SHERLOCK HOLMES Y MUFFIN – Dorothy B. Hughes

***

I

Aquella mañana de primeros de diciembre, los témpanos colgaban realmente de la pared, tal y como canturreaba Holmes cuando salió de su cuarto y entró en el salón:


Cuando de la pared cuelgan los témpanos y Dick el pastor toca la flauta,

y Tom acarrea la leña…


Un golpe en la puerta del pasillo le interrumpió. Eran las seis y media, hora de nuestro té matutino. Como era Holmes quien estaba más cerca de la puerta, la abrió reanudando su canción.


y la sucia Joan remueve la marmita…


La pinche entró en la habitación, balanceando la pesada bandeja de plata, con sus dos potes de cerámica marrón con la mejor mezcla Jackson para el desayuno inglés, un gran recipiente con agua hirviendo, dos tazas y platillos de cerámica Wedgewood, un cuenco con azúcar y una jarrita con leche, también de Wedgewood, y dos cucharas de plata. La chica se las arregló para depositar con cuidado la bandeja sin derramar nada. A continuación, se enfrentó a Holmes.

– No me llamo Joan -afirmó- y no estoy sucia. Me lavo todas las mañanas y todas las noches, y los sábados me doy un baño completo en la bañera de mi madre. Cada sábado -enfatizó.

Era pequeñita, con no más de diez u once años a juzgar por su aspecto. Llevaba un mandil encima del vestido, evidentemente de la señora Hudson, a juzgar por la forma en que le colgaba hasta los tobillos. Tenía el ratonil pelo castaño cortado como el de un chico, con un corte recto justo encima de las cejas y cuadrado bajo las orejas. Sus ojos eran tan grises como aquella mañana de invierno.

Los pinches duraban poco en la casa de la señora Hudson. Nuestra ejemplar patrona no tenía tan buen corazón con sus sirvientes como con sus inquilinos. Más de una vez había oído cómo reprendía a alguno que otro niño sumido en lágrimas. Los pinches eran el escalafón más bajo de los empleados del hogar y, por tanto, los peor pagados, y ninguno duraba mucho tiempo como empleado de la señora Hudson.

Pero ésta tenía aguante. Y Sherlock Holmes estaba de buen talante, por lo que supuse que tenía un nuevo caso. «Denme problemas, denme trabajo. Aborrezco la inactividad», decía siempre. Sin un problema a mano, se daba a su violín Stradivarius y su solución al siete y medio por ciento.

Aunque sus ojos eran risueños, su rostro permaneció tan grave como su voz.

– ¿Por qué nombre respondes, ya que no es el de sucia Joan?

– Me llamo Muffin [9].

– ¿Muffin?

– Muffin -repitió ella con firmeza, desafiándole a que lo desmintiera.

– Muy bien, señorita Muffin -repuso con una ligera reverencia-. Puede servirme una taza de su excelente té. Primero un poco de leche, luego el té, y, por último, dos cucharadas de azúcar.

Ella dudó, como si su trabajo no fuese servir el té, que no lo era. Yo me había servido ya una taza, con una generosa ración de leche y una cucharada de azúcar, y le daba vueltas y vueltas como me habían enseñado en el internado. Ella siguió sus instrucciones, como si estuviese acostumbrada a hacer ese trabajo extra. Debo decir que sabía cómo hacerlo. Seguramente se lo habría servido a su madre más de una vez.

– ¿Y dónde consiguió usted ese bonito nombre, señorita Muffin? -preguntó Holmes educadamente, mientras se aventuraba a tomar un sorbo de su té hirviendo.

– Mi madre me lo puso -replicó ella-. Una vez antes de nacer yo, consiguió ahorrar un penique de sus gastos y se compró un muffin. Dice que fue lo mejor que había probado en su vida. Y cuando yo nací, me llamó Muffin. -Se dirigió hacia la puerta, mientras decía esto-. Discúlpenme señores, pero me acusarán de tardona si no bajo ya. Luego volveré a por la bandeja.

Y, diciendo esto, desapareció como un rayo.

Holmes se echó a reír cuando se hubo ido.

– Muffin. Porque fue lo mejor que probó nunca. -Entonces su rostro se volvió serio-. Pobre mujer. ¿Cuánto tiempo llevaría esperando para poder gastarse un penique en su deseo? Seguro que la niña nunca ha probado uno.

– No con lo que gana un pinche -concedí sirviéndome más té-. Se ha levantado pronto. ¿Un nuevo caso?

– Eso parece. Ha desaparecido un cofre con joyas que venía de la India en el Príncipe de Poona. Esta mañana me encontraré con el capitán de la nave y los representantes del virrey. Cuando sepa más detalles decidiré si me ocupo o no del caso.

– ¿No serán las gemas del Gaekwar de Baroda? -Había leído sobre su valor en los periódicos de la semana pasada.

– Así es. Seguramente sabrá, por su estancia en la India, que los súbditos del Gaekwar le regalan todos los años su peso en oro y joyas. Sin duda, a eso se debe que su aspecto emule al de un ganso de Estrasburgo a punto de convertirse en el plato fuerte de una comida. -Intercambiamos una sonrisa por haber visto fotografías del actual Gaekwar-. Parece ser que ha decidido convertir parte de su tesoro en pelos, guirnaldas, anillos y cosas así, seguramente como regalo para sus damas y cortesanos favoritos.

– Pero, ¿por qué en Londres? -Los hindúes del este eran conocidos por su talento como lapidarios.

– ¿Por qué? Porque parece ser que, hoy en día, los mejores cortadores de piedras se encuentran en Londres. Al menos eso piensa el Gaekwar. Y se niega a que sus gemas se corten en otro sitio.

Holmes iba vestido bajo su bata, a excepción de la chaqueta. Volvió unos momentos a su cuarto, para salir vestido con sus botas de campo, su sobretodo de Inverness, varias bufandas de lana alrededor del cuello y sus guantes de invierno ribeteados en piel. En la cabeza llevaba un gorro de piel comprado en Rusia con las orejeras bajadas.

Sugerí que, debido al tiempo, cogiera un cabriolé para acudir a la cita. Se burló de mi comentario.

– Lo que necesitan mis pulmones es aire fresco -dijo, marchándose a continuación.

Le envidiaba. Yo seguía estando más o menos confinado a la casa, cuidándome las heridas recibidas durante mis años de servicio en Afganistán. Me senté junto al fuego, acomodándome en una butaca con mi pipa de brezo blanco y el London Times de la mañana. Sherlock afirmaba que el Times sólo lo leían los intelectuales, especie de la que no me considero miembro, pero siempre pensé que era el único periódico que me daba bien las noticias.

Para cuando Muffin reapareció llamando a la puerta, ya me había olvidado de ella.

– La señora Hudson dice que dentro de una hora estará preparado el desayuno, si no le parece muy tarde, y que si bajará usted -dijo sin respirar.

Holmes y yo solíamos tomar el desayuno en el comedor de la planta baja, ya que resulta difícil, aunque no imposible, mantener las tostadas, los huevos y el bacon adecuadamente calientes cuando se transportan en una bandeja a lo largo de los dos tramos de escaleras que van de la cocina al primer piso, donde teníamos nuestras habitaciones.

– Sí, bajaré, y las ocho en punto me parece buena hora. Y, por favor, dígale a la señora Hudson que el señor Holmes no bajará a desayunar ya que ha salido.

No era algo inusual cuando estaba metido en un caso. ¡Había veces en que salía incluso antes del té de la mañana!

– Sí, señor-dijo Muffin.

Estaba llenando la bandeja con los restos de la mañana. Se disponía a llevárselos cuando la retuve.

– Quiero que sepas que el señor Holmes no se refería a ti cuando hablaba de la sucia Joan. Sólo recitaba una de las canciones del señor Will Shakespeare.

Su cara se iluminó.

– Oh. Ya he oído antes alguna. Cuando yo era pequeña, mi mamá me llevó a ver algunas de sus obras en el Liceo. I labia una donde el fantasma de un padre se aparecía a un príncipe llamado Hamlet. Siempre me daba mucho miedo. Y había otra llamada

Noche de Epifanía, donde una chica se hacía pasar por un chico y había dos ancianos caballeros que cantaban y bailaban. Eran muy graciosos.

– ¿Tu madre trabaja en el teatro? -aventuré.

– Oh, no, señor. Fue cuando limpiaba en el Liceo. No está lejos de los muelles, junto al Strand. El ujier le dejaba llevarme si me quedaba sentada en silencio en los escalones. -Agitó la cabeza-. Le aseguro que, por muy joven que fuera yo, estaba mucho más callada que la gente que había en las butacas o en la galería. -Levantó la bandeja, que no resultaba tan pesada con los recipientes vacíos-. Será mejor que me dé prisa antes de que la señora Hudson vuelva a ponerse quisquillosa.

Y se fue.

Esa tarde, junto al fuego, regalé a Holmes más información sobre Muffin. Quedó tan impresionado como yo por el hecho de que conociese a Shakespeare.

– Me pregunto si sabrá leer y escribir -reflexionó.

La educación para la mujer seguía siendo escasa o inexistente, aunque hacía ya varios años que el Parlamento había promulgado la Ley Nacional de Educación. La campaña de John Stuart Mill para la mejora de las escuelas de mujeres, apoyada por las influencias de la señorita Florence Nightingale había sido, en buena medida, la causa de que el Parlamento se hubiera visto obligado a hacer algo. Tanto Holmes como yo éramos defensores convencidos de la educación para todo el mundo.

Aquella noche Holmes no habló de su nuevo caso, salvo para decir que lo había aceptado y que iría a primera hora de la mañana a los muelles. Los muelles habían mejorado mucho para finales del siglo XIX, pero continuaban siendo, en el mejor de los casos, un lugar desagradable y habitualmente peligroso. Holmes no temía internarse en los más tenebrosos callejones. Su enjuto aspecto no revelaba en lo más mínimo su potencia muscular, ni el hecho de que era un boxeador tan bueno como cualquier profesional, manteniéndose en forma con ejercicio y una dieta adecuada. De todos modos, nunca confiaba sólo en la fuerza bruta. El bastón que llevaba estaba lastrado, como podía atestiguar más de un malhechor.

– Esperemos que el cofre no haya caído en manos de un dragador. Resultaría algo difícil recuperarlo entonces.

En su mayoría, los dragadores eran hombres trabajadores y honrados, pertenecientes a las clases más bajas, que buscaban entre los restos a la deriva objetos de posible valor. También tenían el deber de recuperar cuerpos de ahogados en el río. Por estos últimos se les pagaba lo que llamaban «gastos de investigación». Desgraciadamente entre los dragadores decentes solían encontrarse algunos ladrones, que solían estar más activos cuantos más barcos procedentes de la India hubiese anclados en el río.

Desde luego, la rapidez es esencial habiendo diamantes en juego -comentó Holmes, fumando tranquilamente su pipa de después de la cena.

– ¡Diamantes! -no pude evitar exclamar-. ¿Y podrá recuperarlos?

– Eso quiero hacer -dijo Holmes sin un asomo de sonrisa-. Y no pretendo fallar.

II

Muffin no se entretuvo el día siguiente, cuando nos trajo el té de la mañana. Supongo que la señora Hudson le regañó por sus retrasos del día anterior. Holmes tomó el té con su acostumbrada pipa de antes del desayuno, llena como siempre con los restos del día anterior, que dejaba secándose toda la noche en su escritorio. Con ella tomó sus acostumbradas dos tazas de té con dos cucharadas de azúcar, pero sin demorarse a la hora de tomarlas. Se fue enseguida a su habitación para vestirse, impaciente por llegarse a los muelles.

Encendí mi pipa de brezo y me serví una tercera taza. Muffin entró en la habitación sin advertencia alguna, ni siquiera con su habitual llamada a la puerta. Llevaba una bota en cada mano.

– ¿No está el señor Holmes? -preguntó.

– Sí está. En su habitación, vistiéndose.

– Alguien ha dejado sus botas en el cubo de la basura. Fui a vaciar los cestos de la cocina en el cubo y las vi allí encima. El camión de la basura habría pasado esta noche y se las habría llevado al basurero. -Meneó la cabeza-. Si antes no se las quedaba el basurero para venderlas luego.

– ¿Qué es lo que dices? -dijo Holmes desde el umbral de su habitación.

Muffin giró en redondo y las botas cayeron de sus dedos.

– Por Dios, señor Holmes -dijo tragando saliva-. Menudo susto me ha dado. -Lanzó un suspiro-. Le había tomado por un lascar.

Holmes se había ocultado bajo la guisa de uno de esos feroces marinos de las indias occidentales. Una roja cicatriz dividía toda su mejilla izquierda. Su rostro tenía un color tan pardo como el del café. Hasta a mí, un hombre de medicina, y estando tan cerca, me pareció que era una cicatriz auténtica.

– ¿Estás familiarizada con los lascar? -le preguntó Holmes.

– Oh, sí, mi mamá y yo vivimos cerca de los muelles. Mi papá fue marinero hasta que su nave se perdió en el océano Indico, con todos los hombres que había a bordo. Yo nunca le conocí; sólo era un bebé. -Meneó la cabeza alejando los recuerdos y volvió al presente-. Los lascar son malos. Te clavan el cuchillo como quien te dice la hora.

Holmes se volvió entonces a mí.

– Y usted, Watson, ¿me da el visto bueno?

– Ya ha pasado una inspección más severa que la mía. Es más difícil engañar a los niños que a sus mayores. Muffin ha rescatado sus botas del cubo de la basura le expliqué a continuación.

Esta había recogido las botas del suelo y las alzaba hacia él.

Es muy amable preocupándose así por mí, señorita Muffin, pero, he desechado esas botas.

Pero, señor Holmes-protestó ella-. El cuero no está roto. Mire. ¡Y las suelas! Todavía están…

Ya no las necesito -le dijo-. Mi zapatero de Jeremy Street me ha entregado esta semana unas nuevas. Puede devolver esas al cubo de la basura.

– Si usted lo dice. -Se volvió reticente, dispuesta a irse, frotando todavía el cuero con el pulgar. Y entonces se volvió para mirar a Holmes y hacerle una pregunta con voz tímida- ¿Le importa si, en vez de tirarlas a la basura, me las quedo?

Mi amigo se quedó desconcertado por un momento.

– En absoluto, pero me temo que le vendrán demasiado grandes, señorita Muffin.

– Oh, no son para mí, señor. Son para mi mamá. Cuando vuelve de fregar por las noches tiene los pies tan fríos que son como carámbanos de hielo. Y cuando llueve, los zapatos le calan hasta la piel. Tienen las suelas de cartón.

– ¿No serán demasiado grandes para ella? -intervine dubitativo-. El pie de la mujer es diferente al del hombre.

– No con medias viejas nuevas. Bastará con dos pares para llenar el hueco.

– ¿Medias viejas nuevas? -Era una expresión que no conocía.

– Las hacen todas las madres. Quitan la parte usada de las medias y cosen lo que queda. Luego se corta la parte superior de otra media vieja y se cose a la otra para que sea lo bastante larga. Y ya tienes una media vieja nueva.

Una perentoria llamada a la puerta la hizo callar. Era la llamada de la señora Hudson. Sólo entonces me di cuenta de que Sherlock había salido subrepticiamente mientras Muffin y yo hablábamos.

Abrí la puerta a nuestra patrona. Ella me deseó los buenos días y luego miró a Muffin.

– Haces falta abajo.

– Sí, señora -dijo tímidamente la niña, escabullándose fuera de la habitación.

– Siento haberla retenido tanto tiempo ayudándome -dije asumiendo la culpa, y esperando ser así de alguna ayuda para Muffin. Me di cuenta de que, antes de salir, se las había arreglado para ocultar las botas bajo el mandil.

– Cuando necesite ayuda dígamelo, doctor Watson -dijo cortésmente la señora Hudson-. Le enviaré a una de las doncellas.

Tras decir esto, se marchó moviéndose con rapidez. A juzgar por lo abultado de su falda, debía llevar varias enaguas debajo, y al menos una de ellas de tafetán. No tenía ninguna duda de que, a esas alturas, Muffin ya tendría las botas bien ocultas debajo hasta que se marchara por la noche.

Holmes volvió después del anochecer. No había tenido un buen día, a juzgar por su cara adusta, y no le hice preguntas. No comentó sus aventuras del día hasta que no se hubo despojado de todos los vestigios del lascar y no estuvo cómodamente sentado junto al fuego, envuelto en su bata púrpura.

– Los muelles están llenos de lascars, Watson, pero ninguno quiso hablar conmigo aunque hablo varios de sus dialectos. De no ser por ellos el lugar estaría desierto. No he sabido discernir si por miedo a ellos o por órdenes de un tal Jick Tar.

– ¿Jick Tar? -repetí. El nombre no me decía nada.

– O Jicky Tar. Tiene una tienda de efectos navales y parece dirigir el vecindario de forma tan absoluta como un potentado oriental.

Yo continuaba desconcertado.

– ¿No es Jack Tar? ¿Jick Tar?

– Posiblemente antes sería Jack Tar y se cambiaría el nombre al dejar la Royal Navy. No tengo ninguna duda de que tenía buenas y suficientes razones para hacerlo. He descubierto que fue dragador, o que utilizaba ese trabajo de tapadera para sus operaciones. Tengo entendido que perdió una pierna en una de ellas, no pudiendo trabajar desde entonces en el agua, por lo que abrió la tienda. Intenté entrar en ella, pero me echó uno de los matones de la puerta.

– ¿No tendrá que volver?

– Debo hacerlo si quiero recuperar las joyas. Pero iré con otro disfraz.

En ese momento llegó la cena. Cuando me di cuenta de que Holmes no volvería a tiempo de vestirse para bajar al comedor, ordené que nos la subieran. Me alegró ver que, lejos de sumirse en la melancolía, tenía buen apetito. Tras los dulces, abrió una botella de clarete y yo saqué los puros habanos. El revés del día sólo había incrementado el desafío de resolver el caso.

Al día siguiente ya estaba sentado ante la chimenea antes de que yo me levantara de la cama. Por lo que yo sabía, muy bien podía haber pasado la noche allí sentado. Pese a esto, estaba lejos de sentirse descorazonado, cosa que interpreté como un indicio de que había pensado en una o más formas de actuar.

Muffin llegó con la bandeja del té a las seis y media. Parecía preocupada. Tras depositarla en la mesita, se acercó a Holmes.

– Creo que le he perjudicado -dijo temblorosa-. Fue por las botas. Anoche, cuando las llevaba a casa, me encontré con Jacky y el pequeño Jemmy y me acusaron de haberlas robado, y yo les dije que no lo había hecho, que me las había dado el señor Holmes.

Holmes intentó no reírse ante su agitación infantil.

– No tan rápido -suplicó.

Ella respiró profundamente antes de proseguir.

– Dijeron que se lo dirían a Jicky Tar, pero cuando pronuncié el nombre de usted se echaron a correr como conejos. -Volvió a tomar aliento-. Y esta mañana me han seguido. Tengo miedo de que quieran hacerle daño. Y mi mamá estaba tan agradecida por las botas que hasta lloró lágrimas.

– ¿Dónde están esos chicos? -preguntó Holmes.

– Al otro lado de la calle. -Nos condujo hasta los anchos ventanales de la fachada y señaló-. Allí, junto a la segunda casa parda.

Apenas pudimos distinguir en la penumbra de la mañana las formas de dos pequeñas figuras agazapadas en la fría acera.

– ¿Son chicos de Jicky Tar? -preguntó Holmes.

– Oh, no, son «alondras del barro».

Era el nombre que se les daba a los niños miserables que rebuscaban en los lodazales de las orillas del río botellas, trozos de carbón, o cualquier artículo perdido que pudieran vender por unos peniques. Pese a las reformas modernas, aún había demasiados niños callejeros en Londres cuyos padres, incapaces de mantenerlos, los enviaban a la calle a mendigar o a que se las arreglaran por su cuenta.

– Pero Jicky Tar les compra cosas de las que encuentran -prosiguió-. Y tienen miedo de incomodarle.

– Yo me ocuparé de ellos -afirmó Holmes-. Ve a decirle a la señora Hudson que envíe al chico del fuego a hacerme un recado.

El chico del fuego resultó ser un viejo amargado a quien yo no había visto nunca antes, ya que venía a encendemos el fuego de la chimenea antes de que despertáramos. Subió las escaleras y Holmes le recibió ante nuestra puerta.

– Al otro lado de la calle hay dos muchachos. Quiero que me los traiga. Tengo que hablar con ellos.

El hombre dio media vuelta y bajó las escaleras sin decir ni que sí ni que no.

Holmes dejó la puerta entreabierta y vino a la mesa.

– Hoy la sucia Joan ha removido demasiado la marmita.

– Llamaré pidiendo más agua caliente -dije.

– Esta servirá. No hay tiempo para ponerse delicado.

Cuando dijo esto oímos voces abajo, y poco después, la puerta se abrió del todo y un pilluelo envuelto en toda clase de mitones y bufandas se asomó por ella. Tenía el mismo tamaño que Muffin, pero estaba mejor alimentado, con una nariz redonda y redondos ojos azules en una cara redonda. Tenía las mejillas enrojecidas por el frío.

– Entra muchacho. Eres… -dijo Holmes.

– Jacky, señor. -Su voz estaba ronca por el frío.

– ¿Y dónde está Jemmy?

– Mi hermano está abajo -dijo, gesticulando-. Cuidando la caja.

Holmes contuvo su excitación.

– La caja…

– Es demasiado pesada para llevarla mucho rato.

– ¿Qué hay en la caja? -preguntó Holmes.

– Rocas -dijo el muchacho-. Tan solo rocas.

– ¿Entonces por qué la habéis traído?

El muchacho miró a su alrededor con sospecha, sobre todo a mí.

– ¿Por qué? -repitió Holmes.

– Quiero que usted la vea. Quiero que vea que sólo tiene rocas. No quiero que Jicky Tar diga que la he robado.

– Traedla. ¿Podéis subirla por las escaleras?

– El pequeño Jemmy y yo podemos los dos juntos. Es como la hemos traído por todo Baker Street.

Holmes esperó en el rellano de la escalera, por si la señora Hudson no dejaba a Jacky entrar con Jemmy, pese a que estaba acostumbrada a los extraños visitantes que solía recibir mi amigo. Me moví hasta el umbral de la puerta y miré cómo los dos chicos subían, transportando escalón a escalón una caja de madera, hasta que Holmes la cogió en lo alto de la escalera. El pequeño Jemmy apenas llegaba a Jacky al hombro. No podía tener más de siete u ocho años. Iba envuelto en retales, como Jacky, pero su delgado rostro parecía reseco por el desagradable tiempo. Entramos todos en el salón y Holmes condujo ¡i los muchachos hasta el luego. Depositó la caja en el suelo, ante ellos.

– ¿Queréis abrirla? preguntó.

La caja o cofre parecía estar hecha de buena madera de teca, pero estaba muy maltratada por haber estado sumergida en el agua del río. Tendría la mitad de tamaño que un baúl de viaje de niño. Jacky levantó el pestillo y alzó la tapa. Contenía rocas. Nada más que sucias rocas. Algunas eran pequeñas como una cereza, pero la mayoría eran grandes como ciruelas.

– ¿Qué queréis que haga con esto? -preguntó Holmes a los chicos.

– Lo que quiera -le dijo Jacky-. Pero no le diga a Jicky Tar que se las hemos traído.

– Te da un golpe con ese bastón suyo, te tira al suelo y luego te pisa como a una cucaracha -aventuró temblando el pequeño Jemmy.

– No le diré nada -les aseguró Holmes.

Cuando se marcharon los chicos, cada uno de ellos agarrando una moneda de seis peniques entre sus mitones, Holmes se volvió hacia mí.

– Vamos, Watson. Debemos vestirnos y salir cuanto antes. Le necesitaré como testigo, si esas rocas son lo que creo que son.

– ¿Y nuestro desayuno? -le recordé.

– Desayunaremos después.

No discutí con él. Estuvimos preparados para salir en un tiempo récord. Me adelanté con su bastón mientras él bajaba el cofre. Fui afortunado y pude parar un cocho de punto casi de inmediato.

– A Ironmonger’s Lane -indicó Holmes al conductor.

Holmes se explicó mientras íbamos hacia allá.

– Le llevo el cofre a un tal signor Antonelli, que, según tengo entendido, es el mejor lapidario de Londres. Como sin duda aprendería durante sus años en la India, los hindúes occidentales fueron durante siglos los únicos lapidarios del mundo civilizado, ya que ese país fue la única fuente conocida de diamantes hasta que se descubrieron yacimientos en el Brasil, a primeros del siglo XVIII.

– Así es -recordé-. Las mejores piedras y las más famosas provienen de la zona de Golconda cerca de Hyderabad. El Küh-a-nür, regalo de la India a nuestra corona real, es el diamante más grande que se conoce. En Persia se haya el Daryü-i-Nur, otro de los más grandes. El Nadir Shah se lo llevó allí, junto con todo lo que ahora conocemos como Joyas de la Corona Persa, tras el saqueo de Delhi en 1739. Dicen que las joyas persas superan a todas las demás en cantidad, tamaño y calidad, aunque en las joyas de nuestra corona hay algunas de las gemas más preciadas que se conocen, especialmente sus diamantes. -Golpeé el cofre con la puntera de la bota-. ¿Cree que esas rocas son diamantes?

– Lo creo -replicó Holmes-. Tanto en India como en Brasil, los diamantes se encuentran sólo en depósitos de grava. Como las rocas sedimentarias provienen de depósitos mucho más profundos, resultaba claro que no se originaban ahí, y hasta que no se descubrieron diamantes en Suráfrica, hace menos de veinte años, no se supo que provienen de depósitos de rocas ígneas. En su forma sin cortar, el diamante es indistinguible de cualquier otra roca de un tamaño semejante.

Cuando Holmes investigaba un tema, lo hacía a fondo.

– Los diamantes son carbón puro. Es cierto que hay piedras más pobres con pequeños cristales y minerales empotrados en ellas, pero no se consideran gemas, y se utilizan sólo como polvo de diamante y otros propósitos viles -musitó-. La historia de los diamantes resulta fascinante, Watson. Se sabe que se consideraban piedras preciosas ya en épocas tan antiguas como las del año 300 a.C. Hay documentos donde consta que Alejandro, el griego macedonio que conquistó Persia y añadió «El Grande» a su título cuando se apoderó de todo Oriente Medio, se vestía con diamantes. Su nombre viene del griego, adamas o «invencible».

Resultaba evidente que Holmes había encontrado tiempo para visitar la sala de lectura del Museo Británico, además de todas las ocupaciones en que se hallaba metido.

El diamante es la más dura de las gemas y, por tanto, la más difícil de cortar. Es la única que alcanza un diez en la reciente escala de Mohs, la puntuación más alta. Me resultan especialmente interesantes las distintas formas en que se juzga la belleza de un diamante. En Oriente la belleza radica principalmente en su peso, mientras que en Occidente radica en su forma y color. Los lapidarios hindúes concibieron la talla en forma de rosa, que preserva mejor el peso, pero, les era casi imposible pulir esa talla para sacarle brillo.

»Fue el lapidario veneciano Vicente Peruzzi, a finales del siglo XVII, quien empezó a experimentar con la posibilidad de añadir facetas a la talla. El resultado fue la primera talla brillante. Tallares una ciencia. Peruzzi estudió con lapidarios hindúes, igual que el signor Antonelli. Y por eso estamos aquí-concluyó cuando el coche paró ante una tienda muy vieja de Ironmonger’s Lane.

Holmes se apeó. Mientras él pagaba al cochero, yo arrastré el cofre hasta una parte del suelo del coche que me permitiese levantarlo con más facilidad. A continuación lo bajé a la acera y me encaminé a la puerta de la tienda. En ese momento vi a un hombre acercándose a paso rápido, pese a la rémora de una pata de palo.

– ¡Holmes! -advertí rápidamente.

Se volvió al advertir la alarma en mi voz, identificando también a esa persona como quien debía ser: ni más ni menos que Jicky Tar. Era corpulento, aunque no alto, y su jubón de marino no ocultaba sus abultados músculos. Su rostro era una máscara malévola. Enarbolaba un garrote de punta gruesa, como esos mazos pesados que hacen en el pueblo de Shillelagh.

A Holmes le bastó una mirada para confiarme el cofre. Cogió su bastón, que yo llevaba bajo el brazo, avanzó unos pasos y se detuvo a esperarle. Sólo entonces vi a los dos matones que torcían la esquina siguiendo a Jicky Tar. Uno tenía a Jacky inmovilizado doblándole el brazo, mientras que el otro cerraba sobre el antebrazo de Jemmy una mano que parecía una prensa. Holmes les vio al mismo tiempo que yo.

– ¡Suelten a esos niños! ¡Enseguida! -dijo con voz de trueno.

– No, hasta que no me devuelva lo que es de mi propiedad -gritó Jicky.

Había avanzado hasta situarse a varias yardas de Holmes antes de asumir una postura amenazadora. Resultaba obvio que estaba acostumbrado a peleas callejeras, donde se necesita cierta distancia para mover bien el garrote y poder golpear sin perder nada de impacto.

– ¿Qué propiedad dice que yo tengo y que reclama como suya? -preguntó Holmes.

– La caja -Jicky dedicó una rápida mirada hacia donde yo estaba-. La caja que esos mozalbetes me robaron y que le dieron a usted.

Jacky gritó al oír estas palabras.

– ¡Está mintiendo, señor Holmes! ¡Está mintiendo! No es suya. Es nuestra. La encontramos nosotros, no él.

Jacky se retorcía y forcejeaba para soltarse de su captor, apuntando sus patadas hacia donde mejor le servirían. Una encontró su blanco. El matón aulló, y su garra sobre el muchacho se aflojó un momento. Jacky se apartó y echó a correr por la calzada.

– ¡Se ha escapado, Jicky!-gritó el matón-. ¡El maldito criajo se me ha escapado! Voy a por él.

– ¡No!-ordenó Jicky-. ¡Quédate! Ya le cogeremos luego. No irá lejos. No sin el llorica de su hermanito -repuso, volviendo su atención a Holmes-. ¿Me dará la caja o tendré que quitársela?

– Esto pertenece al Gaekwar de Baroda y pienso.devolvérsela a él -afirmó Holmes con autoridad.

Sin una advertencia de «en guardia», Jicky Tar balanceó el garrote mientras el matón desocupado se acercaba a Holmes. La bien apuntada finta de Holmes a Jicky se convirtió en un golpe a la cabeza del matón, que lo derribó por el suelo. Fue entonces cuando los dos expertos contendientes intercambiaron golpes, maniobrando como espadachines, buscando cada uno desarmar al otro. El matón se puso en pie demasiado pronto y se dispuso a unirse a la refriega. Temí por Holmes, ahora que eran dos contra uno, pero no debí hacerlo. El bastón de Holmes golpeó con envidiable destreza y volvió a arrojar al suelo al matón, alzándose a continuación para desarmar a Jicky Tar. En ese momento se oyó un silbato de policía.

– Es Jacky -gritó Jemmy-. Ha traído a los peelers.

Efectivamente era Jacky, corriendo delante de un bobby mientras otro les seguía soplando su silbato. La policía se encargó enseguida de Tar y sus hombres. El que sujetaba a Jemmy desapareció durante la refriega, soltando al muchacho, que corrió junto a su hermano.

– Lleve a esos hombres ante el inspector Lestrade -le dijo Holmes a los agentes de policía-. Yo me presentaré enseguida para informarle de sus delitos. Y llévese a los niños con usted.

– ¡Carajo! -gritó Jacky, con Jemmy agarrado a él-. ¡Nos ha vendido!

– En absoluto -les dijo Holmes-. No estaréis seguros si volvéis a vuestra casa. Quedaos con la policía hasta que yo llegue, y os encontraré un sitio mejor donde vivir.

Mientras hablaba llegó el coche de la policía, atraído por el silbato. Los villanos fueron encerrados dentro, los muchachos subieron reticentes junto al conductor y el coche se fue por donde había venido. Holmes se sacudió el polvo del abrigo y se enderezó la gorra. A continuación me cogió la caja y procedimos a entraren la tienda del signor Antonelli.

El interior era oscuro y sucio. Consistía en una sola habitación, con un mostrador que separaba la parle frontal de la trasera. Los estantes estaban abarrotados con toda clase de rocas, habiendo varias más en la mesa en diferentes etapas de pulido. El polvo de diamante que se recupera del pulido es la única sustancia lo bastante dura como para proporcionar el acabado necesario de las gemas.

En esa mesa trabajaba un anciano de pelo blanco, con el rostro lleno de cicatrices, sin duda causadas por trozos perdidos de gemas. Su escaso pelo amarillo blancuzco le caía más abajo de las orejas y llevaba unas gafas con cristales de mucho aumento. Si era consciente de la conmoción que había tenido lugar fuera de su tienda, no dio muestras de ello. Ignoró nuestra entrada.

– ¿Es usted el signor Antonelli? -preguntó Holmes tras un momento. La pregunta fue ignorada y Holmes continuó hablando-. Soy Sherlock Holmes, y este es mi amigo el doctor Watson.

El anciano no respondió.

Como el incómodo silencio persistía, Holmes puso el cofre sobre el mostrador y lo abrió. Cogió una de las rocas y la puso ante el señor Antonelli.

– ¿Quiere usted decirme qué es esto?

Antonelli dejó de trabajar y nos miró cansinamente. Cogió la roca de la mano de Holmes.

– Veamos -murmuró.

Observamos mientras llevaba la roca a su mesa de trabajo. Frotó un extremo con instrumentos que carecían de sentido para Holmes y para mí, y poco después volvió al mostrador.

– Es un diamante -aseveró.

– Del cargamento del Príncipe de Poona -le dijo Holmes.

– Estaba esperándolos -murmuró el signor-. Me dijeron que usted me los traería.

– ¿Entonces puedo dejarle el cofre? -Otra vez volvió a no haber respuesta, pero Holmes continuó hablando como si la hubiera habido-. Se lo diré al virrey. Él le informará de los deseos del Gaekwar.

El anciano asintió una vez. Sin dedicamos una palabra de despedida, alzó el cofre como si no pesara más que el hueso de un perro y lo llevó hasta su zona de trabajo. Holmes y yo intercambiamos una mirada de diversión y nos fuimos.

Tuvimos que caminar hasta un vecindario más transitado para poder encontrar un coche de punto.

– Le dejaré en casa -me dijo Holmes-. Puede que la señora Hudson le sirva un desayuno tardío. Al menos le preparará algo que le mantenga hasta la hora del almuerzo.

– ¿Y usted comerá…?

– Más tarde -dijo-. Antes debo ir a Scotland Yard a hablar con Lestrade. Estoy seguro de que a partir de ahora mantendrá controlado a Jicky Tar. También debo buscar un sitio donde esos muchachos estén a salvo. Vinieron a mí con su hallazgo, gracias a Muffin. Yo diría que si hubieran acudido a ese villano, a estas horas las «rocas» habrían sido arrojadas al río.

III

Cuando Holmes volvió ya estaba muy próxima la hora de la cena.

– ¿Querrá tomar ahora su desayuno? -bromeé-. ¿O prefiere esperar a la cena?

– Lestrade y yo almorzamos tras hacer nuestro informe al virrey replicó Holmes-. Esta noche puedo pasar de cena. Tras la comida preparada por el chef del Savoy, la cocina de la señora Hudson no tienta a mi apetito.

– Aunque prepara un abundante desayuno escocés.

– Cierto -concedió mientras se despojaba de su abrigo y su gorra.

– ¿Qué hay de los chicos? -inquirí.

– Los he puesto al cargo de un par de mis Irregulares -respondió con entusiasmo-. Unos jóvenes robustos que no sólo buscarán a Jacky y Jemmy un sitio donde vivir, sino que además les iniciarán en las costumbres de los Irregulares. Volveremos a verlos, no tengo ninguna duda.

– Yo tampoco -asentí.

– Por si le intriga, como a mí me intrigó, cómo pudo Jicky Tar conocer la existencia de la tienda del signor Antonelli, le diré que tenía un confidente en el Ponna que le dijo que el cofre podía ir hacia allí. En cuanto Jicky supo que yo estaba metido en el caso, hizo que me vigilaran. Por eso nos encontramos con ellos. Bien está lo que bien acaba -citó, para sugerir a continuación-: Quizá un poco de amontillado no estaría fuera de lugar.

Fue hasta nuestro aparador, y cogió dos vasos de vino y la botella. Cuando los llenó alcé mi vaso.

– Por otro éxito.

– Esta vez fue pura casualidad -dijo, negándose el mérito.

– Basada en nuestros conocimientos -enmendé.

– Y en una pinche. -Ahora alzó su vaso-. Por nuestra señorita Muffin brindó-. Ya sabe, Watson -dijo, mientras se sentaba-, que no acostumbro a aceptar remuneración por la ayuda que presto a quienes necesitan solucionar sus problemas, pero de cuando en cuando llego a un arreglo. Esta ha sido una de esas ocasiones. El Gaekwar puede permitírselo.

Bebió un sorbo de su jerez.

– He pensado en enviara Muffin a una escuela, a una buena escuela para mujeres. Pero, ¿cómo hacerlo? Resulta bastante obvio que tanto ella como su madre son personas independientes que no aceptarían caridad, ni nada que pudiera oler a eso. Negó con la cabeza-. Y las dos tienen que salir a trabajar para poder vivir.

– Eso parece lo esencial hoy día, tal y como está el coste de la vida comenté.

– He estado meditando este problema. Volvió a llenar los vasos-. He pensado en alguna clase de beca. Una que no sólo cubriera los gastos, y diera lo bastante para pagar por lo menos su alojamiento. De este modo, su madre podría permitirse el que Muffin recibiera las ventajas de la educación. La niña tiene una mente tan brillante y un espíritu tan inusual que sería una pérdida no permitir que se desarrollara. Quizá se convertiría en una maestra.

– O en un científico -sugerí.

– O en un doctor en medicina -contrarrestó él.

– Ese día llegará para todas las mujeres -acordé-. Y no tardará mucho.

– Pero, ¿cómo conseguir esa beca? ¿Y cómo aseguramos de que Muffin hará uso de ella? Es el problema más espinoso que he encontrado.

– Lo resolverá -dije con certeza.

– Debo hacerlo -respondió-. Es, si puedo inventar un refrán, «el premio del que busca».

De abajo nos llegó el primer aviso de la cena. Nos levantamos dispuestos a bajar las escaleras antes de que sonase el segundo. Holmes sonrió al dejar el vaso de vino.

– Se me ha ocurrido hacer de Papá Noel para nuestros jóvenes amigos. Comprar un buen abrigo y un gorro de invierno para Muffin, y lo mismo para los chicos. Quizá hasta un nuevo par de botas para cada uno de ellos.

Se oyó la segunda llamada.

– ¿Cree usted que estaría aceptable, hasta para unos niños muy listos, con una larga barba blanca, un gran abrigo y un gorro rojos?

No respondí. Ante los chicos supuse que podría, pero no ante nuestra Muffin.

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