EL CASO DEL DOCTOR – Stephen King


Creo que sólo hubo una ocasión en la que yo resolviese un crimen antes que mí escasamente imaginativo amigo Sherlock Holmes. Digo creo porque mi memoria empezó a volverse borrosa por los bordes cuando alcancé mi novena década, y ahora que me acerco a la centena, toda ella se ha vuelto decididamente nebulosa. Puede que hubiera otra ocasión, pero no recuerdo si la hubo.

Dudo que alguna vez pueda llegar a olvidar este caso en particular por muy oscuros que puedan volverse mis pensamientos y recuerdos, pero sospecho que no me queda mucho tiempo para seguir escribiendo, así que pensé que debía pasarlo al papel. Dios sabe que ya no puede humillar a Holmes, pues hace ya cuarenta años que está en la tumba. Creo que es tiempo suficiente para haber dejado la historia sin contar. Ni siquiera Lestrade, que solía emplear a menudo a Holmes, aunque nunca sintió especial apego por él, rompió el silencio sobre el caso de lord Hull, aunque, considerando las circunstancias, difícilmente podría haberlo hecho. E incluso dudo que lo hubiera hecho si las circunstancias hubieran sido diferentes. Holmes y él podrían sentir una mutua enemistad, pero Lestrade sentía un respeto peculiar por mi amigo.

¿Por qué lo recuerdo tan claramente? Porque el caso que resolví, y, según creo, el único que yo resolví durante mi larga asociación con Holmes, fue precisamente aquel que Holmes deseaba resolver más que ningún otro.

Hacía una tarde húmeda y deprimente y el reloj acababa de dar la una y media. Holmes estaba sentado junto a la ventana, sosteniendo su violín pero no tocándolo, mirando en silencio a la lluvia. Había ocasiones, sobre todo cuando había dejado atrás sus días de cocainómano, en que Holmes podía ponerse taciturno hasta la displicencia cuando los cielos permanecían insistentemente grises durante una semana o más. y aquel día debía sentirse decepcionado, ya que el barómetro había estado subiendo desde la noche anterior y había predicho confiadamente que, como mucho, el cielo habría despejado para las diez de la mañana. Sin embargo, la bruma que flotaba en el aire cuando desperté se había espesado hasta convertirse en una lluvia continua. Y si había algo que pudiera volverle más taciturno que los largos periodos de lluvia, era el equivocarse.

Se levantó bruscamente, hizo sonar el violín tirando con una uña de una cuerda y sonrió sardónicamente.

– ¡Watson! ¡Fíjese en esa imagen! ¡El sabueso más mojado que habrá visto en su vida!

Era Lestrade, por supuesto, sentado en la trasera de un coche descubierto, con el agua chorreando por entre sus ojos ferozmente inquisitivos. Bajó del coche apenas se detuvo, tirándole una moneda al conductor y dirigiéndose ¡1 continuación hacia el 221B de Baker Street. Iba tan deprisa que pensé que se daría de bruces contra nuestra puerta.

Oí a la señora Hudson quejándose sobre su estado decididamente húmedo y el efecto que tendría en las alfombras tanto de abajo como de arriba. Entonces, Holmes, que puede hacer que Lestrade parezca una tortuga cuando la urgencia le mueve, se asomó a nuestra puerta y gritó hacia abajo.

– Déjele subir, señora Hudson. Pondré un periódico bajo sus botas si se queda mucho tiempo, pero me parece que…

Lestrade ya estaba subiendo las escaleras, dejando que la señora Hudson le reconviniera desde abajo. Estaba acalorado, sus ojos despedían chispas y enseñaba los dientes, decididamente amarilleados por el tabaco, formando una sonrisa lobuna.

– ¡Inspector Lestrade! -exclamó Holmes jovialmente-. ¿Qué le trae por aquí con semejante…?

No fue más allá. Lestrade le interrumpió, jadeante por la subida.

– Creo que los gitanos dicen que los deseos los concede el diablo. Ahora lo creo. Venga cuanto antes si quiere echar un vistazo, Holmes; el cadáver está fresco y los sospechosos en el banquillo.

– ¿De qué se trata?

– De aquello que, en su orgullo, le he oído desear un centenar de veces o más, mi querido amigo. ¡El crimen perfecto en una habitación cerrada!

Ahora eran los ojos de Holmes los que echaban chispas.

– ¿De verdad? ¿Lo dice en serio?

– ¿Acaso me habría arriesgado a coger una pulmonía viniendo hasta aquí en un coche descubierto si no lo estuviera?

Entonces, en la única vez que le oí decirlo (pese a las incontables veces que se le ha atribuido la frase), Holmes se volvió hacia mí y gritó:

– ¡Vamos, Watson! ¡Empieza el juego!


Mientras íbamos de camino a la casa de lord Hull, Lestrade comentó amargamente que Holmes también tenía la suerte del diablo, ya que, aunque Lestrade había pedido al conductor que le esperara y éste se había ido, apenas salimos de nuestros aposentos apareció tranquilamente calle abajo esa exquisita rareza que es un coche de punto desocupado en medio de lo que se había convertido en una lluvia torrencial. Subimos a él y enseguida nos pusimos en camino. Holmes se sentó en el lado de la izquierda, como siempre, con sus ojos examinando incansables lo que le rodeaba, catalogando todo lo que veía, aunque aquel día hubiese muy poco que ver… o, al menos, eso le habría parecido a la gente como yo. No tengo ninguna duda de que cada esquina de calle vacía y cada tienda bañada por la lluvia le decía mucho a Holmes.

Lestrade dirigió al conductor hacia lo que parecía una dirección elegante de Saville Row, y luego preguntó a Holmes si conocía a lord Hull.

– He oído hablar de él -dijo Holmes-, pero nunca tuve la suerte de conocerle. Y ahora parece que nunca la tendré. Naviero, ¿verdad?

– Era naviero, sí, pero tenía la mejor suerte del mundo. Según los que le conocieron (incluyendo a las personas que le eran más próximas y… ¡ejem!… queridas), lord Hull era una persona completamente detestable, y tan molesto como el rompecabezas de un cuento para niños. Al final de su vida se portaba de forma detestable y molesta por el mero hecho de portarse así. El caso es que, a cosa de la una del mediodía, hace… -sacó su grueso reloj de bolsillo-… dos horas y cuarenta minutos, alguien le clavó una daga en la espalda cuando estaba sentado en su estudio, con su testamento en el secante situado ante él.

– Así que -dijo Holmes pensativo, encendiendo la pipa-, usted cree que el estudio de este desagradable lord Hull es la habitación completamente cerrada que llevo esperando toda mi vida, ¿no es así?

Sus ojos miraron con escepticismo a través de la ascendiente vaharada de humo azul.

– Creo que así es -dijo Lestrade con calma.

– Watson y yo ya hemos cavado en pozos parecidos y todavía no hemos encontrado agua -dijo Holmes, y me miró antes de volver a su incesante catalogación de las calles por las que pasábamos-. ¿Se acuerda de la «Banda de Lunares», Watson?

No necesitaba responderle. En ese asunto también hubo una habitación cerrada, cierto, pero también había en ella un tubo de ventilación, una serpiente llena de veneno, y un asesino lo bastante malvado como para permitir que la una entrara en la otra. Fue algo diabólico, pero Holmes comprendió la situación en un abrir y cerrar de ojos.

– ¿Cuáles son los hechos, inspector? -preguntó Holmes.

Lestrade empezó a enumerárnoslos con el tono cortante de los policías entrenados. Lord Albert Hull había sido un tirano en los negocios y un déspota en casa. Su esposa era una mosquita aterrorizada. El hecho de que le hubiera dado tres hijos no parecía haber dulcificado en nada sus sentimientos hacia ella. Ella se había mostrado reticente a hablar de sus relaciones sociales, pero sus hijos no tenían esa reserva: su padre, dijeron, no perdía una oportunidad para meterse con ella, criticarla, o burlarse a su costa… todo esto cuando estaban en presencia de alguien. Cuando estaban solos, prácticamente la ignoraba. Y, a veces, la pegaba, añadió Lestrade.

– El mayor, William, me dijo que ella siempre contaba la misma historia cuando acudía a la mesa con un ojo hinchado o un moratón en la cara: que había olvidado ponerse las gafas y se había dado contra una puerta. «A veces se daba contra una puerta hasta una y dos veces por semana», me dijo William. «No sabía que teníamos tantas puertas en casa».

– ¡Hmmm! ¡Un individuo muy jovial!-dijo Holmes-. ¿Y los hijos nunca intervinieron?

– Ella no lo habría permitido -dijo Lestrade.

– De locos -comenté-. Un hombre que pega a su mujer es una abominación, y una mujer que lo permite es una abominación y una incertidumbre.

– Pero había un método en su locura -dijo Lestrade-. Aunque uno no lo diría al verla, era veinte años más joven que Hull. Él siempre había sido un gran bebedor y un campeón a la hora de comer. A los sesenta años, hace cinco años, contrajo gola y una angina.

– Esperaban a que terminara la tormenta para luego disfrutar del sol -remarcó Holmes.

– Sí -dijo Lestrade-. Se aseguró de que conocieran su fortuna y lo que había previsto en su testamento. Eran poco más que esclavos…

– …y el testamento era como un contrato -murmuró Holmes.

– Exacto. En el momento de su muerte, su valor ascendía a trescientas mil libras. Nunca les pidió que aceptaran su palabra en esto; hacía que su jefe contable pasara por la casa cada quincena a detallarles el balance de la Naviera Hull… aunque sujetaba con firmeza las riendas monetarias.

– ¡Diabólico! -exclamé, pensando en la crueldad de los chicos que a veces se ven en Eastcheap o Piccadilly, chicos que a veces le enseñan un dulce a un perro hambriento para verle agitarse… y luego se lo comen ellos. Unos momentos después descubriría que la comparación era mucho más adecuada de lo que creía.

– A su muerte, lady Rebecca Hull recibiría ciento cincuenta mil libras. William, el mayor, recibiría cincuenta mil; Jory, el segundo, cuarenta mil; y Stephen, el más joven, treinta mil.

– ¿Y las otras treinta mil? -pregunté.

– Siete mil quinientas se van, divididas entre dos, a un hermano que vive en Gales y a una tía que tiene en Britany (ni un centavo para los parientes de ella), cinco mil en diversas donaciones a los sirvientes de la casa de la ciudad y de la finca del campo, y (esto le gustará, Holmes) diez mil libras al Hogar para Gatos Abandonados de la señora Hemphill.

– ¡Está bromeando! -exclamé, pero si Lestrade esperaba una reacción semejante por parte de Holmes, se vio decepcionado. Holmes se limitó a volver a encender su pipa y asentir como si esperase aquello, o algo semejante-. Con la cantidad de bebés que se mueren de hambre en el East End y de huérfanos sin hogar que pierden todos los dientes al cumplir los diez años por trabajar en las fábricas de azufre, va este individuo y le deja diez mil libras a… ¿a un motel para gatos?

– He querido decir exactamente eso -dijo Lestrade, complacido-. Y lo que es más, habría dejado veintisiete veces esa cantidad a los Gatos Abandonados de la señora Hemphill de no ser por lo que sucedió esta mañana, y por quien cometió el crimen.

No pude hacer otra cosa más que quedarme con la boca abierta e intentar multiplicar mentalmente. Mientras yo llegaba a la conclusión de que lord Hull pretendía desheredar tanto a su mujer como a sus hijos en beneficio de un orfanato para felinos, Holmes miraba agriamente a Lestrade y le decía algo que me pareció completamente non sequitur.

– Estornudaré, ¿verdad?

Lestrade sonrió. Era una sonrisa de enorme dulzura.

– Oh, sí, mi querido Holmes. Me temo que estornudará mucho y con intensidad.

Holmes cogió su pipa, que acababa de alcanzar el punto justo de su plena satisfacción (podía adivinarlo por la forma en que se echaba ligeramente hacia atrás en su asiento), la miró un momento, y luego la sacó a la lluvia. Contemplé, más atónito que nunca, cómo la vaciaba de húmedo y humeante tabaco. Si me hubieran dicho en ese momento que sería yo quien resolvería aquel caso, creo que habría sido lo bastante mal educado como para reírme en su cara. En aquel momento ni siquiera sabía en qué consistía el caso, aparte del hecho de que alguien (que cada vez se parecía más a la clase de personas que se merecen estar en el palio de Buckingham Palace para recibir una medalla en lugar de en Old Bailey esperando sentencia) había matado a este despreciable lord Hull antes de que pudiera dejar lo que legítimamente era de su familia a una manada de gatos callejeros.

– ¿Cuántos? -preguntó Holmes.

– Diez -dijo Lestrade.

– Sospechaba que era algo más que esta habitación cerrada suya lo que le traía en un coche descubierto en un día tan húmedo -dijo Holmes con amargura.

– Sospeche lo que quiera -dijo Lestrade alegremente-. Yo debo proseguir, pero puedo dejarle aquí, junto con el buen doctor, si así lo prefiere.

– No importa -repuso Holmes-. ¿Cuándo supo que iba a morir?

– ¿Morir? -dije-. ¿Cómo puede saber que…?

– Es obvio, Watson. Le divertía tenerlos esclavizados mediante su testamento. -Miró a Lestrade-. No tenía ningún acuerdo crediticio, supongo.

Lestrade negó con la cabeza.

– ¿Ni vinculaciones de otra clase?

– Nada.

– ¡Extraordinario! -dije.

– Quería que comprendieran que todo sería de ellos cuando él tuviera la cortesía de morir, Watson -dijo Holmes-, pero nunca tuvo intención de que lo recibieran Se daba cuenta de que estaba muriéndose. Esperó… y entonces les convocó esta mañana Esta mañana, ¿no, inspector?

Lestrade asintió.

– Sí. Les convocó esta mañana y les dijo que había redactado un nuevo testamento donde los desheredaba a todos ellos… excepto a los sirvientes y a los parientes lejanos supongo.

Abrí la boca para hablar, sólo para descubrir que me sentía demasiado ultrajado para decir algo. La imagen que seguía acudiendo a mi mente era la de esos chicos crueles que hacían saltar a los chuchos hambrientos del East End con un trozo de cerdo o un pedazo de la costra de un pastel de carne. Debo añadir que nunca se me ocurrió preguntar si no podría impugnarse un testamento semejante. En la actualidad un hombre tendría que esforzarse mucho para desairar a sus parientes próximos en favor de un hotel para gatos, pero en 1899, la última voluntad de un hombre era la última voluntad de un hombre, y, a no ser que pudiera probarse que había dado muchas muestras de locura, no de excentricidad, sino de clara locura, la ultima voluntad de un hombre, al igual que la de Dios, se cumplía.

– ¿Este nuevo testamento estaba autentificado? -preguntó Holmes, poniendo de inmediato el dedo en un posible agujero de aquel repugnante plan.

– Desde luego -replicó Lestrade-. El abogado de lord Hull y uno de sus ayudantes acudieron ayer a la casa y fueron conducidos a su estudio. Permanecieron en él durante quince minutos. Stephen Hull dice que el abogado elevo la voz en una ocasión para protestar por algo, no supo decirme por qué, y fue silenciado por Hull. Jory, el tercer hijo, estaba en el piso superior, pintando, y lady Hull hablaba por teléfono con un amigo, pero tanto Stephen como William les vieron entrar y salir, William dijo que cuando el abogado y su ayudante se fueron, lo hicieron con la cabeza baja, y aunque William se dirigió a ellos, preguntando al señor Barnes, el abogado, si se encontraba bien, e hizo algún comentario sociable sobre la persistente lluvia, Barnes no le respondió y el ayudante pareció apartar la cara. Era como si estuvieran avergonzados, dijo William.

Bueno, ahí estaba la autentificación. Un aplauso para ese agujero, pensé.

– Ya que estamos en ello, hábleme de los muchachos -dijo Holmes, uniendo sus delgados dedos.

– Como quiera. No hace falta decir que el odio que sentían hacia su padre sólo se veía superado por el desprecio sin barreras que les tenía su padre… aunque la razón de que siguiera despreciando a Stephen es… bueno, no importa. Contaré las cosas por orden.

– Qué amable por su parte, inspector Lestrade -dijo Holmes secamente.

– William tiene treinta y seis años. Si su padre le hubiera dado alguna clase de asignación, supongo que la habría gastado apostando. Como tenía poco o nada, daba largos paseos de día, yendo a las cafeterías de noche, o, cuando tenía un poco más de dinero en el bolsillo, a un casino, donde lo perdería rápidamente jugando a las cartas. No es un hombre agradable, Holmes. Un hombre que no tiene ni finalidad, ni talento, ni hobby ni ambición alguna (salvo la de sobrevivir a su padre), difícilmente sería un hombre agradable. Cuando hablaba con él tuve la extraña idea de que estaba interrogando a una vasija vacía sobre la que se había estampado ligeramente el rostro de lord Hull.

– Una vasija que espera llenarse con el dinero de su padre -comentó Holmes.

– Jory es punto y aparte. Hull se reservaba la mayor parte de su desprecio para Jory, llamándole desde su más tierna infancia con apodos tan atractivos como «cara- pez», «patas de barrilete» o «vientre de comadreja». Desgraciadamente, no es muy difícil comprender esos apodos. Jory Hull no supera los cinco pies de altura, si es que llega a ellos, tiene las piernas arqueadas, es cheposo y posee un semblante notablemente feo. Se parece un poco a ese poeta, el marica.

– ¿Oscar Wilde? -pregunté yo.

Holmes me dirigió una breve mirada de diversión.

– Creo que Lestrade se refiere a Algernon Swinburne -dijo-. El cual creo que es tan marica como usted, Watson.

– Jory Hull nació muerto -dijo Lestrade-. Tras permanecer inmóvil y azul durante todo un minuto, el médico le declaró muerto y tapó su cuerpo informe con una servilleta de papel. Lady Hull, en un arrebato heroico, se incorporó, le quitó la servilleta y mojó las piernas del bebé en el agua caliente que habían llevado para el parto. El bebé empezó a agitarse y a berrear.

Lestrade sonrió y encendió un cigarrillo con una cerilla seguramente hecha por uno de los golfillos en los que había estado pensando.

– El propio Hull, siempre magnánimo, culpaba de sus piernas arqueadas a esta inmersión en agua.

El único comentario de Holmes sobre esta extraordinaria historia (y bastante sospechosa para mi mente de médico) fue el de inferir que Lestrade había conseguido una gran cantidad de información de sus sospechosos en un corto periodo de tiempo.

– Es un aspecto del caso que pensé que le resultaría atractivo, mi querido Holmes -dijo Lestrade cuando entramos en Rollen Row con un giro y una salpicadura-. No necesitan que se les fuerce a hablar; más bien hay que obligarles a callar, han permanecido en silencio demasiado tiempo. Y además está el hecho de la desaparición del nuevo testamento, lie descubierto que el alivio suelta las lenguas más allá de toda mesura.

– ¡Desaparecido! -exclamé, pero Holmes no hizo caso. Preguntó a Lestrade sobre este segundo hijo deforme.

– Por muy feo que sea, creo que si su padre le vituperaba continuamente era porque…

– Porque Jory era el único hijo que no necesitaba depender del dinero de su padre para abrirse camino en el mundo -dijo Holmes, deferente.

– ¡El diablo me valga! ¿Cómo ha sabido eso? -se sobresaltó Lestrade.

– Calificar a un hombre por defectos que todos pueden ver es el acto de un hombre asustado, además de ser alguien vengativo-dijo Holmes-. ¿Qué llave tenía para salir de la celda?

– Como ya le he dicho, pinta -dijo Lestrade.

– ¡Ah!

Jory Hull era, como luego probaron los lienzos que había en los salones de la casa Hull, un pintor muy bueno. No quisiera dar a entender que era un gran pintor, pero los retratos que tenía de su madre y sus hermanos eran lo bastante fieles como para que, años después, cuando vi por primera vez fotos en color, mi mente retrocediera a aquella lluviosa tarde de noviembre de 1899. Y el que tenía de su padre, y que nos mostró después… Puede que Jory se pareciera a Algernon Swinburne, pero su padre, al menos visto a través del ojo y la mano de Jory, me recordaba a un personaje de Oscar Wilde, ese roué casi inmortal de Dorian Gray.

Sus lienzos requerían un trabajo largo y lento, pero era capaz de dibujar con tal rapidez que podía volver una tarde de sábado de hacer retratos en Hyde Park con cuarenta libras en el bolsillo.

– Apuesto a que su padre disfrutaba con esto-dijo Holmes. Buscó inconscientemente su pipa y la devolvió donde estaba-. Su hijo, un par del reino, haciendo retratos a acaudalados turistas americanos y a sus novias como un bohemio francés.

– Le ponía furioso -dijo Lestrade-, pero Jory no renunció a su puesto en Hyde Park… al menos, no hasta que su padre aceptó pasarle una asignación de treinta y cinco libras semanales. Lo consideraba un vil chantaje.

– Mi corazón sangra por él -dije.

– Igual que el mío, Watson -dijo Holmes-. El tercer hijo, Lestrade… Creo que ya hemos llegado a la casa.

Como había dicho Lestrade, seguramente era Stephen Hull quien tenía más motivos para odiar a su padre. A medida que empeoraba su gota y se le nublaba más la cabeza, lord Hull iba pasándole más y más asuntos de la compañía a Stephen, que sólo tenía veintiocho años cuando murió su padre. Las responsabilidades recayeron entonces en Stephen, al igual que la culpa si su última decisión resultaba ser errónea… no recibiendo ninguna ganancia financiera si decidía correctamente.

Al ser el único de sus tres hijos que tenía algún interés en el negocio que había fundado, lord Hull debería haber mirado a su hijo con aprobación. Al ser un hijo que mantenía próspero el negocio de su padre cuando podía haber naufragado por los cada vez mayores problemas físicos y mentales de lord Hull (y todo esto siendo tan sólo un joven) debería haber sido considerado además con amor y gratitud. Sin embargo,

Stephen fue recompensado por su padre con sospechas, celos y la creencia, manifestada cada vez más a menudo, de que su hijo «robaría los peniques de los ojos de un muerto».

– ¡El muy b____________________o! -grité, incapaz de contenerme.

– Salvó el negocio y la fortuna familiar -dijo Holmes, volviendo a unir los dedos-, y su recompensa en el testamento siguió siendo la parte del botín correspondiente al hijo menor. Por cierto, ¿qué disponía el nuevo testamento para la compañía?

– Debía ser entregada al comité directivo de Hull Shipping, Ltd., sin disponer nada para el hijo -dijo Lestrade, y cogió su cigarrillo cuando el caballo enfiló el camino de entrada de una casa que, en ese momento, me pareció extraordinariamente fea, al alzarse de los mortecinos prados en medio de la lluvia-. Pero estando su padre muerto y al no haberse encontrado el nuevo testamento, Stephen Hull recibirá las treinta mil libras. El muchacho no pasará apuros. Tiene lo que los americanos llaman «empuje» y la compañía le aceptará como director gerente. Lo habrían hecho de todos modos, pero ahora será con Stephen Hull imponiendo las condiciones.

– Sí. Empuje. Una buena palabra -comentó Holmes, asomándose a continuación a la lluvia-. ¡Deténgase aquí, conductor! -gritó-. ¡Aún no hemos terminado!

– Lo que usted diga, gobernador -retrucó el conductor-, pero esto está infernalmente húmedo.

– Y usted se irá con bastante en el bolsillo como para hacer que sus entrañas estén tan infernalmente húmedas como su fachada -dijo Holmes, lo cual pareció satisfacer al conductor, que se detuvo a treinta yardas de la puerta.

Escuché como la lluvia repiqueteaba en el techo mientras Holmes reflexionaba antes de hablar.

– El viejo testamento, aquel con el que les amenazaba… ese documento no falta, ¿verdad?

– En absoluto. Estaba en su escritorio, cerca de su cuerpo.

– ¡Cuatro excelentes sospechosos! No hace falta considerar como tales a los sirvientes… o eso parece por ahora. Acabe rápido, Lestrade… Los últimos incidentes, y la habitación cerrada.

Lestrade acabó en menos de diez minutos, consultado sus notas de cuando en cuando. Un mes antes, lord Hull notó un pequeño lunar en su pierna derecha, justo detrás de la rodilla. Se llamó al médico de la familia. Su diagnosis fue gangrena, una consecuencia inusual, pero no rara, de la gota y de la mala circulación. El doctor dijo que tendría que amputarle la pierna, y bastante por encima del lugar de la infección.

Al oír esto, lord Hull se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas. El médico, que esperaba una reacción muy distinta, se quedó sin habla.

– Cuando me metan en mi ataúd, tendré todavía las dos piernas, gracias, matasanos -dijo Hull.

El doctor le dijo que simpatizaba con su deseo de conservar la pierna, pero que sin la amputación moriría en el plazo de seis meses… y que pasaría los dos últimos sumido en intensos dolores. Lord Hull preguntó al doctor cuáles eran sus posibilidades de supervivencia si se sometía a la operación. Lo preguntó riéndose todavía, nos contaba Lestrade, como si fuera el mejor chiste que había oído nunca. Tras varios carraspeos y tosecillas, el doctor dijo que las probabilidades estaban a la par.

– Tonterías dije yo.

– Justo lo que elijo lord Hull -replicó Lestrade-. Pero él empleó un término algo más vulgar.

Hull le dijo al doctor que él mismo había calculado que sus probabilidades no eran mejores que una entre cinco.

– En cuanto al dolor, no creo que llegue tan lejos -continuó diciendo-, mientras haya láudano y una cuchara para removerlo.

Al día siguiente, Hull soltó su desagradable sorpresa: que estaba pensando en cambiar su testamento. Pero, no dijo en qué sentido.

– ¿Oh?-dijo Holmes, mirando a Lestrade desde esos fríos ojos grises que veían tanto-. ¿Y quién se sorprendió por ello?

– Ninguno de ellos, me parece. Pero ya conoce la naturaleza humana, y la forma en que la gente puede llegar a esperar algo pese a no tener ninguna esperanza de obtenerlo.

– Y cómo algunos se preparan para lo peor -comentó Holmes somnoliento.

Aquella misma mañana, lord Hull convocó a su familia en el salón y, cuando estuvo toda reunida, realizó un acto que pocos testadores pueden hacer y que habitual mente corre a cargo de la boca de sus abogados cuando las suyas han quedado silenciadas para siempre. Resumiendo, les leyó su nuevo testamento, dejando el total de su herencia a los volubles mininos de la señora Hemphill. En el silencio que reinó a continuación, se levantó, no sin dificultad, y les obsequió a todos con una sonrisa de calavera. Y, apoyándose en su bastón, realizó la siguiente declaración, que encuentro ahora tan impresionantemente llena de vileza como cuando Lestrade nos la repitió en el interior de aquel coche de caballos.

– ¡Ya está hecho! Todo está bien así, ¿verdad? ¡Sí, muy bien! Me habéis servido fielmente, durante unos cuarenta años, mujer e hijos. Y, ahora, pienso repudiaros con la conciencia más clara y serena imaginable. ¡Pero, animaros, que las cosas podían ser peores! Hubo un tiempo en que los faraones hacían matar a sus mascotas favoritas, principalmente gatos, antes de morir ellos, para que sus mascotas pudieran darles la bienvenida en la otra vida, y poder maltratarlas o acariciarlas, según se le antojase a su amo, para siempre… y para siempre… y para siempre.

Entonces se rió de ellos. Se apoyó en su bastón y su pálida, lívida y moribunda cara lanzó una carcajada, agarrando su nuevo testamento, que todos sabían que había sido firmado ante testigos, con la garra que era su mano.

– Señor, usted podrá ser mi padre y el autor de mi existencia -dijo William, levantándose-, pero también es la criatura más baja que se ha arrastrado por la faz de la tierra desde que la serpiente tentó a Eva en el Jardín del Edén.

– ¡En absoluto!-retrucó el anciano monstruo-. Conozco cuatro más bajas aún. Y ahora, si me perdonáis, tengo que guardar en la caja fuerte unos documentos muy importantes… y quemar en la estufa otros sin valor.

– ¿Seguía teniendo el viejo testamento cuando los reunió? -preguntó Holmes. Parecía más interesado que sorprendido.

– Sí.

– Podía haberlo quemado en cuanto se hubiera firmado y validado el nuevo -musitó Holmes-. Tuvo toda la tarde y la noche del día anterior para hacerlo. Pero no le bastaba con eso, ¿verdad? ¿Qué piensa de eso, Lestrade?

– Que estaba burlándose de ellos. Burlándose de una posibilidad que creía que todos rechazarían.

– Hay otra posibilidad -dijo Holmes-. Habló de suicidio. ¿No sería posible que un hombre así pudiera esgrimir una tentación semejante, sabiendo que si uno de ellos, Stephen parece el más probable a juzgar por lo que usted dice, lo hacía por él, luego le cogerían… y le ahorcarían por ello?

Miré a Holmes con mudo horror.

– No importa -dijo Holmes-. Prosiga.

Los cuatro se quedaron sentados, paralizados y en silencio, mientras el anciano realizaba su lento recorrido pasillo arriba hasta su estudio. No se oía otro sonido salvo el golpear de su bastón, el trabajoso carraspeo de su respiración, el triste miau de queja de un gato en la cocina y el regular latido del reloj de péndulo del salón. Entonces oyeron el chirrido de las bisagras cuando Hull abrió la puerta de su estudio y entró en él.

– ¡Un momento! -dijo Holmes cortante, inclinándose hacia delante-. No le vio entrar nadie, ¿verdad?

– Me temo que no es así, viejo amigo -repuso Lestrade-. Oliver Stanley, ayuda de cámara de lord Hull, había oído el avance de su señor hacia el estudio y salió del vestidor de lord Hull, se asomó a la barandilla de la galena, y llamó para preguntarle si se encontraba bien. Hull alzó la cabeza, y Stanley le vio con tanta claridad como yo le veo ahora a usted, viejo amigo, y respondió que se encontraba en plena forma. Entonces se frotó la nuca, entró en el estudio y cerró la puerta tras de sí. Para cuando llegó a la puerta (el pasillo es bastante largo y debió tardar unos buenos dos minutos en llegar sin ayuda), Stephen se había recuperado del estupor e ido hasta la puerta del salón. Presenció la conversación entre su padre y el ayuda de cámara. Naturalmente, su padre le daba la espalda, pero oyó su voz y describió el mismo gesto: Hull frotándose la nuca.

– ¿Pudieron hablar Stephen Hull y ese Stanley antes de que llegara la policía? -pregunté, creí que con bastante astucia.

– Pues claro que pudieron, y probablemente lo hicieron -dijo Lestrade cansinamente-. Pero no es algo que hayan preparado.

– ¿Está seguro de eso? -preguntó Holmes, aunque no parecía interesado.

– Sí. Creo que Stephen Hull sabría mentir muy bien, pero Stanley lo haría muy mal. Usted sabrá si acepta o no mi opinión profesional, Holmes.

– La acepto.

Lord Hull entró en su estudio, la famosa habitación cerrada, y todos oyeron el ruido de la cerradura cuando echó la llave, la única llave que había de ese sancta sanctorum. Fue seguido de un sonido menos habitual, el del cerrojo asegurando la puerta.

Después, silencio.

Los cuatro, lady Hull y sus hijos, que pronto serían mendigos de sangre azul, se miraron en silencio. El gato volvió a maullar en la cocina y lady Hull dijo en tono distraído que si el ama de llaves no le daba un cuenco con leche tendría que hacerlo ella misma. Añadió que sus maullidos la volverían loca si tenía que escucharlos mucho tiempo más y salió del salón. Los tres hijos se marcharon un momento después, sin intercambiar palabra alguna entre ellos. William fue a su cuarto en el piso superior, Stephen se dirigió hacia la sala de música. Jory fue a sentarse en un banco situado debajo de la escalera, al que, según le dijo a Lestrade, acudía desde su infancia cada vez que estaba triste o tenía asuntos sobre los que le costaba pensar.

Menos de cinco minutos después, surgió un terrible grito del estudio. Stephen salió de la sala de música, donde había estado tocando al azar algunas notas aisladas en el piano. Jory se reunió con él en la puerta. William ya subía las escaleras cuando Stanley, el ayuda de cámara, salió del vestidor de lord Hull y fue hasta la barandilla de la galería por segunda vez. Vio a Stephen Hull derribar la puerta del estudio; vio a William poner el pie en las escaleras y casi caer de cara contra el mármol; vio a lady Hull aparecer por la puerta del comedor con una jarra de leche aún en su mano. Los demás sirvientes llegaron momentos después. Lord Hull estaba derrumbado sobre su escritorio con los tres hijos a su alrededor. Tenía los ojos abiertos. En sus labios había un grito, en sus ojos una mirada de sorpresa. Agarraba con una mano el testamento… el viejo. No había señal alguna del nuevo. Y tenía un puñal clavado en la espalda.

Tras decir esto, Lestrade golpeteó la pared para que el cochero prosiguiera. Entramos entre dos policías de rostro tan inmutable como los centinelas de Buckingham Palace. En la entrada había un vestíbulo muy largo, con el suelo de mármol, de losetas negras y blancas como un tablero de ajedrez. Conducía a una puerta abierta situada al final del mismo, donde había apostados dos policías más. El infame estudio. A la izquierda quedaban las escaleras, a la derecha había dos puertas, supuse que el salón y la sala de música.

– La familia está reunida en el salón -dijo Lestrade.

– Bien -respondió Holmes complacido-. Pero quizá Watson y yo podamos echar antes un vistazo a esta habitación cerrada.

– ¿Debo acompañarles?

– No es necesario -repuso Holmes-. ¿Se han llevado ya el cuerpo?

– No, cuando salí a buscarles, pero a estas alturas ya deben haberlo hecho.

– Muy bien.

Holmes empezó a andar. Yo le seguí. Lestrade le llamó.

Holmes se volvió, con las cejas enarcadas.

– No hay paneles secretos, ni puertas secretas. Acepte mi palabra si quiere.

– Creo que esperaré a que… -empezó a decir Holmes, pero se puso a jadear y a respirar entrecortadamente.

Buscó en su bolsillo, encontró una servilleta de papel, probablemente cogida inconscientemente de la casa de comidas donde cenamos la noche anterior, y estornudó sonoramente en ella. Miré hacia abajo y vi un gran gato vagabundo, tan fuera de lugar en aquel gran vestíbulo como lo habría estado un crío de los que trabajan en las fábricas, frotándose contra las piernas de Holmes. Tenía una de las orejas echada hacia atrás, pegada a cabeza llena de cicatrices. Le faltaba la otra oreja, supuse que la habría perdido hace tiempo en alguna pelea en un callejón.

Holmes estornudó repetidamente y alejó al gato de una patada. El felino se alejó mirando hacia atrás con reproche, en lugar del furioso siseo que habría cabido esperar en semejante veterano. Holmes miró a Lestrade por encima de la servilleta con ojos húmedos y llenos de reproches. Lestrade sonrió sin contenerse en lo más mínimo.

– Diez, Holmes -dijo-. Diez. La casa está llena de felinos. A Hull le encantaban.

Dicho esto, se alejó.

– ¿Desde hace cuánto, viejo amigo? -pregunté.

– Desde siempre -dijo, volviendo a estornudar.

Me siento obligado a añadir que sigo creyendo que la solución al problema de la habitación cerrada habría sido tan rápidamente evidente para Holmes como lo fue para mí, de no haber mediado esta infortunada aflicción. La palabra alergia apenas se conocía en aquellos años, pero ese era, desde luego, su problema.

– ¿Quiere irse? -dije, algo alarmado. Una vez había presenciado un caso de semiasfixia a consecuencia de una aversión semejante a las ovejas.

– Le encantaría -dijo Holmes. No necesitó decirme a quién se refería.

Holmes estornudó una vez más (en su frente, normalmente pálida, apareció una mancha roja) y pasamos entre los policías que había ante la puerta del estudio. Holmes la cerró tras él.

La habitación era alargada y relativamente estrecha. Estaba en el extremo de algo que parecía el ala de una casa, con el cuerpo principal de la misma extendiéndose a ambos lados a partir de una zona situada a unas tres cuartas partes del camino al vestíbulo. Por tanto, había ventanas a ambos lados y la habitación estaba bien iluminada pese al día lluvioso y gris. Había cartas de navegación enmarcadas en casi todas las paredes, pero en una de ellas había un espléndido juego de instrumentos para medir el tiempo atmosférico en una caja de bronce: un anemómetro (supongo que Hull tendría las hélices giratorias instaladas en uno de los tejados), dos termómetros (uno registraba la temperatura del exterior y el otro la del interior), y un barómetro muy similar al que había engañado a Holmes haciéndole creer que por fin se acababa el mal tiempo. Noté que seguía subiendo y miré afuera. La lluvia caía con más fuerza que nunca, subiera o no subiera el barómetro. Creemos saber mucho con todos nuestros instrumentos y aparatos, pero en realidad no sabemos ni la mitad de lo que creemos saber.

Holmes y yo nos volvimos para mirar a la puerta. El cerrojo seguía estando en su sitio, pero doblado hacia el interior. La llave seguía en la cerradura, todavía cerrada.

Los ojos de Holmes, pese a estar llorosos, lo examinaron todo en seguida, anotando, catalogando, archivando.

– Está un poco mejor -observé.

– Sí -dijo, bajando la servilleta y guardándola indiferente en el bolsillo del abrigo-. Podría quererlos mucho, pero parece que no les dejaba entrar aquí. Al menos no habitualmente. ¿Qué opina, Watson?

Aunque mis ojos eran menos rápidos que los suyos, también yo había estado examinando el lugar. Las ventanas dobles estaban cerradas y aseguradas con pequeños cerrojos de bronce. Ninguno de los cristales había sido roto. Los mapas e instrumentos enmarcados estaban entre esas ventanas. Las otras dos paredes, delante y detrás del escritorio que dominaba la habitación, estaban llenas de libros. Había una pequeña estufa de carbón en el extremo sur de la habitación, pero no una chimenea… El asesino no había bajado por la chimenea como San Nicolás, a no ser que hubiera sido lo bastante delgado como para caber por la tubería y llevase puesto un traje de asbestos, ya que la chimenea seguía muy caliente. El extremo norte de la habitación estaba ocupado por una pequeña biblioteca, con dos sillas de respaldo alto y una mesa de café entre ellas. En esa mesa había un montón de libros. El techo estaba enyesado, y el suelo cubierto con una gran alfombra turca. Si el asesino había entrado mediante una trampilla, no tenía ni la menor idea de cómo habría podido salir bajo la alfombra sin deshacerla, ya que no estaba desarreglada en lo más mínimo. Permanecía completamente lisa y la sombra de las patas de la mesa de café caían sobre ella sin una sola ondulación.

– ¿Usted lo cree, Watson? -preguntó Holmes, haciendo que saliera de algo semejante a un trance hipnótico. Había algo… algo en esa mesa de café…

– ¿Creer qué, Holmes?

– Que los cuatro se limitaron a salir del salón en distintas direcciones, cuatro minutos antes del asesinato.

– No lo sé -dije débilmente.

– Yo no lo creo; ni por un mo… -Se interrumpió-. ¡Watson! ¿Se encuentra bien?

– No -dije en un tono que apenas pude oír. Me derrumbé en una de las sillas de la biblioteca. Mi corazón latía demasiado rápido. No parecía recuperar el aliento. Me latía la cabeza, y mis ojos parecían de pronto ser demasiado grandes para sus cuencas. No podía apartarlos de la sombra de las patas de la mesa-. Estoy… Desde luego no… no estoy bien.

En ese momento Lestrade se asomó a la puerta del estudio.

– Si ya ha mirado bastante, Hol… ¿Qué diablos le pasa a Watson?

– Creo que Watson ha resuelto el caso -dijo Holmes con voz calmada y controlada-. ¿No es así, Watson?

Asentí con la cabeza. No el caso entero, pero sí la mayoría. Sabía quién, y sabía cómo.

– ¿Es así siempre, Holmes? -pregunté-. ¿Cuando… lo ve?

– Sí -dijo.

– ¿Watson ha resuelto el caso? -dijo Lestrade impaciente-. ¡Bah! Watson ha ofrecido miles de soluciones a un centenar de casos anteriores a este, Holmes, como muy bien sabe, y todas ellas equivocadas. Recuerdo que este verano…

– Sé más de Watson de lo que usted llegará a saber nunca -dijo Holmes, y esta vez ha acertado. Conozco esa mirada.

Volvió a estornudar; el gato desorejado había entrado en la habitación por la puerta que Lestrade había dejado abierta. Se dirigió directamente hacia Holmes con una expresión en su fea cara que parecía ser afecto.

– Si es así como se siente -dije-. Nunca volveré a envidiarle, Holmes. Mi corazón tendría un infarto.

– Uno se acostumbra a todo -dijo Holmes sin la menor traza de vanidad en la voz-. Suéltelo entonces… ¿o debemos traer aquí a los sospechosos, como en el último capítulo de una novela de detectives?

– ¡No! -grité horrorizado. No había visto a ninguno de ellos y no tenía prisa en hacerlo-. Creo que me basta con enseñarle cómo se hizo. Si sale un momento con el inspector Lestrade…

El gato llegó hasta Holmes y saltó a su regazo, ronroneando como si fuese la criatura más satisfecha de la tierra.

Holmes estalló en una andanada de estornudos. Las manchas rojas de su cara, que habían empezado a desaparecer, enrojecieron de nuevo. Apartó el gato y se puso en pie.

– Sea rápido Watson, para que podamos irnos de este condenado lugar -dijo con voz ahogada, y dejó su perfecta habitación cerrada encogiendo los hombros de forma inhabitual en él, con la cabeza baja y sin mirar hacia atrás una sola vez. Créanme si les digo que parte de mi corazón se fue con él.

Lestrade permaneció inmóvil, recostado contra la puerta; su abrigo mojado goteaba ligeramente. Tenía una detestable sonrisa en los labios.

– ¿Debo coger al nuevo admirador de Holmes, Watson?

– Déjelo aquí, pero cierre la puerta.

– Le apuesto uno de cinco a que está perdiendo su tiempo, compañero -dijo Lestrade, pero vi algo diferente en sus ojos. Si hubiese aceptado la apuesta, habría encontrado una forma de zafarse del compromiso.

– Cierre la puerta -repetí -. No tardaré mucho.

Cerró la puerta. Me quedé solo en el estudio de Hull… a excepción del gato, claro, que ahora estaba sentado en medio de la alfombra, con la cola curvada hasta posarse limpiamente sobre sus patas, vigilándome con sus ojos verdes. Me tanteé los bolsillos y encontré mi propio recuerdo de la cena de la noche anterior. Me temo que los solteros son gente muy poco pulcra, pero había una razón para este pedazo de pan además de mi general negligencia. Casi siempre guardo un corrusco en uno u otro bolsillo, pues me gusta dar de comer a las palomas que aterrizan en la ventana ante la que estaba Holmes cuando llegó Lestrade.

– Minino -dije, y puse el pan bajo la mesa de café; la misma mesa de café a la que lord Hull debía dar la espalda cuando se sentó con sus dos testamentos, el detestable viejo testamento y el nuevo testamento más detestable aún-. Minino-minino-minino.

El gato se levantó y caminó lánguidamente hasta debajo de la mesa para investigar.

Fui hasta la puerta y la abrí.

– ¡Holmes! ¡Lestrade! ¡Rápido!

Entraron en la habitación.

– Quédense ahí -dije, caminando hasta la mesita de café.

Lestrade miró a su alrededor y frunció el ceño al no ver nada. Holmes, por supuesto, empezó a estornudar de nuevo.

– ¿No podemos sacar de aquí a esa cosa detestable? -consiguió decir desde debajo de la servilleta, ya bastante humedecida.

– Por supuesto -dije yo-, pero, ¿dónde está, Holmes?

Una expresión de sorpresa inundó los ojos que miraban por encima de la servilleta. Lestrade giró sobre sí mismo, caminó hacia el escritorio de Hull y miró detrás de él. Holmes sabía que su reacción no habría sido tan violenta si el gato hubiera estado en el otro extremo de la habitación. Se inclinó y miró debajo de la mesa, no viendo más que el espacio vacío y el estante inferior de las dos estanterías de la pared norte de la habitación, y volvió a incorporarse. Si sus ojos no hubieran estado llorando como dos fuentes, habría visto entonces la estratagema; estaba justo encima de ella. Pero al mismo tiempo era diabólicamente buena. El espacio vacío bajo la mesa de café era la obra maestra de Jory Hull.

No… empezó a decir Holmes, y entonces el guio, que encontraba a Holmes mucho más de su agrado que el pan, salió de debajo de la mesa y volvió a enroscarse extasiado en los tobillos del detective. Lestrade estaba otra vez, con nosotros, y abrió tanto los ojos que creí que podían llegar a caérsele. Yo mismo estaba asombrado pese a haberme dado cuenta. El destrozado gato parecía haberse materializado en el aire. La cabeza, el cuerpo, y finalmente la cola con su punta blanca.

Se frotó contra la pierna de Holmes, ronroneando mientras éste estornudaba.

– Ya basta -dije-. Ya has hecho tu trabajo; puedes irte.

Lo cogí, lo llevé hasta la puerta (recibiendo un buen arañazo en pago a mis molestias), y lo eché al vestíbulo con pocos miramientos. Cerré la puerta Iras él.

Holmes se sentó.

– ¡Dios mío! -exclamó con voz nasal y griposa.

Lestrade era incapaz siquiera de hablar. Sus ojos no se habían apartado de la mesa ni de la alfombra turca color rojo que había bajo sus pies, ni del espacio vacío que de alguna forma había dado a luz un gato.

– Debí haberlo visto -murmuraba Holmes-. Sí… pero usted… ¿Cómo se dio cuenta tan rápido?

Noté la débil nota de orgullo herido y molesto en su voz… y lo perdoné.

– Fue eso -dije, señalando las sombras que proyectaban las palas de la mesa.

– ¡Por supuesto! -casi gimió Holmes. Se dio una palmada en la enrojecida frente-. ¡Idiota! ¡Soy un perfecto idiota!

– Tonterías -dije hipócritamente-. Con diez gatos en la casa y uno que parece haberle tomado un afecto especial, sospecho que verá todo por decuplicado.

– ¿Qué pasa con las sombras? -dijo Lestrade, encontrando por fin la voz.

– Enséñeselo, Watson -dijo débilmente Holmes, bajando la servilleta hasta su regazo.

Así que me agaché y cogí una de las sombras del suelo.

Lestrade se sentó en la otra silla, de golpe, como un hombre al que han golpeado inesperadamente.

– No dejaba de mirarlas, ¿sabe? -dije, hablando en un tono que no pude evitar que sonara a disculpa.

Me sonaba mal. A Holmes era a quien le correspondía explicar los quiénes y los cómos. Pero, aunque me daba cuenta de que mi amigo ya lo había comprendido todo, supe que se negaría a hablar en este caso. Y supongo que una parte de mí, esa parle que sabía que probablemente no volvería a tener otra oportunidad de hacer algo así, quería dar las explicaciones. Debo decir que lo del gato había sido un buen golpe. Un mago no lo habría hecho mejor con un conejo y un sombrero de copa.

– Sabía que había algo que no cuadraba, pero me llevó un momento darme cuenta de lo que era. La habitación está extremadamente bien iluminada, pero hoy está lloviendo a cántaros. Si mira a su alrededor verá que ningún objeto de la habitación proyecta una sombra… excepto las patas de esa mesa.

Lestrade profirió un juramento.

Lleva lloviendo casi toda la semana -dije-, pero tanto el barómetro de Holmes como el del difunto lord Hull -y lo señalé indicaban que hoy podía esperarse sol. De hecho, parecía algo seguro. Así que añadió las sombras como último retoque.

– ¿Quién?

– Jory Hull -dijo Holmes en el mismo tono cansado-. ¿Quién sino?

Me agaché y pasé la mano detrás del extremo derecho de la mesa. Desapareció en el aire, del mismo modo en que apareció el gato. Lestrade profirió otro sorprendido juramento. Golpeé la parte de atrás del lienzo pegado a las patas delanteras de la mesa. Los libros y la alfombra se hincharon y arrugaron, y la imagen, que era casi perfecta, se deshizo.

Jory Hull había pintado la nada bajo la mesa de su padre; se había agazapado detrás de la nada cuando su padre entraba en la habitación, cerraba la puerta, y se sentaba ante su escritorio con los dos testamentos, el viejo y el nuevo. Y cuando se levantó de su asiento, salió de detrás de la nada, puñal en mano.

– Es el único que habría podido ejecutar una obra tan realista -dije, pasando esta vez la mano por la superficie del lienzo. Todos pudimos oír el sonido que hizo, como el ronroneo de un gato muy viejo-. El único que pudo hacerla, y el único que pudo esconderse detrás de ella: Jory Hull, que no mide más de cinco pies de alto, es patizambo y jorobado.

»Como dijo Holmes, la sorpresa del nuevo testamento no era ninguna sorpresa. Aunque el anciano hubiera mantenido en secreto la posibilidad de eliminar a sus parientes del testamento, cosa que no hizo, sólo unos estúpidos podrían haber interpretado mal la visita del abogado y, lo que es más importante, de su ayudante. Se necesitan dos testigos para hacer que un testamento sea un documento válido de cara a la cancillería. Lo que Holmes dijo sobre cómo algunos se preparan para lo peor es muy cierto. Un lienzo tan perfecto como este no se hace de la noche a la mañana, y tampoco en un mes. Descubrirá que lo tiene listo, por si acaso necesitaba usarlo, desde hace un año como mínimo…

– O cinco -interpoló Holmes.

Quizás. De todos modos, supongo que Jory adivinó que había llegado el momento cuando Hull anunció ayer que quería ver a toda la familia esta mañana en el salón. Anoche debió venir aquí y montar el lienzo, cuando su padre se fue a la cama. Supongo que entonces pondría las sombras falsas, pero yo en su lugar habría venido aquí esta mañana a echar otra mirada al barómetro, antes de la reunión en el salón, sólo para asegurarme de que seguía subiendo. Imagino que escamotearía la llave del bolsillo de su padre y la devolvería luego, en caso de que la puerta hubiera estado cerrada.

No estaba cerrada -dijo Lestrade con brevedad-. Tenía la norma de cerrarla para que no entraran los gatos, pero rara vez echaba la llave.

En cuanto a las sombras, ya ve que sólo son tiras de fieltro. Tiene buen ojo; tienen la medida que habrían tenido las sombras a las once de esta mañana… si el barómetro hubiera acertado.

– Si esperaba que brillara el sol, ¿por qué se molestó en poner las sombras? gruñó Lestrade-. El sol las habría puesto de todos modos, ¿o es que nunca se ha visto la suya, Watson?

No supe qué decir. Miré a Holmes, que parecía agradecido de tener alguna parte en la solución.

– ¿No se da cuenta? ¡Esa es la mayor ironía de todas! Si el sol hubiera brillado como indicaba el barómetro, el lienzo habría tapado las sombras. Las patas de mesa pintadas no proyectan sombras, como sabe. Ha sido descubierto por sombras en un día que no las hay porque temía ser descubierto al no haberlas en un día que, según indicaba el barómetro de su padre, con casi toda seguridad las habría en el resto de la habitación.

– Sigo sin entender cómo pudo entrar Jory sin que Hull le viera -dijo Lestrade.

– Eso también me desconcertó -dijo Holmes. ¡Mi querido Holmes! Dudo que le hubiera desconcertado ni por un momento, pero eso fue lo que dijo-. ¿Watson?

– El salón donde estaban los cuatro tiene una puerta que comunica con la sala de música, ¿verdad?

– Sí -dijo Lestrade-, y la sala de música comunica con la salita de lady Hull, que es la siguiente que hay si seguimos la progresión hasta la parte de atrás de la casa. Pero desde la salita sólo puede volverse al vestíbulo, doctor Watson. De haber dos puertas que dieran al estudio de Hull, difícilmente habría ido a buscar a Holmes.

Dijo esto último con un tono débil de autojustificación.

– Oh, pero es que volvió al vestíbulo -dije-, aunque su padre no lo vio.

– ¡Estupideces!

– Se lo demostraré -dije, y fui hasta el escritorio donde seguía estando apoyado el bastón del difunto. Lo cogí y les apunté con él-. En el instante que lord Hull dejó el salón, Jory se levantó y echó a correr.

Lestrade dedicó a Holmes una mirada de sorpresa, pero Holmes le dedicó a cambio una irónica y fría. Y debo decir que todavía no comprendía todas las implicaciones de la escena que estaba pintando. Estaba demasiado concentrado en mi recreación, supongo.

– Cruzó la primera puerta, atravesó la sala de música y entró en la salita de lady Hull. Salió al vestíbulo y echó un vistazo. Si la gota de lord Hull había empeorado tanto como para provocarle gangrena, no habría recorrido ni la cuarta parte del vestíbulo, y eso siendo optimistas. Y ahora fíjese en mí, inspector Lestrade, y le mostraré cómo un hombre que ha pasado toda su vida comiendo ricos alimentos y bebiendo licor acaba pagando por ello. Si lo duda, le traeré una docena de enfermos de gota que le mostrarán exactamente lo mismo que voy a mostrarle yo ahora.

Con esto empecé a cojear lentamente por toda la habitación, dirigiéndome hacia ellos y apoyándome con ambas manos en el bastón. Levantaba un pie a bastante altura, lo bajaba, hacía una pausa, y luego arrastraba la otra pierna. Jamás alzaba la mirada. En vez de eso, la clavaba alternativamente en el bastón y en el pie que iba delante.

– Sí -dijo Holmes con calma-. El buen doctor tiene toda la razón, inspector Lestrade. Primero viene la gota, y luego (si el paciente vive lo suficiente, claro está) ese gesto característico de mirar siempre hacia abajo.

– Él también lo sabía -dije-. Lord Hull llevaba cinco años aquejado de una gota que empeoraba día tras día. Jory debió darse cuenta de la forma en que caminaba, siempre mirando al bastón y a sus propios pies. Se asomó a la puerta de la salita, comprobó que estaba a salvo, y se limitó a entraren el estudio. No más de tres segundos si se dio prisa. -Hice un pausa-. El suelo es de mármol, ¿verdad? Debió quitarse los zapatos.

Llevaba zapatillas -dijo Lestrade cortés.

– Ah. Ya veo. Jory ganó el estudio y se escondió detrás de su cuadro. Sacó la daga y esperó. Su padre llegó al final del vestíbulo. Oyó como Stanley llamaba a su padre, y debió de pasar un mal momento entonces. Su padre respondió que estaba bien, entró en la habitación y cerró la puerta.

Los dos me miraban fijamente, y comprendí algo del poder divino que Holmes debía sentir en momentos como ese, contando a otros lo que sólo tú podías saber. Pero debo repetir que no es una sensación que quiera tener muy a menudo. Creo que la necesidad de una sensación así habría corrompido a muchos hombres, hombres con menos entereza moral que la que poseía mi amigo Sherlock Holmes, claro está.

– Jory, el viejo pata de palo, el viejo cheposo, debió encogerse todo lo posible antes de que su padre cerrara la puerta, sabiendo que aquél echaría una buena mirada a su alrededor antes de cerrar y echar el cerrojo. Quizá estuviera gotoso y algo minusválido, pero eso no quiere decir que estuviera ciego.

– Su ayuda de cámara dice que tenía muy buena vista -dijo Lestrade-. Es de las primeras cosas que le pregunté.

– Bravo, inspector -dijo Holmes con suavidad, y el inspector le devolvió una mirada molesta.

– Así que miró a su alrededor-dije, y de pronto pude verlo, y supuse que también eso le pasaba a Holmes; esta reconstrucción que, aunque sólo estaba basada en hechos y deducción, parecía ser como una visión-, y no vio otra cosa aparte del estudio de siempre, vacío excepto por su persona. Es una habitación bastante despejada, sin puertas de armarios, y con ventanas a ambos lados; no tiene rincones oscuros ni siquiera en un día como este. Satisfecho, cerró la puerta, giró la llave y echó el cerrojo. Jory debió oírle cojear hasta su escritorio. Debió oír el pesado golpe y el deshincharse del cojín cuando su padre se sentó. Un hombre con una gota tan avanzada no se sienta, se posiciona sobre un lugar blando para luego dejarse caer. Entonces Jory debió arriesgarse a echar una mirada.

Miré a Holmes.

– Adelante compañero -dijo cálidamente-. Lo está haciendo espléndidamente. De primera.

Me di cuenta de que lo decía en serio. Miles de personas dirán que era frío, y no se equivocarán, pero también tenía un gran corazón. Lo que ocurría sencillamente era que Holmes lo protegía mejor que algunos hombres.

– Gracias. Jory debió ver cómo su padre dejaba a un lado el bastón y ponía los papeles, los dos grupos de papeles, sobre el secante. No mató inmediatamente a su padre, aunque podría haberlo hecho. Eso es lo horrible y patético de este asunto, y por eso no pienso entrar en ese salón en el que están ni por un millar de libras. No entraría a no ser que usted y sus hombres me arrastraran adentro.

– ¿Cómo sabe que no lo hizo inmediatamente? -preguntó Lestrade.

– El grito se oyó por lo menos dos minutos después de que echase la llave y el cerrojo; supongo que tendrá suficientes testimonios como para creerlo, pero no puede haber más de siete pasos entre la puerta y el escritorio. Ni siquiera un hombre en el estado de lord Hull habría tardado más de medio minuto en llegar a él, y otros catorce segundos para rodearlo, llegar a la silla y sentarse. Añada quince segundos para dejar el bastón donde lo encontró usted y dejar los testamentos sobre el secante.

»¿Qué pasó entonces? ¿Qué pasó durante esos últimos dos o tres minutos que debieron parecer, al menos a Jory Hull, interminables? Creo que lord Hull se limitó a quedarse sentado, mirando a uno u otro testamento. Jory debió ser capaz de distinguir con bastante facilidad entre uno y otro; el pergamino viejo debía parecer más antiguo.

»Sabía que su padre pretendía echar uno de ellos a la estufa.

»Creo que esperó a saber cuál de ellos sería.

»Después de todo, había una posibilidad de que su padre sólo estuviera gastándoles una broma cruel a expensas de la familia. Igual quemaba el nuevo y devolvía el viejo a la caja fuerte. Entonces saldría y le diría a su familia que había puesto a salvo el nuevo testamento. ¿Sabe dónde está, Lestrade? ¿La caja fuerte?

– Cinco de los libros de ese estante son falsos -dijo Lestrade brevemente, señalando a una estantería de la biblioteca.

– Entonces habrían quedado satisfechos tanto el hombre como la familia; la familia habría sabido que su bien ganada herencia estaba a salvo, y el anciano se habría ido a la tumba creyendo haber llevado a cabo una de las bromas más crueles de todos los tiempos… y siendo víctima de Dios o de él mismo, pero no de Jory Hull.

Una vez más volvió a cruzarse entre Holmes y Lestrade esa mirada que no comprendí.

– Yo más bien creo que el anciano sólo estaba saboreando el momento, como un hombre saborea durante una tarde la perspectiva de una copa de licor a los postres, o de un dulce, tras un largo periodo de abstinencia. En todo caso, el minuto transcurrió y lord Hull empezó a levantarse… pero con el pergamino más oscuro en la mano, y mirando hacia la estufa en vez de a la caja fuerte. Fueran cuales fueran las esperanzas de Jory, cuando llegó el momento no titubeó. Salió de su escondite, atravesó en un instante la distancia que separaba la mesa café del escritorio y hundió el cuchillo en la espalda de su padre antes de que éste se hubiera levantado del todo.

»Sospecho que la autopsia mostrará que la herida le atraviesa el ventrículo superior llegando al pulmón, lo cual explicaría la cantidad de sangre que expulsó por la boca. También explicaría por qué lord Hull fue capaz de gritar antes de morir, causando la perdición de Jory Hull.

– Explíquese -dijo Lestrade.

– Un asesinato en una habitación cerrada es un mal negocio a no ser que se pretenda hacer pasar un asesinato por un suicidio -dije mirando a Holmes. Él sonrió y asintió ante esta máxima suya-. Lo último que Jory quería es que las cosas tuvieran este aspecto… la habitación cerrada, las ventanas cerradas, el hombre con un puñal clavado que nunca podría haberse clavado él mismo. Creo que nunca previó que su padre moriría lanzando tal alarido. Planeaba apuñalarle, quemar el nuevo testamento, revolver el escritorio, abrir una de las ventanas y escapar por ella. Habría entrado en la casa por otra puerta y ganado su sitio bajo las escaleras. Y luego, cuando por fin se descubriera el cuerpo, habría parecido un robo.

– No para el abogado de Hull -dijo Lestrade.

– Podría haber guardado silencio -dijo Holmes, animándose entonces-. Apostaría a que Jory pretendía abrir una de las ventanas y añadir además un par de huellas. Creo que todos estamos de acuerdo en que habría parecido un crimen sospechosamente conveniente bajo esas circunstancias, pero aunque el abogado hubiese hablado, nunca habría podido probarse nada.

– Lord Hull lo estropeó todo al gritar -dije-, al igual que todas las cosas que había estropeado durante su vida. Toda la casa reaccionó. Jory, seguramente presa del pánico, debió quedarse quieto como un pasmarote.

»Stephen Hull fue quien salvó el día, claro, o al menos la coartada de Jory, según la cual estaba sentado en el banco bajo las escaleras cuando su padre fue asesinado. Corrió hacia el vestíbulo desde la sala de música, derribó la puerta, y debió susurrar a Jory que le acompañara al escritorio enseguida; así parecería que habían entrado jun…

Enmudecí como golpeado por un rayo. Por fin comprendía las miradas que habían intercambiado Holmes y Lestrade. Comprendí que debían haberse dado cuenta, desde el momento en que les mostré el truco del escondrijo, de que no podía haberlo hecho una sola persona. El crimen sí, pero el resto…

– Stephen testificó que Jory y él se encontraron ante la puerta del estudio -dije lentamente-. Que él derribó la puerta y que entraron juntos, descubriendo los dos el cuerpo a la vez. Mintió. Pudo haberlo hecho para proteger a su hermano, pero mentir tan bien cuando uno no sabe lo que ha pasado parece… parece…

– Imposible -apuntó Holmes-, es la palabra que busca, Watson.

– Entonces Jory y Stephen eran cómplices desde el principio -dije-. Lo planearon juntos… ¡y a ojos de la ley ambos son culpables del asesinato de su padre! ¡Dios mío!

– No ambos, mi querido Watson -dijo Holmes con un curioso tono de amabilidad-. Todos ellos.

No pude hacer otra cosa que quedarme con la boca abierta.

Mi amigo asintió.

– Hoy está mostrando una perspicacia notable, Watson. Por una vez en su vida arde con un calor deductivo que, apostaría, no volverá a generar nunca. Me descubro ante usted, mi querido amigo, como lo hago ante cualquier hombre capaz de trascender su habitual naturaleza, sin importar lo brevemente que lo haga. Pero hay un aspecto en el que ha continuado siendo el mismo hombre que siempre ha sido: aunque comprende lo buena que puede llegar a ser la gente, no tiene ni idea de lo negra que puede llegar a ser.

Le miré en silencio, casi con humildad.

– Y no es que aquí haya mucha negrura, si la mitad de lo que he oído sobre lord Hull es cierto -dijo Holmes. Se levantó y empezó a dar vueltas por el estudio, irritado-. ¿Quién testificará que Jory estaba con Stephen cuando derribó la puerta? Jory, por supuesto. Stephen, por supuesto. Pero también tenemos a los otros dos. Uno es William, el tercer hermano. ¿Me equivoco, Lestrade?

– No. Dijo que estaba bajando las escaleras cuando vio entrar a los otros dos juntos. Jory iba delante.

– ¡Qué interesante! -dijo Holmes con ojos brillantes-. Stephen derriba la puerta (cosa muy lógica ya que es el más joven y fuerte), y uno esperaría que el simple impulso hacia delante le hubiera hecho entrar primero en la habitación. Pero William, bajando las escaleras, ve a Jory entrar primero. ¿Cómo es eso, Watson?

Sólo pude negar torpemente con la cabeza.

– Pregúntese en qué testimonio, en qué único testimonio, podemos confiar aquí. La respuesta está en el cuarto testigo, el ayuda de cámara de lord Hull, Oliver Stanley. Se acercó a la barandilla de la galería a tiempo de vera Stephen entraren la habitación, y eso es correcto, ya que Stephen estaba solo cuando entró. Fue William, con mejor ángulo de visión desde las escaleras quien dijo ver a Jory precediendo a Stephen. William dijo eso porque vio a Stanley y supo lo que debía decir. Todo se reduce a lo siguiente, Watson: sabemos que Jory estaba dentro de la habitación. Dado que los dos hermanos testifican que estaba fuera, hay, como mínimo, connivencia. Pero, como usted ha dicho, la ausencia de confusión, la forma en que todos se apoyaron tan eficazmente, sugiere algo más.

– Una conspiración -dije estúpidamente.

– Sí. Pero desgraciadamente para los Hull, eso no es todo. ¿Se acuerda de que le pregunté si creía que los cuatro se limitaron a salir del salón en cuatro direcciones diferentes, sin decir palabra, en el momento que oyeron cerrarse la puerta del estudio?

– Sí. Lo recuerdo.

– Los cuatro. -Miró a Lestrade-. Los cuatro testificaron que fueron los cuatro, ¿verdad?

– Sí.

– Eso incluye a lady Hull. Y sabemos que Jory debió salir corriendo en el momento que su padre dejó la habitación. Sabemos que estaba en el estudio cuando se cerró la puerta, y, aún así, los cuatro, incluyendo a lady Hull, afirman que seguían en el salón cuando oyeron cerrarse la puerta. Muy bien pudieron ser cuatro las manos que empuñaron esa daga, Watson. El asesinato de lord Hull fue un asunto de familia.

Yo estaba demasiado abrumado para decir nada. Miré a Lestrade y vi en su cara una mirada que no le había visto nunca y que no volvería a verle; una especie de seriedad enferma y cansada.

– ¿Qué pueden esperar? -dijo Holmes, casi genial.

– Jory será ahorcado con toda seguridad -dijo Lestrade-. Stephen tendrá cárcel de por vida. Quizá perdonen la vida a William Hull, pero probablemente le condenarán a veinte años en Broadmoor, y siendo tan débil casi seguro que morirá torturado por sus compañeros. La única diferencia entre lo que le espera a Jory y lo que le espera a William es que el fin de Jory será mucho más rápido y piadoso.

Holmes se inclinó y pasó el dedo por el lienzo colocado entre las patas de la mesa café. Hizo ese sonido ronco de ronroneo.

– Lady Hull -continuó Lestrade-, irá durante cinco años a Beechwood Manor, conocida por sus inquilinas como el Palacio de las Carteristas… Pero, conociendo a la señora, me inclino a sospechar que encontrará otra salida. Yo diría que su venerable marido.

– Y todo porque Jory Hull no le apuñaló con limpieza -remarcó Holmes suspirando-. Si el anciano hubiera tenido la simple decencia de morir en silencio, todo habría salido bien. Como dijo Watson, habría salido por la ventana, llevándose el cuadro consigo, por supuesto… por no mencionar las sombras postizas. En vez de eso, despertó a la casa. Todos los sirvientes entraron aquí, lanzando apenadas exclamaciones sobre su señor muerto. La familia sumida en la confusión. ¡Qué mala ha sido su suerte, Lestrade! ¿Estaba muy lejos el agente de policía cuando Stanley le llamó? A menos de cincuenta yardas, supongo.

– Estaba haciendo su ronda -dijo Lestrade-. Su suerte fue mala. Pasaba por aquí, oyó el grito y vino.

– Holmes -dije, sintiéndome mucho más cómodo en mi viejo papel-, ¿cómo supo que había cerca un agente de policía?

– Es la misma simplicidad, Watson. De no ser así, la familia habría alejado a los sirvientes lo bastante como para esconder el lienzo y las sombras.

– Y para quitarle el cerrojo a una ventana como mínimo, supongo -añadió Lestrade con una voz anormalmente reposada.

– Pudieron haberse llevado el lienzo y las sombras -dije de pronto.

Holmes se volvió hacia mí.

– Sí.

Lestrade enarcó las cejas.

– Todo se reducía a una elección -le dije-. Había tiempo suficiente para quemar el nuevo testamento o para deshacerse del escondite portátil… Debieron decidirlo Stephen y Jory, claro, momentos después de que Stephen derribara la puerta. Decidieron o, si ha captado bien el carácter de todos los personajes, Stephen decidió quemar el testamento y esperar lo mejor. Supongo que tuvieron el tiempo justo de meterlo en la estufa.

Lestrade se volvió, la miró, y volvió a enfrentarse con nosotros.

– Sólo un hombre de corazón tan negro como Hull habría tenido fuerzas suficientes para gritar al final -dijo.

– Sólo un hombre de corazón tan negro como Hull habría hecho que un hijo lo matara -añadió Holmes.

Lestrade y él se miraron, y otra vez volvió a existir entre ellos una comunicación perfecta que yo no comprendí.

– ¿Alguna vez lo ha hecho? -preguntó Holmes, como retomando una vieja conversación.

Lestrade meneó la cabeza.

– Una vez estuve condenadamente cerca -dijo-. Había una muchacha implicada que no tenía la culpa en absoluto. Estuve a punto, pero… Esa fue una.

– Y estas son cuatro -dijo Holmes-. Cuatro personas maltratadas por un hombre malvado que, de todos modos, habría muerto dentro de seis meses.

Ahora lo comprendía.

Holmes clavó en mí sus ojos grises.

– ¿Qué dice, Lestrade? Watson ha resuelto este caso, aunque no viera todas sus implicaciones. ¿Dejamos que Watson decida?

Muy bien -dijo Lestrade gruñón-. Pero sea rápido. Quiero salir de esta maldita habitación.

En vez de responder, me incliné, recogí las sombras de fieltro, las enrollé formando una bola y me las metí en el bolsillo del abrigo. Me sentí raro haciendo eso, tanto como cuando estaba con las fiebres que casi me quitaron la vida en la India.

– ¡Bravo, Watson!-dijo Holmes-. ¡Ha resuelto su primer caso y se ha convertido en cómplice de un crimen en el mismo día!, ¡y todo antes de la hora del té!

Y aquí tengo un recuerdo para mí, un Jory Hull original. ¡No creo que esté firmado, pero uno debe sentirse agradecido por todo lo que los dioses tengan a bien enviarle en los días lluviosos!

Y utilizó su navaja de bolsillo para soltar la goma que sujetaba el lienzo a las patas de la mesa. Lo hizo con rapidez, y menos de un minuto después se guardaba una delgada tela en el bolsillo interior de su voluminoso sobretodo.

– Todo esto es un asunto muy sucio -dijo Lestrade, pero avanzó hasta una de las ventanas y, tras titubear un momento, soltó los pestillos que la cerraban y la dejó entreabierta.

– Hay algunos que son más sucios cuando se hacen que cuando se deshacen -comentó Holmes-. Vámonos.

Nos dirigimos hacia la puerta. Lestrade la abrió. Uno de los policías preguntó a Lestrade si había algún progreso.

En otro momento, Lestrade habría dado al hombre una respuesta cortante. Esta vez se limitó a decir:

– Parece ser que fue un intento de robo que acabó en algo peor. Yo me di cuenta enseguida, por supuesto; Holmes un momento después.

– Una pena -comentó el otro agente.

– Sí, una pena -dijo Lestrade-. Pero el grito del anciano hizo huir al ladrón antes de que pudiera llevarse nada. Vamos.

Nos fuimos. La puerta del salón estaba abierta, pero mantuve la cabeza erguida al pasar ante ella. Holmes miró, por supuesto; no había ninguna posibilidad de que no lo hiciera. Está en su personalidad. En cuanto a mí, nunca vi a nadie de la familia. Nunca quise.

Holmes volvía a estornudar. Su amigo se restregaba contra sus piernas, maullando encantado.

– Salgamos de aquí -dijo, saliendo a toda prisa.


Una hora después estábamos de vuelta en el 221B de Baker Street, en las mismas posiciones que ocupábamos cuando llegó Lestrade: Holmes en el asiento junto a la ventana, y yo en el sofá.

– Bueno, Watson -dijo Holmes-, ¿cómo cree que dormirá esta noche?

– De maravilla. ¿Y usted?

– Del mismo modo. Le aseguro que me alegro de estar lejos de esos malditos gatos.

– ¿Cómo cree que dormirá Lestrade?

Holmes me miró y sonrió.

– Esta noche, mal. Puede que mal durante una semana, pero luego se recuperará. Entre sus talentos, Lestrade cuenta con uno muy grande para el olvido creativo.

Eso me hizo reír, y con ganas.

Mire, Watson dijo Holmes. ¡Mire qué paisaje!

Me levanté y fui hasta la ventana, convencido de ver otra vez a Lestrade en un coche de caballos. En vez de eso, vi al sol asomando entre las nubes, bañando a Londres en una gloriosa luz crepuscular.

– Salió después de todo -dijo Holmes-. ¡Espléndido!

Cogió el violín y empezó a tocar, con el sol dándole en la cara. Miré a su barómetro y vi que empezaba a descender. Eso me hizo reír con tanta fuerza que tuve que sentarme. Cuando Holmes me miró y me preguntó qué me hacía tanta gracia, no pude hacer otra cosa que menear la cabeza. Un hombre extraño este Holmes. De todos modos, dudo que lo hubiera entendido.

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