El corredor estaba desierto. Me detuve un instante, detrás de la puerta cerrada. El gemido del viento envolvía el pasadizo tubular. Sobre el panel de la puerta, pegado de través, al descuido, había un cuadrado de esparadrapo con una inscripción en lápiz: « Hombre ». Miré la palabra, garabateada con trazos borrosos, y pensé en volver a la cabina de Snaut; me eché atrás.
Las advertencias dementes de Snaut me vibraban aún en los oídos. Avancé por el corredor, los hombros hundidos bajo el peso de la escafandra. De puntillas, escapando no del todo conscientemente de algún observador invisible, volví a la rotonda; al salir del corredor, encontré dos puertas a mi derecha y dos a mi izquierda. Leí los nombres de los ocupantes: Dr. Gibarían, Dr. Snaut, Dr. Sartorius. No había ningún marbete en la cuarta puerta. Titubeé, apreté apenas el picaporte, y abrí lentamente la puerta. En ese instante tuve el presentimiento, casi la certeza, de que había alguien en la habitación. Entré.
No había nadie. Una ventana panorámica cóncava, apenas más pequeña que el mirador de la cabina donde descubriera a Snaut, dominaba el océano. Aquí, a la luz del sol, el agua brillaba con un resplandor grasoso, y las olas mismas parecían segregar un aceite de tintes rosáceos. Reflejos escarlatas inundaban todo el aposento, que por la disposición recordaba un camarote de barco. De un lado, rodeada por anaqueles atestados de libros, había una cama retráctil, replegada contra la pared; del otro, entre los numerosos armarios, colgaban bastidores de níquel — series de fotografías aéreas, sujetas todo a lo largo con cintas adhesivas— y una variedad de probetas y retortas con tapones de algodón. Frente a la ventana, dos hileras de cajas de metal esmaltado obstruían el paso. Levanté algunas tapas; las cajas estaban repletas de toda clase de instrumentos, confundidos con tubos de material plástico. En cada rincón de la cabina había un grifo, un equipo de refrigeración, un dispositivo vaporífugo. Un microscopio había sido depositado directamente en el suelo, pues en la gran mesa adosada a la ventana ya no había espacio libre. Al volverme, descubrí cerca de la puerta de entrada un armario alto; estaba entreabierto, y vi trajes del espacio, blusas de laboratorio, mandiles aisladores, ropa interior, botas de exploración planetaria, cilindros de aluminio: oxígeno para aparatos portátiles. Dos de estos aparatos, provistos de las respectivas máscaras, colgaban de la manivela del lecho vertical. En todas partes el mismo caos, un desorden que habían tratado de disimular burdamente. Husmeé el aire; reconocí un débil olor a reactivos químicos, y vestigios de otro olor más acre; ¿cloro? Busqué instintivamente las rejillas de las bocas de ventilación, bajo el cielo raso; las cintas de papel, sujetas a los barrotes, flotaban suavemente; la circulación del aire era normal. Desocupé dos sillas abarrotadas de libros, aparatos y herramientas que deposité en el otro extremo del cuarto, amontonándolos de cualquier manera, obteniendo así un espacio relativamente libre alrededor de la cama, entre ésta y las bibliotecas. Tiré de un brazo adosado a la pared, para colgar mi escafandra. Tomé entre los dedos la lengüeta del cierre, y casi en seguida la solté. Dominado por la idea de que me despojaba de una defensa, no me decidía a abandonar la escafandra. Una vez más recorrí la habitación con los ojos, verifiqué que la puerta estaba bien cerrada, y que no tenía cerradura, y luego de una breve vacilación arrastré hasta el umbral algunas de las cajas más pesadas. Habiéndome así atrincherado por un tiempo, con tres rápidos movimientos me libré de aquel caparazón rechinante. Un espejo estrecho, empotrado en la puerta de un armario, reflejaba una parte del cuarto; por el rabillo del ojo, sorprendí una forma que se movía; pero no era otra cosa que mi propia imagen.
Bajo la escafandra, el jersey estaba empapado en sudor. Me lo quité y empujé un armario corredizo; se deslizó a lo largo de la pared, revelando los muros brillantes de un pequeño cuarto de baño. En el hueco de la pileta, bajo la ducha, había una cajita chata y alargada. La llevé sin dificultad a la habitación. Cuando la dejé en el suelo, un resorte hizo saltar la tapa, descubriendo varios compartimientos, todos con objetos extraños: figuras casi informes de metal, réplicas grotescas de los instrumentos que yo había visto en los armarios. Ninguno de los objetos de la caja era utilizable: estaban mellados, atrofiados, fundidos, como si salieran de un horno. Y cosa más extraña aún, hasta los mangos de cerámica, prácticamente incombustibles, aparecían deformados. Ningún horno de laboratorio, calentado a temperatura máxima, hubiese podido fundirlos, sólo quizás una pila atómica. De la alforja de mi escafandra saqué un contador de radiaciones, pero el pico negro permaneció mudo, cuando lo acerqué a aquellos despojos.
Ya no me quedaba sobre el cuerpo más que la ropa interior. Me apresuré a quitármela, arrojándola lejos de mí, y me precipité bajo la ducha. El impacto del agua me hizo bien. Girando bajo el chorro duro y quemante, me friccioné vigorosamente, salpicando las paredes, expulsando, extirpando de mi piel toda aquella grasitud de aprensiones, confusas que me impregnaba desde mi llegada.
Registré el armario y encontré un equipo de entrenamiento, que también podía llevarse bajo la escafandra. En el momento en que pasaba a un bolsillo la totalidad de mis menguados bienes, palpé un objeto duro, metido entre las hojas del anotador; era una llave, la llave de mi casa allá abajo, en la Tierra; indeciso, hice girar la llave entre mis dedos. Por último, la dejé sobre la mesa. De pronto, se me ocurrió que podría necesitar un arma. Un cortaplumas no era lo más adecuado, pero no tenía otra cosa, y no iba a ponerme a buscar una pistola radiactiva o algo por el estilo. Me senté en un taburete tubular, en el claro del piso. Quería estar solo. Satisfecho, comprobé que disponía de más de media hora; por naturaleza yo respetaba escrupulosamente mis compromisos, importantes o no. Las agujas del reloj de pared — la esfera estaba dividida en veinticuatro partes— señalaban las siete. El sol empezaba a descender. Las siete aquí; las veinte a bordo del Prometeo.Solaris, en las pantallas de Moddard, no era más que una indiscriminada partícula de polvo, confundida con las estrellas. Bueno ¿qué me importaba ahora el Prometeo?Cerré los ojos. No se oía otra cosa que el gemido de las cañerías y un grifo que goteaba en el cuarto de baño.
Gibarían había muerto. Poco tiempo antes, si yo había entendido bien. ¿Qué habían hecho con el cuerpo? ¿Lo habrían sepultado? No, en este planeta era imposible. Medité largamente acerca de esta cuestión, preocupado tan sólo por la suerte del cadáver; luego, entendí que esos pensamientos eran absurdos, y me levanté y eché a caminar de un lado a otro. Mi pie tropezó con un morral que asomaba bajo un montón de libros; me agaché y lo recogí. Dentro del morral había un frasco de vidrio oscuro, un frasco tan liviano que parecía soplado en papel. Lo examiné frente a la ventana, al resplandor purpúreo de un crepúsculo lúgubre, invadido por brumas de hollín. ¿Qué me ocurría? ¿Por qué dejarme distraer por divagaciones, o por la primera fruslería que me caía en las manos?
Me sobresalté; las lámparas se habían encendido, activadas por una célula fotoeléctrica; el sol acababa de ponerse. ¿Qué iba a pasar? Estaba tan tenso, que la sensación de un espacio vacío a mis espaldas me era insoportable. Decidí luchar contra mí mismo. Acerqué una silla a la biblioteca y escogí un volumen que me era familiar desde hacía tiempo, el segundo tomo de la vieja monografía de Hughes y Eugel, Historia Solaris.Apoyé en las rodillas el grueso volumen sólidamente encuadernado, y me puse a hojearlo.
El descubrimiento de Solaris se remontaba a unos cien años antes de mi nacimiento.
El planeta gravita alrededor de dos soles, un sol rojo y un sol azul. En los cuarenta años que siguieron al descubrimiento, ninguna nave se acercó a Solaris. En aquel tiempo, la teoría de Gamow-Shapley — la vida era imposible en planetas satélites de dos cuerpos solares— no se discutía. La órbita en torno de los dos soles es modificada constantemente por las variaciones de la gravitación.
A causa de estas fluctuaciones de la gravedad, la órbita se aplana o se distiende, y los organismos, si aparecen, son destruidos irremediablemente, ya sea por una intensa radiación de calor, ya por una caída extrema de la temperatura. Estas modificaciones ocurren en un tiempo estimado en millones de años, es decir, un período muy corto; según las leyes de la astronomía o de la biología, la evolución necesita de centenares de millones, si no billones de años.
De acuerdo con los primeros cálculos, en quinientos mil años Solaris se acercaría media unidad astronómica al sol rojo, y un millón de años más tarde sería devorado por el astro incandescente.
Sin embargo, ya al cabo de algunas decenas de años, se creyó descubrir que la órbita no estaba sujeta en modo alguno a las modificaciones previstas: era estable, tan estable como la órbita de los planetas de nuestro sistema solar.
Se repitieron, con una precisión extremada, las observaciones y los cálculos, que confirmaron simplemente las primeras conclusiones: la órbita de Solaris era inestable.
Unidad modesta entre los centenares de planetas descubiertos año tras año, que las grandes estadísticas reducían a unas líneas sobre las particularidades de las órbitas, Solaris se elevó poco a poco a la jerarquía de cuerpo celeste digno de mayor atención.
Cuatro años después de esta promoción, volando sobre el planeta con el Laakony dos naves auxiliares, la expedición de Ottenskjold emprendió el estudio de Solaris. Esta experiencia no podía ser otra cosa que un reconocimiento preparatorio, más aún, improvisado, pues los científicos no estaban equipados para posarse en el planeta. Ottenskjold emplazó en órbitas ecuatoriales y polares una gran cantidad de satélites-observatorios automáticos, cuya función principal consistía en medir los potenciales de gravitación. Se estudió asimismo la superficie del planeta, cubierta por un océano tachonado de islas innumerables, que podían definirse como altiplanicies. La superficie total de estas islas es inferior a la superficie de Europa, aunque el diámetro de Solaris sobrepasa en un quinto el diámetro de la Tierra. Esas extensiones de territorio rocoso y desolado, distribuidas en forma irregular, están principalmente agrupadas en el hemisferio austral. Se analizó también la composición de la atmósfera, desprovista de oxígeno, y se midió la densidad del planeta, determinándose el albedo, así como otras características astronómicas. Como era previsible, no se descubrió rastro alguno de vida, ni sobre las islas ni en el océano.
En los diez años siguientes, Solaris fue el centro de atracción de todos los observatorios que estudiaban esta región del espacio; el planeta, entre tanto, mostraba una, tendencia desconcertante a conservar una órbita que hubiera tenido que ser inestable, sin ninguna duda. El asunto cobró casi visos de escándalo: puesto que los resultados de las observaciones eran necesariamente erróneos; en nombre de la ciencia se intentó reducir a silencio a los sabios implicados, y a las computadoras implicadas.
La falta de créditos retardó en tres años la partida de una verdadera expedición solarista. Por último, Shannahan, luego de reunir la tripulación adecuada, obtuvo del Instituto tres unidades de tonelaje C, las naves cósmicas más grandes de la época. Un año y medio antes de la llegada de esta expedición, que partió de Alfa de Acuario, una segunda flotilla, actuando en nombre del Instituto, había puesto en órbita solarista un sateloide automático: Luna 247. El sateloide, luego de tres reconstrucciones, separadas por varias decenas de años, funciona todavía hoy. Los datos suministrados por el sateloide confirmaron definitivamente las observaciones de la expedición Ottenskjold acerca del carácter activo de los movimientos oceánicos.
Una de las naves de Shannahan se mantuvo en órbita; las otras dos, luego de algunas pruebas, se posaron sobre un territorio rocoso, de unos mil kilómetros cuadrados, en el hemisferio austral de Solaris. Los trabajos de la expedición duraron dieciocho meses, y se hicieron en condiciones favorables, si se exceptúa un accidente lamentable provocado por el funcionamiento defectuoso de los aparatos. El equipo de sabios se dividió entre tanto en dos campos contrarios, siendo el océano el motivo de la disputa. De acuerdo con los análisis, se había admitido que el océano era una formación orgánica (nadie, en aquellos tiempos, se había atrevido aún a llamarla viviente). Pero en tanto los biólogos lo consideraban como una formación primitiva (una especie de entidad gigantesca, una célula fluida, única y monstruosa que llamaban « formación prebiológica » y que rodeaba el globo como una envoltura coloidal, en algunos lugares de un espesor de varios kilómetros), los astrónomos y los físicos afirmaban en cambio que aquella era una estructura organizada, que había evolucionado de modo extraordinario; según ellos, el océano era una entidad mucho más compleja que las estructuras orgánicas terrestres, puesto que era capaz de influir eficazmente en el trazado de la órbita. En efecto, no se había descubierto ninguna otra causa que pudiese explicar el comportamiento de Solaris; además, los astrofísicos habían encontrado alguna relación entre ciertos procesos del océano plasmático y el potencial de gravitación medido localmente, potencial que se modificaba de acuerdo con las « transformaciones materiales » del océano.
Así pues, fueron los físicos, y no los biólogos, los que propusieron esta denominación paradójica, « máquina plasmática », es decir una formación quizá privada de vida, de acuerdo con nuestras concepciones, pero capaz de emprender actividades útiles; claro que en escala astronómica.
A raíz de esta disputa — cuyos ecos llegaron, en pocas semanas, a oídos de las autoridades más eminen-tes— la doctrina de Gamow-Shapley, indiscutida desde hacía ochenta años, se tambaleó por primera vez.
Algunos continuaban apoyando aún las afirmaciones de Gamow-Shapley, repitiendo que el océano no tenía nada en común con la vida, que no era una formación « parabiológica » ni « prebiológica », sino una formación geológica, poco común por cierto, cuya única habilidad consistía en estabilizar las órbitas de Solaris, pese a las variaciones en las fuerzas de atracción; para apuntalar este argumento, recurrían a la ley de Le Chatelier.
En oposición a esta actitud conservadora, se adelantaron nuevas hipótesis — entre ellas la de Civito-Vitta, una de las más elaboradas— proclamando que el océano era el resultado de un desarrollo dialéctico: a partir de la forma primitiva preoceánica, una solución de cuerpos « químicos de reacción lenta, y por la fuerza de las circunstancias (los amenazadores cambios de órbita) había llegado de un solo salto, sin pasar por los distintos grados de la evolución terrestre, al estado de « océano homoestático », evitando las fases unicelular y pluricelular, la evolución vegetal y animal, el desarrollo de un sistema nervioso y cerebral. En otras palabras, y a diferencia de los organismos terrestres, no se había adaptado al medio a lo largo de algunos centenares de millones de años, para dar nacimiento al fin a los primeros representantes de una especie dotada de razón, sino que lo había dominado inmediata-mente.
E1 punto de vista era original; no obstante, se ignoraba aún de qué manera aquella envoltura coloidal podía estabilizar la órbita del cuerpo celeste. Se conocían, desde hacía casi un siglo, dispositivos capaces de crear campos artificiales de atracción y gravitación: los gravitadores; pero nadie alcanzaba a imaginar cómo aquella informe masa viscosa podía provocar un efecto similar, pues los gravitadores necesitaban de reacciones nucleares complicadas y temperaturas extraordinariamente altas. Los periódicos de aquella época, azuzando la curiosidad del lector medio y la indignación del sabio, rebosaban de las fábulas más inverosímiles sobre el tema del « misterio Solaris »; un cronista llegó a pretender que el océano era… ¡un pariente lejano de la anguila eléctrica!
Cuando en cierta medida se logró desembrollar el problema, se comprobó que la explicación — como se repitió luego a menudo en el campo de los estudios solaristas— reemplazaba un enigma por otro, acaso todavía más sorprendente.
Las observaciones demostraron, al menos, que el océano no actuaba de acuerdo con los principios de nuestros gravitadores (lo que por otra parte hubiera sido imposible), sino que imponía directamente la periodicidad de la órbita; esto provocaba entre otras cosas discrepancias en la medida del tiempo a lo largo de algún meridiano de Solaris. Así pues, el océano no sólo conocía, en un determinado sentido, la teoría de Einstein-Boevia; también sabía aprovechar las complicaciones de esa teoría. (Nosotros no podríamos decir otro tanto.)
La enunciación de esta hipótesis desencadenó en el seno del mundo científico una de las tempestades más violentas del siglo. Teorías venerables, universalmente admitidas, se desmoronaron; artículos audazmente heréticos invadieron la literatura especializada; « océano genial » o « coloide gravitante », la disyuntiva enardecía los espíritus.
Todo esto ocurría varios años antes de mi nacimiento. Cuando yo era estudiante — en el intervalo se habían recogido nuevos informes— se admitía ya en general la existencia de vida en Solaris, aunque limitada a un único habitante…
El segundo tomo de Hughes y Eugel, que yo seguía hojeando maquinalmente, comenzaba con una sistematización tan ingeniosa como divertida. La tabla de clasificaciones incluía tres definiciones: Tipo: Polítero; Orden: Sincitialia; Categoría: Metamorfo.
Como si conociéramos una infinidad de ejemplares de la especie, cuando en realidad no había más que uno, aunque pesaba, es cierto, setecientos billones de toneladas.
Bajo mis dedos revoloteaban figuras abigarradas, gráficas pintorescas, extractos de análisis y diagramas espectrales que mostraban el tipo y ritmo de las transformaciones básicas así como las reacciones químicas. Rápida, infaliblemente, el grueso volumen me arrastraba al terreno sólido de la fe matemática. Podía concluirse que teníamos ahora un conocimiento cabal de aquel representante de la categoría Metamorfo, que se extendía a algunos centenares de metros bajo la carena de la Estación, velado en este momento por las sombras de una noche que duraría cuatro horas.
En realidad, no todos estaban convencidos aún de que el océano fuera realmente una « criatura » viva, y menos todavía, huelga decirlo, una criatura racional. Volví a poner el libraco en el estante y tomé el volumen siguiente. Estaba dividido en dos partes. La primera, resumía innumerables experiencias, destinadas todas a lograr un contacto con el océano. En la época de mis estudios, lo recuerdo perfectamente, esa búsqueda daba motivo a infinidad de anécdotas, bromas, e ironías; comparada con la abundancia de especulaciones suscitadas por este problema, la escolástica medieval parecía un modelo de evidencias luminosas. La segunda parte, casi mil trescientas páginas, comprendía únicamente la bibliografía relativa al tema. Los textos no hubieran cabido en la cabina donde yo estaba ahora.
En el primer intento de comunicación se recurrió a aparatos electrónicos especialmente concebidos que transformaban los estímulos emitidos bilateralmente. El océano participó de modo activo en estas operaciones, puesto que remodeló los aparatos. Todo esto, empero, seguía siendo bastante oscuro. ¿En qué consistía, exactamente, esa « participación » del océano? El océano modificó ciertos elementos en los instrumentos sumergidos, alterando por consiguiente el ritmo previsto de las descargas; los aparatos registraban innumerables señales, testimonios fragmentarios de una actividad fantástica que eludía en realidad todo análisis posible. Estos datos ¿traducían un estado momentáneo de estimulación, o impulsos regulares relacionados con las estructuras gigantescas que el océano creaba en algún sitio, en las antípodas de la región que estaban investigando? Los aparatos electrónicos ¿habían registrado una manifestación críptica de, los venerables secretos del océano? ¿Nos había entregado el océano sus obras maestras? ¡Cómo saberlo! El estímulo no había provocado dos reacciones idénticas. Unas veces los aparatos casi llegaban a estallar bajo la violencia de los impulsos; otras, el silencio era total. No conseguíamos repetir ningún fenómeno observado previamente. Se creía estar, una y otra vez, a punto de descifrar la masa creciente de señales registradas. ¿No se habían construido con este propósito cerebros electrónicos de una capacidad de información prácticamente ilimitada, como ningún problema anterior lo había exigido nunca? A decir verdad, se obtuvieron resultados. El océano — fuente de impulsos eléctricos, magnéticos y gravitatorios— se expresaba en un lenguaje en cierto modo matemático; además, recurriendo a una de las ramas más abstractas del análisis, la ley de los grandes números, fue posible clasificar ciertas frecuencias en las descargas de corriente; aparecieron entonces homologías estructurales, ya observadas por los físicos en ese sector de la ciencia que trata de las relaciones recíprocas entre la energía y la materia, los componentes y los compuestos, lo finito y lo infinito. Esta correspondencia convenció a los sabios; estaban en presencia de un monstruo dotado de razón, de un océano-cerebro protoplasmático que envolvía todo el planeta y perdía el tiempo en consideraciones teóricas extravagantes acerca de la realidad del universo. Nuestros aparatos habían interceptado fragmentos minúsculos de un monólogo prodigioso e inacabable que se desarrollaba en las profundidades de un cerebro desmesurado, y escapaba forzosamente a nuestra comprensión.
Esto en cuanto a los matemáticos. Semejantes hipótesis, decían algunos, subestimaban los recursos de la mente humana; se inclinaban ante lo desconocido, proclamando una doctrina que exhumaban ahora con insolencia: ignoramus et ignorabimus.Otros pensaban que las hipótesis de los matemáticos no eran más que desatinos estériles y peligrosos, pues contribuían a crear una mitología contemporánea, fundada en el cerebro gigante (electrónico o plasmático, poco importaba) como objetivo último de la existencia y suma de la vida.
Otros en cambio… pero los sabios eran legión y cada uno tenía su propia teoría. Si se comparaba la escuela del « contacto » con otras ramas de los estudios solaristas, donde la especialización se había desarrollado rápidamente, en particular durante el último cuarto de siglo, se observaba que un solarista especializado en cibernética tenía dificultades para entenderse con un solarista simetriadólogo. Veubeke, director del instituto en la época de mis estudios, había preguntado un día, en broma: « ¿Cómo quieren comunicarse con el océano cuando ni siquiera llegan a entenderse entre ustedes? » La broma contenía una buena parte de verdad.
La decisión de clasificar al océano en la categoría metamorfa nada tenía de arbitrario. Aquella superficie ondulante era capaz de generar muy diversas formaciones, que en nada se parecían a lo conocido en la Tierra, y la función — proceso de adaptación, de reconocimiento o vaya a saber qué— de esas bruscas erupciones de « creatividad » plasmática continuaba siendo un enigma.
Levantando con ambas manos el pesado volumen, lo devolví al anaquel y me dije que nuestra erudición, la información acumulada en las bibliotecas, no era otra cosa que un fárrago inútil, un pantano de testimonios y conjeturas, y que desde el comienzo de las investigaciones, sesenta y ocho años atrás, no habíamos avanzado un solo paso; la situación era ahora mucho peor que en la época de los precursores, pues los esfuerzos asiduos de tantos años no habían conducido ni a una sola certeza incontrovertible.
La suma total de nuestros conocimientos era estrictamente negativa. El océano no se servía de máquinas; en ciertas circunstancias, empero, parecía capaz de construirlas; durante el primero y el último año de los trabajos de exploración, había reproducido los elementos de algunos aparatos sumergidos; luego ignoró pura y simplemente las experiencias que nosotros continuábamos con una paciencia benedictina, como si ya no tuviera interés en nuestros instrumentos y nuestras actividades, en verdad como si ya no le importáramos nosotros. No tenía sistema nervioso — continuando el inventario de nuestro « desconocimiento negativo » — ni células, y la estructura no era proteiforme. No siempre reaccionaba a los estímulos, aun los más poderosos (« ignoró » del todo, por ejemplo, el accidente catastrófico de la segunda expedición de Giese: un cohete auxiliar que cayó desde una altura de trescientos mil metros y se estrelló contra la superficie del planeta; la explosión radiactiva de las reservas nucleares destruyó el plasma en un radio de dos mil quinientos metros).
Poco a poco, en los medios científicos, se llegó a considerar el « asunto Solaris » como una « partida perdida »; especialmente entre los administradores del instituto, donde en los últimos tiempos algunas voces habían sugerido cortar los créditos y suspender las investigaciones. Nadie, hasta entonces, se había atrevido a hablar de una liquidación definitiva de la Estación; semejante decisión habría significado demasiado manifiestamente la derrota. Por lo demás, en el curso de reuniones oficiosas, no pocos de nuestros sabios preconizaban abandonar el « asunto Solaris » de acuerdo con una estrategia de repliegue tan « honorable » como fuera posible.
Muchos hombres de ciencia, en cambio, sobre todo entre los jóvenes, llegaron insensiblemente a considerar el « asunto Solaris » como piedra de toque de los valores del individuo. « Mirándolo bien — decían—, lo que aquí se discute no es sólo la investigación sola-rista; se trata esencialmente de nosotros, de los límites del conocimiento humano. »
Durante algún tiempo prevaleció la opinión (difundida con celo por la prensa cotidiana), de que el « océano pensante » de Solaris era un cerebro gigantesco, prodigiosamente desarrollado, que le llevaba varios siglos de ventaja a nuestra propia civilización; una especie de « yogui cósmico », un sabio, una manifestación de la omnisciencia, que mucho tiempo atrás había comprendido la vanidad de toda actividad, y que por esta razón se encerraba desde entonces en un silencio inquebrantable. La opinión era errónea, pues el océano viviente actuaba; no, claro está, de acuerdo con las nociones de los hombres; no edificaba ciudades ni puentes, no construía máquinas volantes; no intentaba abolir las distancias ni se preocupaba por la conquista del espacio (criterio decisivo, según algunos, de la superioridad incontestable del hombre). El océano se entregaba a transformaciones innumerables, a una « autometamorfosis ontológica ». (¡La jerga espe-cializada no falta en la descripción de las actividades solaristas!) Por otra parte, todo hombre de ciencia que se dedique al estudio de la Solariana tiene la indeleble impresión de percibir los fragmentos de una construcción inteligente, genial acaso, mezclados sin orden con producciones absurdas, aparentemente engendradas por el delirio. Así nació, en oposición a la concepción « océano-yogui », la idea del « océano-autista ».
Dichas hipótesis exhumaron uno de los más antiguos problemas filosóficos: las relaciones entre la materia y el espíritu, entre el espíritu y la conciencia. Du Haart no carecía de audacia cuando sostuvo, por primera vez, que el océano estaba dotado de conciencia. El problema, que los metodólogos se apresuraron a declarar metafísico, alimentó no pocas discusiones y polémicas. ¿Era posible que el pensamiento estuviese privado de conciencia? Por lo demás ¿se podía dar el nombre de pensamiento a los procesos observados en el océano? ¿Una montaña es acaso un guijarro enorme? ¿Un planeta es por ventura una montaña gigantesca? Uno seguía teniendo la libertad de elegir su terminología, pero la nueva escala de magnitudes introducía normas y fenómenos nuevos.
La cuestión se planteaba como una trasposición contemporánea del problema de la cuadratura del círculo. Todo pensador « independiente se esforzó por introducir su aporte personal en el tesoro de los estudios solaristas. Las nuevas teorías proliferaban: el océano estaba pasando por un estado de degeneración, de regresión, una fase de « plenitud intelectual »; era luego de un neoplasma divagante, nacido del cuerpo de los habitantes anteriores del planeta, un planeta que los había devorado, engullido a todos, y cuyos residuos había fundido bajo esa forma eterna, autorreproducible, de estructura supracelular.
A la luz blanca de los tubos fluorescentes, pálida imitación de la claridad de un día terrestre, retiré de la mesa los aparatos y libros que la atestaban; sobre la superficie de material plástico desplegué el mapa de Solaris y lo observé, con los brazos separados, las manos apoyadas en el borde cromado de la mesa. El océano viviente tenía bajíos y fosas; las islas, recubiertas de un sedimento mineral en descomposición, participaban sin duda de la naturaleza del fondo del océano; ¿era él quien ordenaba la erupción o el hundimiento de las formaciones rocosas sepultadas en los abismos? Nadie lo sabía. Examinando la proyección plana de los dos hemisferios, en distintos tonos de azul y violeta, un estupor vertiginoso me dominó de nuevo, como en tantas otras ocasiones; un estupor que yo había sentido por vez primera en la escuela, cuando me enteré de la existencia de Solaris.
Absorto en la contemplación de ese mapa portentoso, no pensaba en nada, no más en el misterio que rodeaba la muerte de Gibarían que en la incertidumbre de mi propio porvenir.
Las diferentes secciones del océano llevaban los nombres de los sabios que las habían explorado. Yo estudiaba la región acuosa de Thexall, que baña los archipiélagos ecuatoriales, cuando de pronto tuve la impresión de que alguien me miraba.
Yo seguía inclinado sobre el mapa, pero ya no lo veía; una somnolencia invencible había invadido todos mis miembros. Unas cajas y un armario pequeño defendían la puerta, frente a mí. Es un robot, me dije; sin embargo, no había encontrado ninguno en el cuarto, y ninguno hubiera podido entrar sin que yo lo notara. En la nuca y la espalda, me ardía la piel; el peso de esa mirada insistente, inmóvil, me era ya insoportable. La cabeza hundida entre los hombros, me apoyaba cada vez más contra la mesa, que empezó a deslizarse lentamente; ese movimiento me liberó. Di media vuelta.
La habitación estaba vacía. No había allí nada más que la amplia ventana convexa, y del otro lado la noche. Pero la impresión persistía. La noche me miraba, la noche amorfa, ciega, inmensa, sin fronteras. Detrás del vidrio, ninguna estrella iluminaba la oscuridad. Corrí las cortinas. No hacía ni una hora que me encontraba en la estación y ya mostraba síntomas mórbidos. ¿Sería un efecto de la muerte de Gibarían? Yo hubiera dicho en otro tiempo que Gibarían no era hombre que perdiera fácilmente la cabeza. Ahora no estaba tan seguro.
Yo seguía de pie en el centro del cuarto, junto a la mesa. Ya respiraba mejor; el sudor se me enfriaba en la frente. ¿En qué había pensado un instante antes? Ah, sí, ¡en los robots! Me sorprendía no haber tropezado con ninguno. ¿Dónde podían estar? El único que se había comunicado conmigo — desde lejos— pertenecía a los servicios de recepción de vehículos. ¿Y los otros?
Miré mi reloj. Era hora de reunirme con Snaut.
Unos filamentos luminosos que corrían a lo largo del cielo raso alumbraban tenuemente la ro-tonda. Me aproximé a la puerta de Gibarían y me quedé allí inmóvil, largo rato. El silencio era total. Tomé el picaporte. En realidad, no tenía intención de entrar, pero el picaporte cedió, la puerta se entreabrió, mostrando una hendedura negra; en seguida se encendieron las lámparas. Traspuse rápidamente el umbral, y sin ruido, volví a cerrar la puerta. Luego me volví.
Rocé con los hombros el batiente de la puerta. La habitación era más grande que la mía; una cortina tachonada de florecillas rosadas y azules, traída sin duda de la Tierra con los efectos personales, y no prevista en el equipamiento de la Estación, velaba tres cuartas partes de la ventana panorámica. A lo largo de las paredes se alineaban las estanterías, separadas entre sí por armarios. Los armarios y bibliotecas, pintados con un esmalte de color verde pálido y reflejos de plata, estaban vacíos, y había pilas de cosas hacinadas entre los sillones y las banquetas. A mis pies, dos mesas rodantes derribadas obstruían el paso, sepultadas bajo un montón de periódicos que escapaban de unos abultados portafolios, de costuras reventadas. Los libros, de folios desplegados en abanico, estaban manchados con líquidos de colores que se habían derramado de retortas y botellas rotas, de tapones corroídos; recipientes de un vidrio tan grueso que una simple caída, aun desde una altura considerable, no hubiera podido destrozarlos de esa manera. Debajo de la ventana había un escritorio volcado, aplastando una lámpara articulada. Dos patas de un taburete se hundían en un cajón entreabierto. Una verdadera inundación de papeles de todos los tamaños cubría el piso. Reconocí la letra de Gibarían. Mientras me inclinaba a recoger las hojas sueltas, advertí que mi mano proyectaba una sombra doble.
Me enderecé rápidamente. El cortinado rosa flameaba, atravesado por una línea incandescente de color blanco azulado, cada vez más ancha. Descorrí la cortina. Un resplandor insoportable avanzaba por el horizonte, persiguiendo a un ejército de sombras espectrales que se levantaban entre las olas y se alargaban hacia la estación. Amanecía. Luego de una hora nocturna, el segundo sol del planeta, el sol azul, subía en el cielo.
Cuando volví al montón de papeles, el interruptor automático apagó las lámparas. Tropecé ante todo con la minuciosa descripción de un experimento decidido tres semanas antes: Gibarían tenía la intención de exponer el plasma a una radiación extremadamente intensa de rayos X. De acuerdo con el tenor del texto, comprendí que estaba destinado a Sartorius, quien organizaría las operaciones: lo que yo tenía en mis manos era una copia del proyecto.
La blancura de las páginas me lastimaba los ojos. Ese nuevo día era distinto del anterior. A la tibia claridad del sol anaranjado, unas brumas rojizas habían planeado por encima del sol negro, de reflejos sanguinolentos, y una cortina purpúrea había velado casi constantemente las olas, las nubes, el cielo. Ahora, el sol azul atravesaba con una luz de cuarzo la tela floreada. Mis manos bronceadas parecían grises. La habitación había cambiado: todos los objetos de reflejos rojizos parecían empañados, y eran de un color gris pardusco, mientras que los objetos blancos, verdes y amarillos tenían un brillo más intenso, como si irradiaran una luz propia. Entornando los ojos, me aventuré a echar otra ojeada por la abertura del cortinado: una superficie de metal fluido vibraba y palpitaba bajo un cielo de llamas blancas. Cerré los ojos, y retrocedí. Sobre la repisa del lavabo (de borde recientemente mellado) encontré un par de grandes anteojos negros; me cubrían la mitad de la cara. La cortina irradiaba ahora una luz de sodio. Juntando las hojas y colocándolas sobre la única mesa utilizable, continué leyendo. Había lagunas en el texto; en vano recorrí una y otra vez las páginas dispersas.
Encontré un informe de las experiencias ya realizadas y me enteré de que durante cuatro días consecutivos Gibarían y Sartorius habían sometido el océano a una radiación intensa en una cierta zona, a dos mil kilómetros de la posición actual de la Estación. Ahora bien, el empleo de rayos X estaba prohibido por una convención de la ONU (los efectos eran demasiado nocivos) y yo tenía la absoluta certeza de que nadie había pedido a la Tierra que lo autorizaran a llevar a cabo estos experimentos. Levantando la cabeza, vi mi imagen en el espejo de la puerta entreabierta de un armario: un rostro macilento enmascarado con anteojos negros. También el cuarto, poblado de reflejos blancos y azules, tenía un aspecto curioso. De pronto oí un chirrido prolongado: unas celosías exteriores, herméticas, se deslizaron por delante de la ventana. Hubo un instante de oscuridad, y en seguida se encendieron las luces, que me parecieron muy débiles. Hacía cada vez más calor; la monótona cadencia de los aparatos de refrigeración era un chillido exasperado. Sin embargo, el calor sofocante no dejaba de aumentar.
Oí pasos. Alguien caminaba en la rotonda. De dos saltos silenciosos estuve junto a la puerta. Los pasos se hacían más lentos; el desconocido estaba detrás de la puerta. El picaporte bajó; maquinal, irreflexivamente, lo sujeté; la presión no aumentó ni se debilitó. Nadie, del otro lado de la puerta, alzó la voz. Nos quedamos así un momento. Aferrados los dos al picaporte. De pronto, la manija se levantó, y se me escapó de las manos. Los pasos se alejaron sigilosos. Escuché de nuevo, la oreja pegada al panel. No oí nada más.