— Kris ¿es por ese experimento?
El sonido de la voz de Harey me sobresaltó. Yo estaba acostado en la oscuridad desde hacía horas, con los ojos abiertos, incapaz de dormir. No oía más la respiración de Harey, y la había olvidado, dejándome llevar por una corriente de pensamientos oscuros, perdiendo de vista la medida y el significado de la realidad.
—¿Cómo sabes que no duermo?
— Cuando duermes respiras de otro modo — me dijo ella con dulzura, como para hacerse perdonar la observación—. No quería importunarte… Si no puedes hablar, no me contestes.
—¿Por qué no podría hablar? Sí, lo has adivinado, es ese experimento.
—¿Qué esperan ellos?
— Ni ellos mismos lo saben. Algo. Cualquier cosa. No es la « Operación Pensamiento », es la « Operación Desesperación ». A decir verdad, sería necesaria que uno de nosotros tuviese el coraje de anular el experimento y de asumir la responsabilidad de la decisión. Pero la mayoría piensa que ese coraje sería una señal de cobardía, el primer paso atrás, una retirada indigna del hombre. Como si fuese digno del hombre meterse de cabeza en algo que no entiende ni entenderá jamás. — Hice una pausa, pero tuve de pronto otro acceso de cólera. — Naturalmente, no les faltan argumentos. Pretenden que aunque no establezcamos algún contacto no habremos perdido el tiempo estudiando ese plasma, esas ciudades vivientes que aparecen y desaparecen a lo largo del día, y que al fin descubriremos el secreto de la materia. Saben bien que se engañan a sí mismos, es como si se pasearan por una biblioteca donde todos los libros están escritos en una lengua incomprensible. ¡Lo único familiar es el color de las encuadernaciones!
—¿No hay otros planetas como éste?
— Tal vez. No hemos tropezado con ningún otro. En todo caso, es de una clase extremadamente rara. No como la Tierra. La Tierra es de un tipo común: ¡la hierba del universo! Y nos vanagloriamos de esa universalidad. No imaginamos que pueda haber algo muy distinto, y con esta idea partimos hacia otros mundos. ¿Y qué haremos con esos otros mundos? Dominarlos o que ellos nos dominen: ¡no hay otra idea en nuestros patéticos cerebros! Ah, cuánto esfuerzo inútil.
Me levanté. Revolví a tientas el botiquín. Mis dedos reconocieron el frasco ancho y chato de las pastillas para dormir.
Me volví en la oscuridad.
— Voy a dormir, querida. — Bajo el cielo raso zumbaba el ventilador. — Tengo que dormir.
Me senté en la cama. Harey me tocó la mano. Me dejé caer hacia adelante, arrastrando a Harey, y así nos quedamos, inmóviles, abrazados. Me dormí.
A la mañana desperté descansado y fresco. El experimento me parecía un asunto insignificante; no entendía cómo había podido dar tanta importancia a mi encefalograma. Tampoco me preocupaba ya tener que llevar a Harey al laboratorio. Ella trataba de dominarse, pero no podía pasar más de cinco minutos sin verme y oírme, aunque fuera de lejos, y yo había renunciado a insistir con las pruebas. Ella hasta estaba dispuesta a dejarse encerrar en alguna parte. Le pedí que me acompañara, y le aconsejé que llevara un libro.
Me interesaba sobre todo saber qué encontraríamos en aquel laboratorio. El aspecto de la sala grande, pintada de azul y blanco, no tenía nada de particular, pero los estantes y los armarios destinados a los instrumentos de vidrio parecían vacíos. El vidrio de un armario estaba rajado, y algunas puertas no tenían paneles. Parecía como si poco antes hubiese habido allí una lucha, y alguien hubiera intentado borrar todos los rastros.
Snaut, atareado junto a un aparato, se comportó bastante correctamente; no se mostró asombrado cuando vio entrar a Harey y la saludó con una leve inclinación de cabeza.
Yo ya me había acostado y Snaut me humedecía las sienes y la frente con suero fisiológico, cuando se abrió una puerta estrecha y Sartorius salió de una habitación a oscuras. Llevaba una túnica blanca y un delantal negro que le llegaba a los tobillos. Me saludó con autoridad, con un aire muy profesional, como si estuviésemos en un gran instituto de la Tierra — dos investigadores entre centenares de otros sabios— y como si prosiguiéramos con el trabajo de la víspera. No tenía puestos los anteojos negros, pero noté que llevaba lentes de contacto; pensé que eso explicaba aquella mirada inexpresiva.
Cruzado de brazos, Sartorius observaba a Snaut, que había conectado los electrodos y ahora me ponía una venda blanca alrededor de la cabeza. De cuando en cuando miraba alrededor, ignorando a Harey. Encaramada en un taburete, de espaldas contra la pared, Harey fingía leer un libro.
Snaut dio un paso atrás, y moví la cabeza cargada de discos metálicos y cables. Esperé a que Snaut encendiera el aparato pero Sartorius alzó una mano, e inició un florido discurso.
— Doctor Kelvin, un instante de atención y de concentración, por favor. No es mi intención dictarle a usted una cierta secuencia de pensamientos, pues eso falsearía la experiencia. Pero le aconsejo que deje de pensar en sí mismo, en mí, en nuestro colega Snaut. Trate de eliminar cualquier referencia a algún individuo, y concéntrese en el asunto que nos ha traído aquí. La Tierra y Solaris; el cuerpo de los sabios considerado como un todo único, aun cuando las generaciones se hayan sucedido, y el hombre, en tanto que individuo, tenga una existencia limitada; nuestras aspiraciones y nuestros repetidos intentos de establecer algún contacto intelectual; el largo devenir histórico de los hombres; la certidumbre de que somos los continuadores de ese progreso; nuestra determinación de renunciar a todo sentimiento personal y llevar adelante la misión que nos fue encomendada; los sacrificios que no eludiremos; las dificultades que intentaremos superar… Estos son los temas que le convendría tener en mente. La asociación de ideas no depende enteramente de la voluntad de usted.
« Sin embargo, el hecho mismo de que se encuentre aquí, garantiza la autenticidad de la serie que acabo de presentarle. Si no está seguro de haber llevado a cabo la tarea en las mejores condiciones posibles, dígalo, se lo ruego, y nuestro colega Snaut recomenzará el registro. Nos sobra tiempo…
Junto con estas últimas palabras, Sartorius había esbozado una sonrisita seca, pero conservando aquella mirada inexpresiva. Yo trataba de desembrollar la fraseología pomposa que él había emitido con la mayor seriedad.
Snaut rompió al fin el silencio.
—¿Listo, Kris?
Snaut apoyaba el codo en el tablero de comando del electroencefalógrafo como en el respaldo de una silla, y parecía muy tranquilo. Me sentí mejor, y le agradecí que me hubiese llamado por mi nombre de pila.
Cerré los ojos.
— Listo.
Cuando luego de fijar los electrodos, Snaut se había acercado al tablero de comando, me había acometido una angustia súbita; ahora esa angustia se disipaba también con rapidez. Entornando los párpados alcancé a ver las luces rojas que titilaban en el tablero negro. Ya no sentía el contacto húmedo y desagradable de los electrodos metálicos, esa corona de frías medallas que me circundaba la cabeza. Mi mente era una arena gris y vacía, bordeada por una muchedumbre de espectadores invisibles, amontonados en graderías, atentos, silenciosos; y de ese silencio emanaba un desprecio irónico por Sartorius y la Misión. ¿Qué improvisaría yo para aquellos espectadores interiores? Harey… pronuncié el nombre con inquietud, listo para retirarlo en seguida. Pero no hubo protestas. Insistí, embriagado en ternura y dolor, dispuesto a soportar largos sacrificios… Harey me colmaba totalmente; ella no tenía cuerpo, no tenía rostro; respiraba en mí, real e imperceptible. De pronto, a la luz gris, inscrita en esa presencia desesperada, vi la cara docta y profesoral de Giese, el padre de la solarística y de los solaristas. No veía yo la erupción de fango, la vorágine nauseabunda que había engullido unos lentes de oro y un bigote pulcramente cepillado; yo veía el grabado en la portada de la monografía, los concisos trazos de lápiz con que el dibujante le había aureolado la cabeza, una cabeza que se parecía tanto a la de mi padre (no en las facciones sino en la expresión de prudencia y honestidad anticuadas), que al fin yo no sabía cuál de los dos me estaba mirando: mi padre o Giese. Los dos habían muerto, y ninguno había recibido sepultura; pero en nuestra época los muertos sin sepultura no son raros.
La imagen de Giese desapareció y durante un rato me olvidé de la Estación, de la experiencia, de Harey, del océano negro; los recuerdos inmediatos se desvanecieron ante la certeza abrumadora de que esos dos hombres, mi padre y Giese, vueltos ahora al polvo, habían enfrentado en otro tiempo todos los azares de la existencia, y esa certidumbre me procuró una paz profunda que desplazó a la muchedumbre apiñada alrededor de la arena gris a la espera de mi derrota.
Oí el chasquido de los interruptores; la luz de las lámparas me atravesó los párpados. Pestañeé. Sartorius no se había movido; me observaba. Snaut, vuelto de espaldas, operaba el aparato; me pareció que se complacía en hacer restallar las sandalias, que se le salían de los pies.
—¿Piensa usted que la primera etapa ha tenido éxito, doctor Kelvin? — preguntó Sartorius con esa voz nasal que yo detestaba.
— Sí.
—¿Está seguro? — insistió bastante sorprendido, y tal vez con cierta desconfianza.
— Sí.
Mi seguridad y el tono cortante de mi respuesta triunfaron brevemente sobre el empaque de Sartorius.
— Ah… bueno — farfulló.
Snaut se me acercó y comenzó a desenrollar el vendaje que me ceñía la cabeza. Sartorius retrocedió, titubeó, y desapareció en el cuarto oscuro.
Me desentumecía las piernas, cuando Sartorius reapareció trayendo en la mano la película ya revelada y seca. A lo largo de unos quince metros de cinta negra y brillante, unas líneas temblorosas dibujaban un encaje blanco.
Ya no me necesitaban, pero me quedé. Snaut metió la película en la cabeza del modulador. Sartorius, la mirada sombría y desconfiada, examinó una vez más el extremo de la cinta, como si intentase descifrar aquellas líneas ondulantes.
El experimento prosiguió sin sobresaltos. Snaut y Sartorius se habían instalado en los tableros de control y oprimían botones. A través del suelo blindado oí el ronroneo sordo de la corriente en las bobinas; los haces luminosos se movieron en los indicadores, junto con el proyector de rayos X que descendió al fondo de la casamata. Los haces luminosos se detuvieron en el nivel mínimo.
Snaut elevó la tensión, y la aguja blanca del voltímetro describió un semicírculo de izquierda a derecha. El zumbido de la corriente apenas se oía ahora. La película se desenrollaba, invisible bajo las dos cápsulas esféricas; las cifras saltaron con un leve tintineo en el cuadrante del medidor.
Me acerqué a Harey, que nos observaba por encima del libro. Me echó una mirada inquisitiva. El experimento había concluido. Sartorius se acercó a la pesada cabeza cónica del aparato.
Los labios de Harey dibujaron una pregunta muda: « ¿Nos vamos? »
Asentí con un movimiento de cabeza. Harey se incorporó y dejamos la sala sin despedirnos.
Un crepúsculo admirable iluminaba las ventanas del corredor del piso alto. El horizonte no era rojizo y lúgubre, como de costumbre a esa hora, sino de un rosa tornasolado, recamado de plata. Las ondulaciones sombrías del océano reflejaban una luz violácea. El cielo era rojo sólo en el cénit.
Cuando llegamos al pie de la escalera, me detuve de pronto. No podía soportar la idea de que nos encerráramos de nuevo en mi cabina, como en la celda de una cárcel.
— Harey… quisiera ver una cosa en la biblioteca… ¿no te aburre?
—¡Oh, no! — exclamó Harey con una animación un poco forzada—. Encontraré algo para leer…
Desde la víspera, me daba cuenta, se había abierto un foso entre nosotros. Hubiera tenido que mostrarme más cordial, vencer aquella apatía. Pero ¿de dónde sacar fuerzas?
Bajamos por la rampa que llevaba a la biblioteca; en el pequeño vestíbulo había tres puertas, unos globos de cristal que contenían flores se alineaban a lo largo de las paredes.
Abrí la puerta del centro, recubierta con cuero sintético en las dos caras. Cuando entraba en la biblioteca yo siempre evitaba tocar ese tapizado. Nos recibió una agradable bocanada de aire fresco. A pesar del sol estilizado pintado en el cielo raso, la vasta sala circular no se había recalentado.
Acariciando distraídamente los lomos de los libros, estaba a punto de elegir, entre todos los clásicos de Solaris, el primer volumen de Giese, deseando mirar una vez más el retrato que adornaba la portada, cuando descubrí al azar la obra de Gravinsky, un in octavo de tapas resquebrajadas, que no había visto antes.
Me instalé en una butaca mullida. Harey, sentada a mi lado, hojeaba un libro; yo oía cómo volvía las páginas. El Compendiode Gravinsky, que los estudiantes consultaban como ayuda-memoria, era una clasificación alfabética de las hipótesis solaristas. El compilador, que nunca había puesto el pie en Solaris, había examinado todas las monografías, todos los anales de expedición, las crónicas fragmentarias y las hipótesis de trabajo; incluyendo aun los comentarios ocasionales que podían leerse en las obras de planetólogos dedicadas a otros globos celestes. Había redactado un inventario donde abundaban las formulaciones simplistas, que desvirtuaban las sutilezas del pensamiento original. La obra, concebida como un proyecto enciclopédico, hoy sólo era una simple curiosidad sin importancia. El compendio de Gravinsky había aparecido veinte años antes, pero desde entonces se habían acumulado tantas hipótesis novedosas, que un solo libro no hubiera bastado para contenerlas.
Recorrí el índice, casi una lista necrológica, pues sólo unos pocos de los autores citados vivían aún. Entre los sobrevivientes, ninguno participaba de modo activo en los estudios solaristas. Leyendo todos aquellos nombres, sumando tantos esfuerzos intelectuales, en todos los campos, uno no podía dejar de pensar que entre esos miles de hipótesis, una al menos tenía que ser justa, y que en todas ellas había sin duda un grano de verdad; la realidad no podía ser enteramente distinta.
En la introducción, Gravinsky dividía en períodos los sesenta primeros años de estudios solaristas. Durante el primer período, que se había iniciado con una nave de reconocimiento en órbita, nadie había formulado una verdadera hipótesis. El « sentido común » aceptaba a la sazón que el océano era un conglomerado químico sin vida propia, una masa gelatinosa que por medio de una actividad « casi volcánica » producía maravillosas creaciones y estabilizaba una órbita excéntrica mediante un proceso mecánico autógeno, así como un péndulo se mantiene en un cierto plano una vez puesto en movimiento. A decir verdad, tres años después de la primera expedición, Ma-genon había insinuado que la « máquina coloidal » estaba dotada de vida; para Gravinsky, empero, el período de las hipótesis biológicas comenzaba sólo nueve años más tarde, cuando la opinión de Magenon, anteriormente descartada, había conquistado ya numerosos adeptos. Los años siguientes abundaron en descripciones teóricas del océano vivo, descripciones en extremo complejas, apoyadas en análisis biomatemáticos. En el transcurso del tercer período, la opinión de los sabios, hasta entonces bastante unánime, empezó a dividirse.
Lo que siguió fue un combate furioso entre una multitud de escuelas rivales. Fue la época de Panma-ller, Strobel, Freyhouss, Le Greuille, Osipowicz; todo el legado de Giese fue sometido a una crítica implacable. Aparecieron los primeros atlas y los primeros inventarios; y nuevas técnicas de control remoto permitieron que los aparatos transmitieran estereofotografías desde el interior de las asimetrladas, que hasta hacía poco no parecía posible explorar. En el ir y venir de las discusiones, se desecharon con desdén las hipótesis « mínimas »: aunque no se lograra el ansiado « contacto » con el « monstruo racional », sostenían algunos, valía la pena estudiar las ciudades cartilaginosas de los mimoides y las montañas que se levantaban en la superficie del océano, y obtener así valiosa información química y fisioquímica, y conocer mejor la estructura de las moléculas gigantes. Nadie se molestó en refutar a los partidarios de estas tesis derrotistas. Los hombres de ciencia se dedicaron a catalogar las metamorfosis típicas, en obras todavía clásicas. Frank desarrolló mientras tanto la teoría bioplasmática de los mimoides, que aunque inexacta, como se demostró luego, sigue siendo un ejemplo admirable de audacia intelectual y de construcción lógica.
Esos tres primeros « períodos de Gravinsky » — treinta y tantos años de seguridad candida, de romanticismo irresistiblemente optimista— fueron la juventud de la solarística. Un creciente escepticismo anunciaba ya la edad madura. Hacia fines del primer cuarto de siglo de las viejas hipótesis coloido-mecánicas, apareció un descendiente lejano: la teoría del océano apsíquico, una nueva y casi unánime ortodoxia que tiró por la borda las ideas de toda una generación de observadores que habían creído observar en el océano las manifestaciones de una voluntad consciente, procesos teleológicos, una actividad motivada por alguna necesidad interior. Este punto de vista era ahora repudiado de modo abrumador, dejando dueño del campo al equipo Holden, Eonides y Stoliwa, cuyas especulaciones lúcidas, analíticamente fundamentadas, se apoyaban en un examen minucioso de los datos que continuaban acumulándose. Fue la edad de oro de los archivistas; las microfilmotecas rebosaban de documentos; las expediciones, que contaban a veces con más de mil miembros, fueron equiparadas con los aparatos más perfectos que la Tierra podía proveer: registradores automáticos, sondas, detectores. Sin embargo, el espíritu mismo de la investigación estaba flaqueando, y en el transcurso de ese período todavía optimista se gestaba ya una declinación.
Hombres audaces como Giese, Strobel, Sevada, que no vacilaban jamás cuando se trataba de defender o atacar una concepción teórica, habían dado forma a esta primera fase de la solarística. Sevada, el último de los grandes solaristas, desapareció de modo inexplicable en las cercanías del polo sur del planeta. Aparentemente, había sido víctima de una imprudencia, que ni siquiera un novicio hubiese podido cometer. Planeando a escasa altura por encima del océano, a la vista de un centenar de observadores, había precipitado el aparato al interior de un agilus, que sin embargo no le cerraba el paso. Se había hablado de una debilidad súbita, de un desvanecimiento, de una falla mecánica; pero yo siempre había creído que éste era el primer suicidio, una primera y repentina crisis de desesperación.
Hubo otras « crisis », que la obra de Gravinsky no menciona, y que yo iba recordando mientras volvía las páginas amarillentas, de caracteres menudos.
Pasó el tiempo, y las reacciones de desesperación se hicieron menos violentas, y las personalidades descollantes fueron también más raras entre los sabios. El problema del reclutamiento de sabios especializados nunca ha sido investigado a fondo. Toda generación cuenta con un número aproximadamente constante de hombres inteligentes y decididos, y que se distinguen sólo porque toman caminos diferentes. La presencia o la ausencia de esos hombres en un determinado campo de estudio se explica sin duda por las perspectivas que ofrece dicho sector. Los investigadores de la época clásica de la solarística pueden ser valorados de distinto modo, pero nadie niega la grandeza, y aun el genio de casi todos ellos. Durante decenas de años, el misterioso océano había atraído a los mejores matemáticos y físicos, especialistas eminentes en biofísica, teoría de la información, y electrofisiología. Y de pronto, el ejército de investigadores descubrió su propia acefalía. Sólo quedaba una multitud gris y anónima de « coleccionistas » pacientes, de compiladores, capaces a veces de idear un experimento original; pero las vastas expediciones concebidas en escala planetaria fueron haciéndose más escasas, y ya no hubo hipótesis audaces y estimulantes que conmovieran al mundo científico.
El monumento de la solarística decaía, corroído por hipótesis que se diferenciaban sólo en cuestiones menores, y coincidían en el tema de la degeneración, la regresión, la involución del océano. De cuando en cuando asomaba una concepción más audaz y más interesante, pero siempre se trataba de algún modo de una condenación del océano, producto terminal de un desarrollo que mucho tiempo atrás — miles de años antes— había pasado por una fase de organización superior, y que ahora era una mera unidad física. Las múltiples creaciones, inútiles, absurdas, eran sobresaltos de agonía, agonía fantástica por cierto, que se perpetuaba desde hacía siglos. Por consiguiente, los tensores y los mimoides eran tumores: todos los procesos observados en la superficie del enorme cuerpo fluido expresaban el caos y la anarquía… Esta forma de encarar el problema se convirtió en obsesión. Durante siete u ocho años la literatura científica derramó, en términos corteses, aseveraciones que no eran en verdad sino una colección de insultos: la venganza de una multitud de solaristas desorientados ante la indiferencia de aquel objeto que se obstinaba en ignorar los más asiduos desvelos.
Un equipo de psicólogos europeos había estudiado las variaciones de la opinión pública durante un período de varios años. El informe, indirectamente vinculado a la solarística, no figuraba en la biblioteca de la Estación, pero yo lo había leído y lo recordaba perfectamente. Los investigadores habían llegado a demostrar que los cambios en la opinión general correspondían de cerca a las fluctuaciones de las hipótesis científicas.
En el seno del comité coordinador del Instituto Pla-netológico el cambio se manifestaba en una reducción progresiva del presupuesto de los institutos y de los puestos consagrados a la solarística, así como en restricciones que afectaban a los equipos de exploración.
Algunos hombres de ciencia habían adoptado sin embargo la actitud opuesta, y reclamaban medios de acción más enérgicos. El director administrativo del Instituto Cosmológico Universal se obstinó en afirmar que el océano vivo no desdeñaba en modo alguno a los hombres, pero que no había notado que estaban allí, así como un elefante no ve ni siente a las hormigas que se le pasean por el lomo. Para atraer y retener la atención del océano era preciso poner en actividad estímulos poderosos y máquinas gigantescas, concebidas de acuerdo con las dimensiones de Solaris. La prensa no dejó de subrayar maliciosamente que el director del Instituto Cosmológico buscaba recursos en arcas ajenas, puesto que la financiación de estas costosas expediciones hubiera correspondido al Instituto Planetológico.
El diluvio de hipótesis proseguía — viejas hipótesis « refaccionadas », superficialmente modificadas, simplificadas o complicadas al máximo— y la solarística, disciplina relativamente clara no obstante la vastedad de los temas, era un laberinto cada vez más intrincado, en el que toda posible solución terminaba indefectiblemente en un callejón sin salida. En un clima de indiferencia general, de estancamiento y desmoralización, el océano de Solaris desaparecía bajo un océano de papel impreso.
Dos años antes de ingresar en el laboratorio de Gibarían — donde obtuve el diploma del Instituto— la fundación Mett-Irving prometió una elevada recompensa a quien encontrara el modo de aprovechar la energía del océano. La idea no era nueva; las naves cósmicas ya habían traído a la Tierra cargamentos de jalea plasmática. Pacientemente, se habían ensayado distintos métodos de conservación: altas y bajas temperaturas, microatmósfera y microclimas artificiales que reproducían las condiciones atmosféricas y climáticas de Solaris, irradiación prolongada… Se había recurrido a todo un arsenal de procedimientos físicos y químicos para observar en definitiva un proceso de descomposición más o menos lento que pasaba por estadios bien definidos: consunción, maceración, licuefacción en primer grado (primaria), y licuefacción tardía (secundaria). Las muestras extraídas de las aflo-rescencias y creaciones plasmáticas corrían siempre la misma suerte, con algunas variantes en el proceso de descomposición. El producto final era invariablemente una tenue ceniza metálica.
Una vez que los hombres de ciencia reconocieron la imposibilidad de conservar con vida, aún en estado vegetativo, cualquier fragmento extraído del océano, pequeño o grande, se llegó a la convicción (bajo la influencia de la escuela de Meunier y Proroch) de que este problema era la clave del misterio. Se trataba sólo de encontrar la interpretación correcta.
La búsqueda de esa clave, la piedra filosofal de los estudios solaristas, habían absorbido el tiempo y las energías de todo un ejército de investigadores que carecían en general de la preparación adecuada. Durante el cuarto decenio de la solarística, se desarrolló una verdadera epidemia que llegó a desconcertar a los psicólogos: un número incalculable de maníacos y de fanáticos ignorantes se consagraron a una búsqueda ciega, más obstinados aún que los antiguos profetas del movimiento perpetuo o de la cuadratura del círculo. Sin embargo, esta pasión se extinguió al cabo de pocos años. En la época en que yo me preparaba para viajar a Solaris hacía tiempo que la famosa epidemia había dejado de ser tema obligado en los periódicos y las conversaciones, y el océano mismo ya había sido prácticamente olvidado.
Devolví el compendio de Gravinsky al anaquel, respetando el orden alfabético, y vi de pronto el delgado folleto de Grattenstrom, uno de los autores más excéntricos de la literatura solarística. Yo conocía el folleto; era un ensayo dictado por la necesidad de comprender aquello que supera al hombre, y específicamente dirigido contra el individuo, el hombre, y la especie humana; la obra abstracta y acida de un autodidacto, que había publicado antes una serie de insólitas observaciones sobre algunos temas marginales y rarificados de la física cuántica. Ese opúsculo de unas quince páginas —¡la obra capital del autor! — trataba de demostrar que los logros más abstractos de la ciencia, las teorías más altaneras, las más altas conquistas matemáticas, no eran sino un progreso irrisorio, uno o dos pasos adelante, respecto de nuestra comprensión prehistórica, grosera, antropomórfica del mundo de alrededor. Señalando ciertas correspondencias entre el cuerpo humano — las proyecciones de nuestros sentidos, la estructura orgánica, las limitaciones fisiológicas del hombre— y las ecuaciones de la teoría de la relatividad, el teorema de los campos magnéticos, y las hipótesis del campo unificado, Grattenstrom llegaba a la conclusión de que nunca sería posible ninguna clase de « contacto » entre el hombre y alguna civilización extrahumana. En esa diatriba contra la humanidad, no se mencionaba el océano vivo; sin embargo, la presencia constante, el silencio triunfante y desdeñoso del mar aparecía siempre entre líneas. Tal fue al menos mi impresión al leer a Grattenstrom. Había sido Gibarían quien me había señalado la existencia del folleto, y, seguramente él mismo lo había incorporado a la colección de obras clásicas de la Estación, pues el opúsculo de Grattenstrom era considerado una mera curiosidad, y no un auténtico solarianum.
Con un sentimiento extraño, casi de respeto, metí cuidadosamente el delgado folleto en el estante, en la apretada hilera de libros. Acaricié con las yemas de los dedos la encuademación verde-bronce del Anuario de Solaris.Era ahora evidente que en unos pocos días habíamos obtenido información cierta respecto a cuestiones fundamentales que en otro tiempo hicieron correr ríos de tinta y alimentaron demasiadas disputas, estériles al fin por falta de argumentos. Hoy, aunque el misterio nos cercaba aún por todas partes, nos sobraban argumentos de peso.
¿Era el océano una criatura viviente? Sólo un empecinado o un enamorado de las paradojas se atrevería ahora a ponerlo en duda. Imposible negar las « funciones psíquicas » del océano; poco importaba lo que el término significara exactamente. Era demasiado obvio, en todo caso, que el océano nos había « visto ». Esta sola comprobación invalidaba las teorías solaristas que definían el océano como un « mundo introvertido », una « entidad reclusa », privada por un proceso degenerativo de los órganos de pensamiento, que había poseído una vez, que ignoraba la existencia de objetos y fenómenos exteriores, inmerso en un torbellino gigantesco de corrientes mentales creadas y confinadas en los abismos de ese planeta monstruoso que giraba entre dos soles.
Más aún, habíamos descubierto que el océano podía reproducir lo que ninguna síntesis artificial había conseguido nunca: un cuerpo humano perfeccionado, donde la estructura subatómica había sido modificada para que sirviera a propósitos que desconocíamos.
El océano vivía, pensaba, actuaba. El « problema Solaris » no podía desecharse como absurdo. Nos encontrábamos al fin con una Criatura. La partida « perdida » ya no estaba perdida… Ya nadie podía dudarlo. De buena o mala gana los hombres tendrían que prestar atención a ese vecino a años luz de distancia, situado no obstante dentro de nuestra esfera de expansión, y más inquietante que todo el resto del universo.
Acaso habíamos llegado a un hito histórico. ¿Qué decidirían los gobernantes? ¿Nos ordenarían renunciar y volver a la Tierra, inmediatamente o en un futuro cercano? ¿Era posible que quisieran anular la Estación? No era inverosímil al menos. Yo no creía, sin embargo, en la retirada como solución. La existencia del coloso pensante no dejaría de atormentar a los hombres. Aun cuando el hombre hubiese explorado todos los rincones del cosmos, aun cuando hubiese encontrado otras civilizaciones, fundadas por criaturas semejantes a nosotros, Solaris seguiría siendo un eterno desafío.
Descubrí, perdido entre los gruesos volúmenes del Anuario,un librito pequeño encuadernado en piel. Miré un instante la gastada cubierta; era un libro viejo, la Introducción a la Solaristica,de Muntius. Lo había leído en una noche; Gibarían, con una sonrisa, me había prestado el ejemplar, y cuando volví la última página, la aurora de un nuevo día terrestre entraba en mi cuarto. La solarística, escribía Muntius, es la religión de la era cósmica; una fe disfrazada de ciencia. El Contacto, la meta de la solarística, no es menos vago y oscuro que la comunión de los santos o la vuelta del Mesías. La exploración de una liturgia que se sirve de un lenguaje metodológico; los sabios trabajan humildemente esperando una consumación, una Anunciación. No hay ni puede haber ningún puente entre Solaris y la Tierra. La comparación es subrayada con paralelismos obvios: los solaristas rechazan ciertos argumentos — no hay experiencias comunes, no hay nociones transmisibles— así como los creyentes rechazaban los argumentos contra la fe. Por lo demás ¿qué pueden esperar los hombres de una « vía de información » con el océano vivo? ¿Un catálogo de vicisitudes que se extienden indefinidamente en el tiempo asociados a una existencia tan antigua que ya no recuerda lo que fue en un principio? ¿Una descripción de las aspiraciones, pasiones, esperanzas y sufrimientos que el océano expresa creando montañas vivientes? ¿La promoción de la matemática a existencia encarnada, la revelación de la plenitud en la soledad y el renunciamiento? Pero todo esto sería incomunicable: traspuestos a un lenguaje humano cualquiera, los valores y significaciones complicados pierden toda sustancia; no pueden cruzar la frontera. Los « adeptos » no esperan por lo demás tales revelaciones — más del orden de la poesía que de la ciencia— pues lo que ellos buscan es la Revelación misma, una revelación que les explique el sentido del destino del hombre. La solarística resucita mitos desaparecidos hace tiempo; expresa una nostalgia mística que los hombres ya no se atreven a confesar abiertamente; la piedra angular, profundamente enterrada en los cimientos del edificio, es la esperanza de la Redención.
Incapaces de reconocer esta verdad, los solaristas evitaban prudentemente toda descripción del Contacto, presentado siempre como un resultado último, aunque en los primeros tiempos se lo consideraba un comienzo, una apertura, una nueva vía, entre muchas otras posibles. Pasaron los años y el Contacto fue santificado, convirtiéndose en el cielo de la eternidad.
Muntius analizaba muy sencillamente, y con amargura, esta « herejía » de la planetología, desman-telando el mito solarista, o más bien el mito de la Misión del Hombre.
Primera voz discordante, la obra de Muntius había tropezado con el silencio desdeñoso de los hombres de ciencia, que confiaban aún en el desarrollo de la sola-rística. ¿Cómo, en efecto, hubieran podido aprobar una tesis que socavaba las bases mismas de toda posible investigación?
La solarística continuó a la espera del hombre capaz de levantarla sobre sólidos cimientos y de trazar con rigor las nuevas fronteras. Cinco años después de la muerte de Muntius, cuando su libro era el mirlo blanco de los bibliófilos — casi inencontrable, tanto en las colecciones de solariana como en las bibliotecas de obras filosóficas— un grupo de investigadores noruegos fundó una escuela que llevaba su nombre; en contacto con la personalidad de diversos herederos espirituales, el pensamiento sereno del maestro se transformó de muchos modos: derivó en la ironía corrosiva de Erle Ennesson, y en un plano menos elevado en la « solarística utilitaria » o « pragmática » de Phaeleng, quien recomendaba aprovechar las ventajas inmediatas obtenidas en las exploraciones, sin preocuparse por una posible comunión intelectual de dos mundos, algún contacto utópico. Comparadas con el análisis implacable y límpido de Muntius, las obras de estos discípulos son simples compilaciones, obras de vulgarización, con excepción de los tratados de Ennesson y tal vez los estudios de Takata. Muntius mismo había expuesto ya el desarrollo completo de las concepciones solaristas; llamaba a la primera fase de la solarística la era de los « profetas »: Giese, Holden y Sevada; la segunda fase era el « gran cisma »: fragmentación de la iglesia única en una multitud de camarulas antagónicas. Muntius preveía una tercera fase, que sobrevendría cuando todo hubiese sido explorado, y que se manifestaría por una dogmática escolástica y esclerosada. Sin embargo, esta predicción demostró ser inexacta. A mi criterio, Gibarían tenía razón cuando calificaba el ataque encabezado por Muntius como « simplificación monumental ». Muntius dejaba de lado aquello que en la solarística no tenía ninguna relación con un credo; la continuada investigación sólo tenía en cuenta la realidad material de un globo que giraba alrededor de dos soles.
En el libro de Muntius encontré una separata de la revista trimestral Parerga Salariaría,un pliego de dos hojas amarillentas, uno de los primeros artículos escritos por Gibarían antes que lo nombraran director del Instituto. El artículo, titulado Por qué soy solarista, comenzaba enumerando sucintamente todos los fenómenos materiales que justificaban las posibilidades de un contacto. Gibarían pertenecía a esa generación de investigadores que se atrevió a revivir el optimismo de la época de oro, sin renegar de una fe que trascendía sin duda las fronteras impuestas por la ciencia, pero que se mantenía de algún modo en el dominio de lo correcto, pues implicaba la necesidad de esfuerzos perseverantes.
Gibarían había sufrido la influencia de las obras clásicas de la bioelectrónica eurasiática: Cho En-Min, Ngyalla, Kawakadze. En esos famosos estudios se establecía una analogía entre el diagrama de la actividad eléctrica del cerebro y ciertas descargas que se producían en el seno del plasma antes de la aparición, por ejemplo, de polimorfos elementales o de soláridos gemelos. Gibarían rechazaba las interpretaciones demasiado antropomórficas, las mistificaciones de las escuelas psicoanalíticas, psiquiátricas y neurofisiológicas que se esforzaban por descubrir en el océano síntomas de enfermedades humanas, entre otras la epilepsia (a la que atribuían las erupciones espasmódicas de las asimetríadas). Entre los defensores del Contacto, Gibarían era uno de los más prudentes y lúcidos, y condenaba las declaraciones extravagantes, en verdad cada vez más raras. Mi propia tesis de doctorado había despertado un cierto interés, y muchas resistencias. Fundándome en los descubrimientos de Bergmann y Reynolds, quienes habían conseguido aislar y « filtrar » los componentes de las emociones mas poderosas: desesperación, dolor, voluptuosidad, comparando sistemáticamente estos registros con las descargas eléctricas del océano, yo había observado ciertas oscilaciones en partes de las simetríadas y en la base de mimoides en formación que parecían curiosamente análogas. Los periodistas se habían adueñado prontamente de mi nombre, aderezándolo a veces con títulos grotescos: « La jalea desesperada » o « El orgasmo del planeta ». Esta dudosa fama tuvo no obstante una afortunada consecuencia (tal había sido mi opinión hasta pocos días antes): atrajo la atención de Gibarían (quien, como es lógico, no podía leer todas las obras que se referían a Solaris) y me envió una carta. Esa carta cerró un capítulo de mi vida, y abrió otro…