El oxigeno líquido

No sé cuánto tiempo estuve acostado en la oscuridad, los ojos clavados en la esfera luminosa del reloj pulsera. Yo sentía una cierta sorpresa, pero también, y como impresión básica, una indiferencia profunda. El círculo de cifras fosforescentes y aun mi propia extrañeza no tenían ningún significado. Atribuí todo eso a la fatiga. Me volví de costado. La cama me pareció demasiado ancha. Contuve al aliento; ningún ruido turbaba el silencio del cuarto.

¿Harey? No la oía respirar. Extendí el brazo. Yo estaba solo.

Iba a llamar a Harvey, cuando oí unos pasos pesados que se acercaban. No me moví.

—¿Gibarían?

— Sí, soy yo. No enciendas la lámpara.

—¿No?

— No es necesario. Es mejor que nos quedemos a oscuras.

— Pero ¿estás muerto?

— No te preocupes. Reconociste mi voz ¿no es así?

— Sí. ¿Por qué te mataste?

— No podía hacer otra cosa. Tú llegaste cuatro días tarde. Si no tal vez no me habría matado. Pero no te atormentes. No lamento nada.

—¿Estás realmente aquí, no estoy durmiendo?

— Ah, crees que sueñas conmigo, como creías soñar a Harey.

—¿Dónde está ella?

—¿Cómo podría saberlo?

— Tengo la impresión de que lo sabes.

— Guárdate tus impresiones. Digamos que yo la reemplazo.

— Quisiera que ella estuviese aquí.

— Imposible.

—¿Por qué? Sabes bien que no eres tú realmente… sino mi…

— No. Soy el verdadero Gibarían, que ha renacido. Pero no perdamos el tiempo en charlas inútiles.

—¿Te irás de nuevo?

— Sí.

—¿Y entonces ella volverá?

—¿Te importa? ¿Qué es ella para ti?

— Me pertenece.

— Le tienes miedo.

— No.

— Te disgusta…

—¿Qué esperas de mí?

— Apiádate de ti mismo, tienes buenas razones, pero no de ella. Ella siempre tendrá veinte años. Tú lo sabes.

Me sentí tranquilo de pronto, en apariencia sin ningún motivo. Pensé que Gibarían se había acercado todavía más y que estaba ahora a los pies de la cama. La oscuridad era aún impenetrable.

—¿Qué quieres? — murmuré.

— Sartorius ha convencido a Snaut de que has estado engañándolo. Ahora son ellos quienes quieren engañarte. Ese pretendido emisor de rayos X es en realidad un desintegrador de campos magnéticos.

—¿Dónde está Harey?

—¿No me oyes? ¡He venido a prevenirte!

—¿Dónde está?

— No sé. Ten cuidado. Necesitarás un arma. No puedes confiar en nadie.

— Puedo confiar en Harey.

Una risa apagada.

— Claro, puedes confiar en ella hasta cierto punto. Y en última instancia, puedes seguir mi ejemplo.

— Tú no eres Gibarían.

—¿No? ¿Quién soy entonces? ¿Un sueño?

— No. Sólo una marioneta. Pero no lo sabes.


—¿Y tú cómo sabes quién eres?

Quise levantarme; no podía moverme. Gibarían continuaba hablando. Yo no entendía las palabras; sólo escuchaba el ronroneo de la voz. Traté de vencer esa inercia que me doblegaba el cuerpo. Una sacudida y… me desperté, respirando entrecortadamente, tendido de espaldas. Era de noche. Había soñado, había tenido una pesadilla. Y entonces oí una voz lejana, monótona: « …un dilema irresoluble. Nos perseguimos a nosotros mismos. Los políteros se comportan como amplificadores selectivos de nuestros propios pensamientos. Si tratamos de entender los motivos de estos fenómenos, caemos en seguida en el antropomorfismo. Donde no hay hombres, no hay motivos humanos. Si deseamos continuar investigando, hemos de destruir nuestros propios pensamientos. En cuanto a destruir las formas materializadas, sería como cometer un asesinato. »

Reconocí en seguida la voz de Gibarían. Extendí de nuevo el brazo; yo estaba solo aún. Me había vuelto a dormir, soñaba otra vez…

—¿Gibarían? — llamé.

La voz se interrumpió en mitad de una frase. Oí un débil jadeo, y una ráfaga de aire me tocó la cara.

— Bueno, Gibarían — bostecé—, parece que estuvieras persiguiéndome de un sueño a otro…

Oí un crujido muy cerca de mí; alcé la voz:

—¡Gibarían!

Los resortes de la cama chirriaron. Una voz me murmuró al oído:

— Kris… soy yo.

—¿Eres tú, Harey? ¿Y Gibarían?

— Kris… me dijiste que Gibarían había muerto.

— Puede vivir en un sueño — le dije, fatigado, aunque no estaba seguro de que hubiera sido un sueño—. Me habló, estaba aquí…

Rocé con los labios el brazo tibio de Harey y dejé caer la cabeza en el hueco de la almohada.

A la luz roja de la mañana, recordé otra vez. Yo había soñado que hablaba con Gibarían. Pero luego.. hubiese jurado que había oído la voz de él. No recordaba bien lo que había dicho. No había sido una conversación; parecía un discurso. ¿Un discurso?

Harey se estaba lavando. El agua corría a chorros en el cuarto de baño. Miré debajo de la cama, donde unos días antes yo había escondido el grabador. No estaba allí.

—¡Harey! — Harey se asomó, chorreando agua. — ¿No viste un grabador debajo de la cama, uno pequeño de bolsillo?

— Había muchas cosas debajo de la cama. Las puse todas allá arriba.

Me señaló un estante, al lado del botiquín, y desapareció en el cuarto de baño. Salté de la cama.

No encontré el grabador. Cuando Harey salió del baño, le dije que tratara de recordar.

Harey estaba sentada peinándose y no contestó. Solo entonces noté que estaba pálida y que me observaba con atención en el espejo. Insistí.

— Harey, falta el grabador.

—¿No tienes otra cosa que decirme?

— Lo siento. Sí, es estúpido hacer tanto alboroto por un grabador.

Sobre todo nada de discusiones, pensé.

Desayunamos. Harey no se comportaba como los demás días; pero yo no podía decir cuál era la diferencia. Miraba alrededor; a veces parecía abstraída, y no oía lo que yo estaba diciéndole. En una ocasión alzó la cabeza y vi que tenía los ojos húmedos.

—¿Qué te pasa, estás llorando?

— Oh, déjame tranquila — estalló Harey—. No son lágrimas de verdad.

Tal vez yo no hubiera debido contentarme con esta respuesta, pero a nada le temía tanto como a las « conversaciones sinceras ». Además otros problemas me preocupaban; había soñado que Snaut y Sartorius conspiraban contra mí, y aunque estaba seguro de que sólo había sido un sueño, me preguntaba si encontraría en la estación alguna arma defensiva. No llegué a imaginar, sin embargo, qué haría con esa arma, si la conseguía alguna vez. Le dije a Harey que iría a inspeccionar los almacenes. Ella me siguió silenciosa.

Revolví los cajones, busqué en las cápsulas y cuando llegué abajo no pude resistir la tentación de echar un vistazo en la cámara refrigeradora. No quise dejar entrar a Harey; entreabrí la puerta y miré dentro. La mortaja oscura cubría una forma alargada; desde la puerta no alcancé a ver si la mujer negra dormía aún junto al cadáver de Gibarían. Me pareció que ya no estaba allí.

Fui de depósito en depósito, y no encontré nada que me conviniese. Me sentía cada vez más deprimido. De pronto, noté que Harey no me acompañaba. En seguida reapareció; se había demorado en el pasillo. Le dolía tanto no verme, y sin embargo había intentado alejarse. Eso hubiera debido sorprenderme. En cambio me hice el ofendido —¿pero quién me había ofendido? — refunfuñando entre dientes.

Me dolía la cabeza, y vacié el botiquín; no había ni siquiera una aspirina. No tenía ganas de volver a la enfermería. No tenía ganas de nada. Nunca había estado de peor humor. Harey se deslizaba como una sombra por el cuarto; de vez en cuando se retiraba a alguna parte — no sé a dónde, yo no le prestaba ninguna atención— y luego volvía.

Por la tarde, en la cocina (acabábamos de comer, pero Harey, en realidad, no había probado bocado, y yo no había insistido), ella dejó su silla y vino a sentarse a mi lado. Me tocó el brazo, y gruñí.

—¿Qué pasa?

Yo tenía la intención de subir a la cubierta superior, pues la tubería traía los sonidos crepitantes de un aparato de alto voltaje. Pero hubiera tenido que llevar a Harey conmigo. Ya había sido difícil justificar la presencia de Harey en la biblioteca; si la veían en otra parte, en las cercanías de las máquinas, podía provocar algún comentario inoportuno de parte de Snaut. Renuncié a salir.

— Kris — murmuró ella— ¿qué nos pasa?

Suspiré a mi pesar; decididamente, nada era demasiado bueno desde la noche anterior.

— Todo marcha muy bien. ¿Por qué?

— Quisiera hablar contigo.

— Bueno, escucho.

— Así no.

—¿Cómo? Me duele la cabeza, tú lo sabes, tengo un montón de preocupaciones…

— Un poco de buena voluntad, Kris.

Me obligué a sonreír; fue sin duda una pobre sonrisa.

— Habla, querida mía, te lo ruego.

—¿Me dirás la verdad?

Fruncí las cejas; ese preámbulo no me gustaba.

—¿Por qué habría de mentirte?

— Tal vez tengas tus razones, razones graves. Pero si quieres que… Escucha, te diré algo, y tú me contestarás, pero no me mientas, ¿de acuerdo? Prométeme que me dirás la verdad, sin ningún subterfugio. — Yo evitaba mirarla. — Ya te lo he dicho: no sé cómo llegué aquí. Tú quizá lo sepas. ¡Espera! Acaso no lo sepas. Pero si lo sabes, y no puedes decírmelo ahora, ¿me lo dirás un día, más adelante? No me sentiré peor, y en todo caso me habrás dado una oportunidad.

Una sangre helada me corría por las venas; balbuceé:

—¿De que estás hablando, mi niñita?… ¿Qué oportunidad?

— Kris, quienquiera que yo sea, no soy sin duda una niña. Prometiste contestarme.

« ¡Quienquiera que yo sea! » Sentí un nudo en la garganta y miré a Harey sacudiendo estúpidamente la cabeza, como si me negase a seguir escuchando.

— No te pido explicaciones. Basta que me digas que no estás autorizado a hablar.

Repuse con voz ronca:

— No te oculto nada…

Ella se levantó.

— Muy bien.

Hubiera querido decirle algo. No podíamos dejarlo así. Pero yo no encontraba palabras.

Harey miraba ahora por la ventana, de espaldas a mí. El océano azul-negro se extendía bajo un cielo desnudo.

— Harey, si crees que… Harey, bien sabes que te quiero…

—¿A mí?

Me acerqué. Quise tomarla en mis brazos, pero ella me apartó.

— Eres demasiado bueno — dijo—. ¿Me quieres? ¡Preferiría que me pegaras!

—¡Harey, querida mía!

— No, no, no digas nada más.

Volvió a la mesa y recogió los platos. Yo contemplaba el océano. El sol declinaba; la sombra de la Estación se alargaba moviéndose con las olas. Harey dejó caer un plato; el agua corría en el fregadero. Un halo de oro opaco orlaba el firmamento rojizo. Yo trataba de pensar; no sabía qué hacer… De pronto se hizo el silencio. Harey estaba detrás de mí.

— No, no te des vuelta — dijo en voz baja—. Tú no eres culpable de nada, Kris. Lo sé. No te atormentes.

Tendí el brazo para alcanzarla. Ella huyó al fondo de la cocina y levantó una pila de platos.

— Lástima que sean irrompibles, de buena gana los rompería, los rompería todos.

Por un instante, pensé que iba de veras a dejar caer los platos, pero ella me miró y sonrió.

— No tengas miedo, no haré una escena.

Desperté en medio de la noche sintiéndome muy lúcido. Me senté en la cama. El cuarto estaba a oscuras; por la puerta entreabierta llegaba la débil claridad de la rotonda. De pronto oí un ruido agudo y siseante, acompañado por golpes pesados, amortiguados, como si un cuerpo macizo golpeara contra un muro. ¡Un meteoro había atravesado el casco de la Estación! No, no era un meteoro, ni una nave, pues se oía un estertor horrible, arrastrado…

Me sacudí. No era un cohete ni un meteoro. ¡Alguien agonizaba en el fondo del corredor!

Corrí hacia la luz: un rectángulo encendido, la puerta del pequeño taller. Me precipité en el interior.

Un vapor helado me envolvió la cara, mi aliento caía como nieve; unos copos blancos giraban sobre un cuerpo caído, envuelto en una bata; el cuerpo se movía débilmente y de pronto golpeaba el suelo. La nube de escarcha me impedía ver con claridad. Me abalancé sobre Harey, la alcé en brazos; la bata me quemaba la piel. Los estertores continuaban. Fui tam-baleándome por el corredor; ya no sentía frío. Sólo sentía el aliento de Harey en el cuello; quemaba como un fuego.

Deposité a Harey sobre la mesa de operaciones y abrí la bata. Tenía el rostro contorsionado por el dolor; una capa espesa y negra de sangre coagulada le cubría los labios; la lengua centelleaba, erizada de cristales de hielo.

Oxígeno líquido… Las garrafas Dewar apiladas en el taller contenían oxígeno líquido. Esquirlas de vidrio habían crujido bajo mis pasos, mientras llevaba a Harey. ¿Cuánto oxígeno había bebido? ¡Qué importaba! La tráquea, la garganta, los pulmones, todo estaba quemado; el oxígeno líquido roe las carnes más eficazmente que los ácidos fuertes. Harey respiraba cada vez con mayor dificultad, con un ruido seco de papel rasgado. Tenía los ojos cerrados. Agonizaba.

Examiné los grandes armarios, repletos de instrumentos y drogas. ¿Una traqueotomía? ¿Un entubado? ¡Ya no tenía pulmones! ¿Medicamentos? ¡Tantos medicamentos! Hileras de cajas de frascos de color se alineaban en los anaqueles. Harey gemía aún; un hilo de bruma le flotaba sobre los labios entreabiertos.

Los termóforos…

Empecé a buscarlos; luego cambié de idea. Corrí a otro armario, y vacié unas cajas de ampollas. Y ahora, una aguja hipodérmica: ¿dónde estaban las agujas? Encontré una al fin, había que esterilizarla. Luché en vano con la tapa del esterilizador; no alcanzaba a doblar los dedos, insensibles y entumecidos.

El estertor aumentó. Cuando llegué junto a Harey, ella había abierto los ojos.

Quise llamarla, pero yo había perdido la voz. Mi rostro ya no me pertenecía, los labios no me obedecían; llevaba una máscara de yeso.

Bajo la piel blanca, las costillas de Harey se movían trabajosamente; la nieve se había fundido, y los cabellos húmedos se le desparramaban por la cabecera. Y Harey estaba mirándome.

—¡Harey!

No pude decir otra cosa. Me quedé allí, tieso como un tronco; las manos colgando a los costados. Una sensación de quemadura me trepó por las piernas y me mordió los labios y los párpados.

Una gota de sangre se derritió y resbaló oblicuamente por la mejilla de Harey. La lengua le tembló y se retiró. Los estertores de agonía continuaban.

Le tomé la muñeca; no sentí el pulso. Apoyé la oreja sobre el pecho helado. Oí como el estruendo de una tempestad, y a lo lejos un galope, los latidos del corazón, tan acelerados que me era imposible contarlos. Me quedé así, inclinado, con los párpados bajos; algo me tocó la cabeza: los dedos de Harey entre mis cabellos. Me enderecé.

Un jadeo ronco.

—¡Kris!

Le tomé la mano; ella respondió con una presión que me lastimó los huesos. Torció luego la cara en una espantosa mueca de dolor y volvió a perder la conciencia. Puso los ojos en blanco; un gemido estridente le desgarró la garganta y el cuerpo se le estremeció en violentas convulsiones. Me era difícil sujetarla sobre la mesa; se me escapó y fue a chocar de cabeza contra el borde de una cubeta de porcelana. La levanté; traté de sujetarla, pero a cada instante un espasmo violento la libraba de mi abrazo. Yo sudaba a mares; me temblaban las piernas. Cuando las convulsiones se debilitaron, intenté acostarla. Ella adelantó el torso y aspiró. Súbitamente los ojos de Harey iluminaron ese horrible rostro ensangrentado.

— Kris… ¿desde cuándo… desde cuándo?

Harey se ahogaba; una espuma rosada le subió a los labios. Las convulsiones la sacudieron otra vez. Con las pocas fuerzas que me quedaban, le sostuve los hombros. Ella cayó de espaldas; le castañeteaban los dientes. Jadeaba.

— No, no, no — suspiraba precipitadamente, y yo creía que se acercaba el fin.

Pero las convulsiones recomenzaron, y tuve que inmovilizarla una vez más. De cuando en cuando boqueaba sin aire. De pronto los párpados se le cerraron a medias sobre los ojos ciegos, y el cuerpo se le endureció. Era de veras el fin. Ni siquiera intenté quitarle la espuma de los labios. Un campanilleo lejano me resonó en la cabeza. Yo esperaba el último suspiro de Harey, antes que las fuerzas me abandonaran por completo y yo me desplomara.

Harey seguía respirando; ahora el estertor era sólo un ligero silbido. El pecho empezó a moverse al ritmo rápido de los latidos del corazón. Las mejillas se le colorearon. Yo la observaba sin entender. Me transpiraban las manos, y parecía que una sustancia suave y blanda me tapara los oídos; y sin embargo yo seguía oyendo aquel campanilleo persistente.

Harey abrió los ojos y nuestras miradas se encontraron.

Quise llamarla; pero no pude hablar: mi rostro era aún una máscara. No podía hacer otra cosa que mirar a Harey.

Ella movió la cabeza, examinó el cuarto. En algún lugar, detrás de mí, en otro mundo, un grifo goteaba. Harey se apoyó sobre el codo; se sentó. Yo retrocedí. Ella me observaba.

—¿Qué? —dijo—. No… no resultó. ¿Por qué… por qué me miras así? —Y bruscamente un grito — ¿Por qué me miras así?

Silencio. Harey se examinó las manos, dobló los dedos.

—¿Soy yo?

Moví los labios nombrándola en silencio, y ella repitió como una pregunta:

—¿Harey?

Lentamente, se deslizó fuera de la mesa de operaciones, se tambaleó, recuperó el equilibrio y dio unos pocos pasos. Se movía como en un estado de estupor; me miraba sin verme.

—¿Harey? — repitió—. Pero… yo no soy Harey. ¿Quién soy entonces? ¿Harey? ¿Y tú, tú? —Los ojos se le agrandaron, centellearon, y una sonrisa de asombro le iluminó el rostro. — ¿Y tú, Kris? Acaso tú también…

Yo había retrocedido hasta la pared apoyándome contra la puerta de un armario.

La sonrisa se desvaneció.

— No — dijo Harey—. Tú estás asustado. No puedo soportarlo más. Imposible. Aún no entiendo nada. Imposible. — Los puños pálidos y apretados golpearon el pecho. — ¡Yo no sabía nada, excepto que era Harey! ¿Crees por ventura que estoy fingiendo? No, te lo juro, ¡no estoy fingiendo!

Dijo las últimas palabras en un gemido y se dejó caer al suelo sollozando. Algo cedió en mí. De un salto llegué junto a ella y la abracé. Ella luchaba, me rechazaba sollozando sin lágrimas, y gritaba.

— No me toques. ¡Te repugno, lo sé! ¡Déjame! No soy yo, no soy yo, no soy yo…

—¡Cállate! ¡Cállate! — le grité, sacudiéndola.

De rodillas en el suelo, frente a frente, gritamos los dos. La cabeza de Harey se desplomó al fin sobre mi hombro. La estreché contra mí con todas mis fuerzas. Jadeantes, ya no nos movíamos. El grifo seguía goteando, lentamente.

— Kris… dime, ¿qué he de hacer para parar todo esto? Kris…

—¡Cállate!

Harey alzó la cabeza y me miró.

—¿Cómo, tú tampoco sabes? ¿No se puede hacer nada?

— Por favor…

— Lo intenté… ¡No, no, suéltame! No quiero que me toques. Te repugno. Si sólo supiera cómo…

—¿Te matarías?

— Sí.

— Pero yo quiero que vivas. ¿Entiendes? Quiero que estés aquí, conmigo. ¡No deseo ninguna otra cosa!

Los grandes ojos grises me miraron de cerca.

— Mientes — dijo ella en voz baja.

La solté y me incorporé.

—¿Qué podría hacer para que me creyeras? Te juro que no miento. Sólo tú cuentas para mí.

— Es imposible que digas la verdad, pues yo no soy Harey.

— Entonces ¿quién eres?

Hubo un largo silencio. Al fin ella inclinó la cabeza y murmuró:

— Harey… pero… sé que no es verdad. No soy la mujer a quien amaste una vez.

— Sí. Pero eso fue en otro tiempo. Ese pasado ya no existe. Aquí, hoy, es a ti a quien amo. ¿Comprendes?

Ella meneó la cabeza.

— Eres bueno. No creas que no aprecio todo cuanto hiciste. La primera mañana cuando me descubrí junto a tu cama esperando a que despertases, yo no sabía nada. Apenas puedo creer que eso fue hace sólo tres días. Me comporté como una lunática. Todo era como una niebla. No me acordaba de nada, nada me sorprendía; me sentía como despertando de los efectos de un narcótico, o al cabo de una larga enfermedad. Hasta pensé que acaso había estado enferma, y que no querías decírmelo. Luego ocurrieron algunas cosas, y me dieron que pensar. Tú sabes a qué me refiero. Después tuviste esa conversación en la biblioteca, con ese hombre.. ¿cómo se llama? Snaut, sí. Te negaste a explicarme nada, y entonces me levanté de noche y escuché esa cinta. Esa fue la única vez que te mentí, Kris, cuando tú buscabas el grabador, yo sabía dónde estaba, lo había escondido. El hombre que grabó esa cinta… ¿cómo se llama?

— Gibarían.

— Sí, Gibarian. Ahí estaba todo explicado. Aunque yo sigo sin entender. Sólo no sabía que no puedo… que no hay final. El no lo mencionó. O quizá sí, pero tú te despertaste y yo apagué el aparato. Había oído bastante para saber que no soy un ser humano, sino un instrumento.

—¿De qué hablas?

— Sí. Para estudiar tus reacciones, o algo por el estilo. Todos aquí tienen un… un instrumento semejante. Nacimos de vuestros recuerdos, o de vuestra imaginación. No lo sé muy bien. Gibarian habla de cosas terribles, inverosímiles… Si no concordara con todo lo demás me hubiera negado a creerlo.

—¿Todo lo demás?

— Oh, que yo no tenga necesidad de dormir, y que deba seguirte a todas partes. Todavía ayer creía que me detestabas y eso me hacía desdichada. ¡Qué idiota! Pero ¿cómo hubiera podido imaginar la verdad? El, Gibarian, no odiaba a esa mujer que lo acompañaba, pero habla de ella de una forma tan espantosa. Entonces, sólo entonces supe que nada dependía de mí, que podía hacer esto o aquello, poco importaba, siempre sería para ti una tortura. Peor aun, pues los instrumentos de tortura son pasivos e inocentes, tan inocentes como el guijarro que cae y nos mata. Que un instrumento de tortura te ame y desee tu bien, eso estaba más allá de mi entendimiento. Hubiera querido contarte todo esto, comunicarte lo poco que había entendido. Me decía que a lo mejor podía serte útil. Hasta traté de tomar notas…

Yo me aclaré la voz y pregunté penosamente:

—¿Para eso habías encendido una lámpara?

— Sí, pero no pude escribir nada. Buscaba en mí ese… tú sabes, esa « influencia »… Me sentía como loca. Me parecía que no tenía cuerpo bajo la piel, que había en mí algo… distinto, que sólo era una apariencia, destinada a engañarte. ¿Comprendes?

— Comprendo.

— Cuando no duermes de noche, y la cabeza te da vueltas durante horas, puedes llegar muy lejos, y aun tomar caminos extraños…

— Sí, ya sé.

— Pero yo sentía cómo me latía el corazón. Y recordaba que tú me habías analizado la sangre. ¿Cómo es mi sangre? Ahora puedes decirme la verdad.

— Tu sangre es igual a la mía.

—¿De veras?

— Te lo juro.

—¿Qué significa esto? Yo me decía que ese… ese poder desconocido quizá se ocultaba en mí en alguna parte, ocupando muy poco lugar. Pero no sabía dónde se escondía. Ahora, pienso que buscaba un subterfugio, pues no me atrevía a tomar una decisión; tenía miedo, buscaba otra salida. Pero Kris, si tengo la misma sangre que tú… si realmente… No, es imposible. Ya estaría muerta ¿no es cierto? Esto significa que hay una diferencia, a pesar de todo. ¿Dónde está la diferencia? ¿En la mente? Me parece sin embargo que pienso como cualquier ser humano… ¡y no sé nada! Si esa cosa desconocida estuviese pensando en mi cabeza, yo lo sabría todo. Y no te querría. Representaría una comedia, pero de modo deliberado. Kris, te lo suplico, dime todo lo que sabes. Tal vez encontremos una solución.

—¿Qué solución? ¿Quisieras morir?

— Sí, creo que si.

De nuevo el silencio. Harey seguía sentada, acurrucada. Yo miré alrededor: el mobiliario esmaltado de blanco, los instrumentos centelleantes, quizá buscando desesperadamente una clave que se materializaría de pronto.

— Harey ¿puedo también yo decirte una cosa? — Ella esperaba, en silencio. — Es verdad, no somos exactamente iguales. Pero no hay nada de malo en eso. Al contrario. Cualquiera que sea tu opinión, esa… diferencia… te salvó la vida.

Ella esbozó una sonrisita dolorosa, de niña triste.

—¿Eso quiere decir que soy… inmortal?

— No sé. En todo caso, eres mucho menos vulnerable que yo.

— Es horrible…

— Acaso menos horrible de lo que piensas.

— Pero tú no me envidias.

— Harey, ignoro cuál será tu destino. Me parece tan imprevisible como el mío, o de cualquier habitante de la Estación. El experimento continuará, y puede ocurrir cualquier cosa.

— O nada.

— O nada. Y yo prefiero que no ocurra nada. No porque tenga miedo (aunque el miedo cumple sin duda un papel en este asunto) sino porque no llegaremos a ningún resultado. De eso estoy completamente seguro.

—¿Resultado? ¿Hablas de ese… océano?

— Sí, contacto con el océano. Yo creo que el problema es en realidad muy simple. Contacto significa intercambio de conocimientos específicos, ideas, o al menos comprobaciones, hechos definidos… Pero ¿si no hay intercambio posible? Si el elefante no es un microbio gigante, el océano no es un cerebro gigante. Habrá intentos de aproximación, claro está. Y la consecuencia de uno de esos intentos es que tú estés aquí, ahora y conmigo. Y yo me esfuerzo por explicarte que te amo. Tu sola presencia borra los doce años que consagré al estudio de Solaris, y deseo conservarte junto a mí. ¿Te han enviado para torturarme o para hacerme feliz, o eres tan sólo un instrumento que ignora su función y del que se sirven para examinarme como a través de un microscopio? Quizá estás aquí para mostrarme amistad, como un castigo sutil, o como una burla. Quizá eres todo a la vez, o quizá, y es lo más probable, algo muy diferente. Dirás que nuestro porvenir depende de las intenciones del océano, y no te lo negaré. Yo tampoco conozco el porvenir. Ni siquiera puedo asegurarte que te querré siempre. Teniendo en cuenta lo que ha ocurrido, hemos de esperar cualquier cosa. ¿Y si mañana me transformaran en una medusa verde? Nada depende de nosotros. Pero tomar hoy una decisión depende sí de nosotros. ¡Decidamos estar juntos! ¿Qué opinas?

— Escucha, quisiera preguntarte… ¿Me parezco mucho a ella?

— Te parecías mucho al principio. Ahora, ya no sé.

— No comprendo…

Harey se había incorporado y me miraba con aquellos ojos inmensos.

— Sólo tú estás aquí. Si fueras realmente ella, tal vez no podría amarte.

—¿Por qué?

— Porque le hice algo.

—¿La trataste mal?

— Sí, cuando nosotros…

—¡No me digas nada!

—¿Por qué?

— Para que no olvides que soy yo quien está aquí, y no ella.


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