mi!

La conversación empezaba a cansarme.

—¿Qué es lo que quieres exactamente? ¿Que te revele qué proyectos maquina para nosotros esta masa enorme de plasma metamórfico? Quizá ninguno.

—¿Cómo ninguno?

Snaut sonrió.

— Tú debieras saber que la ciencia sólo se ocupa de los fenómenos, no de las causas. ¿Los fenómenos? Empezaron a manifestarse ocho o nueve días después de esa experiencia con los rayos X. Tal vez el océano haya reaccionado a la irradiación con alguna otra irradiación, tal vez haya sondeado nuestros cerebros, encontrando ciertos quistes psíquicos.

Mi interés despertó.

—¿Quistes?

— Sí, procesos psíquicos aislados, encerrados, ahogados, enquistados; ¡focos latentes bajo las cenizas de la memorial Los descifró y se sirvió de ellos, como uno se sirve de una fórmula o de un plan de construcción.. Tú sabes cuánto se parecen las estructuras cristalinas asimétricas del cromosoma y las estructuras cristalinas asimétricas de la molécula del ácido desoxyrribonucleico que entra en la composición de los cerebrósidos y es el sustrato de los procesos de la memoria… Esta materia genética es un plasma « que recuerda ». El océano ha leído en nosotros, ha registrado los más mínimos detalles y luego… ya sabes cómo sigue. Pero ¿por qué razón? ¡Bah! En todo caso no para destruirnos. Hubiera podido aniquilarnos fácilmente. Al parecer, teniendo en cuenta sus recursos tecnológicos, hubiera podido hacer cualquier cosa, enfrentarme a tu sosia, enfrentarte al mío, por ejemplo.

—¡Ah! — exclamé—. ¡Ahora veo por qué tuviste miedo cuando llegué la primera noche!

— Sí. Además — agregó Snaut— ¿quién te dice que no lo haya hecho? ¿Cómo sabes si soy realmente el bueno de Rata Vieja, que desembarcó aquí hace dos años?

Volvió a reír en silencio, disfrutando de mi desconcierto; luego gruñó:

—¡No, no, basta de eso! Somos, tú y yo, felices mortales…, yo podría matarte, tú podrías matarme…

— Y a los otros, ¿no se los puede matar?

— No te aconsejo intentarlo: ¡horrible espectáculo!

—¿Nada puede matarlos?

— No sé. En todo caso, ningún veneno, ningún cuchillo, ninguna inyección…

—¿La pistola radiactiva?

—¿Te atreverías?

— Si sabes que no son humanos…

— En un cierto sentido subjetivo son humanos. Ignoran por completo de dónde vienen. Lo habrás comprobado sin duda.

— Sí. Entonces ¿qué pasa?

— Ellos… todo se regenera con una rapidez inconcebible, con una velocidad inverosímil, a ojos vista. Y vuelven a comportarse como…

—¿Cómo?

— Como nosotros los recordamos, como están grabados en nuestra memoria, y entonces…

Sin preocuparme por la pomada que me resbalaba por las mejillas y goteaba sobre mis manos, pregunté bruscamente:

—¿Gibarían sabía?

—¿Quieres decir… sabía como nosotros?

— Sí.

— Muy probablemente.

—¿Te dijo algo?

— No. Encontré un libro en su…

Me levanté de un salto.

—¡El Pequeño Apócrífo!

Snaut me miró de hito en hito, con desconfianza.

—¿Quién pudo hablarte?

Sacudí la cabeza.

— No, tranquilízate, ya ves que tengo la piel quemada y no se está regenerando. Gibarían dejó una carta para mí en la cabina.

—¿Una carta? ¿Qué te dice?

— No mucho. Una nota más que una carta, referencias bibliográficas; alusiones al suplemento del anuario y al Apócrifo.¿Qué es ese Apócrifo?

— Una antigualla que algo tiene que ver con nuestra situación…, ¡toma!

Sacó de un bolsillo un librito encuadernado en cuero, de cantoneras raídas, y me lo tendió.

Tomé el volumen.

—¿Y qué pasa con Sartorius?

—¿Sartorius? Cada uno se las arregla como puede. Sartorius trata de no perder la cabeza; es decir, de preservar su respetabilidad de enviado en misión oficial.

—¿Te burlas?

— No, no me burlo. Ya me encontré una vez con él. No te aburriré con los detalles, pero éramos ocho y sólo teníamos quinientos kilos de oxígeno. Uno tras otro, fuimos abandonándonos, y al final éramos un equipo de barbudos, excepto Sartorius. Sartorius era el único que se afeitaba, que se lustraba los zapatos. El es así. Ahora, naturalmente, no puede hacer otra cosa que simular, representar uña comedia, o cometer un crimen.

—¿Un crimen?

— Tienes razón, no es la palabra adecuada. « ¡Divor-cio por eyección! » ¿Suena mejor?

—¡Muy gracioso!

— Si no te gusta, sugiéreme otra cosa.

— Oh, déjame en paz.

— No, hablemos seriamente. Ahora sabes casi tanto como yo. ¿Tienes un plan?

— Ninguno. No tengo la menor idea de lo que haré cuando… cuando ella vuelva. Pues volverá, si he comprendido bien.

— Has comprendido.

—¿Por dónde entran? El casco de la Estación es hermético. Quizá el blindaje…

Snaut meneó la cabeza.

— El blindaje está en perfectas condiciones. No sé por dónde entran. ¡Generalmente te esperan al despertar, y hay que dormir de vez en cuando!

— Podríamos levantar una barricada dentro de las cabinas.

— Las barricadas no resisten mucho tiempo. Sólo hay una escapatoria… tú sabes cuál.

Nos pusimos de pie.

—¡Vamos, Snaut!… ¿Me sugieres liquidar la Estación y esperas que yo tome la iniciativa?

— No es tan simple. Podríamos huir, claro, hasta el sateloide al menos, y enviar desde allí un S.O.S. Nos tratarán de locos, por supuesto, y nos recluirán en una casa de salud, en la Tierra, hasta tanto nos hayamos retractado cortésmente: planeta lejano, aislamiento, crisis de locura colectiva; nuestro caso les parecerá excepcional. Al fin y al cabo, hasta en una casa de salud estaríamos mejor que aquí: un jardín, calma, pequeñas habitaciones blancas, enfermeros, paseos acompañados…

Las manos en los bolsillos, mirando fijamente un rincón del cuarto, Snaut hablaba con absoluta seriedad.

El sol rojo había desaparecido en el horizonte y el océano era un desierto sombrío, moteado por destellos moribundos, últimos reflejos extraviados entre las largas crestas de las olas. El cielo resplandecía. Nubes con orlas violáceas flotaban sobre este mundo rojo y negro, indeciblemente lúgubre.

— Entonces, ¿quieres huir, sí o no? ¿Todavía no?

Snaut sonrió:

— Luchador inconmovible… si entendieras las implicaciones de esa pregunta, no insistirías tanto. No se trata de lo que yo quiero, se trata de lo que es posible.

—¿Qué?

— Justamente, no lo sé.

—¿Entonces, nos quedamos? ¿Piensas que encontraremos un medio?

Flaco, achacoso, de rostro despellejado y surcado de arrugas, Snaut me miraba de frente:

— Tal vez valga la pena quedarse. Sin duda no aprenderemos nada acerca de él, pero sí acerca de nosotros…

Dio media vuelta, recogió sus papeles y salió. Yo abrí la boca para retenerlo; no dije nada.

No podía hacer otra cosa que esperar. Me acerqué a la ventana; mis ojos recorrieron distraídamente las reverberaciones bermejas del océano oscuro. Se me ocurrió la idea de ir a encerrarme en uno de los cohetes de la Estación, idea descabellada que no profundicé: ¡tarde o temprano, tendría que salir de la nave!

Me senté junto a la ventana y me puse a hojear el libro que Snaut me había dado. Los fuegos del crepúsculo enrojecían la estancia y teñían las páginas del pequeño volumen. Era una selección de artículos y trabajos — compilados por un tal Othon Ravintzer, licenciado en filosofía— de un nivel general bastante obvio. Toda ciencia engendra alguna seudociencia, inspirando a espíritus extravagantes lucubraciones digresivas; la astronomía encuentra sus excéntricos en la astrología; así como la química los tuvo antes en la alquimia. No era extraño pues que en sus comienzos la solarística hubiese provocado una explosión de co-gitaciones marginales. El libro de Ravintzer otorgaba precisamente derecho de asilo a esa clase de especulaciones, precedidas — debo añadir con toda honestidad— por una introducción donde el autor expresaba sus reservas respecto de algunos de los textos. Consideraba, no sin razón, que esta antología podía llegar a ser un valioso documento de época, tanto para el historiador como para el psicólogo de la ciencia.

El informe de Berton — dividido en dos partes y completado con un resumen del libro de bitácora— ocupaba en el opúsculo un sitio de honor.

Desde las catorce hasta las dieciséis y cuarenta horas, tiempo local convenido por la expedición, las anotaciones del libro de a bordo eran lacónicas y negativas.

Altitud 1.000 — 1.200–800 metros; nada a la vista; océano desierto.Las mismas palabras reaparecían una y otra vez.

Luego, a las 16 hs. 40: Se levanta una neblina roja. Visibilidad 700 metros. Océano desierto.

17 horas: neblina densa; silencio; visibilidad 400 metros, con algunos claros. Descenso a 200 metros.

17 hs. 20: en la niebla. Altura 200. Visibilidad 20–40 metros. Ascenso a 400.

17 hs. 45: altitud 500. La niebla cubre el horizonte.

Aberturas-embudo que descubren la superficie del océano. Descenso en un embudo, donde algo se mueve.

17 hs. 52: una especie de remolino; despide una espuma amarilla. Muro de niebla alrededor. Altitud 100. Desciendo a 20.

Aquí concluía el extracto del libro de bitácora de Berton. Seguía la historia clínica, o más exactamente el informe dictado por Berton e interrumpido por las preguntas de los miembros de la comisión.

« Berton:Cuando descendí a treinta metros, me fue muy difícil mantener la altura; vientos violentos soplaban en ese pozo. Tuve que ocuparme de los comandos, y durante un tiempo — diez o quince minutos— no miré afuera. Advertí demasiado tarde que un poderoso torbellino me llevaba a la niebla roja. No era una niebla ordinaria, sino una materia espesa, coloidal, que se pegaba a los vidrios. Me dio mucho trabajo limpiarlos. Esa niebla — esa cola— era tenaz. Por otra parte, y a causa de la resistencia que la niebla oponía a la hélice, la velocidad de rotación se había reducido en alrededor de un treinta por ciento, y yo comenzaba a perder altura. Temí capotar sobre las olas, traté de subir. El aparato no se movió. Me quedaban aún cuatro cartuchos-cohetes. No los utilicé; me dije que la situación no era aún desesperada. Vibraciones cada vez más fuertes sacudían el aparato; supuse que una capa de cola se había adherido a la hélice; pero el medidor de sobrecarga indicaba siempre cero. Yo no entendía. Desde que había entrado en la niebla no veía el sol; sólo un resplandor rojizo. Continué volando, con la esperanza de desembocar al fin en uno de esos embudos, y eso fue lo que ocurrió, al cabo de media hora. Me encontré pues en otro « pozo », un cilindro casi perfecto, de varios centenares de metros de diámetro. La pared del cilindro era un gigantesco torbellino de niebla que se elevaba en espiral. Me esforcé por permanecer en el centro del « pozo », donde el viento era menos violento. Advertí entonces un cambio en la superficie del mar. Las olas habían desaparecido casi del todo y la capa superior de ese fluido — lo que compone el océano— era ahora transparente, con estelas confusas aquí y allá, que se disipaban; al poco tiempo volvió a hacerse la luz. Alcanzaba a ver claramente hasta una profundidad de varios metros. Veía una especie de ciénaga, de légamo amarillo, que proyectaba filamentos verticales. Cuando esos filamentos afloraban a la superficie, tenían un resplandor vidrioso, y empezaban luego a desprender espuma, y por último esa espuma se coagulaba; se hubiera dicho un almíbar espeso. Aquellos filamentos viscosos se mezclaban, se entrelazaban; protuberancias turgentes cruzaban por encima del océano y adquirían poco a poco distintas formas. Noté de pronto que mi aparato se desviaba hacia el muro de niebla; tuve entonces que maniobrar a contraviento, y cuando pude mirar de nuevo hacia abajo, vi algo que me recordó un jardín. Sí, un jardín. Arboles, setos, senderos; pero no era un verdadero jardín; todo estaba hecho de esa misma sustancia, que ahora se había solidificado del todo y parecía yeso amarillo. Bajo el jardín, brillaba el océano. Descendí todo lo que pude. Quería mirar de cerca ese jardín.

Pregunta:Los árboles y las plantas, ¿tenían hojas?

Berton:No, eran formas aproximadas, como la maqueta de un jardín. Sí, una maqueta, pero de tamaño natural. Al cabo de un instante, la maqueta empezó a estallar, a cuartearse, a hendirse en grietas negras por las que escapaba un líquido espeso, viscoso que corría o se acumulaba en el lugar. Las sacudidas aumentaron, hubo un burbujeo prodigioso y todo quedó sepultado bajo la espuma. Al mismo tiempo, las paredes de niebla se fueron cerrando; gané altura rápidamente y salí del embudo a los 300 metros.

Pregunta:¿Estás seguro de haber visto algo que recordaba un jardín? ¿No hay otra interpretación posible?

Berton: Si,advertí varios detalles. Recuerdo, por ejemplo, que en un lugar había una hilera de cajones. Más tarde comprendí que se trataba de un colmenar.

Pregunta:¿Lo comprendiste más tarde? Pero no en el momento, cuando los viste.

Berton:No, pues todo parecía como de yeso. Pero vi otra cosa.

Pregunta:¿Qué?

Berton:Vi objetos, que no puedo designar con un nombre preciso; no tuve tiempo de observarlos bien. Debajo de unos matorrales creí distinguir herramientas, objetos alargados, dentados. Quizá eran réplicas en yeso de herramientas de jardín. Pero no estoy seguro. En cambio estoy seguro, sí, de haber reconocido una colmena.

Pregunta:¿No pensaste que podía ser una alucinación?

Berton:No. Creí que era un espejismo. La idea de una alucinación no se me ocurrió; me sentía muy bien, y nunca en mi vida había visto nada semejante. Cuando volví a subir a 300 metros y miré nuevamente la niebla, los agujeros eran más numerosos, irregulares; me recordaron un pedazo de queso. Algunos de los agujeros eran completamente huecos y yo veía del otro lado las olas del mar; otros eran sólo cubiletes, donde hervía algo. Volví a descender a uno de los pozos — el altímetro indicaba cuarenta— y vi un muro que descansaba en la superficie del océano; pero no a gran profundidad. Era el muro de un inmenso edificio; lo veía claramente a través de las olas; estaba atravesado por varias hileras de aberturas rectangulares, ventanas; me pareció incluso que algo, no sé qué, se movía detrás de algunas de esas ventanas. Pero no estoy del todo seguro. El muro se levantó lentamente y emergió del océano. Un líquido mucoso, veteado de engrasamientos compactos, chorreaba en abundancia y corría a lo largo del muro. Bruscamente, el muro se partió en dos, se hundió en las profundidades del océano, y desapareció.

Volví a subir y continué volando por encima de la niebla, que casi rozaba mi aparato. Descubrí otro pozo, mucho mas amplio que el anterior.

Ya desde lejos había visto una forma clara, casi blanca, que flotaba en las olas; pensé en seguida que era la escafandra de Flechner, pues parecía tener una forma vagamente humana. Giré en redondo; temía extraviarme y no encontrar mas el sitio. Esa forma, ese cuerpo se movía; a veces parecía nadar, otras se incorporaba en la cresta de una ola. Me apresuré; descendí tan abajo que mi aparato rebotó suavemente; había chocado tal vez con la cresta de la gran ola. E1 cuerpo — sí, era un cuerpo humano, sin escafandra—, el cuerpo se movía.

Pregunta:¿Le viste la cara?

Berton:Sí.

Pregunta:¿Quién era?

Berton:Un niño.

Pregunta:¿Qué niño? ¿Lo habías visto antes al-guna vez?

Berton:No. Nunca. Al menos, no lo recuerdo. Además, cuando estuve a cuarenta metros o quizá menos, advertí que no era un niño ordinario.

Pregunta:¿Qué quieres decir?

Berton:Lo explicaré. No me di cuenta en seguida; lo entendí al cabo de un rato: el niño era muy grande. Enorme es poco decir. Extendido horizontalmente sobre las aguas, el cuerpo se elevaba a unos cuatro metros por encima del océano, lo juro. Recuerdo que en el momento en que toqué la ola, el rostro del niño estaba un poco más arriba que yo, y sin embargo, en mi cabina, yo debía de encontrarme a una altura de por lo menos tres metros.

Pregunta:Si era tan grande ¿por qué dices que se trataba de un niño?

Berton:Porque era un niño pequeñito.

Pregunta:¿No entiendes, Berton, que tu respuesta no tiene sentido?

Berton:No, en absoluto. Podía verle la cara; era un bebé. Además, las proporciones del cuerpo correspondían exactamente a las de un bebé. Era un niño de pecho. No, exagero. Un niño de dos o tres años. Tenía cabellos negros y ojos azules, enormes. Estaba desnudo, completamente desnudo, como un recién nacido. La piel parecía mojada, o lustrosa; resplandecía. Yo me sentía como trastornado. Ya no creía en un espejismo. Veía a ese niño con tanta claridad. Subía y bajaba, junto con las olas; pero aparte de ese movimiento general del cuerpo, el niño mismo se movía; ¡era horrible!

Pregunta:¿Por qué? ¿Qué hacía?.

Berton:Parecía una muñeca de museo, pero una muñeca viva. Abría y cerraba los labios, hacía distintos gestos, gestos horribles. No eran sus propios gestos…

Pregunta:¿Qué quieres decir?

Berton:Yo lo miraba desde unos veinte metros; creo no haberme acercado más. Pero ya lo dije, era enorme. Lo vi tan claramente. Los ojos le brillaban, y uno hubiera podido creer que era un niño verdadero, pero aquellos movimientos, aquellos gestos que alguien parecía ensayar… como si alguien, algún otro, estuviese ejercitándose…

Pregunta:Trata de ser más preciso.

Berton:Es difícil. Hablo de una impresión, de una intuición. No los analizaba, pero sabía que aquellos gestos no eran naturales.

Pregunta:¿Quieres decir, por ejemplo, que las manos no se movían como las manos humanas, que las articulaciones no eran bastante flexibles?

Berton:No, en absoluto. Pero… esos movimientos no tenían sentido. Nuestros movimientos siempre tienen algún significado…

Pregunta:¿Te parece? Los movimientos de un niño de pecho no tienen ningún significado.

Berton:Lo sé. Pero los movimientos de un niño de pecho son desordenados, confusos, caóticos. Los movimientos que yo observaba… sí, ya sé, eran metódicos. Se cumplían sucesivamente, agrupados en series. Como si alguien quisiera estudiar lo que el niño era capaz de hacer con las manos, el torso, la boca. La cara era más terrible que el resto, porque una cara tiene expresión, y aquella cara… no sé cómo decirlo. Estaba viva, sí, pero no era humana. O más bien, el conjunto de los rasgos, los ojos y la tez, sí, pero la expresión, los movimientos de la cara, no.

Pregunta:¿Eran muecas? ¿Sabes qué le pasa al rostro de un hombre en una crisis epiléptica?

Berton:Sí, he presenciado una crisis de epilepsia. Comprendo. No, se trataba de algo diferente. La epilepsia provoca espasmos, convulsiones. Los movimientos de que les hablo eran fluidos, continuos, graciosos-melodiosos, si se puede decir eso de un movimiento. Es la definición más aproximada. Pero el rostro… Un rostro no puede dividirse en dos, una mitad alegre, la otra triste, una mitad amenazadora y la otra amable, una mitad atemorizada y la otra triunfante. En aquel niño, era así. Además, todos los movimientos y cambios de expresión se sucedían con una rapidez inconcebible. No me quedé mucho tiempo abajo. Quizá diez segundos, quizá menos.

Pregunta:¿Y pretendes haber visto todo esto en tan poco tiempo? Además, ¿cómo sabes cuánto tiempo estuviste? ¿Lo verificaste en tu cronómetro?

Berton:No, no consulté el cronómetro, pero hace dieciséis años que vuelo. En mi oficio, uno mide instintivamente la duración de lo que llamamos instante, con la precisión de un segundo. Es una facultad que uno adquiere y que es indispensable para navegar. Un piloto que no sabe si un fenómeno dura cinco o diez minutos, en cualquier circunstancia, nunca será gran cosa. Lo mismo digo de la observación. Aprendemos, con los años, a verlo todo de una ojeada.

Pregunta:¿Y eso es todo lo que viste?

Berton:No, pero el resto no lo recuerdo con tanta precisión. Supongo que ya había visto demasiado: la atención me faltó. La niebla empezó a cerrarse en torno y tuve que subir; y por primera vez en mi vida estuve a punto de capotar. Tanto me temblaban las manos que me era difícil manejar los controles. Creo que grité algo, que llamé a la base; aunque sabía que no estábamos en contacto.

Pregunta:¿Entonces intentaste regresar?

Berton:No. Por último, cuando llegué arriba, pensé que Fechner se encontraba quizá en el fondo de uno de esos agujeros. Sé que puede parecer insensato. Pero fue lo que pensé. Me dije que todo era posible, y que también me sería posible encontrar a Fechner. Decidí bajar a todos los pozos que encontrase en mi camino. A la tercera tentativa, renuncié. Después de haber visto lo que vi en esta tercera ocasión, ya no podía continuar. He de añadir — el hecho ya es conocido— que tenía náuseas y había vomitado en la cabina. No comprendía absolutamente nada. Nunca me había mareado antes.

Comentario:Era un claro síntoma de intoxicación, Berton.

Berton:Puede ser. No sé. Sin embargo, lo que vi esa tercera vez, no me lo imaginé, no es el efecto de una intoxicación.

Pregunta:¿Cómo puedes saberlo?

Berton:No era una alucinación. Una alucinación es algo que crea mi propio cerebro ¿no?

Comentario:Sí.

Berton:Pues bien, mi cerebro no pudo haber creado lo que vi. Jamás lo creeré. Mi cerebro hubiera sido incapaz.

Comentario:Describe la escena.

Berton:Antes, quisiera saber cómo interpretan mis declaraciones de hace un rato.

Pregunta:¿Tiene importancia?

Berton:Para mí, una importancia capital. Ya he dicho que vi cosas que nunca olvidaré. Si la comisión reconoce, incluso con reservas, que mi testimonio es verosímil, y que conviene estudiar el océano — quiero decir, orientando las búsquedas de acuerdo con mis declaraciones—, entonces lo diré todo. Pero si la comisión estima que se trata de un delirio, no diré nada más.

Pregunta:¿Por qué?

Berton:Porque el contenido de mis alucinaciones es cosa mía, y no tengo por qué divulgarlo. En cambio, diré lo que he observado en Solaris.

Pregunta:¿Significa esto que te niegas a responder a otras preguntas mientras no se anuncie el veredicto? Comprendes, desde luego, que la comisión no está habilitada para tomar ahora una decisión.

Berton:Sí.

Aquí concluía el primer testimonio. Seguía un fragmento del segundo testimonio, redactado once días más tarde.

El presidente:…luego de considerar atentamente el asunto, la comisión — compuesta por tres médicos, tres biólogos, un físico, un ingeniero mecánico y el suplente del jefe de la expedición— ha llegado a la conclusión de que el informe de Berton describe un síndrome alucinatorio de intoxicación por la atmósfera del planeta, y un síndrome mórbido cerebral caracterizado, consecutivo a una irritación de la zona asociativa de la corteza; se concluye que el relato de Berton no tiene relación con la realidad, o por lo menos ninguna relación apreciable.

Berton:Discúlpeme ¿qué significa « ninguna relación apreciable »? ¿En qué proporciones la realidad es apreciable o no?

El presidente:No he terminado. Aparte de estas conclusiones, la comisión ha registrado debidamente el votum separatumdel señor Archibald Messenger, doctor en física, quien juzga objetivamente posibles los fenómenos descritos por Berton y se declara a favor de una verificación escrupulosa. Es todo.

Berton:Repito mi pregunta.

El presidente:La respuesta es simple. « Ninguna relación apreciable » significa que esas alucinaciones pueden haber nacido de fenómenos realmente observados. Durante un paseo nocturno, un hombre perfectamente cuerdo cree ver una criatura viva en un matorral movido por el viento. Con mayor razón ¿cuáles no serán las ilusiones de un explorador, extraviado en un planeta extraño, expuesto a respirar una atmósfera tóxica? El veredicto, Berton, no te perjudica. ¿Tendrías ahora la gentileza de comunicarnos tu decisión?

Berton:Antes quisiera conocer las consecuencias de ese votum separatum.

El presidente:Prácticamente nulas. Proseguiremos los trabajos de acuerdo con los lineamientos originales.

Berton:¿Nuestra conversación está grabándose?

El presidente:Sí.

Berton:Entonces quiero decir que el veredicto puede no perjudicarme personalmente, pero perjudica el espíritu mismo de la expedición. Por lo tanto, y como he declarado, no contestaré a más preguntas.

El presidente:¿Eso es todo?

Berton: Si.Pero deseo encontrarme con el doctor Messenger. ¿Es posible?

El presidente:Naturalmente. »

Aquí concluía el segundo testimonio. Al pie de la página había una nota en caracteres diminutos: al día siguiente, el doctor Messenger había dialogado durante casi tres horas con Berton. A raíz de esta conversación, Messenger había pedido de nuevo al Consejo de la Expedición que investigara las declaraciones del piloto. Berton había revelado hechos nuevos, extremadamente convincentes, que Messenger no podía divulgar mientras el Consejo no tomase una decisión positiva. El Consejo — Shannahan, Timolis y Traier— rechazó la moción y el asunto fue archivado.

El libro reproducía también la última hoja de una carta — el borrador de una carta— encontrada por el albacea luego de la muerte de Messenger. Ravintzer, a pesar de sus indagaciones, no sabía si la carta había sido enviada.

« … mentes obtusas, pirámides de estupidez. » Así comenzaba el texto. « Preocupado por preservar su autoridad, el Consejo — más precisamente Shannahan y Timolis (el voto de Traier no cuenta)— ha rechazado mis recomendaciones. Ahora he elevado la cuestión al Instituto; pero ya puedes imaginártelo, mis protestas no convencerán a nadie. Atado por un juramento, no puedo, por desgracia, revelarte lo que Berton me dijo. El Consejo ha desdeñado el testimonio de Berton sólo, porque Berton no tiene ninguna formación científica, aunque cualquier sabio podría envidiar la presencia de ánimo y el don de observación de este piloto. Envíame, te ruego, la siguiente información a vuelta de correo:

Biografía de Fechner, especialmente detalles relativos a su infancia.

Todo cuanto sepas acerca de su familia: hechos

y fechas; quizá perdió a los padres cuando aún era

niño.

3) Topografía del lugar donde fue educado.

Quisiera decirte también lo que pienso de todo esto.

Como sabes, algún tiempo después de la partida de Fechner y Carucci, apareció una mancha en el centro del sol rojo. Esta erupción cromosférica provocó una tormenta magnética — según los informes del sateloi-de— sobre el hemisferio austral, donde estaba nuestra base, y el contacto radial quedó interrumpido. Mientras los otros equipos exploraban la superficie del planeta en un radio relativamente restringido, Fechner y Carucci se alejaron bastante de la base.

Nunca, desde nuestra llegada al planeta y hasta este día de desgracia, habíamos observado una niebla tan constante, ni tanto silencio.

Supongo que Berton presenció algunas fases de la « Operación Hombre » emprendida por ese monstruo viscoso. En el origen de todas las formas vistas por Berton está Fechner, o más bien, el cerebro de Fechner sometido a una inconcebible « disección psíquica ». Propósito: una recreación, una reconstrucción experimental, basada en impresiones (las más durables, sin duda) de la memoria de Fechner.

Sé que parece fantástico, sé que puedo equivocarme. ¡Ayúdame, te lo ruego! Estoy actualmente a bordo del Alarico,donde esperaré tu respuesta.

Tuyo, A. »

Estaba oscuro; yo descifraba con dificultad los caracteres impresos que se desdibujaban en lo alto de la página gris; la última página sobre la aventura de Berton. Mi propia experiencia me inclinaba a pensar que Berton era un testigo fidedigno.

Me volví a la ventana. Mi mirada se hundió en un abismo violáceo; algunos nubarrones resplandecían aún con un fulgor de ascuas sobre el horizonte. No veía el océano, envuelto en sombras.

Las cintas de papel ondeaban perezosamente bajo la rejilla de los ventiladores; el aire silencioso olía levemente a ozono.

La decisión de quedarnos en la Estación no tenía nada de heroico. El tiempo del heroísmo había quedado atrás; el tiempo de las grandes victorias interplanetarias, el tiempo de las expediciones audaces y los sacrificios. Fechner, primera víctima del océano, pertenecía a un pasado remoto. Ya casi no me preocupaba por saber quién era el « visitante » de Snaut o de Sartorius. Pronto, me decía, dejaremos de tener vergüenza, de aislarnos. Si no podemos desembarazarnos de nuestros « visitantes », nos habituaremos a esa compañía, viviremos con ellos. Si el Creador modifica las reglas del juego, nos adaptaremos a las nuevas reglas, aun cuando nos resistamos al principio, aun cuando uno de nosotros cediera a la desesperación y se matara. Tarde o temprano, se restablecería cierto equilibrio.

La noche había llegado, parecida a tantas noches de la Tierra. Sólo distinguía los contornos blancos del lavabo y la superficie pulida del espejo.

Me levanté. Hurgué a tientas entre los objetos amontonados en la repisa del lavabo. Encontré el paquete de algodón, me lavé la cara con un pedazo húmedo y fui a echarme en la cama…

Una falena batió las alas. No, era la cinta del ventilador. El zumbido cesó, recomenzó. Yo ya no veía ni siquiera la ventana, todo se confundía en la oscuridad. Un rayo luminoso, cayendo no sé de dónde, atravesó el espacio y se demoró ante mí. ¿Sobre la pared o en el cielo negro? Recordé cuánto me había asustado la víspera la mirada vacía de la noche; mi miedo me hizo sonreír. Ya no temía esa mirada. Ya no temía nada. Levanté la muñeca y consulté la corona de cifras fosforescentes. Una hora más y llegaría la aurora del día azul.

Respiré hondo; saboreaba la oscuridad. Estaba vacío, liberado de todo pensamiento.

Al moverme, sentí contra mi cadera la forma plana del magnetófono. Gibarían… una voz inmortalizada en bobinas de alambre. Me había olvidado de resucitarlo, de escucharlo, única cosa que ahora podía hacer por él. Metí la mano en el bolsillo y saqué el magnetófono. Quería esconderlo debajo de la cama.

Oí un crujido y la puerta se abrió.

—¿Kris? — Una voz inquieta susurraba mi nombre. — Kris, ¿estás aquí? Hay tanta oscuridad…

Respondí:

— Sí, estoy aquí, ven, no tengas miedo.

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