LA AVENTURA DEL FRANCOTIRADOR PERSISTENTE – Lillian de la Torre


El señor Sherlock Holmes? -preguntó el hombre que había en el umbral.

– A su servicio-replicó Holmes cortésmente-. Pase usted, siéntese y recupere el aliento, que veo que ha venido a toda prisa desde Sussex, donde tiene una considerable caballeriza.

Yo observé al recién llegado con el desconcierto que siempre sentía cuando mi amigo desplegaba sus poderes deductivos. Era un hombre alto, bien parecido, con el semblante rubicundo y franco, porte de un deportista y vestido con ropa de campo. Eso era todo lo que podía ver. Pero ¿de Sussex? ¿A toda prisa? ¿Y tenía caballos?

Nuestro visitante le miró fijamente.

– Notable, señor Holmes. ¿Cómo puede usted saber todo eso? Es completamente cierto.

– Elemental, mi querido señor. En su prisa por venir ha malmetido la parte del billete de vuelta en el bolsillo del chaleco, además de llegar a la ciudad en su ropa de trabajo que, disculpe que se lo mencione, tiene un fuerte aroma a caballo.

Nuestro visitante lanzó una breve carcajada.

– Ya veo. Les ruego que me disculpen por ello. Estaba en la dehesa cuando se me ocurrió de pronto que mi situación era intolerable, y que requería el consejo de un experto. Me apresuré a tomar el primer tren sin parar a cambiarme. Debe usted excusarme.

– Encantado, ya que eso atestigua impaciencia por obtener mis servicios. Puede confiar en el doctor Watson aquí presente como si fuera yo mismo. ¿Cuál es ese problema tan acuciante que tiene?

– Alguien intenta matarme.

– Cielos, ¿quién?

– No tengo ni la menor idea. Ese es el problema.

– Le ruego que nos cuente su historia.

– Soy el mayor Barrett Desmond. Quizá haya oído hablar de mí.

– ¿Acaso debería?

– Así es, si usted fuese aficionado a las apuestas. Crío caballos de carreras en mi finca de Belting Park en South Downs, y mi capón Thunderbolt es el favorito de la Copa de Sussex.

– Le felicito. ¿Cuál es la naturaleza de esos atentados contra su vida, mayor Desmond?

– Disparos, señor Holmes. Por la mañana no puedo sacar mi fusil para cazar conejos sin que alguien me dispare emboscado en la distancia. No puedo sentarme tranquilamente a pasar una tarde en mi estudio sin que alguien me dispare a través de la ventana y la bala me pase diabólicamente cerca. Demasiado cerca para ser un accidente.

– Es alarmante. Seguramente habrá reconocido al tirador.

– Nunca le he visto. Es demasiado escurridizo.

– ¿Cuánto tiempo hace que pasa esto?

– Hace ya una semana.

– ¿Quién, además de usted, está al tanto de esos ataques?

– Los guardabosques, claro. Y supongo que todo el mundo de la casa oiría los disparos. Mi esposa, mi hermana, mi hijastro y la servidumbre.

– ¿Ha informado a la policía local?

– No, señor, no lo he hecho. Me considero lo bastante capaz como para resolver mis propios problemas.

– Pero algo le ha hecho cambiar de idea.

– Otro disparo, señor Holmes. Un disparo silbó junto a mi oído cuando estaba en la dehesa. Vine a verle enseguida.

– ¿Tiene usted un coto?

– Sí señor, tengo faisanes y una manada de ciervos en la finca.

– Entonces tiene cazadores furtivos.

– Claro que tenemos cazadores furtivos. Pero Birkett, mi guardabosque, los mantiene a raya. Y no eran disparos al azar, Holmes, no lo crea, estaban dirigidos contra mí.

– ¿Qué enemigos tiene, mayor Desmond?

– Que yo sepa, señor Holmes, no hay nadie vivo que pueda desearme mal alguno.

– Es obvio que alguien se lo desea -dijo Holmes secamente-. ¿Los corredores de apuestas quizá? Pueden llegar a ser enemigos peligrosos.

– No señor, en absoluto.

– Bueno, entonces, ¿a quién molesta?, ¿a quién grita?, ¿a quién estorba?

– Sólo al coronel Luttridge -dijo Desmond con una sonrisa-, ya que es seguro que mi Rayo vencerá a su Comanche en las carreras.

– ¿Comanche es un caballo americano?

– Así es, señor Holmes, criado en Kentucky, pero, ¿cómo lo ha sabido?

– Comanche es un nombre de indio piel roja. Pero creo que podemos olvidamos de Comanche. Si el coronel tuviera que recurrir a medidas tan extremas dispararía contra el caballo y no contra el propietario. Debemos buscar en otra parte. Perdone mi siguiente pregunta, mayor Desmond, pero debemos examinar todas las posibilidades. Está claro que es usted un hombre de medios. Cui bono? ¿Quién se beneficia con su muerte? ¿Quién es su heredero?

– Oh, señor Holmes, no hay nada de eso. Mi querida esposa es mi única heredera, y es lo suficientemente rica como para no necesitar nada de mí.

– ¿Belting Park es su finca familiar?

– Lo es ahora -dijo el mayor Desmond con orgullo-. Se compró cuando nos casamos hace ocho años en Dublín, donde estaba destinado con los carabineros. Envié mis papeles enseguida, compramos Belting y nos establecimos para criar caballos de carreras, con el éxito que ya conoce. Pero basta ya de preguntas, señor Holmes. ¿Qué me aconseja? Haré lodo lo que usted me diga.

– Datos, datos, mayor Desmond. Sería un error capital proceder sin dalos. Debo visitar Belting Park. Y añadió mirándome- el doctor Watson, que es mi ayudante, deberá acompañarme.

La desconcertada mirada de nuestro cliente se demudó rápidamente en una de placer.

– Espléndido -exclamó-. Había supuesto que un detective consultor sé que daría en casa para ser consultado. Me alegro de haberme equivocado. Los dos serán bienvenidos. ¿Cuándo vendrán ustedes? ¿Ahora?

– Con el primer tren de la mañana.

Al día siguiente nos pusimos en camino. Un elegante coche ligero de conductor uniformado, nos recibió en la parada de Belting, y pudimos cruzar las puertas de Belting Park antes del mediodía.

Mientras nos acercábamos a la mansión, situada al fondo de una larga avenida de limeros, vimos que era una gran casa georgiana, bien proporcionada, de ladrillo rosa veteado. A su espacioso centro se le habían añadido recientemente nuevas dependencias a su izquierda y su derecha, que armonizaban agradablemente con el edificio original.

Nuestro cliente estaba en la puerta para recibirnos y hacernos pasar. Nos condujo por un largo pasillo situado a la derecha del amplio vestíbulo que tenía una elegante escalera curvada.

– En este ala de la casa están mis dominios -dijo-. Esta es mi sala de estar

Miramos la hermosa habitación, con paneles de roble en las paredes, mobiliario masculino y libros de los mejores autores encuadernados en cuero. Todo parecía sin usar.

– Esta es la sala de armas -dijo en una habitación cuyas paredes estaban cubiertas de gabinetes llenos de armas.

– Tiene una buena armería -comentó Holmes-. Debe ser usted todo un cazador.

– Oh, hago lo que puedo -dijo Desmond sin darle importancia-, pero estas no son mis armas de caza. Colecciono armas.

Se demoró para exhibir sus tesoros.

– Este par de pistolas de duelo de aquí pertenecieron al famoso Luchador Fitzgerald. Y éste -dijo señalando a un largo rifle negro de aspecto siniestro es el «viejo rifle extranjero» con que se cometió el asesinato Appin.

– Ah, el Zorro Rojo -dijo Holmes, y su memoria enciclopédica para el crimen proporcionó enseguida los detalles del caso-. Pero eso tuvo lugar durante el reinado de Jorge II. Este arma es de fecha posterior. Es una espingarda afgana, como aquella con la que se topó el doctor Watson, muy a pesar suyo, durante la batalla de Maiwand. Me he preocupado en aprender todo lo posible sobre armas de fuego, un tema sobre el que estoy escribiendo una monografía. Me temo, mayor, que le engañaron cuando compró este fusil considerándolo un arma histórica.

El mayor se encogió de hombros.

– El que te engañen es un riesgo que conlleva la opulencia -apuntó -. Pero puedo permitírmelo.

Se volvió hacia mí, que en ese momento miraba una placa colgada en la pared contigua. Estaba encabezada con un «Tirador del año», seguida de nombres y fechas.

– Sí, doctor Watson -dijo siguiendo mi mirada-, aquí todavía honramos la vieja costumbre local de disparar al blanco el día de medioverano. Pueden competir todos los hombres, pero suelen hacerlo principalmente los guardabosques. Naturalmente, yo no participo.

– ¿Por qué no, mayor?

En respuesta, Desmond señaló la repisa de la chimenea, atiborrada de trofeos de tiro, todos ganados por él.

– Me pregunto -dijo Holmes, mirando el despliegue de copas y placas-, cómo es que no ha acabado usted mismo con ese tirador, dada su habilidad en el tiro al blanco.

– Si tuviera intención de matarlo ya lo habría matado -dijo el mayor siniestramente-. Pero la única intención que tengo es la de hacer que me deje en paz. Es una amenaza para todo ser viviente de la finca, mientras siga disparando de esta forma tan indiscriminada. Pero, acompáñenme, caballeros, quiero que vean lo que hay en la siguiente habitación.

Seguimos a nuestro anfitrión y dejamos la sala de armas. Al final del pasillo había una puerta que daba al exterior, pero nuestro guía se limitó a indicárnosla, para llevamos luego a la última habitación del pasillo. Nos encontramos entonces en otra espaciosa sala, también forrada con paneles de roble. Una gran chimenea con una repisa tallada dominaba la pared del este. Al sur, unas pesadas cortinas escarlata, descorridas, descubrían una hilera de anchas ventanas de guillotina que miraban a un soleado prado. En la pared opuesta, el grueso acolchado de una poltrona Morris prometía lo último en comodidad. La chimenea estaba flanqueada por dos butacas igualmente cómodas, habiendo otra junto a la soleada ventana.

– La sala de estar fue idea de mi mujer -comentó el mayor Desmond con una sonrisa-, pero este es mi auténtico sanctum. Aquí tengo los registros de la cría y los libros que leo.

El gran escritorio de roble estaba situado frente al hogar, y las estanterías que había tras él estaban llenas de volúmenes muy hojeados.

– Y aquí hay más armas -dije, examinando un armarito abierto junto a una ventana.

– Ah, estas son mis auténticas armas, mis rifles de caza favoritos. Este es el que cogí para devolver el fuego de la otra noche.

Dio unas afectuosas palmaditas a un rifle para ciervos del armarito de nogal.

– Ah, sí, la otra noche -dijo Holmes-. Según creí entenderle, el villano le disparó por la ventana abierta. ¿Dónde estaba sentado?

– En la poltrona, estudiando unos documentos. Se me había caído uno y me incliné para recogerlo cuando el silbido del disparo pasó junto a mí.

– ¿Y dónde dio?

– Me temo que estropeó mi sillón favorito -dijo el mayor, indicando un agujero limpio en el acolchado respaldo, justo a la altura de la cabeza.

Holmes sacó al instante su navajita y empezó a hurgar con cuidado en el agujero con la hoja más delgada.

Ya está. -Exhibió el pequeño trozo de plomo en la palma de su mano-. Es una cosa muy fea para que una noche se te clave en la espalda. -Se lo guardó en el bolsillo del chaleco-. Bueno, mayor Desmond, será mejor que eche las persianas cuando anochezca.

Y diciendo eso, cogió súbitamente el rifle del armero y se lo llevó al hombro.

– Tenga cuidado loco, está cargado -gritó el mayor.

– ¿Acostumbra usted a guardar los fusiles cargados? -preguntó Holmes.

– Ahora sí -dijo el mayor con ironía.

– ¿Y usted disparó por la ventana?-interpeló Holmes, llevando el ojo a la mira-. ¿Hacia ese grupo de hayas?

– El disparo parecía provenir de allí.

– ¿Pero no vio a nadie?

– Quien fuera vino y se fue. Bueno, caballeros, he oído que llamaban para el almuerzo. ¿Les parece que vayamos a tomarlo?

Llevamos a cabo las abluciones necesarias y nos dispusimos a bajar. Unas sonoras voces se oyeron a medida que nos acercábamos al rellano.

– ¡Te mantendrás apartado de Sally Parker! -gritó la voz de nuestro anfitrión.

– ¡Hágalo usted! -fue la ruda respuesta de una joven voz.

– ¡No hables así a tu padre! -dijo una dulce voz de mujer.

– ¡No es mi padre!

Empezamos a bajar, teniendo el tacto de hacerlo ruidosamente.

– ¡Ya basta, Denis! -dijo el mayor de forma perentoria-. Adelante, caballeros. Agnes, querida, estos son los amigos que han venido a resolver nuestro problema.

– Sean bienvenidos -dijo ella con su voz musical.

La esposa del mayor era un delicado ejemplar de ese tipo de femineidad que siempre me ha atraído: pequeña pero perfectamente formada, y tan erguida como una vara. Su vestido era de elegante simplicidad, hábilmente ajustado y rematado con un ligero tejido de lana, y sólo adornado con un ancho bolso de terciopelo negro, ricamente ribeteado en azabache y sujeto a su estrecha cintura como un retículo. El verde pálido de su vestido combinaba sutilmente con los brillantes rizos de su pelo cobrizo. Tenía un rostro encantador, una de esas caras felinas con grandes ojos violetas, nariz pequeña y boquita rosada.

– Dejen que les presente a mi hijo, Denis Mullen.

El joven Mullen se parecía a su madre, pero sin nada de su belleza. Tenía penetrantes ojos verdes en un rostro pálido, una mandíbula decidida, y un tupido pelo anaranjado. Nos miró con el ceño fruncido y murmuró algo.

– Ah, ahí se oye el segundo gong -dijo Desmond con cierto alivio-. Por aquí, caballeros.

En el espacioso salón comedor se había dispuesto una mesa para seis. Nos sentamos los cinco y desdoblamos las servilletas damasquinadas. No se hizo ningún comentario sobre la silla vacía.

Ya habíamos acabado con la sopa y estábamos picando remolacha cuando me sobresalté por los gritos de una voz de contralto bastante ronca.

– ¡Vaya, vaya, vaya!

La recién llegada exhibía un rostro bastante ancho, castigado por el tiempo, una figura igualmente ancha, y un atuendo asombroso. Iba vestida como un cochero, con chaleco, chaqueta y polainas a cuadros. Antes de entrar dejó la escopeta junto a la puerta.

– Mi hermana Penélope -dijo el mayor Desmond-. Es uno de mis domadores.

– He soltado a Starfire. -Se sentó y empezó a servirse de la bandeja de plata que llevaba la atractiva doncella-. Uno de estos días Starfire igualará a Thunderbolt, Barry.

– Me alegra que pienses así.

– ¿Entonces no la venderás?

– No seas pesada Penny. Starfire se irá la semana que viene. Está decidido.

– ¡Lo lamentarás! -dijo atacando su filete con sádicos cortes.

– Te presento a nuestros invitados, Penny -dijo el mayor relajando el ambiente-. El señor Holmes y el doctor Watson.

Un ojo hostil nos examinó.

– Los sabuesos detectives de Londres, ¿eh? ¿Han descubierto ya a nuestro enemigo secreto?

– No tengo ningún enemigo secreto, Penny -dijo el mayor molesto.

– Vaya, Barry, ¿has olvidado a ese terrible hombrecillo con pantalones de pastor que gritó tan fuerte y te asustó tanto? El lunes hará una semana.

– No me asustó -dijo el mayor con rigidez.

– Te amenazó de una forma terrible -dijo la señorita Penny-. Dijo que te rompería todos los huesos del cuerpo. Era tan gracioso, Agnes. Debiste oírlo.

La boca felina apretó los labios.

– Le oí, Penny.

El rostro de nuestro anfitrión se endureció.

– Clegg es muy excitable -dijo cortante-, pero no es ningún francotirador.

La señorita Penny lanzó un desagradable resoplido y Holmes cambió de tema.

– Veo que viene de cazar, señorita Penny.

– Tengo que hacerlo -replicó siniestramente-. Los cuervos, ya sabe.

– Mi hermana está peleada con los cuervos -dijo el mayor con una sonrisa-. Cree que tienen algo contra Starfire.

– ¡Ríete todo lo que quieras, Barry, pero ya lo verás!

Holmes volvió a cambiar de tema, dirigiéndose al joven Mullen.

– ¿Y usted, señor Mullen, también dispara?

– No -dijo átonamente el joven.

– No tienes vergüenza -dijo su madre-. Denis tira tan bien como yo, y es casi tan bueno como Barry, pero no suele disparar.

– No me gustan los deportes sangrientos -dijo Denis entre dientes.

– Mire, Holmes -exclamó Desmond con decisión repentina-. Yo soy un hombre de acción. No puedo quedarme sentado esperando a que me disparen.

– ¿Qué más puedes hacer, Barry? -preguntó la señorita Penny.

Te diré lo que puedo hacer. Al anochecer prepararé una trampa con la ayuda de Holmes y su amigo para que se descubra este individuo. ¿Están ustedes conmigo, caballeros?

– Por supuesto, mayor.

– Yo también iré gritó la señorita Penny excitada.

– No, no vendrás, Penny. Esto es peligroso. Te mantendrás al margen.

– ¿Por qué? Te odio, Barry. Crees que las mujeres no sirven para nada. Pues te equivocas. Sé cuidarme sola. Tengo mi rifle.

La señora Desmond le sonrió.

– Tienes razón, Penny. Podemos cuidamos solas.

Puso algo sobre la mesa. Era un juguete de aspecto inocente, una pequeña pistola de reluciente cargador con una brillante empuñadura de madreperla. La manejaba con fría habilidad.

– La llevo encima desde que empezaron los problemas. No tengo miedo -dijo, devolviéndola al bolsillo.

– Sé que no lo tienes, querida -dijo Desmond-, pero el trabajo de esta noche es cosa de hombres.

Se volvió hacia la hermosa doncella, que estaba sirviendo más remolacha.

– Sally, haga el favor de informar a Maggie de que esta noche no cenaremos. Que prepare una merienda abundante para las siete en punto, en la terraza.

La muchacha le dedicó una mirada, hizo una reverencia y desapareció.

– Bueno, Barry -dijo la mujer-. ¿No encuentran ustedes que todo esto es un tema de conversación bastante siniestro?

La tertulia cambió de tema a continuación y, poco después, una vez hicimos justicia a las viandas, nos levantamos todos de la mesa.

– Bueno, mayor -dijo Holmes-, con su permiso iremos a las habitaciones de los criados para averiguar de ellos lo que podamos.

Descubrimos que estas habitaciones de los criados estaban gobernadas con mano de hierro, no por el mayordomo, un muchacho voluntarioso pero algo bisoño llamado Tamms, sino por la rígida ama de llaves, la señora Sattler. Nos informó de que el personal no sabía nada y que, de todos modos, no era asunto suyo. A pesar de eso, el personal nos informó de que sí habían oído los disparos la semana pasada. Sólo un muchacho cockney, encargado de la despensa contribuyó con algo más. Dijo haber oído los disparos de la noche anterior, salido a mirar y avistado al tirador cuando desaparecía.

– Desapareció como un espectro, señor, y me puso los pelos de punta, señor.

No estaba seguro de si era alto o bajo, gordo o delgado, pálido o moreno; sólo estaba seguro de que le había puesto los pelos de punta.

Sólo quedaba la cocinera y Holmes la mandó llamar. Se encontró con un adversario duro.

– Dice que está ocupada, que vaya usted.

Así que fuimos a ver a Maggie a sus dominios. Nos encontramos con una mujercita delgada, de feroces ojos, sentada a una larga mesa untando pan con mantequilla con un cuchillo alarmantemente grande.

– Una merienda -gruñó-. Y yo con un ganso bien gordo recién sacrificado para la cena. Bueno, ¿qué desean ustedes? Siéntense si quieren.

Agitó el cuchillo señalando a un par de sillas de madera.

– Bueno, Maggie… -empezó a decir Holmes, mientras tomaba asiento.

– Llámeme señora Murphy.

Bueno, señora Murphy, estoy Seguro de que querrá ayudar a su buen señor…

– ¿Buen señor? Lo que sí es seguro es que es el señor. Me paga bien, ¿no? Se pasea por la casa como si fuera el dueño de la mansión comprada con el dinero de mi señora, persiguiendo a todas las caras bonitas que ve y apostando en todas las carreras, aunque ella no pueda permitírselo. Le dije que nada bueno saldría de él, yo que estoy con ella desde los tiempos del señor Mullen. ¡Buen señor! ¡Ja! ¡Todos los hombres son unos inútiles!

Cogió el cuchillo y empezó a atacar los pepinos.

– Bueno, señora Murphy, ya sabe que hay alguien que ronda por el lugar e intenta matar al mayor…

– Que le vaya bien -murmuró la señora Murphy a los pepinos.

– Y quisiera preguntarle…

– ¿Preguntarme?-cortó Maggie-. Pregúnteme si yo dispararía contra el mayor. Bueno, señor, pues sí que lo haría, si con eso ayudara a la señora. Pero no serviría de nada, así que no lo hago. Puede usted meter eso en su pipa y fumárselo. Le deseo los buenos días.

Nos retiramos en desbandada.

– Por Dios -dijo mi amigo burlonamente-. ¡Espero que esta buena mujer no sea un ejemplo de lo que nos depara la mujer del futuro!

Dejamos el ala del servicio y nos detuvimos en la puerta trasera para examinar el paisaje. A nuestra derecha había una tentadora terraza, atractivamente amueblada con artículos de mimbre. Más allá se extendía un verde prado y el bosque. El prado se prolongaba ante nosotros, descendiendo hasta la dehesa y los establos situados a lo lejos. A nuestra izquierda estaba el cuidado jardín de la cocina y, más allá, el campo de tiro para el Día de Medio Verano. Se oían disparos provenientes de esa dirección.

– Vamos -dijo Holmes.

Fue delante de mí, caminando a buen ritmo. El campo de tiro resultó ser sólo una extensión de verde césped, con el blanco en un extremo y una línea de fuego ligeramente marcada en el otro. En esa línea estaba el joven Denis Mullen, rifle en mano.

– Bueno, señor Mullen -dijo Holmes acercándose a él-. Parece que, después de todo, sabe disparar.

El joven nos sorprendió con una réplica cortés.

– Sí, señor Holmes, a un blanco. Es algo muy distinto. Me entreno a fondo en ello. La bala está en el centro, acabo de ponerla allí. Podría matar si quisiera, pero no quiero.

– Dígame, señor Mullen, ¿qué sabe usted de los ataques contra el mayor?

La mirada inescrutable volvió a su joven rostro.

– Nada. Siento no poder ayudarle. Discúlpeme, tengo prisa.

La visión de la bonita Sally saliendo por la puerta de atrás explicaba su prisa. Cuando se alejó, Holmes dedicó su atención al blanco, que resultó no ser más que una simple construcción de paja, en la que se habían pintado los círculos concéntricos de una diana, muy salpicada de agujeros de bala. Había una bala en el centro. Atacó el heno con sus fuertes y nervudos dedos, y pronto la sacó, guardándosela en el bolsillo del reloj, pero no desistió hasta encontrar otras balas, que guardó en su chaqueta.

– Bueno. Aquí no podemos averiguar nada más. Vámonos.

Era un perfecto día de verano. Las alondras volaban en el cielo sin nubes, y su invisible piar llegaba a nosotros arrastrado por la brisa.

– No hay duda de que South Downs es el paraíso de Inglaterra -comentó mi compañero-. A veces pienso que es aquí donde elegiré terminar mis días en paz.

– Es sin duda un día celestial -acordé-. Resulta difícil concebir que en este tiempo puedan tener lugar vilezas como la que hemos venido a desentrañar.

– Pero las hay, Watson, y en ninguna parte más que en las extensiones solitarias del campo.

Rodeamos la casa, teniendo como objetivo el grupo de hayas que había en el prado sur, y que habíamos visto desde la ventana del mayor. Al llegar allí, Holmes empezó a examinar el terreno, con los ojos brillantes y las fosas nasales dilatadas como las de un sabueso que está sobre la pista. No teniendo otra cosa que hacer, le imité, pero no vi nada en el abundante césped. Tampoco lo vio él. Al poco rato se unió a mí, a la sombra de las hayas, meneando la cabeza.

– Demasiado buen tiempo. No hay rastros de nuestro amigo. Pero esto… -Su mirada inquisitiva había visto algo en el tronco del árbol-. ¿Qué es esto?

Era un agujero en la rama del árbol. Volvió a hurgar con su navaja de bolsillo, y pronto sacó otro pedazo de plomo, que se metió en el bolsillo del pecho.

En ese momento nos sobresaltamos al oír un disparo, seguido de otro más.

Cuando corrimos apresuradamente a la casa, vimos al mayor aparecer corriendo, fusil en mano, dirigiéndose hacia el bosque. Alteramos nuestro camino y nos encontramos con él en la linde.

– ¡Otro ataque! -gritó cuando nos acercábamos-. Desde aquí, desde aquí me ha disparado antes de desaparecer en el bosque. Vaya, ¿qué es esto?

Había una mancha de sangre en el suelo del bosque.

– ¡Ha herido a su hombre! -grité.

– Me temo que sólo levemente. Corría como un conejo.

– Al menos lo ha herido -dijo Holmes.

Se inclinó, mojando el pañuelo en la mancha del suelo y puso la tela enrojecida en un sobre que cogió de un bolsillo.

– Es usted muy meticuloso -remarcó el mayor-, pero ¿de qué sirve eso? Sabemos que es sangre.

– Como usted dice, soy muy meticuloso.

Volvió a examinar el suelo, pero sin éxito. El escurridizo tirador había desaparecido sin dejar otro rastro de su presencia.

– Bueno, mayor, no puedo hacer más aquí. Propongo que usemos el tiempo que nos queda hasta la merienda para visitar la taberna local.

– Por supuesto -asintió cordialmente el mayor-. Estaré encantado de presentarle a la gente.

– No, señor. Su presencia seguramente cerraría algunas bocas que preferiría que estuvieran abiertas.

Fueron dos afables forasteros con ropas de pana los que se presentaron en La Cabeza del Almirante. Encontramos el local lleno de parroquianos en diversos estados de convivencia. El tabernero era un hombre pequeño, de ojos brillantes como los de una ardilla, que llenó nuestras jarras enérgicamente. Mi amigo bebió la cerveza en silencio, estudiando a los clientes con su aguda mirada y su oído, igualmente agudo, atento a su charla. Hablaban bastante alto. En un rincón había un grupo que celebraba ruidosamente los méritos del gobierno regional. Una voz se alzó furiosa, cerca de nosotros.

– Como el mayor se meta con mi Sally, me lo cargo de un disparo -dijo de forma algo espesa.

Su compañero, un joven delgado y nervudo con ropas de mozo de cuadra, sonrió burlonamente.

– Seguro que fallabas el tiro, Jem.

– En un rifle hay más de un disparo -murmuró el otro, bajando la voz.

– ¿Quién es ese amigo que es tan rápido con su arma? -dijo Holmes casualmente, mirando sobre su cerveza.

El tabernero lanzó una carcajada.

– Habla por hablar. Sally Peter es muy bonita y su padre sospecha de cualquier hombre que le sonría. Es uno de los guardabosques del mayor, y le tiene bastante aprecio cuando está sobrio.

– ¿Y el muchacho que está con él?

– Ned Bickford no es ningún muchacho, sino el jefe de las caballerizas.

– ¿Y a él le gusta su jefe?

– ¿Quién sabe? Es de los que hablan poco. Dicen que le gusta demasiado la señora, pero él no habla del tema.

– ¿Y quién es el amigo que defiende tan ardientemente a Parnell?

El tabernero parlanchín proporcionó voluntariamente más información sobre sus clientes, poro como resultó ser poco significativa, será mejor que aquí la omitamos.

Volvimos a las siete en punto y encontramos a la familia reunida en la terraza para lomar la merienda. La señora Desmond nos dio la bienvenida vestida con una delicada bata de color verde lima. Denis, desdeñoso, nos ignoró. Sólo faltaba la señorita Penny, pero tampoco esta vez nadie hizo comentarios al respecto. La temible señora Murphy había preparado mucho más que emparedados de pepino. Fui capaz de satisfacer pródigamente mi secreta pasión por los dulces, mientras Holmes se dedicaba frugalmente al rosbif frío. El mayor devoraba panecillos, demasiado absorto planeando su trampa para darse cuenta de lo que comía.

– Pero Barry, no creo que venga ya.

– Estaremos listos para cuando lo haga -dijo el mayor-. Estoy cansado de tanta inacción. ¿Han terminado ya, caballeros? Acompáñenme.

Abandoné reticente una tarta de moras a medio comer y les seguí. Cuando rodeamos la casa, dos recién llegados se añadieron en silencio al grupo. Reconocí al corpulento guardabosque Jem Parker. Su compañero alto y de vista aguda resultó ser el jefe de las caballerizas, Wilt Birkett. Pisándoles los talones y de forma menos silenciosa, venía la señorita Penny, pertrechada para disparar contra los cuervos.

– ¡Penny! ¿Dónde has estado?

– Vigilando a Starfire.

– Pues vuelve a eso. Ahora no vamos a disparar contra los cuervos. Hay un asesino suelto. ¡Márchate!

Ella obedeció cabizbaja, arrastrando los pies y con alguna que otra mirada ocasional hacia atrás. Los demás nos encaminamos al sanctum del mayor. Allí, con las cortinas echadas, observamos a Sherlock Holmes preparar con dedos hábiles una escena que atrajera a nuestra presa.

Era como si hiciera una efigie de Guy Fawkes para el cinco de noviembre. Con bastantes cojines metidos dentro de la chaqueta del smoking del mayor, éste parecía encontrarse sentado en la poltrona junto a la ventana, pero con una desconcertante ausencia de cabeza. Esta ausencia fue suplida cuando el mayor proporcionó la chistera que acompañaba al smoking. Entonces nos asignó nuestros respectivos puestos con un susurro de conspirador.

– El señor Holmes cubrirá el prado frontal desde las hayas, ayudado por el doctor Watson. Birkett el ala oeste, en el rosal. Parker, la terraza. Yo me esconderé en la linde del bosque. Así podremos rodearle cuando se presente.

– Y recuerden que no debe hacerse ningún disparo -dijo Holmes-. Tenemos la intención de cogerle por sorpresa.

Ajustó tentadoramente la chistera que asomaba por encima del respaldo de la silla.

– Ya está, esto debería atraerle. -Situó la lámpara para que silueteara la escena, descorriendo las cortinas al crepúsculo cada vez más oscuro-. Vámonos.

En nuestro escondite junto a las hayas había un césped muy cómodo y allí nos sentamos. El estar sentados a nuestro aire, oliendo el jardín de rosas y viendo como salían las estrellas resultaba muy placentero. Sólo faltaba que pudiéramos haber estado fumando. De pronto se oyó un disparo.

Holmes se movió como un ciervo. Todos convergimos en la ventana iluminada. Birkett, Parker, el mayor, Holmes y yo, y la señorita Penny Desmond, arma en mano y con la mirada enloquecida.

– ¿Quién ha hecho ese disparo? -exigió Holmes furioso.

– Fui yo -dijo el mayor tímidamente-. Vi al hombre, y me temo que perdí la cabeza.

– ¡Le ha visto! ¡Espléndido! ¿Quién es?

– Eso no puedo decírselo. Le vi desde mi escondite acercándose a la ventana, pero iba agachado. Entonces se incorporó. Era un hombre corpulento, tan alto como yo, y vi su cara a la luz de la ventana. ¡El hombre es negro, señor Holmes!

– ¡Negro! ¿Hay negros en la vecindad?

– Sólo los encargados de Comanche.

– Bien -dijo Holmes-, le hemos asustado, sea quien sea. Difícilmente volverá sabiendo que le estamos esperando. Les dejo con la cabeza tranquila.

– ¡Nos deja!

– Lamento tener que hacerlo, mayor Desmond. Mañana tengo una cita urgente con un distinguido personaje, cuyo nombre no tengo derecho a revelar. Cuando haya satisfecho su petición, analizaré los datos que he recabado aquí y me comunicaré a continuación con usted.

Procedimos a viajar a Londres en el primer tren, y Holmes tuvo tiempo de sobra para reunirse con su distinguido cliente. Volvió de la reunión sonriendo y meneando la cabeza.

– Era su mujer, por supuesto. Pobre hombre, El asunto se ha interrumpido y se acallará decentemente. Ahora volvamos con mi cliente de Sussex.

Se remangó y se enfrascó con sus tubos de ensayo en su mesita arrasada por los ácidos. Reconocí un precipitado de color rojizo que había en uno de ellos.

– Sí -dijo Holmes, dándose cuenta de mi mirada-. La prueba de sangre de Sherlock Holmes que me vio perfeccionar cuando nos conocimos.

– Pero sabemos que es sangre.

– Ahora lo sabemos con certeza. Quizá esto nos diga mucho más si le hacemos las preguntas adecuadas.

Cuando le vi dejar a un lado los tubos de ensayo y preparar el microscopio, supe que iba a hacerle otro tipo de preguntas a la sangre del furtivo.

La hora de cenar llegó y pasó sin ser notada. Inmerso en el absorbente relato marino de Clark Russell, «El Naufragio del Grosvenor», apenas alcé la mirada cuando dejó a un lado sus diapositivas y sacó su colección de balas. Por fin se echó hacia atrás, con aspecto grave.

– Estamos en aguas profundas, Watson. Debemos volver cuanto antes a Belting Park.

Abrí en un tris nuestra ajada guía Bradshaw.

– No podemos hacerlo, Holmes -dije-. El siguiente tren no sale hasta mañana.

– Me lo temía -dijo Holmes-. Bueno, habrá que esperar lo mejor.

Cogimos el primer tren con tiempo de sobra, encontramos desocupado un cómodo compartimento de primera clase, y nos dispusimos a leer los periódicos de la mañana. Yo fui el primero en abrirlos, y me sorprendí horrorizado.

– Santo Cielo, Holmes -grité-, el persistente francotirador del mayor ha vuelto a atacar, ¡y ha dado en el blanco! El mayor Desmond ha muerto.

Pareció que pasaba un siglo hasta que llegamos a la estación de Belting. Como fuimos los únicos pasajeros en bajar, no fue una gran hazaña deductiva el que se nos acercara un joven de terso cutis para decimos:

– ¿El señor Sherlock Holmes?

Mi compañero asintió con la cabeza.

– Estamos en desventaja, señor.

– Inspector Clempson, encargado del asunto de Belting Park, a su servicio. No se ha tomado mucho tiempo, señor. Envié mi cable en la medianoche de ayer.

– ¡Oh! No he recibido ningún cable. He venido por mi cuenta.

– ¿Esperaba lo sucedido?

– Temía alguna villanía semejante.

– Entonces nos alegrará que nos ayude, señor Holmes. Pero venga, tengo un coche esperando para llevamos a Belting Park.

– Vamos pues. Podrá contarnos los detalles de este trágico asunto mientras vamos hacia allá.

Mientras discurríamos a buen paso por los verdes caminos respirando el fresco aire del verano, escuchamos la historia del inspector.

– Parece ser, caballeros, que la aparición de un hombre negro acechando anoche alarmó a la familia respecto a los caballos…

– ¿Porqué? preguntó Holmes-. Cualquier hombre puede ennegrecerse la cara, y los contrabandistas de la zona suelen hacerlo a menudo.

– Al no ser de aquí no se les ocurrió pensar en eso. Pensaron en los mozos de Comanche, y adoptaron medidas protectoras. Ned Bickford y sus hombres se quedaron a guardar los caballos. Los guardabosques se situaron alrededor de los establos.

– Entonces, ¿se abandonó toda protección a la casa?

– El mayor era una persona valerosa, como lo es la señora Desmond. Estaban impertérritos haciendo cuentas cuando se oyó el disparo. Denis Mullen estaba en el prado y corrió enseguida al interior. Encontró a su padrastro en el suelo, muerto de un disparo en el corazón, y a su madre inconsciente en la poltrona. Llamó a los criados y envió a por mí. Cuando llegué yo, media hora más tarde, descubrí que tenía la situación controlada, con su madre en la cama y el doctor Ledyard en camino, tras haber enviado a buscar a su abogado, un tal señor Needleton de Brighton.

– Puede estar seguro, Holmes, de que interrogué a todos los implicados en el asunto -añadió el inspector inquieto-. Denis Mullen no vio nada pese a estar fuera. La señorita Penny estaba en los establos vigilando a Starfire. Toda la gente que vigilaba en los establos se alarmó mucho por el disparo, pero lo único que hicieron fue redoblar la vigilancia. Parker y Birkett, situados en la periferia, no vieron nada sospechoso. Ya estamos llegando a Belting Park.

Cuando atravesamos la avenida de limeros, un salvaje ulular llenó el aire.

– Santo Cielo, ¿qué ha sido eso? -dije yo-. ¿Un perro?

– El pillaloo, o aullido irlandés -dijo Holmes-. La señora Murphy llora una muerte en la familia, según la costumbre.

La estirada ama de llaves nos admitió de mala gana.

– La señora Desmond está postrada en cama y no puede ver a nadie -dijo fríamente.

– Todavía no necesitamos molestar a la señora Desmond, señora -replicó el inspector-. El señor Holmes desea inspeccionar la escena del crimen.

Al oír la puerta, un hombre alto y delgado, vestido con ropas formales pasadas de moda, apareció en las escaleras.

– ¿Y bien, señora Sattler?

– La policía, señor Needleton.

– Ya era hora. Un asunto terrible, señor. Pensar que cuando estuve aquí hace una semana todo iba bien, y nada se sabía de ese peligroso asesino. Bueno, tengo trabajo que hacer. Le deseo buena caza.

Desapareció antes de que pudiéramos abrir la boca. Holmes se encogió de hombros y se dirigió hacia el sanctum del mayor, seguido por nosotros. Unas manchas de sangre en el suelo, junto al escritorio, indicaban dónde había caído Desmond. Al lado estaba su rifle, cargado y a punto de ser disparado, mudo testimonio de que había muerto defendiéndose de su asesino, aunque fuera en vano.

Holmes lo examinó atentamente.

– ¿La bala, inspector?

– La bala le atravesó el corazón, alojándose en una costilla. Esta mañana hicieron la autopsia y se la extrajeron. Aquí está.

Holmes la cogió, examinándola cuidadosamente con su potente lupa de bolsillo.

– ¿Y el arma?

– No se ha encontrado. Sin duda, el asaltante se la llevó consigo al huir.

– Sin duda. ¿Y las ropas del mayor?

– Las tengo aquí. -El inspector las sacó de un cajón-. Observará que no hay rastros de pólvora.

Holmes las examinó todas, el chaleco de tweed, la camisa y la fina ropa interior de lino. Observó los mortíferos agujeritos de las balas que habían causado la muerte de quien los llevaba.

– Una apertura tan pequeña para que entre la muerte -musitó. Dejó la ropa plegada sobre el escritorio-. Bueno, creo que ya es hora de oír lo que tiene que decimos la señora Desmond. Vamos, Watson. No, inspector, usted no. Trabajo mejor solo.

Encontramos a la dama reclinada en un sofá Recamier de calicó amarillo. Clavó en nosotros sus ojos calmados, pero no dijo nada.

– Señora -dijo Holmes con la gentil gravedad que, en ocasiones semejantes, usaba con el bello sexo-, venimos a ofrecerle nuestras condolencias por su doble pérdida.

Ella se incorporó, abriendo mucho los ojos.

– ¿Mi doble pérdida?

– La trágica pérdida de su marido, señora Desmond, y la aún más trágica pérdida de su hijo, que seguramente acabará ahorcado por su asesinato.

La señora Desmond dedicó a mi compañero una mirada larga y pensativa y se puso en pie.

– Le agradezco lo primero -dijo con calma-. En cuanto a lo segundo, resulta prematuro. Denis nunca será ajusticiado por matar a Barry Desmond. Fui yo quien lo mató.

– Lo sé, señora Desmond -dijo Holmes-, pero quería oírselo decir.

– Bueno, ya lo he dicho. Ahora déjeme sola.

– También sé, señora, que le disparó en defensa propia -dijo Holmes, ignorando su despedida.

Ella le miró cortante.

– ¿Cómo puede usted saber eso?

– Sentémonos y se lo contaré.

Holmes la sentó en el sofá amarillo sin que ofreciera resistencia, y cogió una silla para sentarse junto a ella. Yo me moví para pasar a un discreto segundo plano.

– El mayor Desmond se mostró desde el principio como un cliente extraño, que no mostraba ningún deseo o esperanza de que yo investigase en el lugar del delito. Era inusual, pero en ningún momento se me ocurrió la posibilidad de que un cliente acudiera a mí con el deseo expreso de engañarme. Yo procedí como acostumbraba, viniendo a Belting, recogiendo los datos disponibles y volviendo a Baker Street.

»Soy un detective científico, señora Desmond. Examiné mis datos con tubos de ensayo y un potente microscopio y descubrí una cosa muy extraña. Mi cliente me estaba mintiendo.

– Pues claro que estaba mintiendo. Barry era un mentiroso nato -dijo la señora Desmond amargamente. Pero, ¿cómo lo supo usted?

– El primer indicio fue la sangre que encontramos en el lindero del bosque. Ningún francotirador pudo haber derramado esa sangre. Era sangre de ave, supongo que del ganso recién sacrificado que había en la cocina. Y las balas, señora Desmond, la que se hundió en la poltrona de su marido y la de la haya, disparada por su marido como respuesta al fuego, habían sido disparadas por el mismo arma.

– Yo podía haberle dicho eso. Le vi. La noche que volvió de Londres, yo estaba sentada junto a la ventana y le vi disparar contra la suya, para darse luego media vuelta y disparar al otro lado del prado. Conocía su mente retorcida y supe enseguida que no había ningún francotirador y que estaba planeando alguna cosa, como siempre. ¿El qué? ¿Planeaba matar a alguien y echarle la culpa al tirador furtivo que había inventado? ¿A quién? ¿A mí?

– ¿No informó enseguida al inspector Clempson?

– ¿Y hacer que las murmuraciones y el escándalo se enseñorearan de toda la región? Por supuesto que no. Cogí la vieja pistola que tenía de cuando vivía en Irlanda, para llevarla siempre encima. Debió considerarme usted muy peculiar cuando exhibí mi arma durante el almuerzo y fanfarroneé diciendo que sabía defenderme sola. En realidad estaba diciéndoselo a Barry, pero al final resultó no darse por aludido.

– Cuando comprendí el doble juego de su marido, señora Desmond, me di cuenta de su apuro y me apresuré a volver a Belting. Pero, ay, al desplazar a todos sus hombres a otra parte, aprovechó la oportunidad para volver su arma contra usted.

– Así es, señor Holmes. Pero yo estaba atenta… y disparé primero. Lamento haber tenido que hacerlo, pero no tuve más remedio. Dígame, señor Holmes, ¿cómo estaba usted tan seguro de que fui yo quien disparó contra Barry?

– Usted tenía los medios, el motivo y la oportunidad. La bala, más pequeña que la que se utiliza para cazar ciervos, debía provenir de una pistola como la suya. Cierto que no se encontró la pistola, pero el primer hombre que llegó al escenario del crimen fue su hijo, que debió pensar que lo mejor era ocultarla. El mayor no tenía chaqueta porque debía tener rastros de pólvora, así que supongo que Denis la ocultaría también.

– No sé nada de todo eso. Después de disparar perdí el conocimiento y no sé lo que sucedió hasta que desperté en mi propia cama. Bueno, señor Holmes, ¿qué va a suceder ahora? ¿Va usted a arrestarme?

– No pertenezco oficialmente a la policía, señora Desmond. La investigación oficial determinará lo que sucederá a partir de ahora. Puede estar segura de que, si la juzgan, testificaré diciendo que disparó en defensa propia. Mientras tanto, le aconsejo lo que dice el viejo adagio: Las cosas se arreglan antes cuanto menos cosas se digan.

Tras dejarla, nos despedimos de Belting Park y volvimos a Baker Street y a otras ocupaciones. Atrás quedó el idílico tiempo veraniego. Los siguientes días amanecieron fríos y lluviosos. El segundo día, cuando estábamos sentados ante el fuego después de desayunar, Holmes apartó el periódico.

– La investigación ha terminado y la señora Desmond está libre. No la llamaron a las instrucciones preliminares, y se dice, tanto dentro como fuera del juzgado, que el dictamen será que el mayor fue asesinado por una o varias personas desconocidas. Bueno, en cierto modo, se ha hecho justicia. Fue el peor tipo que he llegado a tener como cliente, y tuvo la desfachatez de hacerme partícipe de su plan criminal. Quería que yo jurase que todo era un plan contra su vida.

– Cuando todo el tiempo era un plan contra su esposa. Pero, ¿por qué, Holmes? ¿Qué motivos tenía?

– ¿Quién conoce la mente de un asesino? Puedo aventurar una conjetura. El dinero. Los presuntos ataques empezaron cuando apareció el procurador. ¿Se habría vuelto su esposa contra él, exasperada por sus constantes apuestas y líos de faldas? ¿Planeaba ella divorciarse de él? ¿Cambiar su testamento? ¿Dejarle todo su dinero a Denis? Fuera cual fuera la amenaza, conocía bien su inflexible naturaleza y que la muerte era la única salida, así que hizo planes para llevarla a cabo con impunidad.

– Pero Holmes, ¡qué tontería cometió llamando a un detective como usted para que examinara sus progresos! Debía estar loco.

– Quizá lo estaba. Quos Deus vult perdere, prius dementat. Pero había un método en su locura. Tenía la impresión de que un detective consultor se quedaba en casa para ser consultado. Él mismo lo dijo. Actuando según esa impresión, pensó que yo sería la elección perfecta para ser embaucado. Cuando descubrió que se equivocaba, puso la mejor cara que pudo y aprovechó la oportunidad para proporcionarme parte de los datos que yo buscaba, falseándolos, claro.

– ¿Y cómo supo que eran falsos? Lo de la sangre, por ejemplo. ¿Con la prueba Sherlock Holmes?

– Con el microscopio, Watson. En una persona humana, los glóbulos rojos son redondos, en un pájaro, elípticos. Verá usted una ilustración de las diferencias en Taylor.

Miré al otro lado de la habitación, a la estantería donde estaban los dos gruesos volúmenes de Jurisprudencia médica.

– Estoy familiarizado con Taylor. Pero Taylor no dice nada sobre la identificación de las balas.

Holmes sonrió.

– ¿Por qué cree que disparé tantas balas en esa pared?

Miré con irritación las iniciales VR, hechas con agujeros de balas, con que Holmes había adornado la pared en uno de sus peculiares arrebatos.

– Para expresar su lealtad por nuestra graciosa soberana Victoria Regina, supongo -dije sardónicamente.

Holmes miró complacido las impecables iniciales.

– Oh, eso fue para exhibir mi puntería. Pero volví a coger las balas y las puse bajo el microscopio. ¡Y todas estaban marcadas de forma idéntica, tal y como había postulado! Observaciones posteriores me confirmaron el hecho de que cada arma imprime sus peculiaridades en toda bala que dispara. Este hallazgo es la base de mi monografía. Todavía no es una ciencia exacta, Watson, pero afortunadamente el fusil del mayor hizo una marca muy particular, tan evidente que pude verla hasta con mi lupa de bolsillo, y supe que el mayor y el francotirador eran la misma persona.

– ¡Qué asesino de mujeres a sangre fría pudo llegar a ser!

– ¡Y qué estúpido al pensar que podría utilizarme a mí!

Encendió una astilla en el fuego y la aplicó a su vieja pipa de arcilla, ennegrecida por el tiempo, sumiéndose luego sonriente en una nube de fragante humo de tabaco.

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