A las diecinueve horas, tiempo de a bordo, me encaminé al área de lanzamiento. Alrededor del foso los hombres se apartaron para dejarme pasar; descendí por la escala y entré en la cápsula.
En el estrecho habitáculo casi no podía separar los codos del cuerpo. Conecté el tubo de la bomba a la válvula de mi escafandra, que se infló rápidamente. A partir de ese instante ya no podría hacer ningún movimiento; yo estaba allí, de pie, o más bien suspendido, enfundado en mi traje neumático, incorporado al caparazón de metal.
Alcé la vista; por encima del globo transparente vi una pared lisa, y allá, en lo alto, la cabeza de Moddard asomado por la abertura del foso. Moddard desapareció, y de pronto fue de noche. Acababan de bajar el pesado cono protector.
Oí repetido ocho veces el zumbido de los motores eléctricos que ajustaban las tuercas, y luego el siseo del aire comprimido en los amortiguadores. Mis ojos se habituaban a la oscuridad; distinguí el cuadrante fosforescente del contador.
Una voz resonó en los auriculares.
—¿Listo, Kelvin?
— Listo, Moddard — respondí.
— No te preocupes por nada — dijo Moddard—. La Estación te recogerá en vuelo. ¡Buen viaje!
Se oyó un chirrido, y la cápsula osciló. Casi involuntariamente apreté los músculos. No hubo ningún otro ruido, ningún otro movimiento.
—¿Para cuándo la partida? — pregunté.
Un susurro en el exterior, como una llovizna de arena fina.
—¡Estás en ruta, Kelvin, buena suerte! — respondió la voz de Moddard, tan cercana como antes.
Una ancha mirilla se abrió a la altura de mis ojos, y vi las estrellas. El Prometeonavegaba por las inmediaciones de Alfa de Acuario, pero traté, en vano, de orientarme. Un polvo centelleante llenaba el ojo de buey; el cielo de aquella región de la galaxia me era desconocido, y no pude identificar ni una sola constelación. Yo esperaba que en cualquier momento se me apareciera alguna estrella aislada; no distinguí ninguna. El centelleo se atenuaba; las estrellas huían, confundidas en una vaga luminosidad purpúrea; así me enteré de la distancia que había recorrido. Rígido el cuerpo, oprimido en mi funda neumática, hendía el espacio con la impresión de encontrarme suspendido en medio del vacío, y teniendo como única distracción el calor que aumentaba lenta, progresivamente.
De pronto, hubo un crujido, un ruido áspero, como una lámina de acero que se desplaza sobre una placa de vidrio mojada. Y comenzó la caída. Si no hubiese visto las cifras que saltaban en el cuadrante luminoso, no habría notado el cambio de dirección. Desaparecidas mucho antes todas las estrellas, la mirada se perdía, ahora y siempre, en la pálida claridad rojiza del infinito. El corazón me golpeaba el pecho, pesadamente. Sentía en la nuca el soplo fresco del climatizador, y sin embargo me ardían las mejillas. Lamentaba no haber localizado al Prometeo;sin duda ya se había perdido de vista aun antes que los comandos automáticos abrieran las persianas del ojo de buey. Una violenta sacudida estremeció el vehículo, y en seguida otra. La cápsula se puso a vibrar; atravesando mi envoltura neumática, la vibración me alcanzó y me corrió por el cuerpo, de pies a cabeza; multiplicada, la fosforescencia del cuadrante del contador se desplegó en todas direcciones. Ignoré el miedo. ¡No había emprendido ese largo viaje para pasar ahora por encima de la meta!
Llamé:
—¡Estación Solaris! ¡Estación Solaris! ¡Estación Solaris! ¡Creo que me voy desviando, corrijan la trayectoria! ¡Estación Solaris, aquí la cápsula del Prometeo!¡Conteste, Solaris, escucho!
¡Acababa de perder un precioso instante, la aparición del planeta! Solaris se extendía ante mis ojos, inmenso ya, chato; no obstante, me pareció que yo estaba lejos todavía, a juzgar por el aspecto de la superficie. O mejor dicho, que yo estaba todavía a gran altura, puesto que había dejado atrás esa frontera imperceptible donde la distancia que nos separa de un cuerpo celeste empieza a medirse en términos de altitud. Me sentía caer. Sí, ahora sentía la caída hasta con los ojos cerrados. Los abrí en seguida, pues no quería perderme nada.
Esperé un minuto en silencio; luego reanudé los llamados. Ninguna respuesta. En los auriculares, sobre un rumor de fondo bajo y profundo, que imaginé era la voz misma del planeta, las crepitaciones venían en salvas. Un velo cubrió el cielo anaranjado, y el ojo de buey se oscureció; instintivamente, me acurruqué todo lo que pude en la funda neumática; casi en seguida comprendí que atravesaba una capa de nubes. Como aspirada hacia las alturas, la masa de nubes partió en vuelo. Yo planeaba, ya a la luz, ya a la sombra; la cápsula giraba alrededor de un eje vertical. Gigantesca, la esfera solar se mostró al fin delante del vidrio, emergiendo por la izquierda, y desapareciendo por la derecha.
Una voz lejana me llegó a través del rumor y las crepitaciones:
—¡Atención, Estación Solaris! Aquí Estación Solaris. Todo en orden. Está usted bajo el control de la Estación Solaris. La cápsula se posará en tiempo cero. Repito, la cápsula se posará en tiempo cero. Repito, la cápsula se posará en tiempo cero. ¡Prepárese! Atención, empiezo. Doscientos cincuenta, doscientos cuarenta y nueve, doscientos cuarenta y ocho…
Maullidos secos entrecortaban las palabras: un dispositivo automático articulaba frases de bienvenida. Y eso era en todo caso sorprendente. Por lo general, los hombres de una estación del espacio se apresuran a dar la bienvenida al recién llegado, sobre todo cuando éste viene directamente de la Tierra. No tuve oportunidad de sorprenderme mucho tiempo, pues la órbita del Sol, que hasta ese momento me rodeaba, se desplazó de pronto, y pareció que el disco incandescente danzaba en el horizonte, mostrándose ya a la izquierda, ya a la derecha del planeta. Yo oscilaba como la pesa de un péndulo gigante, en tanto el planeta, superficie estriada de surcos violáceos y negruzcos, se alzaba delante de mí como una pared. Empezaba a marearme cuando descubrí una superficie ajedrezada por puntos verdes y blancos: la señal de orientación. Algo se desprendió, con un chasquido, del cono de la cápsula; el largo collar del paracaídas desplegó con furor sus anillos, y el ruido que llegó hasta mí me evocó irresistiblemente la Tierra: por primera vez al cabo de tantos meses, el rugido del viento.
Luego, todo fue muy rápido. Hasta ese momento, yo sabía que estaba cayendo. Ahora, lo veía. El tablero verde y blanco crecía rápidamente, y pude ver que estaba pintado sobre un cuerpo oblongo y plateado, en forma de ballena, los flancos erizados de antenas de radar; observé que el coloso metálico, atravesado por varias hileras de orificios sombríos, no descansaba sobre la superficie del planeta, sino que estaba suspendido en el aire, proyectando sobre un fondo de tinta una sombra elipsoidal de un negro más intenso. Divisé las ondas apizarradas del océano, animadas de un débil movimiento, y de golpe las nubes subieron a gran altura, circundadas por un deslumbrante fulgor escarlata; más allá, el cielo leonado se volvió ceniciento, lejano y apacible; y todo se borró; yo estaba cayendo en espiral.
Un golpe seco estabilizó la cápsula: a través de la mirilla, volví a ver las olas del océano como centelleantes crestas de mercurio; los cabos se soltaron de pronto y los anillos del paracaídas, llevados por el viento, volaron en tumulto más allá de las olas; la cápsula descendió; un campo magnético artificial la hizo oscilar lentamente, de un modo raro. Todavía tuve tiempo de ver las barandillas de las plataformas de lanzamiento, y en la cúspide de las torres caladas, los espejos de dos radiotelescopios. Hubo un estrépito de acero que rebotaba sobre acero, y la cápsula se inmovilizó; se abrió una trampa, y con un largo suspiro ronco el capullo metálico que me aprisionaba llegó al fin del viaje.
Oí la voz inanimada del centro de información.
— Estación Solaris. Cero y cero. La cápsula se ha posado.
Con ambas manos (sentía una vaga opresión en el pecho y las vísceras me pesaban desagradablemente) tomé las palancas y corté los contactos. Una señal verde se iluminó: llegada; la pared de la cápsula se abrió. La cama neumática me empujó ligeramente por la espalda, y para no caer tuve que dar un paso adelante.
Con un silbido ahogado, resignado, la escafandra expulsó el aire.
Me encontraba bajo un embudo plateado, tan alto como la nave de una catedral. Haces de tubos de colores descendían a lo largo de las paredes inclinadas y desaparecían en orificios redondeados. Me volví. Los pozos de ventilación refunfuñaban, aspirando los gases emponzoñados de la atmósfera que se habían infiltrado mientras mi vehículo entraba en la Estación. Vacía, como el capullo de una mariposa, la cápsula de forma de cigarro se erguía circundada por un cáliz, sobre un zócalo de acero. El revestimiento exterior, calcinado durante el viaje, era de un sucio color pardusco.
Descendí por una pequeña rampa. Abajo, el suelo metálico había sido recubierto de un enduido plástico rugoso. En algunos tramos las ruedas de los vagones que transportaban los cohetes habían carcomido el tapizado plástico, descubriendo el acero desnudo.
Bruscamente, los fuelles de los ventiladores dejaron de funcionar, y hubo un silencio. Miré a mi alrededor, un poco indeciso, esperando que alguien apareciese; pero no había signos de vida. Una flecha de neón flameaba solitaria, señalando una plataforma mecánica que se desplazaba sin ruido. Me dejé llevar hacia adelante. El cielo raso de la sala bajaba describiendo una perfecta curva parabólica hasta la entrada de una galería. En los huecos de la galería había montones de garrafas de gas comprimido, varillas graduadas, paracaídas, cajones, y muchos objetos heterogéneos echados allí de cualquier modo.
La plataforma mecánica me depositó al final de la galería, en el umbral de una rotonda. El desorden que reinaba allí era aun más evidente. Bajo una pila de latas volcadas se extendía un charco aceitoso; un olor nauseabundo infestaba la atmósfera; huellas de pasos, manchas viscosas, se alejaban en diferentes direcciones. Una maraña de cintas magnetofónicas, de papeles rotos, toda clase de desperdicios se amontonaban sobre las latas.
Una flecha verde se encendió de nuevo, indicándome la puerta central. Detrás de la puerta había un corredor estrecho, que no hubiese permitido el paso de dos hombres juntos. Claraboyas de vidrio, incrustadas en el cielo raso, alumbraban el pasadizo. Había otra puerta más, de cuadros verdes y blancos, que estaba entornada. Entré.
La cabina de paredes curvas tenía una gran ventana panorámica que una bruma ardiente teñía de púrpura; bajo el ventanal, las crestas fuliginosas de las olas pasaban en silencio. Contra las paredes se alineaban unos armarios abiertos, repletos de instrumentos, libros, vasos sucios, recipientes calorífugos cubiertos de polvo. Cinco o seis mesitas rodantes y sillones desvencijados se apretujaban sobre el piso manchado. Había un único sillón inflado, el respaldo convenientemente echado hacia atrás. Lo ocupaba un hombrecito esmirriado, quemado por el sol; la piel de la nariz y de los pómulos se le desprendía a jirones. Lo reconocí. Era Snaut, un especialista en cibernética, el suplente de Gibarían. En otro tiempo, había publicado artículos sumamente originales en el anuario solarista. Yo nunca había tenido oportunidad de conocerlo. Vestía camisa de malla, que dejaba pasar de tanto en tanto los pelos grises de un pecho descarnado, y pantalón de lona con muchos bolsillos, un pantalón de mecánico que había sido blanco y estaba ahora manchado en las rodillas y agujereado por los reactivos. Tenía en la mano una de esas peras de material plástico que utilizaban para beber en los vehículos del espacio que carecen de sistema de gravitación interno. Me observaba con los ojos muy abiertos, asombrado. La pera se le escapó de entre los dedos y rebotó varias veces, esparciendo un poco de líquido transparente. Snaut me parecía cada vez más pálido. Yo estaba demasiado sorprendido para hablar, y esta escena muda duró tanto tiempo que poco a poco fui contagiándome del terror de Snaut. Di un paso adelante. Snaut se apelotonó en el sillón.
— Snaut… — murmuré.
Snaut se estremeció, como si yo lo hubiese golpeado. Mirándome con un horror indescriptible, articuló, con voz enronquecida:
— No te conozco… no te conozco… ¿qué quieres?
El líquido derramado se evaporaba rápidamente. Aspiré una vaharada de alcohol. ¿Bebía? ¿Estaba borracho? Pero ¿por qué tenía tanto miedo? Yo seguía de pie en el centro de la cabina. Sentía flojas las piernas; creía tener los oídos tapados con algodones. De algún modo, el suelo bajo mis pies no parecía real. Detrás del combado cristal de la ventana, un movimiento regular animaba el océano. Snaut no apartaba de mí los ojos inyectados en sangre. El terror se le había retirado de la cara, pero la expresión era aún de una repugnancia invencible.
—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? — murmuré.
Snaut me respondió con una voz apagada.
— Te preocupas… ¡Ah! ¿Así que te preocupas, entonces? ¿Por qué preocuparte por mí? Yo no te conozco.
—¿Dónde está Gibarían? — pregunté.
Snaut contuvo el aliento; en el fondo de los ojos, vidriosos de nuevo, una luz débil se le encendió y extinguió.
— Gi…, Giba… ¡no! ¡no! — Una risa sofocada, una risa de idiota lo sacudió de arriba abajo; en seguida pareció calmarse un poco. — ¿Has venido por Gibarían? ¿Por Gibarian? ¿Para qué lo quieres?
Me miraba como si de pronto yo hubiera dejado de ser una amenaza para él. En las palabras de Snaut, o más bien en el tono, había odio y provocación.
Atolondrado, farfullé:
—¿Qué pasa?… ¿dónde está?
—¿No lo sabes?
Estaba borracho, obviamente, y había perdido por completo la cabeza. Me sentí furioso. Hubiera tenido que dominarme y salir, pero perdí la paciencia.
—¡Basta! — vociferé—. ¿Cómo podría saber dónde está si acabo de llegar?… ¡Snaut! ¿Qué sucede?
Snaut abrió la boca. Estaba otra vez sin aliento, y un resplandor diferente le iluminó los ojos. Se aferró a los brazos del sillón; se levantó con dificultad; le temblaban las rodillas.
—¿Qué dices?… Acabas de llegar… ¿De dónde has venido? — balbuceó, casi decepcionado.
Le repliqué con rabia:
—¡De la Tierra! ¿Acaso has oído hablar de la Tierra? ¡Nadie lo diría!
— De la… cielo santo… ¿entonces, tú eres… Kelvin?
— Sí. ¿Qué te pasa que me miras de esa manera? ¿Qué tengo de extraño?
Snaut parpadeó rápidamente:
— Nada — dijo, enjugándose la frente—. Nada… Discúlpame, Kelvin, no es nada, te lo aseguro, la sorpresa, simplemente… no esperaba verte.
—¿Cómo que no esperabas verme? Se les avisó meses atrás, y Moddard habló hoy mismo desde el Prometeo...
— Sí, sí, por supuesto, sólo que, te das cuenta, en estos momentos, estamos un poco… desor-ganizados.
— En efecto… ¡me doy cuenta! — respondí secamente.
Snaut giró a mi alrededor, inspeccionando mi escafandra, una escafandra muy común, con los habituales arreos de alambres y cables sobre el pecho.
Tosió y se tanteó la nariz huesuda:
—¿Tal vez quieras darte un baño? Te sentará bien… la puerta azul, del otro lado.
— Gracias, conozco la Estación.
—¿Tienes hambre quizá?
—¡No!… ¿Dónde está Gibarían?
Snaut no contestó, y se acercó a la ventana. Visto de espalda parecía mucho más viejo. El cabello, cortado al ras, era gris. Profundas arrugas le surcaban la nuca quemada por el sol.
Detrás de la ventana rielaban las crestas de las olas; el agua se elevaba y descendía en movimientos lentos. Mirando así el océano, se tenía la impresión — simple ilusión, sin duda— de que la Estación se desplazaba imperceptiblemente, como si se deslizara en un zócalo invisible; luego, parecía recobrar el equilibrio, antes de inclinarse hacia el otro lado, con un idéntico movimiento perezoso. Abajo, la espuma espesa, del color de la sangre, se acumulaba en lo profundo de las olas. Durante una fracción de segundo, se me oprimió la garganta, y añoré la disciplina severa, a bordo del Prometeo,recordando una existencia que súbitamente me pareció dichosa y perdida para siempre.
Snaut se volvió, frotándose nerviosamente las manos.
— Escucha — dijo inopinadamente—, por el momento estoy solo aquí… Hoy tendrás que contentarte con mi compañía. Llámame Rata Vieja, y basta de historias: ya que has visto mi fotografía, imagínate que me conoces desde hace tiempo. Todo el mundo me llama Rata Vieja. No hay modo de evitarlo. Además, supongo que es un nombre predestinado; mis padres siempre tuvieron aspiraciones cósmicas…
Obstinado, repetí mi pregunta:
—¿Dónde está Gibarían?
Snaut parpadeó rápidamente.
— Lamento haberte recibido en esta forma. Pero… de veras, no es mi culpa. Me había olvidado por completo.. Han ocurrido muchas cosas por aquí, entiendes…
— Está bien… Entonces ¿Gibarían? ¿No está en la Estación? ¿Ha salido en vuelo de reconocimiento?
Snaut contempló una pila de rollos de cable.
— No, no ha salido. Y ya no volará. Justamente…
Yo seguía con los oídos taponados, y oía cada vez peor.
—¿Cómo… qué significa esto? — pregunté—. ¿Dónde está?
— Has comprendido bien — dijo Snaut con una voz distinta, y mirándome fríamente a los ojos. Me estremecí. Snaut estaba borracho, pero sabía lo que decía.
— No habrá ocurrido…
— Sí.
—¿Un accidente?
Snaut sacudió la cabeza, asintiendo vigorosamente y espiando mi reacción.
—¿Cuándo?
— Esta mañana, al alba.
Sentí una emoción que no tenía ninguna violencia. Ese intercambio de preguntas y respuestas concisas me había calmado en cierto modo. Empezaba a explicarme el extraño comportamiento de Snaut.
—¿Qué clase de accidente?
— Ve a tu cabina y quítate esa escafandra… vuelve aquí… dentro… dentro de una hora, digamos.
— Bueno — dije finalmente.
En el momento en que ya me iba hacia la puerta, Snaut me llamó:
—¡Espera! — Tenía una mirada extraña, y quizá deseaba decirme alguna otra cosa, pero no se decidía. Al cabo de un momento, continuó:— Eramos tres, y ahora, contigo, somos de nuevo tres. ¿Conoces a Sar-torius?
— Como te conocía a ti, en fotografía.
— Está arriba en el laboratorio, y no creo que salga antes de la noche, pero… en todo caso, tú lo reconocerías. Si vieras a alguien más, entiendes, a alguien que no fuera yo, ni Sartorius, entiendes, entonces…
— Entonces ¿qué?
¡Yo estaba soñando, todo aquello no era sino un sueño! Aquellas olas negras, de reflejos sanguinolentos, bajo el sol hundido, y aquel hombrecito que acababa de volver al sillón, cabizbajo otra vez, y que miraba un montón de cables.
— Entonces, no hagas nada.
Me enfurecí.
—¿Qué podría ver? ¿Un fantasma?
— Claro, tú crees que estoy loco. No. No, no estoy loco. No puedo decirte nada más. En todo caso, no olvides mi advertencia.
—¡Habla más claro! ¿De qué se trata?
— Domínate, prepárate para afrontar… cualquier cosa. Ya sé que es imposible. Inténtalo, de todos modos. Es el único consejo que puedo darte.
— Pero ¿qué es lo que podría afrontar? — grité.
Viéndolo allí, sentado, mirándome de soslayo, la cabeza fatigada y quemada por el sol, me era difícil contenerme; hubiera querido tomarlo por los hombros y sacudirlo con todas mis fuerzas.
Penosamente, arrancándose las palabras una a una, Snaut me respondió:
— No lo sé. En cierto sentido, depende de ti.
—¿Alucinaciones?
— No, es… es real. No ataca. ¡Y recuerda mi consejo!
—¿Qué quieres decirme?
No reconocí mi propia voz.
— No estamos en la Tierra.
—¿Una forma polítera? — grité—, ¡No tienen nada de humano!
Iba a abalanzarme sobre él, para sacarlo del trance en que había caído, provocarlo quizá por las palabras descabelladas que él mismo pronunciara, cuando Snaut murmuró:
— Por eso mismo son de temer. ¡Recuerda lo que te he dicho, y no te descuides!
—¿Qué le ocurrió a Gibarían?
Snaut no respondió.
—¿Qué hace Sartorius?
— Vuelve por aquí dentro de una hora.
Di media vuelta y salí. Al cerrar la puerta, lo miré por última vez. Enclenque, acurrucado, la cabeza entre las manos y los codos apoyados sobre el manchado pantalón, seguía allí sentado e inmóvil. Entonces, sólo entonces, le vi la sangre coagulada en el dorso de las manos.