Harey

La desesperación y una especie de rabia muda me habían mantenido en pie mientras trabajaba en la computadora. Ahora, muerto de cansancio, no me daba maña para volver una cama mecánica; olvidándome de soltar los ganchos, me colgué de la manivela con todo mi peso y el armazón se desplomó.

Me arranqué las ropas, las tiré lejos de mí, y me dejé caer sobre la almohada, sin tomarme el trabajo de inflarla adecuadamente. Me dormí con las luces encendidas.

Abrí los ojos, con la impresión de haber dormitado unos pocos minutos. Una penumbra roja flotaba en el cuarto. El calor había disminuido; me sentía mejor. Me quedé así acostado, las mantas recogidas a los pies, completamente desnudo. Las cortinas estaban corridas a medias, y allá, frente a mí, junto al cristal iluminado por el sol rojo, había una figura sentada. Reconocí a Harey. Llevaba un vestido de playa blanco ceñido en los pechos; tenía las piernas cruzadas y los pies desnudos; inmóvil, apoyada en los brazos tostados por el sol, me miraba por debajo de las pestañas negras: Harey, con los cabellos oscuros recogidos atrás. La observé larga, apaciblemente. Mi primer pensamiento me reconfortó: yo estaba soñando, y sabía que soñaba. Sin embargo, hubiera preferido que ella desapareciese. Cerré los ojos y traté de ahuyentar ese sueño. Cuando los abrí de nuevo, Harey seguía allí sentada. Tenía los labios fruncidos, gesto habitual en ella, como si fuera a silbar; pero me miraba gravemente. Recordé mis especulaciones de la víspera a propósito de los sueños. Harey no había cambiado desde que yo la viera por última vez; en aquel entonces era una joven de diecinueve años. Ahora debía de tener veintinueve; pero parecía evidente que los muertos no cambian, y se mantienen eternamente jóvenes. Harey seguía mirándome con una expresión de sorpresa en la cara. Me dije que la ahuyentaría arrojándole algo, pero no me atreví —ni siquiera en sueños— a hacer daño a una muerta.

— Pobrecita — murmuré—, ¿has venido a visitarme?

El sonido de mi voz me aterró; la habitación, Harey, todo parecía demasiado real.

Un sueño en relieve, ligeramente coloreado… En el suelo había unas cosas que yo había visto al acostarme. Cuando despierte, me dije, comprobaré si están realmente ahí, o si sólo las he visto en sueños, como a Harey…

—¿Piensas quedarte mucho tiempo? — le pregunté.

Me di cuenta de que yo hablaba en voz muy baja, como un hombre que teme que lo escuchen del otro lado de la puerta. ¿Por qué preocuparse, en sueños, de oídos indiscretos?

El sol se elevaba por encima del horizonte. Buena señal. Yo me había acostado en un día rojo, al que sucedería un día azul, seguido por otro día rojo. Yo no había dormido quince horas de un tirón… ¡de modo que era un sueño!

Tranquilizado, miré a Harey con atención. El sol la iluminaba a contraluz; los rayos purpúreos le doraban la piel aterciopelada de la mejilla izquierda, y la sombra de las pestañas le caía oblicuamente en la cara. ¡Qué hermosa era! Y yo, terriblemente preciso, aún en sueños, acechando los movimientos del sol, esperando ver aparecer el hoyuelo en aquel sitio insólito, un poco por debajo de la comisura de los labios. De todas maneras, hubiera preferido despertarme. El trabajo me esperaba. Cerré con fuerza los ojos.

Oí un crujido metálico y miré de nuevo. Harey se había sentado a mi lado, en la cama; seguía observándome con ojos graves. Le sonreí; ella sonrió y se inclinó. Nos besamos; un primer beso tímido un beso de niños. Después, otros besos. La besé largamente. ¿Eran estas las experiencias de un sueño? me pregunté. No estaba traicionando el recuerdo de Harey, soñaba con ella. Jamás me habla ocurrido nada parecido. ¿Comenzaba acaso a inquietarme? Me repetía una y otra vez que todo aquello era un sueño, pero el corazón se me oprimía.

Me preparé a saltar fuera de la cama; estaba casi seguro de que no podría hacerlo; muy a menudo, en sueños, el cuerpo embotado se niega a obedecer. Yo esperaba, no obstante, que ese intento me arrancara del sueño. No me desperté; me senté, con las piernas colgando fuera de la cama. Todo era inútil, tenía que soportar hasta el fin ese sueño… Mi buen humor se había desvanecido. Estaba asustado.

—¿Qué… —pregunté, carraspeando— qué quieres?

Mis pies desnudos tantearon el suelo, buscando un par de zapatillas. Un borde afilado se clavó brutalmente en mi dedo; ahogué un grito. Esto me despertará, pensé con satisfacción, y entonces recordé que no tenía zapatillas.

Pero aquello continuaba… Harey había retrocedido y se apoyaba ahora en la barra de la cama, observándome con apacible interés.

¡Pronto, una ducha! Comprendí en seguida que una ducha, en sueños, no me despertaría.

—¿De dónde vienes?

Ella me tomó la mano, y en un movimiento que me era, muy familiar, la lanzó por el aire, la atrapó otra vez y jugueteó con los dedos.

— No sé —dijo—. ¿Estás enfadado?

Era la voz de Harey, una voz de entonaciones profundas, un poco ausente, como si no le importara mucho lo que estaba diciendo, ya interesada en otra cosa. La gente la había creído irreflexiva, y aun insolente, pues no perdía nunca aquella expresión de vaga extrañeza.

—¿Quién… quién te vio?

— No sé. Llegué sin dificultades. Kris, ¿es importante? — Harey continuaba masajeándome los dedos, pero ahora parecía algo preocupada.

— Harey…

—¿Qué, mi querido?

—¿Cómo supiste dónde encontrarme?

Harey reflexionó. Una sonrisa — tenía los labios de color cereza— le descubrió los dientes.

—¡Ninguna idea! Raro, ¿no? Cuando entré, tú dormías. No te desperté, te enojas con tanta facilidad… Tienes muy mal carácter.

Me apretó la mano.

—¿Fuiste abajo?

— Si,está todo helado. Me escapé.

Me soltó la mano, y se echó de espaldas en la cama. Tenía todo el pelo caído a un costado, y me miró con esa leve sonrisa que me había irritado tanto antes de seducirme.

— Pero, Harey — balbuceé.

Me incliné sobre ella y le levanté la manga corta del vestido. Allí, encima de la cicatriz de la vacuna, había un punto rojo, la marca de una aguja hipodérmica. No me sorprendió (instintivamente yo me obligaba a sondear lo inverosímil, tratando de componer con distintos fragmentos una verdad coherente); no obstante sentí vértigo.

Toqué con el dedo el punto rojo, con el que todavía soñaba después de tantos años, con el que había soñado tantas veces, siempre despertando con un sollozo, y siempre en la misma posición, doblado en dos entre las sábanas arrugadas, así como yo la había encontrado a ella, ya casi fría, como si yo hubiese tratado de revivir durmiendo lo que ella había vivido, como si, más allá del tiempo, yo hubiese esperado que ella me perdonara o que hubiera podido acompañarla los últimos minutos cuando ella empezó a sentir los efectos de la inyección y el terror la dominó de pronto. Ella, que se asustaba de un simple rasguño, que no soportaba el dolor, ni la vista de la sangre, ella había cometido deliberadamente aquel acto horrible, sin dejarme nada más que unas pocas palabras borroneadas. Yo había conservado la nota en mi cartera de bolsillo; ahora era un billete descolorido y gastado pero nunca me había atrevido a destruirlo. La había imaginado tantas veces escribiendo aquellas palabras, haciendo los últimos preparativos… Yo me decía a mí mismo que ella había tramado una comedia, que sólo había querido asustarme, y que había tomado una dosis excesiva por error. Todos me decían que así había ocurrido, sin duda, o que había sido una decisión ciega, resultado de una súbita depresión. Pero nadie sabía lo que yo le había dicho cinco días antes; no sabían que para ahondar un poco más la herida yo me había llevado mis cosas y que ella, mientras yo cerraba mis valijas, me había preguntado con mucha tranquilidad: « ¿Sabes lo que esto significa? » Y yo había puesto cara de no entender a pesar de que entendía perfectamente, pero me decía a mí mismo que ella era cobarde, y hasta llegué a decírselo a ella… Y ahora, ella estaba allí, acostada de través en la cama y me miraba atentamente, como si no supiera que era yo quien la había matado.

—¿Y bien? — me preguntó Harey.

Las pupilas de Harey reflejaban el sol rojo; toda la alcoba estaba roja. Harey se miró el brazo con interés, pues yo había estado examinándola tanto tiempo, y cuando me retiré, apoyó la mejilla fresca en el hueco de mi mano.

— Harey — tartamudeé— es imposible…

— Cállate.

Yo alcanzaba a distinguir el movimiento de los ojos de Harey, bajo los párpados cerrados.

—¿Dónde estamos, Harey?

— En casa.

—¿Dónde queda eso?

Un ojo se entreabrió y se cerró instantáneamente. Las largas pestañas me hicieron cosquillas en la palma de la mano.

—¡Kris!

—¿Qué?

— Estoy bien.

Levantando la cabeza, vi reflejada en el espejo del lavabo una parte de la cama; una masa de cabellos suaves, los cabellos de Harey, y mis rodillas desnudas. Con la punta del pie traje hacia mí uno de los objetos informes que había sacado de la caja y lo recogí con la mano libre. Era una varilla fusiforme, con un extremo puntiagudo como una aguja. Apliqué la punta contra mi piel y la hundí, justo al lado de una pequeña cicatriz rosada. El dolor me sacudió todo el cuerpo. Miré la sangre que me corría por el interior del muslo y goteaba sin ruido sobre el piso.

Para qué, para qué… Me asaltaban pensamientos aterradores, pensamientos que estaban tomando una forma definida. Había dejado de decirme: « Es un sueño ». No lo creía. Ahora pensaba: « Necesito defenderme ».

Le examiné los hombros, la cadera ceñida por el vestido blanco, los pies desnudos que colgaban… Me incliné, le tomé delicadamente un tobillo y le pasé los dedos por la planta del pie.

La piel era suave, como de recién nacido.

Supe entonces que ella no era Harey, y estaba casi seguro de que ella en cambio no lo sabía.

El pie descalzo se movió, una risa silenciosa abrió los labios de Harey.

— Quieto… — murmuró.

Retiré con cautela la mano que sostenía la mejilla de Harey y me incorporé. Me vestí de prisa. Ella se levantó y me observaba.

—¿Dónde tienes tus ropas? — le pregunté.

Y en seguida me arrepentí de mi pregunta.

—¿Mis ropas?

— Cómo, ¿no tienes más que este vestido?

A partir de entonces, proseguí el juego con los ojos bien abiertos. Traté de parecer despreocupado, indiferente, como si nos hubiéramos separado el día anterior.. no, | como si nunca nos hubiésemos separado!

Ella se puso de pie; con un gesto familiar, rápido y seguro, se tironeó de la falda desarrugándola. Mis palabras la habían turbado, pero no habló. Por primera vez recorrió el cuarto con mirada curiosa, inquisitiva; luego dijo, perpleja:

— No sé… —Abrió la puerta del ropero. — ¿Aquí dentro quizá?

— No, ahí dentro sólo hay ropa de trabajo.

Encontré una máquina eléctrica junto al lavabo y empecé a afeitarme, sin dejar de mirar a Harey.

Ella iba y venía, mirando por todas partes. Al fin echó un vistazo fuera de la ventana y se me acercó.

— Kris, tengo la impresión de que ha ocurrido algo…

Se interrumpió; yo había desconectado la afeitadora; esperaba.

— Tengo la impresión de haber olvidado algo — prosiguió—, de haber olvidado muchas cosas… Sólo me acuerdo de ti… No me acuerdo de nada más.

Yo la escuchaba tratando de parecer impasible.

—¿Acaso… acaso estuve enferma? — preguntó.

— Oh… sí, en cierto sentido. Sí, estuviste un poco enferma.

— Ah, claro, eso explica las lagunas de mi memoria.

Se había animado otra vez. Jamás podré describir lo que yo sentía entonces, mientras miraba cómo iba y venía, ahora sonriente, ahora seria, habladora en un momento, silenciosa en el siguiente, sentándose y levantándose otra vez. Mi espanto cedía ante la convicción de tener allí a Harey frente a mí, mientras al mismo tiempo la razón me decía que ella parecía de algún modo estilizada, reducida a algunas expresiones, a algunos gestos, a ciertos movimientos característicos.

De pronto, se aferró a mí, apretando los puños contra mi pecho.

—¿Qué nos pasa, Kris? ¿Está todo bien? ¿Algo anda mal?

— Mejor imposible.

Harey sonrió débilmente.

— Cuando contestas así, es porque todo anda bastante mal.

—¡Qué ocurrencia! — dije precipitadamente—. Harey, querida, ahora tengo que salir, espérame. — Y agregué, pues empezaba a sentir mucha hambre — ¿Querrías comer tal vez?

—¿Comer? — Ella meneó la cabeza. — No.. ¿tengo que esperarte?… ¿mucho tiempo?

— Sólo una hora.

— Voy contigo.

— No puedes ir conmigo, tengo que trabajar.

— Voy contigo.

Había cambiado; no, no era Harey: Harey nunca imponía su presencia, no, la otra no se imponía jamás.

— Es imposible, mi querida…

Ella me miró de arriba abajo. De pronto, me tomó la mano. Y mi mano se demoró, subió lentamente a lo largo de un brazo tibio y pleno. A pesar de mí mismo, estaba acariciándola. Mi cuerpo reconocía su cuerpo, mi cuerpo la deseaba, mi cuerpo me llevaba hacia ella, más allá de la razón, más allá de toda reflexión, más allá del miedo.

Procurando conservar la calma, repetí:

— Harey, es imposible, tienes que quedarte.

En el cuarto resonó una sola palabra.

— No.

—¿Por qué?

— No… no sé. —Harey miró alrededor y luego alzó de nuevo los ojos. — No puedo — dijo en un susurro.

— Pero ¿por qué?

— No sé. No puedo. Me parece… me parece… — buscaba la respuesta, y cuando la descubrió, fue para ella una revelación—, ¡Me parece que debo verte siempre!

El tono perentorio no correspondía a una declaración de afecto; se trataba sin duda de otra cosa. Tal comprobación modificó abruptamente, aunque no de manera visible, la naturaleza de mi abrazo.

La tenía en mis brazos; la miraba a los ojos. Insensiblemente, con un movimiento instintivo, empecé a tironearle de las manos hacia atrás, y cuando estuvieron juntas, mi mirada recorrió ansiosamente la habitación; necesitaba una cuerda para atarle las manos.

De pronto ella juntó los codos y hubo un breve forcejeo.

No resistí más de un segundo. Derribado de espaldas, con las puntas de los pies rozando el suelo, ni aun un atleta hubiera conseguido zafarse. Harey se irguió y dejó caer los brazos a los costados; su rostro, débilmente iluminado por una sonrisa incierta, no había participado en la lucha.

Me observaba con un interés apacible, como al principio, cuando yo me había despertado. Como si mi desesperado intento no la hubiese conmovido; como si no se hubiera dado cuenta de nada; como si hubiese ignorado mi crisis de pánico. Erguida ante mí, esperaba: grave, pasiva, un poco sorprendida.

Abandonando a Harey en el centro del cuarto, fui hacia la repisa del lavabo. ¡Yo había caído en una trampa insensata y quería salir a toda costa! Si alguien me hubiese preguntado qué sentía yo exactamente, y qué significaba todo aquello, yo hubiera sido incapaz de balbucear tres palabras. Pero entendía ahora que mi situación era idéntica a la de los otros habitantes de la Estación, que todo cuanto yo había vivido, aprendido o entrevisto formaba parte de una misma cosa, de un todo aterrador e incomprensible. Sin embargo, en ese preciso instante trataba simplemente de encontrar un truco, un modo de huir. Sin volverme, sentía clavada en mí la mirada de Harey. Empotrado en la pared, encima de la repisa del lavabo, había un pequeño botiquín de primeros auxilios. Lo examiné apresuradamente. Encontré los medicamentos, un frasco de comprimidos somníferos; lo destapé y eché cuatro comprimidos — la dosis máxima— en un vaso. Actuaba abiertamente, sin esforzarme demasiado por disimular mis actos y mis gestos. ¿Por qué? No me lo pregunté. Llené el vaso con agua caliente.

Cuando los comprimidos se disolvieron, me acerqué a Harey, que había permanecido de pie.

—¿Estás enojado? — me preguntó en voz baja.

— No. ¡Bebe!

Yo había previsto inconscientemente que ella me obedecería. En efecto, aceptó en silencio el vaso y lo bebió de un sorbo. Dejé el vaso vacío sobre un taburete y fui a sentarme en un rincón del cuarto, entre el ropero y la biblioteca.

Harey me siguió; se sentó en el suelo con un movimiento familiar, recogiendo las piernas y apartando el cabello de la cara. Yo ya no me engañaba, no era ella; y sin embargo, reconocía sus más mínimos gestos. El horror me oprimía la garganta. Y lo más espantoso era que yo tenía que actuar con cierta astucia, fingir que la tomaba por Harey, ya que ella misma creía sinceramente que era Harey. De esto yo estaba seguro, si aún podía estar seguro de algo.

Se había apoyado contra mis rodillas; sus cabellos me rozaban la mano. Así nos quedamos un tiempo. De vez en cuando yo echaba una ojeada a mi reloj. Pasó media hora; el somnífero tenía que haber empezado a actuar. Harey masculló unas palabras.

—¿Qué dices?

Ella no respondió.

Atribuí ese silencio a la pesadez del sueño; aunque en verdad dudaba secretamente de la eficacia de las pastillas. ¿Por qué? No lo sabía. Quizá porque mi subterfugio me parecía demasiado fácil.

Lentamente la cabeza de Harey se deslizó a lo largo de mis rodillas, los cabellos oscuros le ocultaron el rostro; respiraba regularmente; dormía. Me incliné, con el propósito de llevarla a la cama. Abriendo bruscamente los ojos, Harey me echó los brazos al cuello, y estalló en una carcajada aguda.

Quedé paralizado. Harey no cabía en sí de gozo. Me observaba entornando los párpados, con una expresión a la vez ingenua y maliciosa. Volví a sentarme tieso, perplejo, desconcertado. Un último acceso de risa sacudió a Harey; luego se apretujó contra mis piernas.

Le pregunté, con una voz inexpresiva:

—¿Por qué te ríes?

Una vez más el rostro de Harey expresó sorpresa, e inquietud. Sin duda deseaba darme una explicación honesta. Se frotó la nariz y suspiró.

— No sé —dijo al fin, sinceramente sorprendida—. Me estoy comportando como una idiota ¿no?… Pero tú también, tienes todo el aspecto de un idiota, tieso y solemne como… como Pelvis.

Creí haber oído mal.

—¿Cómo quién?

— Como Pelvis, tú sabes quién, el gordo…

Harey no podía en ningún caso conocer a Pelvis, ni haberme oído hablar de él, por la sencilla razón de que Pelvis había vuelto de una expedición tres años después que ella muriera. Yo no lo había conocido antes e ignoraba por consiguiente que tuviese una tendencia inveterada, cuando presidía las reuniones del Instituto, a prolongar indefinidamente las sesiones. Por lo demás, se llamaba Pelle Villis, y no supe hasta su regreso que lo habían apodado Pelvis.

Harey apoyó los codos sobre mis rodillas y me miró a los ojos. Yo le toqué los brazos; mis manos subieron hasta los hombros y el nacimiento del cuello desnudo, que palpitaba bajo mis dedos. Podía suponerse que la estaba acariciando; por lo demás, a juzgar por su mirada, ella no interpretaba de otra manera el contacto de mis manos. En realidad, yo estaba comprobando una vez más que su cuerpo era tibio al tacto, un simple cuerpo humano, con músculos, huesos, articulaciones. Mientras la miraba a los ojos con dulzura, sentí el horrendo deseo de cerrar bruscamente las manos.

De pronto, recordé las manos ensangrentadas de Snaut, y la solté.

— Cómo me miras — dijo ella serenamente.

El corazón me latía con tal fuerza que me fue imposible hablar. Cerré los párpados. En ese mismo momento se me ocurrió un plan, completo y minucioso. Sin perder un instante me puse de pie.

— Tengo que salir, Harey. Si de veras quieres ir conmigo, te llevo.

Harey se levantó de un salto.

— Bueno.

Abrí el armario y mientras escogía un traje para cada uno de nosotros, le pregunté;

—¿Por qué estás descalza?

Me respondió con voz vacilante:

— No sé… Debo de haber dejado los zapatos en alguna parte.

No insistí.

— Para ponerte esto, tendrás que sacarte el vestido.

—¿Un traje del espacio… por qué?

Trató de quitarse el vestido, pero entonces se puso en evidencia un hecho singular: ¡la imposibilidad de desabrochar un vestido que no tenía broches! Los botones rojos de la blusa eran simples adornos. No había cierres, ni de cremallera ni ningún otro. Harey sonreía, turbada.

Como si fuese algo normal, tomé una especie de escalpelo y rasgué la tela de la espalda, desde el cuello hasta la cintura. Harey se quitó el vestido por encima de la cabeza.

Se puso el traje de vuelo, holgado en demasía, y en el momento en que salíamos, me preguntó:

—¿Vamos a volar? ¿Tú también?

Yo me limité a sacudir la cabeza. Temía encontrar a Snaut. Pero no había nadie en la rotonda; la puerta que llevaba a la cabina de radio estaba cerrada.

Un silencio de muerte flotaba aún sobre la cubierta de la estación. Harey seguía atentamente mis movimientos. Abrí un hangar y examiné la embarcación; verifiqué sucesivamente el estado del microrreactor, el funcionamiento de los comandos y los difusores. Luego de retirar la cápsula vacía del zócalo, bajo el embudo de la cúpula, orienté hacia la pista inclinada la vagoneta eléctrica que transportaba el proyectil.

Había escogido un vehículo pequeño utilizado para intercambiar suministros entre la Estación y el sateloide, y que sólo transportaba hombres en ocasiones excepcionales, pues no se abría desde dentro. La elección tenía en cuenta mi plan. Yo no había pensado, por supuesto, en lanzar el cohete; sólo simulaba los preparativos de una verdadera partida. Harey, que tantas veces me acompañara en el curso de mis viajes, conocía hasta cierto punto las maniobras preliminares. Verifiqué asimismo, en el habitáculo, el buen funcionamiento de la climatización y la entrada del oxígeno; conecté el circuito central y los indicadores del tablero se iluminaron. Salí y le dije a Harey que esperaba al pie de la escalera:

—¡Entra!

—¿Y tú?

— Yo entraré después. Tengo que cerrar la escotilla detrás de nosotros.

No me pareció que ella sospechara. Cuando desapareció en el interior, asomé la cabeza por la abertura y le pregunté:

—¿Estás cómoda?

Oí un « sí » apagado, ahogado por la exigüidad de la cabina. Me agaché y cerré de golpe la escotilla. Eché los dos cerrojos; ajusté las cinco tuercas de seguridad con la llave especial que yo había traído.

El cigarro ahusado se erguía, vertical, como si realmente fuese a partir hacia el espacio. Ningún peligro amenazaba a la cautiva; los recipientes de oxígeno estaban llenos, y en el habitáculo había víveres; además, no me proponía tenerla allí prisionera indefinidamente.

Necesitaba con desesperación dos horas de libertad, para concentrarme y tomar alguna decisión, y elaborar con Snaut una técnica común.

En el momento en que ajustaba la penúltima tuerca, sentí que el cohete se ponía a vibrar; pensé que acaso lo habría sacado de quicio al manejar impetuosamente mi enorme llave. Sin embargo, cuando levanté la cabeza, asistí a un espectáculo que espero no volver a ver.

Todo el cohete temblaba, sacudido violentamente desde el interior. Ni un robot de acero hubiera podido estremecer de ese modo una mole de ocho toneladas, y sin embargo quien estaba en la cabina era sólo una muchacha grácil, una joven de cabellos oscuros.

Los reflejos de las lámparas temblaban sobre la pulida cápsula del cohete. Yo no oía los golpes; en el interior del proyectil todo estaba en silencio. Pero los pedestales del zócalo vibraban como cuerdas. Las sacudidas eran tan violentas que yo temía ver desmoronarse todo el andamiaje.

Ajusté con mano vacilante la última tuerca, tiré la llave y salté al pie de la escala. Mientras retrocedía unos pasos, vi que los amortiguadores, preparados para resistir una presión continua, se estremecían frenéticamente. Me pareció que la envoltura del cohete se contraía de algún modo.

Me precipité al tablero de control, y alcé con ambas manos la palanca de arranque. En ese momento, el altoparlante conectado al interior del cohete emitió un sonido penetrante… no un grito, un sonido que no se parecía a una voz humana, y sin embargo distinguí confusamente mi nombre, repetido varias veces:

—¡Kris! ¡Kris! ¡Kris!

Me abalancé sobre las palancas con una violencia desordenada. Me lastimé los dedos, que empezaron a sangrar. Un resplandor azul, una pálida aurora, iluminó los muros. Torbellinos de polvo vaporoso brotaron alrededor de la plataforma; el polvo se transformó en una columna de chispas violentas, y los ecos de un rugido poderoso cubrieron todos los otros « ruidos. Tres llamas, confundidas al instante en una sola pira de fuego, levantaron el cohete, que subió por la abertura de la cúpula. La estela incandescente ondeó y se extinguió. Los postigos volvieron a cerrarse sobre el orificio del foso; los ventiladores automáticos comenzaron a aspirar el humo sofocante que se movía en olas por el recinto.

En realidad, todo esto lo reconstruí más tarde; no sé con certeza lo que vi en esos momentos. Aferrado al tablero de mando, sintiendo que el calor me quemaba la cara y me chamuscaba los cabellos, yo aspiraba a bocanadas el aire acre, una mezcla de gases de combustión interna y el ozono desprendido de la ionización. En el momento del lanzamiento, yo había cerrado instintivamente los ojos, pero el resplandor había atravesado mis párpados. Durante un rato, no vi más que espirales negras, rojas, doradas, que se dispersaban poco a poco. Los ventiladores continuaban gimiendo; el humo, la bruma, el polvo se disipaban.

La haz verdosa de la pantalla del radar atrajo mi mirada. Manipulando de prisa las llaves, traté de localizar el cohete. Cuando lo encontré, volaba ya más allá de la atmósfera.

Nunca había lanzado un proyectil de manera tan aberrante y ciega, sin preocuparme por ajustar la velocidad y la dirección. No conocía la potencia del vehículo y temí una catástrofe de consecuencias incalculables. Decidí que lo más sencillo era poner el cohete en órbita circular, a una distancia de aproximadamente mil kilómetros de Solaris, y apagar entonces los propulsores. Verifiqué en las tablas que una órbita de mil kilómetros era estacionaria. Esto no arreglaba nada, por supuesto, pero no se me ocurría otra solución.

No tuve el coraje de conectar el altoparlante, que había callado después del lanzamiento. No, no quería exponerme a oír de nuevo aquella voz terrible, que ya nada tenía de humano. Me creía autorizado a pensar que había vencido a todos aquellos simulacros, y que más allá de las alucinaciones y contra toda expectativa, volvía a encontrarme con Harey, la verdadera Harey, a quien la hipótesis de la locura hubiera destruido del todo.

A la una abandoné la cubierta de la estación.


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