EL ÚLTIMO BRINDIS – Stuart M. Kaminsky


Aquella noche Holmes no era el mismo.

Irrumpió por la puerta de nuestras habitaciones en el 221B de Baker Street, del London West, poco antes del amanecer de un día de diario del invierno de 189… Se sentó ante mí sin quitarse el abrigo, en una silla de madera de respaldo recto, y miró a su alrededor como si viera la habitación por primera vez. Debo confesar que me había adormilado en mi butaca leyendo un artículo de The Lancet sobre el tratamiento de las infecciones en heridas de sable. No es que el artículo no consiguiera mantener mi interés, es que había empezado a meditar sobre su contenido mucho después del momento en que habría podido hacer acopio de las fuerzas necesarias para levantarme e ir a acostarme. Recuerdo haberme dicho que me limitaría a cerrar los ojos un momento y que después, más descansado, despertaría para disponerme a pasar una confortable noche de sueño.

Cuando Holmes entró por la puerta, mis ojos se abrieron de pronto y experimenté un momento de confusión.

– Holmes -dije agachándome para recoger el The Lancet del suelo-, le hacía camino de Glasgow, le creía allí a estas horas.

Holmes se sentó en las sombras provocadas por los últimos rescoldos del fuego, que reavivé con el artículo causante de mi trastorno. Juntó las yemas de los dedos ante mi rostro y me miró de una forma que encontré irritante. En la penumbra, su voz sonaba un poco demasiado estudiada, sus rasgos parecían un poco demasiado agudos, como tensados por algún titiritero divino. Mi cara o mis gestos debieron traicionarme.

– ¿Qué sucede, John?-me dijo Holmes-. Parece como si hubiera visto…

– Nada, Holmes. Ha sido una pesadilla. La sorpresa al verle, nada más.

Holmes se levantó bruscamente, se quitó el abrigo y lo dejó caer en la silla.

– Un buen cigarro, John. ¿Qué tal si fumamos en la oscuridad mientras le cuento La singular aventura que empezó esta mañana?

– Bueno… bien -concedí mientras Holmes se acercaba al humidificador.

Estaba en la repisa de la chimenea junto a la correspondencia sin contestar, clavada con una navaja a la madera oscura. Abrió el humidificador y tamborileó con los dedos en la caja vacía.

– Parece que deberemos olvidar el placer del tabaco -dijo cansadamente.

– Una lástima -repuse con un bostezo-. Pero nunca ha dependido mucho de los habanos. Yo le ofrecería un cigarrillo, pero como no le…

– Cierto -asintió volviendo a su sillón, mientras yo me levantaba con cierta languidez-. Quisiera contarle lo principal de mi desventura. Ya sabe que recibí una carta pidiéndome que fuera de inmediato a Glasgow, y que con la carta…

– …había un billete para el tren de la mañana y una suma en metálico -dije, revolviendo por toda la habitación en busca de algo que necesitaba enseñarle con urgencia.

– Setenta libras -dijo-. Una suma algo extraña. Pero la carta era urgente.

– Y el problema que presentaba, bastante intrigante -añadí, encontrando en un cajón cerca de la ventana lo que buscaba.

– Bastante -concedió observando mis movimientos-. Parece algo nervioso, John. ¿Quiere que le prepare un té antes de proseguir? Esto bien puede convertirse en uno de sus más interesantes relatos sobre mis hazañas.

– Lo siento, Holmes -dije volviendo a mi silla con las manos metidas en los bolsillos de mi batín púrpura de Randipur-. Lo siento, pero no ha sobrado nada de la cena, para que usted pueda comer algo. No sabía que volvería. En el aparador queda media docena de huevos, pero sé cómo le desagradan…

Una mirada de claro disgusto acudió a sus afilados rasgos, como si hubiera olido algo asqueroso.

– Puedo pasar sin los residuos de ave de corral -dijo-. ¿Le cuento o no el caso? Debo decir, John, que le noto extrañamente preocupado y yo le suponía ansioso por escuchar este intrincado asunto.

– No tiene ni idea de lo intrigado que estoy por saber cuál ha sido su paradero durante todo el día de hoy -dije sentándome-. Pero quizá deba hacerle antes una pregunta que considero de la mayor importancia.

– Pregunte, mi querido amigo -dijo peinándose hacia atrás el pelo con la palma de la mano.

Me levanté, saqué mi pistola Webley del bolsillo y la apunté directamente a su pecho.

– ¿Quién es usted? -pregunté.

Su rostro estaba iluminado desde abajo por los últimos rescoldos del fuego. El último pedazo de carbón crepitó una y otra vez, pero no aparté la mirada ni titubeé. Esperaba estar mirándole de manera tan ultraterrena como él a mí.

– ¿Que quién soy…? Santo Dios, John, cuánto ha debido beber hoy. Soy Sherlock.

– Sherlock Holmes no se llamaría Sherlock a sí mismo -dije con seguridad-. Sherlock Holmes nunca me llama John. Sherlock Holmes sabe muy bien que los cigarros no se guardan en el humidificador, sino en el cubo del carbón. A Sherlock Holmes le apasionan los huevos. Sherlock Holmes no rechazaría cigarrillos cuando está metido en un caso. De hecho, aceptaría cualquier clase de tabaco.

– Continúe, se lo ruego -dijo el hombre, mirando atentamente mi arma y volviendo a la silla donde había dejado el abrigo.

– Hay poca luz, pero su nariz es un poco demasiado afilada, su cabello un poco demasiado oscuro, sus mejillas una pizca demasiado llenas y hay algo…

– En la forma que hablo y ando -dijo.

– Eso también -concedí echándome hacia atrás-. Tiene usted una semejanza diabólica, lo admito, pero conozco demasiado bien a Holmes y su impostura no me ha engañado. Ahora, dígame lo que ha sido del auténtico Holmes o dispararé contra usted sin dudarlo.

Esperaba muchas cosas; una mentira, una confesión, una advertencia, pero no que hiciese lo que hizo a continuación: se rió. Con una risa profunda, natural. Sus manos dieron un aplauso.

– Se le han escapado varias cosas, Watson -dijo-. Por ejemplo, la mayoría de la gente camina inclinando la cabeza a uno u otro lado dependiendo de la mano que favorezcan en el uso. Es algo casi imperceptible, salvo en los ancianos. Es algo que vemos en los demás, sin damos cuenta de que también está en nosotros. Me he preocupado de fijarme en esas cosas y de ser consciente de ellas. Lo que los demás llaman despreocupadamente instinto, yo sé que es observación inconsciente. Así, aunque no se haya dado cuenta consciente de ello, sabe que yo camino sin inclinar la cabeza en ninguna dirección. Por cierto, es esa inclinación la que hace que los hombres so pierdan en el desierto y caminen en círculo. El diámetro del círculo de un hombre que camina sin rumbo, debería bastar para saber cuál es su edad y altura aproximada, a partir de sus huellas en un desierto o un páramo. Desde luego, yo podría decir si es zurdo o diestro. El general Kitchener…

– Tonterías-dije levantando mi arma-. No conseguirá nada con esas tonterías. ¿Dónde está Holmes?

– También me he puesto alzas en los zapatos para conseguir un cuarto de pulgada sobre mi estatura normal -continuó diciendo, mientras iba hasta la zapatilla persa de la mesa y llenaba la pipa que había sacado del bolsillo con el tabaco que había en su interior-. El arma que sostiene es un modelo 442 de 1872, con un cargador de 2 1/2 pulgadas. No tiene varilla eyectora. Los cartuchos usados se quitan extrayendo el cargador entero; un sistema bastante engorroso que vuelve rutinario el disparar y limpiar el arma. No le agrada la pesadez de limpiar un arma así y, como bien sé, no la ha disparado nunca, y posiblemente ahora mismo ni siquiera esté seguro de que haya un cartucho utilizado en cada recámara. ¿Está satisfecho, Watson?

– En lo más mínimo -dije-. Pero estoy impaciente y preocupado por Holmes.

– Entonces deje que termine con sus últimos temores, amigo mío -dijo y, con esto, se quitó algo del puente de la nariz, se sacó dos pequeñas bolas de la boca, se limpió la cara con un pañuelo que cogió de un bolsillo de su abrigo y se sentó para encender su pipa.

– ¡Holmes!-exclamé-. ¿Qué es todo esto? ¿A qué viene esta extraña charada?

– Aparte el arma, eche unos cuantos carbones al fuego y sirva un poco de té -dijo tranquilamente-. Entonces me explicaré.

Holmes, pues ahora sabía que era Holmes, empezó a sacarse del bolsillo del chaleco un papel cuidadosamente doblado, mientras yo echaba los carbones. Cuando me aparté del fuego, que de pronto crepitó volviendo a la vida, me limpié las manos en el trapo que teníamos junto a la repisa de la chimenea y cogí el papel de su alargada mano.

Un recorte de prensa -dije abriéndolo de espaldas al fuego para poder leerlo a las resucitadas llamas. Me había movido para encender la lámpara de gas, pero Holmes me detuvo.

Holmes aspiró de su pipa y asintió antes do hablar.

– Es un anuncio del The Thespian Chronicle -explicó mirando al fuego en vez de a mí-. ¿Está familiarizado con esa publicación, Watson?

– No puedo decir que lo esté -dije, mientras intentaba leer las pequeñas letras.

– Es una publicación mensual. Cuatro hojas dedicadas principalmente a anuncios para profesionales del teatro, actuaciones musicales, actores en gira, tramoyistas y similares -dijo-. Este anuncio podría habérseme escapado, aunque suelo examinar ocasionalmente la publicación, de no ser por uno de los irregulares de Baker Street, un muchacho bastante despierto llamado Chaplin, cuyos padres se dedican al teatro. El pequeño Charlie tiene buen ojo. Lee lo que se dirige a mi persona.

El anuncio era muy sencillo:

«Se busca, para trabajo de una mañana. Paga excelente. Actor discreto que pueda suplantar a un conocido consultor de Londres. Los aspirantes deberán medir algo más de seis pies, ser delgados, tener ojos penetrantes y una estrecha nariz de halcón. La barbilla deberá ser prominente y cuadrada, que marca al hombre decidido. Presentarse en el 13 de Bellowdnes Road, a las 7 en punto de la mañana del lunes.»

Cuando alcé la vista, Holmes daba una bocanada a su pipa y contemplaba el fuego.

– ¿Y bien? -dije devolviéndole el recorte, que él cogió y devolvió a su bolsillo sin desviar la mirada.

– ¿Qué conclusiones saca del anuncio, Watson?

– ¿Qué conclusiones? Que alguien quiere un actor para montar alguna clase de mascarada, y que supongo que usted quiere que diga que el actor solicitado debe parecérsele.

– Watson, esta descripción está directamente sacada de su primer relato publicado contando mis andanzas. Quienquiera que escribiese esto esperaba que quienes lo contestasen supieran que iban a ser contratados para representar a Sherlock Holmes. El hecho de que mi nombre no se mencione, que la paga sea elevada y que sea un solo trabajo, sugiere…

– …un posible propósito perverso -concluí-. Pero también puede ser para algún tipo de broma, e incluso para una promoción en algún lugar público. Puede ser para muchas cosas.

Puede ser para muchas cosas -concedió Holmes-. Pero si combinamos el anuncio con la carta pidiéndome que acuda con urgencia a un caso en Glasgow, un caso que me habría llevado lejos de Londres*en el momento en que se elegiría mi doble, y durante lodo el día siguiente, cuando, supongo, debían utilizarlo, nos encontraremos con una situación muy prometedora entre manos.

– Prometedora, sí -concedí sentándome en mi butaca para mirarle-. Pero, ¿prometedora de qué?

– Es lo que decidí descubrir-dijo Holmes con el rostro tapado por una bocanada de humo gris claro-. Le dije a usted y a la señora Hudson que me iba a Glasgow. Incluso fui a la estación, subí al tren y viajé hasta la primera parada, por si acaso estaban vigilándome. Entonces, volví a toda prisa para presentarme a la audición para el papel de Sherlock Holmes. Debería añadir que fue el engaño más difícil de mi carrera. He sido muchas cosas, un camarero borracho, un anciano italiano, un clérigo ingenuo, pero ser yo mismo ha sido el desafío definitivo.

– No veo por qué dije-. Simplemente tenía que…

– No hay nada simple en ello -me interrumpió-. Debía suponer que quien quiera que hubiese puesto el anuncio conocería el aspecto que tiene Sherlock Holmes. Probablemente incluso me habría visto, me habría examinado de cerca. Así que debía parecerme a mí, pero sin ser yo mismo. Imagine por un momento, Watson, que debe disfrazarse de John Watson, doctor en medicina. ¿Qué alteraría? ¿Es usted consciente de su forma de caminar? ¿De cómo inclina la cabeza a la derecha cuando está desconcertado, tal y como hace ahora?

Enderecé la cabeza y asentí, dándome cuenta del problema que me planteaba.

– ¿Puede usted alterar su habla ligeramente, pero no demasiado? ¿Y cómo lo alteraría sin dejar de parecerse a usted?

– Encuentro todo esto muy confuso, Holmes -admití-. ¿Por qué no se limitó a ir a esa dirección y enfrentarse a quienquiera que estuviera ahí? Yo le habría acompañado con gusto.

– Y no habríamos descubierto nada-suspiró-. Casi seguro que, cuando hubiéramos cruzado la puerta del inmueble, quienquiera que estuviese ahí tendría una historia preparada que le sirviera de tapadera, quizá muy estúpida, pero no se habría infringido ninguna ley. No, si debía descubrir lo que significaba esto debía interpretar ese papel. Además, las insinuaciones de ilegalidad del anuncio, el hecho de no mencionar mi nombre, y el que se hubieran llevado a cabo esos preparativos para alejarme de Londres, me convencieron de que se preparaba algún delito.

– Así que se puso el disfraz -dije.

– Eso hice -convino Holmes.


– Llegué a Bellowdnes Road justo antes de las siete -continuó Holmes, mirando al luego como si volviera a ver los sucesos de la mañana-. Había dos aspirantes más al papel. El primero resultaba obviamente inadecuado, siendo demasiado alto y no sólo delgado sino tuberculoso. A juzgar por su tos y su abrigo raído, era el más necesitado de empleo de los tres. El otro aspirante se acercaba más a los requisitos, ya que estaba mejor vestido y era de mi altura, pero su nariz nunca valdría…, era demasiado chata, obvia consecuencia de varios años de pugilato profesional. Pateamos el suelo en la fría mañana hasta que se abrió la puerta y una mujer nos hizo pasar, mientras se tapaba el rostro con un mantón, como si padeciera un resfriado.

– Y no era así -dije yo.

– Decididamente no -convino Holmes-. Nos condujo a un austero vestíbulo donde había un hombre sentado tras una mesa. El hombre y la mujer, que nunca se identificaron, nos hicieron preguntas, nos hicieron caminar, despidieron al enflaquecido actor tras darle un soberano por sus molestias, y nos interrogaron bastante minuciosamente al antiguo púgil y a mí. Por unos instantes pareció dentro de lo posible que no me dieran el papel de Sherlock Holmes. El otro hombre era bastante bueno, y yo debía tener cuidado de no traicionarme.

– ¿Qué acabó haciendo que le dieran el papel? -pregunté, asumiendo que Holmes acabó consiguiéndolo.

– Mi poco disimulado interés en hacer lo que hiciera falta, fuese legal o no. Cuando nos preguntaron por nuestro pasado, el púgil pasó a contar sus méritos de buen ciudadano. Yo, en cambio, insinué algún encontronazo con la ley del que prefería no hablar.

– Así que consiguió el papel -dije urgiéndole a continuar.

– Digamos que probé ser el actor más apropiado para el papel -dijo, e hizo una pausa para mirar la cazoleta de su pipa. Afuera, el clop-clop de un coche de caballos a cierta distancia puntuó nuestro silencio.

– Muy bien, Holmes, por el amor de Dios, ¿qué querían de usted, o del intérprete de Sherlock Holmes? -pregunté finalmente. Mi irritación tenía varias causas: la tensión del momento, la tardía hora, un puntazo invernal en mi herida de guerra de la pierna. Arrojé al fuego los restos de mi cigarro, y las anaranjadas llamas lo recogieron.

– Déjeme prepararle algo de té, Watson. Esta noche parece especialmente nervioso -comentó Holmes empezando a levantarse, pero yo le hice un gesto para que volviera a sentarse.

– Limítese a contarme lo que sucedió, y a continuación me iré a la cama.

– A la cama -dijo mirando primero en mi dirección y luego a la ventana, por la que se aproximaba el sonido del coche de caballos-. Me temo que no. Creo que necesitaré su competente ayuda antes de que den las siete. Responderé a su pregunta diciéndole que, cuando el otro actor se marchó, fui interrogado más a fondo sobre mi buena voluntad a la hora de acometer acciones menos que legales, para luego informarme que debía vestirme como Holmes con la ropa que ellos me proporcionarían. Estas mismas que ahora llevo puestas.

– Parecen las que lleva normalmente -admití.

– Esta mañana debía ir a la prisión de Dartmoor, justo antes de las siete, y entregar al preso Malcom Bell un pequeño frasco que llevaría escondido en el dobladillo de mi abrigo. El hombre y la mujer dijeron que, haciéndome pasar por Holmes, los guardias me dejarían entrar a ver a Bell y que Bell estaría esperándome.

– Pero usted es responsable de que Bell esté en Dartmoor y espere a ser ejecutado -dije.

– Justamente. El plan es brillante. ¿Quién mejor para entregar algo a un condenado que la persona que lo puso entre rejas?

– Bell juró matarle -le recordé.

– Sí -acordó Holmes-. Tengo un hambre diabólica. Creo que quedaba algo que sobró de…

Me levanté y fui rápidamente al aparador, donde tenía unos panecillos y una pequeña porción de queso cubiertos por una tela blanca. Llevé la pequeña bandeja a Holmes, que dejó a un lado la pipa y empezó a comer. Continuó hablando entre bocado y bocado.

– La pareja me dijo que mi visita a Bell sería un acto de piedad. Bell sería ahorcado públicamente el miércoles por la mañana, y un hombre con su ego…

– Responsable de la muerte de seis personas -añadí.

– …preferiría frustrar al verdugo -prosiguió Holmes-. Dijeron que el frasco contenía un potente veneno insípido, que sería bienvenido por Bell. Mi paga sería de veinticinco libras en ese momento, y veinticinco más al completar el trabajo. El último pago se realizaría en la misma dirección donde tuvo lugar la audición.

– Ya veo -dije.

– ¿De verdad, Watson? Es capital. A mí me llevó un tiempo verlo.

Al decir esto, Holmes se llevó a la boca un trozo de queso e hizo aparecer mágicamente un pequeño frasco que sostuvo entre los dedos pulgar y medio. A la luz de las bailoteantes llamas, el frasco parecía especialmente amenazador, como si el líquido ambarino de su interior tuviera virulenta vida. Holmes me miró un momento y quitó el corcho del pequeño recipiente de vidrio. Antes de que yo pudiera reaccionar, se llevó el frasco a los labios y bebió su contenido.

Me quedé con la boca abierta y me levanté de la silla.

– ¿Qué clase de locura es ésta, Holmes?

Mi amigo me sonrió, devolvió el corcho a su sitio y me entregó el frasco.

– Watson, hágame el favor de rellenar este frasco con clarete. Quizá todavía nos haga algún servicio.

– Debo decir, Holmes, que ha sido una broma de mal gusto -dije cogiendo el frasco-. Resulta obvio que vació el contenido original y lo reemplazó con algún líquido inofensivo para montar esta escena teatral.

Miré al frasco y a mi amigo, con una expresión que esperaba que fuese el férreo desprecio de un familiar herido en su amor propio.

– No, Watson, se lo aseguro. El líquido que acabo de tragar es el mismo que me entregaron esta mañana ese hombre y esa mujer. Confieso que anteriormente abrí el I rasco para oler y saborear su contenido. Era clarete con algo más de una pizca de quinina.

Fue entonces cuando me di cuenta de que la habitación estaba cada vez más iluminada. El sol estaba saliendo. Caminé, frasco en mano, hasta la mesa que había imito a la ventana, donde reposaba una garrafa de clarete junto a otra garrafa idéntica que contenía jerez.

– ¿Le contrataron por cincuenta libras para entregar una bebida inofensiva a un condenado? -pregunté, mientras llenaba cuidadosamente el frasco.

– No, el coste total asciende a casi un centenar de libras, incluyendo el billete de tren a Glasgow y el anticipo por el misterio que se suponía debía resolver allí.

– Para entregar…

– …a Sherlock Holmes a un hombre que ha jurado matarlo -dijo-. Malcom Bell me ha estudiado bien. Utilizó a sus dos cómplices para atraerme al desafío de hacerme pasar por mí mismo. Sabía que no podría resistirme a ello. Habría vuelto aquí mucho antes, pero busqué primero al chico, a Chaplin, quien admitió prontamente que, aunque me había reconocido en la descripción del anuncio, el recorte llegó a sus manos mediante un actor alto y delgado, con una nariz chata, que comentó en su presencia su intención de presentarse a la audición.

– El hombre que estuvo a punto de conseguir el papel, el púgil -exclamé-. |Qué coincidencia tan extraordinaria!

– ¿Coincidencia? Difícilmente. Charles Chaplin fue elegido para presentarme el cebo. No tengo ninguna duda de que el púgil le siguió hasta nuestras habitaciones para asegurarse de que me entregaba la publicación. De no haberlo hecho, seguramente habrían buscado otro medio, quizá menos sutil, de llamar mi atención sobre el anuncio. Recuerde, Watson, que Bell no ha tenido otra cosa que hacer durante las tres últimas semanas, mientras esperaba a ser ejecutado, salvo planear su venganza. Ahora, ¿puedo sugerirle que cargue su Webley y venga conmigo?

– ¿A Dartmoor? -dije moviéndome para buscar la pistola.

– A Bellowdnes Road -me corrigió-. En cuanto nos ocupemos del caballero alto que debe acechar en alguna parte de la calle para asegurarse de que voy a Dartmoor y que la función sigue su curso.

Menos de quince minutos después, Holmes salía a la calle y se encaminaba a la esquina. Yo le vigilaba desde la ventana a la creciente luz. Holmes iba abrigado para afrontar la fría mañana. Cuando dobló la esquina, una figura salió de un pasaje y se movió en su dirección. Corrí hasta la puerta y bajé a la calle para seguirlo. Recorrimos las calles, formando un extraño trío jugando a seguir al jefe, con Holmes delante. Había poca gente en las calles, encontrándonos sólo con los que acudían a sus trabajos de primera hora de la mañana y con un puñado de repartidores. Por la empedrada calle bajaba el carro de un transportista, llevando carbón, en el momento que Holmes giraba bruscamente en una dirección que, claramente, no le llevaría a Dartmoor. El hombre alto apresuró el paso e hizo lo mismo. Holmes se metió en un callejón cerca de Old Surrey Lane. El hombre que le seguía se esforzó en alcanzarle. Conseguí llegar a la entrada del oscuro callejón sin salida a tiempo de ver cómo Holmes daba media vuelta para enfrentarse al hombre que parecía tenerle atrapado.

– ¿Qué juego es éste? -dijo el hombre con voz que parecía ronca y seca. Avanzó hacia Holmes con gesto amenazador, con la mano derecha muy metida en el bolsillo de su abrigo.

– Atrapar al criminal -respondió Holmes, con piernas separadas y manos en los costados.

El hombre alto rió y continuó avanzando hacia mi amigo. Su mano derecha sacó algo que parecían dos barras de metal.

– Bell se sentirá decepcionado -dijo el hombre-. Quería matarle en persona.

Entré en el callejón y alcé mi Webley, apuntando a la espalda del hombre, que ahora estaba a no más de cuatro pasos de Holmes. Era varias pulgadas más alto que Holmes, también más corpulento, y, además de su experiencia como boxeador, tenía en cada mano lo que podían llegar a ser armas mortíferas. Estaba dispuesto a disparar en cuanto el hombre diera otro paso, pese a la advertencia que me hizo Holmes antes de salir, de que debía actuar con calma. Pero, antes de que pudiera dar ese paso, o de que yo apretara el gatillo, Holmes se lanzó hacia adelante, inclinándose hacia la derecha y propinó dos puñetazos en el cuerpo del hombre, seguidos de sendos directos con la izquierda y la derecha a la cara. Las barras de metal empuñadas por las nudosas manos del hombre resonaron en el empedrado del callejón, mientras éste caía en posición sentada y volvía el rostro en mi dirección con una mirada de completo asombro.

Holmes levantó al sorprendido hombre, lo puso en pie, y sacó unas esposas, que cerró en sus muñecas.

– Una acción muy peligrosa -dije apartando el arma mientras caminaba hacia ellos-. Ya había presenciado antes su habilidad pugilística, pero tuvo suerte de que…

– ¿Suerte, Watson?-dijo dando media vuelta al púgil y empujándolo hacia la salida de la calle-. ¿Cuándo me ha visto usted confiaren la suerte? La derecha de este hombre está muy maltratada, mientras que su izquierda está casi normal, lo cual hace evidente el hecho de que prefiere boxear con la derecha y que, desde luego, golpearía primero con ella. Por tanto, yo me moví a su izquierda. Como puede ver, le han roto varias veces la nariz, lo cual me dijo que no sería especialmente vulnerable a un directo en ella. Por tanto, cuando me moví a su izquierda, le golpeé el riñón y luego el plexo solar, allí donde los pulmones almacenan la mayor parte del aire. Ya estaba indefenso cuando le propiné los siguientes dos golpes a los nervios de la mejilla y el cuello.

– Discúlpeme, Holmes -dije, con algo de sarcasmo, mientras volvíamos a la calle y empezábamos a buscar un policía-. Nunca debí pensar que podría llegar a necesitar mi ayuda.

– Todo lo contrario, Watson. Me quedaba por saber cuál era el arma que llevaba consigo, si es que llevaba alguna. De habernos tenido que enfrentar a armas de fuego, habría agradecido que le disparase certeramente entre los hombros. Soy un observador de la naturaleza humana, un aficionado al campo de la anatomía humana y un detective consultor, pero, desde luego, no soy un inconsciente.

Encontrar un policía y explicarle la situación resultó ser algo más difícil de lo que le habría gustado a Holmes, pero por fin encontramos uno, un viejo amigo a punto de jubilarse que reconoció a Holmes y que se alegró de poder serle útil. Estuvimos ante el edificio de Bellowdnes Road menos de una hora después de dejar el 221B. Holmes parecía animado y despejado pese a no haber dormido en las últimas veinticuatro horas.

– ¿No se habrán ido? -pregunté mientras llegaba a la puerta.

– ¿Por qué iban a hacerlo? No tengo que estar en Dartmoor hasta las siete. Creen haberme engañado y esperarán a recibir la confirmación de mi muerte a manos de Malcom Bell, que debería traerles el caballero que acabamos de entregar a la policía. 1'enga el arma preparada, Watson. El final de este singular caso está próximo.

Probó el tirador de la puerta y, al no poder abrirla, llamó con fuerza. La puerta se abrió casi de inmediato y Holmes entró al interior, empujándola aún más para descubrir a una corpulenta mujer morena vestida de negro.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó ella con indignación.

– Devolver esto -dijo enseñando el frasco.

– Esto no es… -empezó a decir, pero fue interrumpida por una voz de hombre que surgió de las sombras del interior.

– Basta, Rose -dijo el hombre-. Lo sabe.

– Haga el favor de salir a la luz -dije con aplomo, apuntando con mi Webley a la oscuridad e intentando aparentar que podía verlo claramente. Afortunadamente, cojeó hasta la polvorienta penumbra del pequeño umbral.

– Supongo que son parientes de Malcom Bell -dijo Holmes.

– Yo soy su hermana Rose y éste es mi esposo Nicholas -dijo la mujer.

Entonces, de pronto, empezó a derrumbarse y el hombre avanzó para servirle de apoyo.

– Me temo que Malcom Bell va a sufrir una última decepción -dijo Holmes.

Una fría ráfaga de aire me azotó el cuello y seguí a Holmes al interior de la casa, cerrando la puerta con el hombro, sin dejar de apuntar con la pistola.

– No crea-dijo el hombre, llevando a su ahora sollozante esposa hasta una tosca silla de madera-. Rose no llora porque nos haya descubierto. Malcom pensó que usted podría resultar demasiado listo. Ya tenía en su celda un frasco con veneno auténtico, y si usted aparecía por ella, pensaba cambiar los frascos, tanto si podía matarle como si no.

– Para así poder ser acusado de haber introducido el veneno -dijo Holmes-. Malcom Bell habría obtenido el mérito de haberme vencido, tanto si yo sobrevivía como si no. ¿Y si yo no me presentaba?

– Si usted no se presentaba antes de las siete, Malcom, a esa hora en punto, sacaría el frasco de su escondite y lo bebería brindando por usted y por el verdugo. Quizá no pudiera obtener su venganza, pero habría evitado la horca y la justicia de usted.

– Rápido, Watson -dijo Holmes-. La hora.

– Faltan segundos para las siete -dije sacando mi reloj del bolsillo-. No veo que podemos…

– Avíseme cuando sean las siete en punto -repuso Holmes, sacando de su bolsillo el frasco con clarete.

El hombre, la desfallecida mujer y yo, intercambiamos una desconcertada mirada, pero unos diez segundos después dije:

– Están dando las siete.

Holmes alzó el frasco.

– Por un enemigo formidable al que me complace y entristece perder.

Y se bebió el líquido ambarino hasta la última gota.

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