Transcurridos seis días, y no habiéndose producido ninguna reacción, decidimos repetir la experiencia. Inmovilizada hasta entonces en la intersección del paralelo 42 y el meridiano 116, la Estación se desplazó hacia el sur, planeando a una altitud constante de cuatrocientos metros sobre el nivel del océano. En efecto, nuestros radares confirmaban las observaciones automáticas del sateloide: había un incremento de actividad plasmática en el hemisferio austral.
Durante cuarenta y ocho horas, un invisible haz de rayos X modulados por mi propio encefalograma bombardeó a intervalos regulares la superficie casi lisa del océano.
Al cabo de esas cuarenta y ocho horas de viaje habíamos llegado a las inmediaciones de la región polar. El disco del sol azul descendía de un lado del horizonte y ya del lado opuesto las aureolas purpúreas de las nubes anunciaban la salida del sol encarnado. En el cielo, unas llamas enceguecedoras y una lluvia de chispas verdes luchaban con atenuados resplandores bermejos; el océano mismo participaba de ese combate de dos astros, abrasándose aquí de reflejos mercuriales y allá de reflejos escarlatas; la más pequeña nube que surcara el firmamento embellecía con destellos irisados la espuma de las olas. El sol acababa de desaparecer cuando en los confines del cielo y el océano asomó de pronto, apenas visible, ahogada entre brumas de color sangre (pero instantáneamente señalada por los detectores) una gigantesca flor de vidrio, una simetríada. La Estación no cambió de rumbo; al cabo de un cuarto de hora, el colosal rubí palpitante de resplandores mortecinos se escondió una vez más detrás del horizonte. Pocos minutos después, una esbelta columna — la curvatura del planeta ocultaba la base— se elevó a miles de metros en la atmósfera. Ese árbol fantástico que crecía derramando sangre y mercurio era el fin de la simetríada; el ramaje profuso, el capitel de la columna, se fundió en un hongo gigante, e iluminado simultáneamente por ambos soles voló con el viento; la parte inferior, en plena tumescencia, se fragmentó en pesados racimos y se hundió lentamente. La agonía de la simetríada duró toda una hora.
Transcurrieron otras cuarenta y ocho horas. Nuestros rayos habían barrido una vasta extensión del océa-no; una última vez, repetimos el experimento. Desde nuestro puesto de observación veíamos con relativa nitidez, a trescientos kilómetros al sur, una cadena de islotes, tres cumbres rocosas, cubiertas de una sustancia parecida a la nieve y que era en realidad un sedimento de origen orgánico, demostrando que esa formación montañosa había sido en otra época el fondo del océano.
Fuimos luego hacia el sudoeste. Costeamos por un tiempo una cordillera, coronada de nubes que se acumulaban durante el día rojo y luego desaparecían. Desde la primera experiencia habían transcurrido diez días.
En la Estación, al parecer, no ocurría gran cosa. Sar-torius había programado los experimentos, que se repetían automáticamente a intervalos regulares.. Yo ignoraba incluso si alguien verificaba el buen funcionamiento de las instalaciones. En realidad, la calma no era tan completa como parecía, pero no a causa de actividades humanas.
Yo temía que Sartorius no pensara seriamente en abandonar la construcción del disruptor. ¿Y cómo reaccionaría Snaut cuando se enterase de que yo lo había engañado de algún modo, que había exagerado los peligros a que nos exponíamos si intentábamos aniquilar la materia neutrínica? Ninguno de los dos, empero, había vuelto a hablarme del asunto, y yo me interrogaba sobre las razones de ese silencio. Sospechaba vagamente que me escondían algo, y que trabajaban en secreto.
Todos los días yo iba a echar un vistazo al cuarto del disruptor, un recinto sin ventanas situado exactamente debajo del laboratorio principal. Nunca encontré allí a nadie; una capa de polvo cubría el armazón y los cables del aparato, como si nadie lo hubiera tocado en las últimas semanas.
En verdad, no encontraba a nadie en ninguna parte, y no conseguía localizar a Snaut; lo llamaba a la cabina de radio, y no había respuesta. Alguien, ciertamente, vigilaba los movimientos de la Estación ¿pero quién? Yo lo ignoraba, y aunque parezca extraño, opinaba que la cuestión no me concernía. Que el océano no reaccionara, también me dejaba indiferente; a tal punto que luego de dos o tres días ya no esperaba nada, ni sentía miedo; había olvidado por completo el experimento y las posibles reacciones. Me pasaba el día sentado, ya en la biblioteca, ya en la cabina. Harey, sombra discreta, me acompañaba siempre. Yo sentía con claridad que había un cierto malestar entre nosotros, y que mi apatía, esa tregua del pensamiento, no podía prolongarse mucho más. Por supuesto, de mí dependía que hubiera un cambio en nuestras relaciones, pero yo rechazaba la idea misma de cambio; era incapaz de tomar una decisión. Todo lo que había en la Estación, y en particular mis relaciones con Harey, me parecía frágil e insustancial: la más mínima modificación podía romper ese peligroso equilibrio y precipitar un desastre. ¿De dónde me venían tales impresiones? Yo no lo sabía. Y lo más extraño era que Harey estaba pasando también por una experiencia semejante. Cuando hoy evoco aquellos días, pienso que esa impresión de incertidumbre, de prórroga, ese presentimiento de un cataclismo inminente eran provocados por una presencia invisible, que se había aposentado en la Estación, y que se manifestaba también en los sueños. No habiendo tenido nunca ni antes ni después, visiones semejantes, decidí anotarlas, transcribirlas aproximadamente, dentro de los límites de mi vocabulario, advirtiendo que sólo se trataba de ideas generales y apenas fragmentarias, casi por completo despojadas de un horror inenarrable.
En una región indistinta, en el corazón de la inmensidad, lejos del cielo y de la tierra, sin suelo bajo mis pies, sin una bóveda por encima de mi cabeza, sin paredes, sin nada, estoy encerrado en una materia desconocida; mi cuerpo se ha impregnado de una sustancia muerta, informe; o mejor dicho, no tengo cuerpo, soy esa materia extraña a mí mismo. Manchas nebulosas, de un rosa muy pálido, me circundan, suspendidas en un medio más opaco que el aire, pues sólo alcanzo a distinguir los objetos en el momento en que ya están muy cerca de mí; pero entonces, cuando los objetos se acercan, tienen una nitidez extraordinaria, se me imponen con una precisión sobrenatural; la realidad de todo cuanto me rodea tiene a partir de ese instante un incomparable poder de evidencia física. (Al despertar pienso que acabo de abandonar el mundo de la vigilia, y todo cuanto veo me parece entonces difuso e irreal.)
Así pues comienza el sueño. A mi alrededor, algo espera mi consentimiento, mi conformidad, una aquiescencia interior, y sé, o más bien algo sabe en mí, que no me conviene ceder a esa tentación desconocida, pues cuanto más promisorio parezca el silencio, más terrible será el fin. O más exactamente, no sé nada de todo eso, porque si lo supiera estaría asustado, y yo nunca estaba asustado. Espero. De la bruma rosada que me envuelve, emerge un objeto invisible, y me toca. Inerte, prisionero de una materia extraña, no puedo retroceder ni darme vuelta, y ese objeto invisible me sigue tocando, auscultando mi prisión, como si fuera una mano; y esa mano me recrea. Hasta ahora yo creía ver, pero no tenía ojos y ¡he aquí que tengo ojos! Bajo los dedos que me acarician con un movimiento vacilante, mis labios, mis mejillas emergen de la nada; la caricia se extiende y tengo un rostro; el aire me dilata el pecho, existo. Y recreado, yo creo a mi vez, y ante mí aparece un rostro que nunca he visto antes, a la vez ignoto y conocido. Me esfuerzo por encontrar los ojos frente a mí, pero me es imposible, pues no puedo dar ninguna dirección a mi mirada, y nos descubrimos mutuamente, más allá de toda voluntad, en un silencio absorto. Estoy vivo otra vez, siento en mí una fuerza ilimitada, y esta criatura —¿una mujer? — sigue a mi lado, y no nos movemos. Nuestros corazones laten, confundidos, y de pronto en el vacío que nos rodea, donde nada existe ni puede existir, se insinúa una' presencia de indefinible, inconcebible crueldad. La caricia que nos ha creado, que nos ha envuelto en un manto de oro, es ahora el hormigueo de muchos dedos. Nuestros cuerpos, blancos y desnudos, se disuelven, se transforman en un hervidero de larvas negras, y soy — somos los dos— una masa confusa de gusanos viscosos, una masa infinita, y en ese infinito (no, yo soy el infinito) grito en silencio, imploro la muerte, imploro un final. Pero simultáneamente me derramo en todas direcciones, y el dolor sube en mí, un sufrimiento más vivo que los sufrimientos de la vigilia, un sufrimiento concentrado, una espada que traspasa las lejanías negras y rojas, un sufrimiento duro como la roca, y que crece, montaña de dolor visible a la luz resplandeciente de otro mundo.
Un sueño entre los más simples; no puedo narrar los otros, me faltan las palabras para expresar ese horror. En esos sueños, yo ignoraba la existencia de Harey, y no encontraba ningún rastro de otros sucesos recientes o antiguos.
Había también sueños sin « imágenes ». En una oscuridad inmóvil, una sombra « coagulada »; siento que me auscultan, lentamente, minuciosamente, pero sin ningún instrumento; ninguna mano me toca. Me siento sin embargo penetrado de lado a lado, me desmenuzo, me disgrego, ya sólo queda el vacío, y a la nada total sucede el terror; este solo recuerdo precipita aún hoy los latidos de mi corazón.
Y los días se sucedían, opacos, siempre semejantes; yo era indiferente a todo; sólo temía la noche, y no sabía cómo escapar a los sueños. Harey no dormía; tendido junto a ella, yo huía del sueño; la estrechaba en mis brazos, la besaba. La ternura no era más que un pretexto, un modo de postergar el momento de dormirme… No le había hablado a Harey de esas horribles pesadillas; sin embargo, Harey algo adivinó, pues yo creía ver en ella un sentimiento involuntario de profunda humillación.
Como he dicho, hacía tiempo que yo no veía a Snaut ni a Sartorius. Snaut, no obstante, daba a veces señales de vida:, dejaba una esquela junto a mi puerta o me llamaba por teléfono. Me preguntaba entonces si no había observado ningún fenómeno nuevo, ningún cambio, cualquiera que fuese, que pudiera interpretarse como una reacción a la experiencia tantas veces repetida. Yo le decía que no y le devolvía la pregunta; en el fondo de la pequeña pantalla, Snaut se limitaba a menear la cabeza.
Quince días después de haber suspendido los experimentos, me desperté más temprano que de costumbre; la pesadilla de la noche me había agotado y sentía un entumecimiento de todos los miembros, como si me hubiera pasado largas horas bajo los efectos de un poderoso narcótico. Los primeros rayos del sol rojo iluminaban la ventana; un río de llamas purpúreas bañaba la superficie del océano, y observé que esa inmensa extensión, que ningún movimiento perturbara en los días anteriores, comenzaba a agitarse. Y de pronto un tenue velo de bruma cubrió el océano negro; pero esa bruma pálida parecía tener una consistencia tangible. Aquí y allá, un temblor agitaba la bruma; luego, poco a poco, la vibración se extendió en todas direcciones hasta el horizonte. El océano negro desapareció del todo bajo espesas membranas onduladas, con excrecencias de color rosa y depresiones nacaradas. Esas extrañas olas, suspendidas por encima del océano, se confundieron bruscamente y no hubo nada más que una masa de espuma burbujeante y glauca, que una furiosa tempestad levantaba hasta la altura de la Estación, y todo alrededor unas inmensas alas membranosas se precipitaron hacia el cielo rojizo. Algunas de esas alas de espuma, que velaban completamente al sol, eran negras como el carbón; otras sesgadamente expuestas a la luz tenían tonalidades cereza o amaranto. Y el fenómeno proseguía, como si el océano estuviese mutando o despojándose de una vieja piel escamada; por momentos la superficie negra del carbón del océano brillaba fugazmente en una grieta, al instante recubierta de espuma. Alas de espuma planeaban muy cerca de mí, a pocos metros de la ventana; una de ellas rozó el cristal como una bufanda de seda. Y mientras el océano continuaba engendrando esos pájaros extraños, los primeros enjambres se disipaban en el alto cielo y se descomponían en el cenit en filamentos transparentes.
La Estación no se movió mientras duró el espectáculo; alrededor de tres horas, hasta la caída de la noche. Y cuando el sol hubo desaparecido, y la sombra envolvió las aguas, miríadas de jirones de alas enrojecían aún elevándose en el cielo, planeando en apretadas filas, subiendo sin esfuerzo hacia la luz.
El fenómeno había aterrorizado a Harey, pero no era menos desconcertante para mí; sin embargo, la novedad no hubiera debido turbarme, puesto que los so-laristas observaban dos o tres veces por año — y hasta más a menudo cuando los favorecía la suerte— formas y creaciones que ningún repertorio había descrito hasta entonces.
A la noche siguiente, una hora antes de la salida del sol azul, asistimos a otros fenómenos: el océano brillaba con una luz fosforescente. Unas manchas de color gris danzaban acompañando a olas invisibles. Las manchas, aisladas al principio, se esparcieron rápidamente, se unieron entre sí, y un tapiz de luz espectral se desplegó hasta perderse de vista. La intensidad de la luz fue aumentando durante unos quince minutos; luego el fenómeno concluyó en forma sorprendente. Del oeste llegó una capa de sombra, avanzando sobre una superficie de varios centenares de kilómetros de ancho; cuando esa sombra móvil dejó atrás la Estación, la zona fosforescente del océano retrocedió hacia el este, como huyendo de un gigantesco extinguidor; hubo una aurora fugitiva, perseguida hasta el horizonte, iluminada por un halo postrero, y luego triunfó la noche. Un poco más tarde, el sol se elevó sobre el océano desierto, rizado por algunas olas coaguladas de reflejos mercuriales que golpeaban mi ventana.
La fosforescencia del océano era un fenómeno ya registrado, que se observaba a veces antes de la erupción de una asimetríada, y que de todos modos indicaba una amplificación local en la actividad del plasma oceánico. Sin embargo, nada ocurrió en las dos semanas siguientes, ni dentro ni fuera de la Estación. Una vez, empero, en mitad de la noche, oí un grito lacerante, un grito sobrehumano agudo y prolongado. Despertando de una pesadilla, creí al principio que había entrado en un nuevo sueño. Antes de dormirme había escuchado unos ruidos sordos que venían del laboratorio, situado en parte sobre mi cabina; me había parecido que desplazaban objetos pesados, grandes aparatos. Y cuando supe que no soñaba, supuse que también ese grito venía de arriba, pero ¿cómo un grito estridente hubiese podido atravesar aquella cámara? El alarido atroz duró casi media hora. Sudando a mares, los nervios a flor de piel, estaba a punto de subir al laboratorio cuando el grito cesó, y otra vez oí el ruido distante, apagado, de unos objetos pesados que arrastraban por el suelo.
Dos días más tarde, yo cenaba con Harey, cuando Snaut entró en la pequeña cocina. Estaba vestido como uno se viste en la Tierra luego de una jornada de trabajo, y ese nuevo atuendo lo transformaba. Parecía más alto y también más viejo. Sin mirarnos, se acercó a la mesa; no se sentó, abrió una lata de carne y se puso a comer, tragando un bocado de pan entre dos bocados de carne fría. La manga de la chaqueta rozó el borde de la lata y se manchó de grasa.
— Tu manga, ten cuidado — le dije.
Snaut refunfuñó algo con la boca llena.
Y siguió engullendo como si no hubiese comido nada desde hacía días. Llenó un vaso de vino, lo vació de un trago, suspiró y se pasó la mano por la boca.
Me miró con unos ojos inyectados en sangre y farfulló:
—¿No te afeitas más? Aja…
Harey apiló la vajilla en el fregadero. Snaut se hamacaba sobre sus talones; hacía muecas y se chupaba ruidosamente los dientes. Tuve la impresión de que exageraba a propósito el ruido.
Me miró con insistencia.
—¿Has decidido no afeitarte? — No le contesté.— Créeme — agregó—, haces mal. El también empezó por no afeitarse.
— Vete a dormir.
—¿Por qué? Tengo ganas de charlar un rato. Escucha, Kelvin, a lo mejor nos quiere bien… Tal vez quiera complacernos, pero no sabe cómo arreglárselas. Descifra deseos en nuestros cerebros, y sólo el dos por ciento de los procesos nerviosos son conscientes. Nosotros mismos no nos conocemos. Habrá que entenderse con él. ¿Me escuchas? ¿No quieres? ¿Por qué —lagrimeó—, por qué no te afeitas?
— Cállate, estás borracho.
—¿Borracho, yo? ¿Y qué? ¿Sólo porque llevo mis huesos a cuestas por todos los rincones del espacio y meto las narices en el cosmos no tengo derecho a emborracharme? ¿Por qué? Tú crees en la. misión del hombre ¿eh, Kelvin? Gibarían me hablaba de ti antes de dejarse crecer la barba… Te describió muy bien… Y sobre todo, no vayas al laboratorio, perderías tu fe. El laboratorio es el feudo de Sartorius, nuestro Fausto au rebours…¡Busca un remedio contra la inmortalidad! Es el último caballero del Santo Contacto, el hombre que nos hacía falta… Recientemente ha descubierto la agonía prolongada. No del todo mal ¿eh? Agonía perpetua…de la paja… de los sombreros de paja… ¿Y tú no bebes, Kelvin?
Levantó los párpados hinchados y miró a Harey, que se apoyaba inmóvil contra la pared.
Snaut se puso a declamar:
— »Oh, blanca Afrodita, nacida del Océano, tu gesto divino… » — Se ahogó de risa. — Rima, ¿eh? Kelvin, Kel… vino…
Un acceso de tos le impidió continuar.
Tranquilo, con una cólera fría, le grité:
—¡Cállate! ¡Cállate y vete!
—¿Me echas? ¿Tú también? No te afeitas más y me echas. Ya no te interesan mis advertencias, no quieres mis consejos, j Entre compañeros interestelares, hay que ayudarse! ¡Óyeme, Kelvin, podemos bajar, abrir los ojos de buey y llamarlo! Quizá nos oiga. Pero ¿cómo se llama? Le hemos puesto nombre a todas las estrellas, a todos los planetas, cuando probablemente ya tenían nombre… ¡Qué insolencia la nuestra! Ven, bajemos. Le explicaremos a gritos que nos ha jugado una mala pasada, y conseguiremos conmoverlo.. Construirá para nosotros simetríadas de plata, nos rezará unas plegarias aritméticas, nos enviará ángeles teñidos de sangre. Compartirá nuestras penas y terrores, nos pedirá que le ayudemos a morir. Ya nos pide ahora, nos suplica… que le ayudemos a morir, cada vez que se manifiesta. ¿No sonríes? Pero sabes que bromeo. Si el hombre tuviese más sentido del humor, quizá las cosas hubieran tomado otro cariz. ¿Sabes qué pretende Sartorius? Un castigo, que todas las montañas del océano griten a la vez… ¿Piensas que no se atreverá a someter ese plan a la aeronave esclerosada que nos ha enviado aquí, como redentores de pecados que nos son ajenos? Tienes razón… Tiene miedo. Pero sólo le tiene miedo al sombrerito. No le mostrará a nadie el sombrerito, no tendrá ese coraje, nuestro Fausto…
Yo callaba. Snaut se balanceaba cada vez con más violencia. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y le caían en la ropa.
—¿Quién es responsable? — continuó—. ¿Quién es responsable de ésta situación? ¿Gibarían? ¿Giese? ¿Einstein? ¿Platón? Todos criminales… Piensa un poco, en un cohete el hombre puede estallar como una burbuja; o petrificarse, o consumirse, o perder de golpe toda la sangre, sin haber tenido tiempo de gritar, y ser sólo un montoncito de huesos que gira entre paredes blindadas, según las leyes de Newton corregidas por Einstein, esos mojones del progreso. Altas las cabezas, emprendimos el viaje sublime, y henos aquí, hemos llegado. Mira nuestro triunfo, Kelvin, mira nuestras celdas, esos platos irrompibles, esos fregaderos inmortales, esta cohorte de fieles alacenas, de armarios abnegados. Si yo no estuviera borracho, no hablaría así, pero un día u otro alguien lo haría, Kelvin. Y tú te quedas ahí sentado, como un niño en un matadero y te dejas crecer la barba… ¿Quién tiene la culpa? Busca tú mismo la respuesta.
Snaut se volvió lentamente y salió apoyándose en el marco de la puerta para no caer. El eco de los pasos se perdió luego en el corredor.
Yo evitaba mirar a Harey; pero de pronto, y contra mi voluntad, tropecé con los ojos de ella. Hubiera querido levantarme, tomarla en mis brazos, acariciarle el cabello. No me moví.