Avancé por un largo corredor desierto, y luego doblé a la derecha. Nunca había estado en la Estación, pero durante mi adiestramiento en la Tierra yo había vivido seis semanas en una réplica exacta, y sabía a dónde llevaba la pequeña escalera de aluminio.
La biblioteca estaba a oscuras. Busqué a tientas el conmutador, y luego de consultar el índice, marqué en la computadora las coordenadas del primer volumen del anuario de estudios solaristas y el suplemento. Se encendió una luz roja. Volví al registro: los dos volúmenes habían sido retirados por Gibarían, así como el Pequeño Apócrifo.Apagué la luz y bajé nuevamente al piso inferior.
Aunque había oído que los pasos se alejaban, temía volver a la habitación de Gibarían. ¿Y si ella regresaba? Permanecí largo rato detrás de la puerta. Finalmente, apreté el picaporte y me obligué a entrar.
No había nadie en la habitación. Me puse a revolver los libros desparramados frente a la ventana, interrumpiendo un instante mi búsqueda para ir a cerrar el ropero: me molestaba ese lugar vacío en medio de los trajes del espacio.
El suplemento no estaba bajo la ventana y me dediqué a levantar metódicamente, uno por uno, los libros tirados por todo el cuarto; llegué al último montón, entre la cama y el ropero, y allí descubrí el volumen.
Esperaba encontrar una marca, y en efecto, había un señalador entre las páginas del índice; un nombre, desconocido para mí, había sido subrayado con lápiz rojo: André Berton. Las cifras que seguían al nombre remitían a dos capítulos diferentes. Eché una ojeada a la primera referencia y me enteré de que Berton era piloto de reserva en la nave de Shannahan. La otra referencia aparecía unas cien páginas más adelante.
Al principio, la expedición había actuado con extrema prudencia; luego, al cabo de dieciséis días, se tuvo la certeza de que el océano plasmático no sólo no mostraba señales de agresividad, sino que rehuía todo contacto directo con los aparatos y los hombres, retrocediendo cada vez que un cuerpo cualquiera se aproximaba a su superficie; por lo tanto, Shannahan y el suplente, Timolis, dejaron de lado algunas precauciones que entorpecían los trabajos.
La expedición se dividió entonces en pequeños grupos de dos o tres hombres, que volaban por encima del océano, a veces cubriendo un radio de cientos de kilómetros. Las cercas irradiantes, utilizadas hasta entonces para delimitar y proteger los trabajos, fueron transportadas de vuelta a la base. Pasaron cuatro días y no hubo ningún accidente, excepto algunas averías en el equipo de oxígeno de las escafandras: los efectos de la corrosión eran insólitos, y había que reemplazar las válvulas casi diariamente.
En la mañana del quinto día, el vigésimo primero en Solaris, dos sabios, Carucci y Fechner (el primero era radiobiólogo, el segundo físico) salieron a explorar el océano. Navegaban en un aeromóvil, una nave que se deslizaba sobre una almohada de atmósfera comprimida. Seis horas más tarde, no habían regresado. Timolis, que administraba la base en ausencia de Shannahan, dio la alarma y organizó la búsqueda llamando a todos los hombres.
Por una fatal conjunción de circunstancias, el contacto inalámbrico se había interrumpido ese día una hora después de la partida de los grupos de exploración; una gran mancha había oscurecido el sol rojo, y las partículas energéticas bombardeaban pesadamente las capas superiores de la atmósfera. Sólo los transmisores de onda ultracorta continuaban funcionando, y los contactos estaban limitados a un radio de treinta y tantos kilómetros. Para colmo de males, antes de la puesta del sol cayó una niebla espesa y hubo que interrumpir la búsqueda.
Las patrullas de rescate regresaban ya a la base, cuando un helicóptero descubrió el aeromóvil a unos cien kilómetros de la nave de comando. El motor funcionaba, y el aparato, a primera vista indemne, flotaba por encima de las olas. En la cabina translúcida sólo se veía a Carucci, y parecía inconsciente.
El aeromóvil fue remolcado a la base. Atendieron a Carucci, que no tardó en recuperar el conocimiento. Pero nada pudo decir de la desaparición de Fechner. En el momento en que habían decidido regresar, la válvula del aparato de oxígeno había fallado, y una pequeña cantidad de gases tóxicos había entrado en la escafandra.
Fechner, empeñado en reparar el equipo de Carucci, se había desprendido el cinturón de seguridad y se había puesto de pie. Eso era lo último que Carucci recordaba. De acuerdo con la opinión de los técnicos, que habían reconstruido el episodio, Fechner había abierto el techo de la cabina, pues la cúpula baja le trababa los movimientos; el procedimiento era admisible, ya que en estos vehículos no había cabinas herméticas, y la cúpula de vidrio era en verdad una pantalla contra las infiltraciones atmosféricas y el viento. Mientras Fechner trabajaba en el equipo de Carucci, se quedó también sin oxígeno, y sin saber lo que hacía había trepado al techo del aparato y de allí había caído al océano.
Fechner fue pues la primera víctima del océano. Aunque la escafandra flotaba en el agua, el cuerpo no apareció. Por supuesto era posible que la escafandra estuviese flotando en alguna otra parte; la expedición no estaba equipada para examinar minuciosamente este inmenso desierto ondulante, envuelto en jirones de bruma.
A la hora del crepúsculo todos los vehículos habían regresado a la base, excepto un helicóptero madre piloteado por André Berton.
El helicóptero de Berton reapareció en la primera hora de la noche, cuando ya se iba a dar la alarma. Berton sufría evidentemente de conmoción nerviosa; se desprendió del traje y en seguida echó a correr en todas direcciones, como un loco. Al fin lo dominaron, pero Berton continuó gritando y llorando. Era una conducta bastante sorprendente sobre todo en un hombre que había navegado diecisiete años, y estaba acostumbrado a los peligros de los viajes cósmicos.
Los médicos suponían que también Berton había absorbido gases tóxicos. Ya bastante recobrado, Berton sin embargo se negó a abandonar la base, o aun acercarse a la ventana que miraba al océano. Al cabo de dos días, pidió permiso para dictar un informe sobre el vuelo, insistiendo en la importancia de lo que iba a revelar. El consejo de la expedición estudió el informe y dictaminó que se trataba de la creación mórbida de un cerebro intoxicado por gases atmosféricos nocivos; las supuestas revelaciones interesaban no a la historia de la expedición, sino al desarrollo de la enfermedad de Berton, por lo tanto no se las describía.
Esto decía el suplemento. Me pareció que el informe de Berton podía proporcionar al menos una clave del misterio. ¿Qué fenómeno había podido desquiciar de ese modo a un veterano del espacio? Busqué de nuevo entre los libros, pero el Pequeño Apócrifono aparecía. Me sentía cada vez más fatigado; postergué la búsqueda para el día siguiente y salí del cuarto.
Al pasar al pie de una escalera, vi unas rayas de luz reflejadas en los peldaños de aluminio. ¡Sartorius estaba aún arriba trabajando! Decidí ir a verlo.
Arriba hacía más calor. Sin embargo, en las bocas de ventilación las cintas de papel se movían frenéticamente. El corredor era bajo y ancho. Una placa de vidrio esmerilado enmarcada en cromo cerraba el laboratorio principal. En el interior, un cortinado oscuro velaba la puerta; la luz entraba por unas ventanas, encima del dintel. Apreté el picaporte; la puerta no cedió. Yo no había esperado otra cosa. El único sonido que me llegaba del laboratorio era una especie de gorjeo intermitente, como el silbido de un quemador de gas defectuoso. Golpeé; no hubo respuesta.
—¡Sartorius! ¡Doctor Sartorius! — llamé—. ¡Soy yo, Kelvin, el nuevo! ¡Necesito verlo, ábrame por favor!
Hubo un rumor de papeles arrugados.
—¡Soy yo, Kelvin! ¡Usted ha oído hablar de mil He llegado del Prometeohace algunas horas. — Yo gritaba ahora, con; los labios pegados al ángulo de la puerta y al montante metálico. — ¡Doctor Sartorius! ¡Estoy solo! ¡Se lo suplico, abra!
Ni una palabra. Luego, el mismo rumor de antes. En seguida, el tintineo de unos instrumentos de acero sobre una bandeja. Y a continuación… yo no creía a mis oídos… una serie de pasos pequeñísimos, el trotecito de un niño, el golpeteo precipitado de unos pies minúsculos, o de unos dedos notablemente hábiles que remedaban ese andar tamborileando sobre la tapa de una caja vieja.
—¡Doctor Sartorius! — vociferé—. ¿Abre usted, sí o no?
Ninguna respuesta, sólo ese trotecito de niño, y simultáneamente los pasos de un hombre que camina en puntas de pie. Pero si el hombre se movía, no podía imitar al mismo tiempo la marcha de un niño. No pude contener mi furia.
—¡Doctor Sartorius! — estallé—, ¡No he hecho un viaje de dieciséis meses para ponerme a jugar con usted! Cuento hasta diez. ¡Si no abre, derribo la puerta!
Yo no estaba seguro, desde luego, de poder forzar fácilmente esa puerta, y la descarga de una pistola de gas no era muy poderosa. No obstante, estaba resuelto a llevar a cabo mi amenaza de algún modo, aun cuando tuviera que recurrir a explosivos que abundaban sin duda en el almacén de municiones. No podía permitirme una concesión, es decir, no podía seguir jugando un juego de locos con esas cartas trucadas que la situación me ponía en las manos.
Hubo ruido de lucha. ¿O de unos objetos empujados de prisa? La cortina se abrió a los lados, y una sombra alargada se proyectó sobre el vidrio esmerilado, que centelleaba a la luz.
Una voz ronca, chillona, habló:
— Abriré, pero prométame que no entrará.
— En ese caso, ¿para qué abrir?
— Saldré yo.
— Bueno. Prometido.
La silueta retrocedió y la cortina volvió a cerrarse.
Del interior del laboratorio llegaron unos ruidos confusos. Oí un chirrido como si arrastraran una mesa. Al fin la cerradura chirrió, el panel de vidrio se abrió, y Sartorius apareció en el corredor.
Se quedó allí, apoyado de espaldas contra la puerta. Era muy alto, flaco, todo huesos bajo el jersey blanco. Se había anudado al cuello un pañuelo negro. Bajo el brazo, llevaba un delantal de laboratorio, quemado por los reactivos. La cabeza, extraordinariamente angosta, se inclinaba a un lado. No le veía los ojos; unos lentes negros le escondían la mitad de la cara. La mandíbula inferior era alargada; tenía los labios azules, y las orejas enormes, azuladas. No se había afeitado. Unos guantes antirradiación de color rojo le colgaban de las muñecas, sujetos por los cordones.
Nos miramos un rato con una aversión no disimulada. Los cabellos hirsutos de Sartorius (evidentemente él mismo se los había recortado) eran de color plomo; la barba entrecana. Como Snaut, tenía la frente quemada, pero sólo la mitad inferior; por encima era pálida; se ponía sin duda alguna clase de gorra, cuando se exponía al sol.
— Bueno, estoy escuchando — me dijo.
Yo tenía la impresión de que no le importaba lo que yo quería decirle; tenso, y pegado siempre a la placa de vidrio, estaba atento sobre todo a lo que ocurría a sus espaldas.
Desconcertado, yo no sabía cómo empezar.
— Me llamo Kelvin… Sin duda ha oído hablar de mí. Soy, o mejor dicho era, colega de Gibarían.
El rostro enjuto de Sartorius, todo planos verticales — así me lo imaginaba yo a Don Quijote— era inexpresivo; y esto no me ayudaba a encontrar las palabras.
— He sabido que Gibarían… ha muerto.
Me interrumpí.
—¡Si! Lo escucho — dijo Sartorius, impaciente.
—¿Se suicidó? ¿Quién encontró el cadáver? ¿Fue usted o Snaut?
—¿Por qué me lo pregunta a mí? ¿No le ha informado el doctor Snaut?
— Deseaba oír la versión de usted.
— Usted ha estudiado psicología, doctor Kelvin, ¿no es cierto?
— Sí. ¿Y entonces?
—¿Usted sirve a la ciencia?
— Sí, por supuesto. ¿Qué relación?…
— Usted no es comisario ni empleado de la justicia. En este momento son las dos y cuarenta, y usted, en lugar de ocuparse de las tareas que le fueron asignadas, no sólo ha amenazado forzar la puerta del laboratorio sino que además me interroga como si me considerase sospechoso.
La transpiración le corría por la cara. Yo estaba decidido, y dije, apretando los dientes:
—¡Usted es sospechoso, doctor Sartorius! — y continué, furioso—: ¡Además, lo sabe perfectamente!
— Kelvin, si no se retracta y me pide disculpas, enviaré una denuncia contra usted.
—¿Por qué le pediría disculpas? ¿Porque se encierra y se atrinchera en este laboratorio, en vez de salir a saludarme, en vez de decirme la verdad sobre lo que pasa aquí? ¿Ha perdido por completo la cabeza? Y usted, sí, ¿quién es usted? ¿Un sabio o un mísero cobarde? ¡Responda!
No sé qué otras cosas le grité. Sartorius ni siquiera se inmutó. Unas gruesas gotas le resbalaban por las mejillas de poros dilatados. De pronto, comprendí: ¡no me había oído! Las manos cruzadas a la espalda, sujetaba con todas sus fuerzas la puerta que se sacudía, como si alguien, del otro lado, ametrallara el panel.
Con una voz extraña, aguda, Sartorius gimió:
—¡Váyase! Se lo suplico… ¡Retírese, por amor de Dios! Baje, yo iré a reunirme con usted, haré cuanto quiera, pero ahora se lo suplico, ¡váyase!
La voz revelaba tal agotamiento que tendí maqui-nalmente los brazos, para ayudarlo a retener aquella puerta. Sartorius lanzó un grito de horror, como si yo le hubiese apuntado con un cuchillo. Empecé a retroceder, mientras él gritaba con voz de falsete: —¡Váyase! ¡Váyase! Ya voy, ya voy, ya voy. ¡No! ¡No!
Entreabrió la puerta y se precipitó en el cuarto. Me pareció que un objeto amarillo, un disco reluciente le había brillado un instante sobre el pecho.
Un rumor sordo llegaba ahora del laboratorio; la cortina voló de costado; una gran sombra se proyectó sobre la pantalla de vidrio; luego la cortina volvió a caer y no vi nada más. ¿Qué ocurría en la habitación? Oí unos pasos precipitados, como si se hubiese entablado una persecución, enloquecida: luego un estruendo de vidrios rotos, y la risa de un niño…
Las piernas me temblaban; yo miraba la puerta con ojos extraviados. El silencio había sucedido al pandemónium. Me senté en el alféizar plastificado de una ventana y allí me quedé, un cuarto de hora quizá, no sé, esperando a que algo ocurriese o sintiéndome tan anonadado que ya no tenía ganas de levantarme. Me estallaba la cabeza. Se oyó un chirrido y una luz creciente iluminó el rellano.
Desde mi sitio, no veía más que una parte del corredor que rodeaba el laboratorio. Yo estaba ahora en la cúspide de la Estación, bajo el casco mismo de la superestructura; las paredes eran cóncavas e inclinadas, con ventanas oblongas a intervalos de unos pocos metros de distancia. Los postigos exteriores se levantaron, el día azul tocaba a su fin. Un resplandor incandescente atravesó los ventanales. Las molduras de níquel, los pestillos, las bisagras: todo centelleó. En la puerta del laboratorio — el panel de vidrio— brillaron unas iridiscencias pálidas. Me miré las manos, apoyadas sobre las rodillas; eran grises a la luz espectral. Mi mano derecha sostenía la pistola de gas; no me había dado cuenta, ignoraba que había retirado la pistola de la funda. La enfundé de nuevo. Sabía ya que ni siquiera una pistola radiactiva me habría ayudado. ¿De qué me hubiera servido? Yo no podía derribar la puerta y tomar por asalto el laboratorio.
Me incorporé. El disco solar se hundió en el océano, como una explosión de hidrógeno; bajaba yo la escalera cuando me alcanzó con un abanico de rayos horizontales, que sentí como una quemadura.
En mitad de la escalera me detuve a reflexionar y subí de nuevo. Fui por el pasillo, alrededor del laboratorio, y luego de recorrer un centenar de pasos me encontré frente a otra puerta de vidrio, idéntica a la anterior. No intenté abrirla; sabía que estaba cerrada.
Escudriñé la pared, buscando una abertura, una mirilla cualquiera. La idea de espiar a Sartorius se me había ocurrido muy naturalmente. No me sentía avergonzado. Estaba decidido a terminar con las conjeturas y a conocer la verdad, aunque como ya imaginaba, la verdad fuera incomprensible.
Recordé que las salas del laboratorio estaban iluminadas por claraboyas, dispuestas en la cúpula exterior de la Estación; desde afuera sería posible entonces espiar a Sartorius. Ante todo yo tenía que bajar, y conseguir una escafandra y un equipo de oxígeno. Los tragaluces eran quizá lucernas de vidrio esmerilado; pero yo quería ver el laboratorio y no se me ocurría ninguna otra solución…
Volví a la cubierta inferior. La puerta de la cabina de radio estaba abierta. Snaut dormía hundido en el sillón. Entré en el cuarto y Snaut despertó sobresaltado.
—¡Hola, Kelvin! — dijo con voz ronca. No respondí, y él continuó—: ¿Averiguaste algo?
— Sí… no está solo.
Snaut torció la boca.
— Ah ¿de veras? Algo averiguaste en efecto. ¿Tiene visitas?
Repliqué casi impulsivamente:
— No entiendo por qué no quieres decirme de qué se trata. Puesto que voy a quedarme aquí, tarde o temprano sabré la verdad. ¿Por qué estos misterios?
— Cuando tú también hayas recibido visitas, comprenderás.
Me pareció que mi presencia lo importunaba y que no deseaba continuar la charla.
Salí.
—¿A dónde vas?
No contesté.
La plataforma estaba como yo la había dejado. Mi cápsula calcinada se encontraba todavía allí, de pie, abriendo la boca. Me acerqué al vestuario, donde se alineaban las escafandras. De pronto, aquella excursión al casco exterior dejó de interesarme.
Di media vuelta y tomando una escalera de caracol bajé a los almacenes. Abajo, botellas y cajones se hacinaban en el estrecho corredor. Planchas de metal desnudo, de reflejos azulados, revestían las paredes. Avancé un poco más y los tubos escarchados del sistema de refrigeración aparecieron bajo una bóveda. Los seguí hasta el fondo del corredor y allí desaparecieron.
Abrí la pesada puerta, de dos pulgadas de espesor y revestida de espuma aisladora, y un frío glacial me invadió el cuerpo. Me estremecí. Yo estaba de pie en el umbral de una gruta tallada en un témpano, y de las grandes bobinas que parecían relieves esculpidos colgaban estalactitas. También aquí, sepultados bajo una capa de nieve, se amontonaban los cajones y cilindros, y en las estanterías laterales había cajas y bolsas transparentes que contenían una materia amarilla y oleosa. E1 techo abovedado descendía poco a poco, y una cortina escarchada ocultaba el fondo de la gruta. La aparté. Un cuerpo alargado, cubierto con una lona, yacía sobre « una mesa rodante de aluminio. Alcé el borde de la lona y vi el rostro petrificado de Gibarían. Los cabellos negros, lacios, cruzados por un mechón gris, parecían pegados al cráneo. Los cartílagos de la garganta le sobresalían como aristas. Los ojos sin brillo miraban fijamente la bóveda, y había en la comisura de cada uno de los párpados una lágrima de hielo opaco. El frío era tan intenso que tuve que apretar los dientes. Sostuve el sudario con una mano, y rocé con la otra la mejilla de Gibarían. Fue como tocar el tronco de un árbol petrificado, erizado de pelos negros y punzantes. La curva de los labios parecía expresar una paciencia infinita, desdeñosa. Al soltar la tela observé, asomadas entre los pliegues que cubrían los pies de Gibarían, cinco perlas negras, ordenadas de mayor a menor. Quedé paralizado.
Había reconocido los dedos, la pulpa oval de los cinco dedos de un pie; bajo la arrugada mortaja, aplastada contra el cuerpo de Gibarían, estaba acostada la mujer negra.
Lentamente retiré la lona. La cabeza, coronada de cabellos crespos, enroscados en pequeños mechones, descansaba en el hueco de un brazo negro y macizo. La piel de la espalda relucía, tensa, en las aristas de las vértebras. Ningún movimiento animaba a ese cuerpo colosal. Observé una vez más las plantas de los pies; no estaban aplastadas ni deformadas por el peso del cuerpo; la marcha no le había endurecido la piel, intacta y tersa como en las manos o en los hombros.
Tuve que esforzarme de veras para atreverme a tocar ese pie desnudo. Hice entonces otra comprobación inverosímil: ese cuerpo, abandonado en una cámara congeladora, ese falso cadáver vivía y se movía. La mujer había retirado el pie, como un perro dormido cuando uno intenta tomarle una pata.
« Se va a helar… » pensé confusamente. Pero la carne estaba tibia y yo había creído sentir en las yemas de los dedos el latido regular del pulso. Retrocedí, el cortinado cayó, y huí precipitadamente.
Fuera de la gruta blanca, el calor me pareció sofocante. Avancé por el corredor y subí la escalera, que me llevó nuevamente a la plataforma exterior.
Me senté sobre las argollas de un paracaídas plegado y me tomé la cabeza entre las manos. Me sentía abrumado. Las ideas se me escapaban: imposible retenerlas, caían resbalando por una abrupta pendiente… ¿Qué me ocurría? Si la razón flaqueaba, cuanto antes perdiera la conciencia mejor que mejor. La idea de una extinción inmediata despertó en mi una esperanza inexpresable, irrealizable.
No valía la pena ir en busca de Snaut o Sartorius, nadie podía comprender plenamente lo que yo acababa de vivir, lo que había visto, lo que había tocado con mis propias manos. Había una única explicación, una única salida: la locura. Sí, era eso, desde mi llegada aquí me había vuelto loco. Las emanaciones del océano me habían atacado el cerebro; las alucinaciones se sucedían; de nada servía que tratara de resolver enigmas ilusorios. Tenía que solicitar auxilio médico, llamar por radio al Prometeoo alguna otra nave, enviar un S.O.S.
Un cambio inesperado se operó en mí: el pensamiento de que me había vuelto loco me devolvió la calma.
Sin embargo, yo había oído claramente las palabras de Snaut… Si era que Snaut existía, y si yo había hablado alguna vez con él. Era posible que las alucinaciones hubieran comenzado mucho antes. ¿Me encontraba quizá a bordo del Prometeo? Una enfermedad mental me había atacado de pronto, y yo enfrentaba ahora las creaciones de un cerebro delirante. No obstante, si yo estaba enfermo, podía pensar al menos que quizá me curaría, y alentar una esperanza de liberación, esperanza a la que debía renunciar si atribuía alguna realidad a aquellas embrolladas pesadillas.
Lo primero que yo podía hacer, me pareció, era idear alguna prueba —experimentum crucis—que revelase si yo en verdad había enloquecido, y era víctima de los espejismos de mi imaginación, o que mis experiencias habían sido reales, aunque parecieran absurdas e inverosímiles. Mientras daba vueltas a todo esto en mi cabeza, yo miraba el monorriel que elevaba la rampa de lanzamiento: una viga de acero de color verde pálido que corría a un metro por encima del suelo. En algunos sitios el barniz se descascaraba, desgastado por el frotamiento de los transportadores de cohetes. Toqué el acero, sentí cómo se calentaba bajo mis dedos, y lo golpeé con mis nudillos. ¿Era posible que el delirio alcanzara un nivel de realidad semejante? Sí, me respondí a mí mismo. Al fin y al cabo, ese era mi dominio, yo conocía el tema.
Pero ¿era posible idear un experimento clave? No, me dije, es imposible, pues mi cerebro enfermo (si está enfermo) creará las ilusiones que yo le pida. Aun en sueños, y disfrutando de buena salud, hablamos con desconocidos, les hacemos preguntas, y escuchamos las respuestas. Además, aunque nuestros interlocutores sean en realidad creaciones de nuestra propia actividad psíquica, desarrolladas mediante un proceso seudoindependiente, mientras esos inter-locutores no nos han hablado, ignoramos qué frases nos dirán. Y sin embargo, esas frases han sido formuladas por una parte distinta de nuestra mente; tendríamos que conocerlas en el instante mismo en que las pensamos para ponerlas en labios de criaturas ficticias. No importaba pues el experimento, ni el modo de llevarlo a cabo. Yo siempre podía comportarme como si estuviese soñando. Si Snaut o Sartorius no existían realmente, de nada servía hacerles preguntas.
Pensé en tomar alguna droga poderosa, peyote, por ejemplo, u otra preparación que provocara alucinaciones coloreadas. Si yo luego tenía visiones, esto probaría que había vivido de veras los sucesos recientes, y que éstos eran parte de la realidad material circundante. Y en seguida pensé que no, que ésa no sería una experiencia clave, pues yo conocía los efectos de la droga (que elegiría yo mismo), y mi imaginación podía sugerirme una doble ilusión: haber ingerido la droga, y experimentar sus efectos.
Daba vueltas y vueltas y el círculo siempre se cerraba; no había modo de escapar. Nadie podía pensar sino con el propio cerebro, nadie podía verse desde el exterior y verificar el adecuado funcionamiento de los procesos internos… De pronto, se me ocurrió una idea, tan simple como eficaz.
Me levanté de un salto y corrí hasta la cabina de radio. La sala estaba desierta. Eché una ojeada al reloj eléctrico de pared. Faltaba poco para las cuatro, la cuarta hora en la noche, artificial de la Estación; afuera brillaba el sol rojo. Conecté rápidamente la transmisora de largo alcance, y mientras el aparato se calentaba, recapitulé mentalmente las principales etapas del experimento.
No recordaba la señal para llamar a la estación automática del satélite, pero la encontré en una cartulina que colgaba encima del tablero central. Envié el llamado en morse, y ocho minutos después me llegó la respuesta. El satélite, es decir, el cerebro electrónico del satélite, se anunció con una señal pulsátil.
Le pedí al satélite que me diera la posición de los meridianos galácticos que atravesaba cada veintidós segundos mientras giraba alrededor de Solaris, y ordené fracciones de cinco decimales.
Luego me senté y esperé la respuesta. Me llegó al cabo de diez minutos. Arranqué la cinta de papel recién impresa, evitando mirarla, y la escondí en un cajón. Retiré de la biblioteca algunas cartas celestes, tablas de logaritmos, un calendario que incluía la trayectoria diaria del satélite, algunos libros auxiliares, y me puse a buscar yo mismo la respuesta. Durante una hora o más ordené las ecuaciones. Hacía mucho tiempo, desde mis días de estudiante, que no trabajaba en estos cálculos. ¿A qué época se remontaba mi última hazaña? A la de mi examen de astronomía práctica, sin duda.
Llevé a cabo las operaciones con la ayuda de la enorme computadora de la Estación. Mi razonamiento era el siguiente: guiándome por los mapas galácticos, obtendría un resultado aproximado, que podría comparar como la información del satélite. Aproximado, pues la trayectoria del satélite estaba sujeta a variaciones muy complicadas, debidas a las fuerzas de gravitación de Solaris y los dos soles, y a las variaciones locales provocadas por el océano. Cuando yo tuviera las dos series de cifras, la proporcionada por el satélite y la calculada teóricamente a partir de la carta celeste, yo introduciría las rectificaciones necesarias; de ese modo, los dos grupos coincidirían hasta la cuarta decimal; las divergencias se advertirían en la quinta decimal, y a causa de la influencia imprevisible del océano.
Si las cifras obtenidas por el satélite no eran reales, sino el producto de mi mente extraviada, nunca coincidirían con la segunda serie. Mi cerebro estaba enfermo quizá, pero no hubiese podido en ninguna circunstancia rivalizar con la computadora de la Estación y resolver rápidamente en privado problemas matemáticos que requerían meses de trabajo. Por lo tanto si las cifras concordaban, la computadora de la Estación existía, yo la había utilizado realmente, y no era víctima de ningún delirio.
Las manos me temblaban cuando saqué del cajón la cinta telegráfica y la extendí junto a la cinta de papel de la computadora. Como lo había previsto, las dos series coincidían hasta la cuarta decimal. Las diferencias sólo aparecían en la quinta.
Guardé todos los papeles en el cajón. De modo que la computadora existía, y no dependía de mí, y los habitantes de la Estación también existían y eran reales.
Iba a cerrar el cajón cuando descubrí un número de hojas de papel, cubiertas de cálculos impacientemente borroneados. Una simple ojeada me reveló que ya alguien había intentado un experimento semejante al mío, pidiéndole al satélite las medidas del albedo de Solaris a intervalos de cuarenta segundos.
Yo no estaba loco. El último rayo de esperanza se había extinguido. Desconecté la emisora, bebí el caldo que quedaba en el fondo del termo y me fui a dormir.