El Cielo y la Tierra no son humanos.
En la Segunda Guerra Mundial, la única parte del territorio norteamericano que sufriera el ataque directo fue el Estado de Oregon. Algunos dirigibles incendiarios japoneses dieron fuego a un bosque cerca de la costa. En la Primera Guerra Interestelar, la única parte del territorio norteamericano que sufriera invasión fue el Estado de Oregon. Se podria culpar a sus políticos: la función histórica del senador de Oregon es la de enloquecer a todos los otros senadores, y entonces el estado no recibe ninguna ayuda militar. Oregon no tenia reservas de nada, salvo de heno; ni plataformas de lanzamiento de misiles ni bases de la NASA. Obviamente, no tenia defensas. Los Misiles Balísticos Anti-Extraños que la defendían partían de las enormes intalaciones subterráneas de Walla Walla, en Washington, y de Round Valley, California. Grandes XXTT-9900 supersónicos, que en su mayoría pertenecían a la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, partían de ldaho hacia el oeste, aullando, rompiendo todos los tímpanos de Boise a Sun Valley, patrullando para la emergencia de que alguna nave de los Extraños consiguiera traspasar la infalible red de los AABM.
Repelidos por las naves de los Extraños, portadoras de un mecanismo que dominaba los sistemas de dirección de los misiles, los AABM giraban en algún punto del centro de la estratosfera y regresaban, aterrizando y explotando aquí y allá en el Estado de Oregon. Los incendios se sucedían en las áridas pendientes orientales de las Cascadas. Gold Beach y Dallas fueron barridas por tormentas de fuego. Portland no fue atacada directamente, pero la carga nuclear de un AABM errabundo que cayó en el monte Hood, cerca del antiguo cráter, hizo que el volcán despertara. De inmediato empezaron los temblores del suelo y se vio una columna de humo, y hacia el mediodía del primer día de la Invasión de los Extraños, el primer día de abril, se abrió una boca en el lado noroeste y se inició una erupción violenta. El flujo de lava hizo arder las laderas sin nieve, sin vegetación, y amenazó las comunidades de Zigzag y Rhododendron. Comenzó a formarse un cono de escoria volcánica, y el aire de Portland, a 65 kilómetros de distancia, pronto se espesaba y se tornaba grisáceo por la ceniza. Cuando se acercaba la noche cambió el viento hacia el sur y el aire más bajo se aclaró un poco, revelando la sombría llama anaranjada de la erupción entre las nubes del este. El cielo, cargado de lluvia y ceniza, retumbaba con los vuelos de los XXTT-9900 que en vano buscaban naves de los Extraños. Aún llegaban aparatos de caza y bombarderos de la Costa Este y de las naciones participantes del Pacto; en muchos casos, chocaban entre si y caían derribados. El suelo se estremecía con el terremoto, el impacto de las bombas y la caída de aviones. Una de las naves de los Extraños había aterrizado a sólo 12 kilómetros de los confines de la ciudad, de modo que las zonas del sudoeste se vieron pulverizadas cuando los jet bombarderos devastaron en forma metódica el área de veintiocho kilómetros cuadrados en la que se dijo que había estado la nave de los Extraños. En realidad, se había recibido información de que ya no estaba allí; pero algo había que hacer. Cayeron bombas por error en muchas otras partes de la ciudad, como suele ocurrir con el bombardeo hecho con aparatos jet. No quedó un solo cristal en las ventanas del centro de la ciudad; fueron a caer, en cambio, hechos añicos, en las calles del centro. Los refugiados del sudoeste de Portland debieron caminar entre esos cristales; las mujeres llevaban a sus hijos y caminaban entre lágrimas por el dolor, con los zapatos llenos de cristal roto.
William Haber estaba parado frente a la ventana de su oficina en el Instituto Onirológico de Oregon, observando el fuego que rebrillaba y moría en los muelles, y la maldita iluminación de la erupción. Aún había cristal en esa ventana; nada había aterrizado o explotado cerca de Washington Park todavía, y los temblores del suelo que causaban la destrucción do edificios enteros allá cerca del río, en las colinas aún no habían hecho más que hacer crujir los marcos de las ventanas. Débilmente se oía el grito de los elefantes del zoológico. Ocasionalmente aparecían rayos de una extraña luz brillante hacia el norte, tal vez sobre la zona donde el Willamette se une al Columbia; era difícil localizar nada con seguridad en el crepúsculo brumoso y ceniciento. Grandes secciones de la ciudad estaban a obscuras por falta de energía; otras titilaban débilmente, aunque las luces de las calles no habían sido prendidas.
Nadie más estaba en el edificio del Instituto.
Haber había estado todo el día tratando de localizar a George Orr. Cuando comprendió que su búsqueda era inútil, y además imposible de seguir dada la histeria que imperaba en la ciudad, y el estado cada vez más ruinoso de ésta. Haber se había marchado al Instituto. Había tenido que caminar la mayor parte del trayecto, y descubrió que eso lo enervaba. Un hombre de su posición, con tantas tareas importantes, usaba un aeromóvil. Pero la batería se había consumido y no podía conseguir una nueva carga porque las multitudes eran densas en las calles. Debió abandonar el aeromóvil y caminar, en el sentido contrario al que se desplazaba la muchedumbre, enfrentándolos a todos, entre ellos. Eso había sido un sufrimiento; no le gustaban las multitudes; pero luego las multitudes habían desaparecido y él quedó solo caminando por las vastas extensiones del césped, de arbustos y de árboles del parque, y eso había sido mucho peor.
Haber se consideraba a si mismo un lobo solitario; nunca había querido casarse ni tener relaciones íntimas; había optado por una fatigosa investigación que se realizaba cuando los otros dormían, evitando las posibles relaciones. Había dedicado su vida sexual casi enteramente a los encuentros fugaces, a veces mujeres, a veces hombres jóvenes; sabía qué bares, cines y saunas debía frecuentar para obtener lo que deseaba. Lo conseguía y se liberaba de inmediato, antes de que él o la otra persona pudieran desarrollar algún tipo de necesidad del otro. Apreciaba su independencia, su libre albedrío.
Pero encontraba terrible estar solo, totalmente solo en el parque indiferente, apurándose, casi corriendo, hacia el Instituto, porque no tenía otro lugar donde ir. Llegó al Instituto silencioso, desierto.
La señorita Crouch guardaba una radio a transistores en el cajón de su escritorio. Haber la tomó y mantuvo bajo el volumen para oír los últimos informativos, o por lo menos una voz humana.
Todo lo que necesitaba estaba aquí; camas por docenas, alimento, las máquinas expendedoras de sandwiches y gaseosas para los trabajadores nocturnos de los laboratorios. Pero no tenía hambre; sentía, antes bien, una especie de apatía. Escuchaba la radio, pero ésta no quería escucharlo a él. Estaba totalmente solo, y nada parecía real en su soledad. Necesitaba a alguien con quien hablar, debía decirle a alguien lo que sentía para poder saber él mismo lo que sentía. El terror de estar solo fue tan intenso que estuvo a punto de hacerlo salir del Instituto y mezclarlo con las multitudes otra vez, pero la apatía superó al terror. No hizo nada, y la noche cayó por completo.
Sobre el monte Hood el brillo rojizo se avivaba por momentos, y luego volvía a empalidecer. Algo muy grande golpeó, en la parte sudoeste de la ciudad, fuera de la vista desde su oficina; pronto las nubes se iluminaron desde abajo con un lívido resplandor que parecía elevarse de aquella dirección. Haber salía al corredor para ver mejor, llevando la radio consigo. Algunas personas subían las escaleras; Haber no las había oído. Por un momento no hizo más que mirarlos.
—Doctor Haber —dijo uno de ellos.
Era Orr.
—Creo que era hora —dijo Haber con amargura—. ¿Dónde demonios ha estado todo el día? ¡Venga!
Orr se acercó rengueando; tenía el lado izquierdo de la cara hinchado y sucio de sangre, el labio cortado, y había perdido la mitad de uno de los dientes incisivos. La mujer que estaba con él parecía menos maltrecha pero más agotada: ojos vidriosos, rodillas poco firmes. Orr la hizo sentar en el diván de la oficina. Haber dijo, en tono médico y autoritario:
—¿Ha recibido un golpe en la cabeza?
—No. Ha sido un día muy largo.
—Estoy bien —balbuceó la mujer, temblando un poco.
Orr se movió rápido, solícito, sacándole los zapatos repulsivamente barrosos y cubriéndola con la manta de pelo de cameilo que estaba a los pies del diván; Haber se preguntaba quien sería, pero de inmediato dejó de pensar en ella. Él empezó a ordenar en seguida:
—Déjala descansar ahí, se sentira bien. Venga acá, aclaremos las cosas. Me pasé el día buscándolo. ¿Dónde estaba?
—Tratando de volver a la ciudad. Parece ser que nos metimos en una zona de bombardeo, porque volaron la ruta por la que viajábamos, un poco más adelante de nosotros. El coche saltó mucho; volcó, creo. Heather estaba detrás de mí y se detuvo a tiempo, así que como el coche de ella estaba bien seguimos los dos en él. Tuvimos que pasar a Sunset Highway porque la 99 estaba bombardeada, y luego debimos dejar el coche en un lugar bloqueado, cerca del santuario de los pájaros. Vinimos caminando a través del parque.
—¿De dónde diablos venían? —Haber había hecho correr agua caliente en la pileta de su lavatorio privado, y ahora le alcanzaba a Orr una toalla humeante para que la oprimiera sobre su rostro.
—La cabaña. En la Cadena de la Costa.
—¿Qué pasa con su pierna?
—Me lastimé cuando el auto volcó, supongo. Escuche, ¿están ellos en la ciudad todavía?
—No se sabe muy bien. Todo lo que dicen en que cuando las grandes naves aterrizaron, esta mañana, se separaron en pequeñas unidades móviles, algo así como helicópteros, y se dispersaron. Ocupan toda la parte occidental del estado. Se dice que se mueven lentamente, pero si los están atacando, eso no se informa.
—Vimos uno —el rostro de Orr emergió de la toalla, marcado con manchas lívidas, pero menos impresionante ahora que la sangre y el barro habían desaparecido—. Eso es lo que debe haber sido. Una cosa pequeña y plateada, de unos nueve metros de alto, en una pastura cerca de North Plains. Parecía moverse a saltos; tenía aspecto extraterrestre. ¿Los Extraños nos están combatiendo, están derribando los aviones?
—La radio no lo informa. No se informan pérdidas, salvo civiles. Ahora veamos, vamos a darle un poco de café y de alimento a usted. Y luego, por Dios, tendremos una sesión de terapia en medio del Infierno para ponerle fin a esta estúpida confusión que usted ha producido —preparó una inyección de pentotal sódico, y luego tomó el brazo de Orr y le dio la inyección sin aviso alguno.
—Para eso vine aquí. Pero no sé si…
—¿Si lo puede hacer? Usted puede. ¡Venga! —Orr se había acercado a la mujer—. Ella está bien; está dormida, no la moleste, es todo lo que necesita. ¡Venga! —llevó a Orr hacia las máquinas de alimento y le dio un sandwich de roast beef, otro de huevo y tomate, dos manzanas, cuatro barras de chocolate, y dos tazas de café. Se sentaron a una mesa del Laboratorio Uno, apartando las cosas que ahí habían quedado esa mañana cuando las sirenas empezaron a sonar—. Muy bien, coma. Ahora, en el caso de que esté pensando que arreglar este asunto está más allá de sus posibilidades, olvídelo. He estado trabajando con la Ampliadora, y ella puede hacerlo por usted. Tengo el modelo de las emisiones de su cerebro durante los sueños efectivos. Donde me estuve equivocando todo el mes fue en buscar una entidad, una Onda Omega. No existe. Es simplemente un modelo formado por la combinación de otras ondas, y estos dos últimos días, antes de que se desencadenara todo este infierno, lo elaboré. El ciclo es de noventa y siete segundos. Eso no significa nada para usted, aunque sea su maldito cerebro el que lo hace. Digámoslo así, cuando usted sueña efectivamente todo su cerebro está implicado en un modelo complejamente sincronizado de emisiones que toma noventa y siete segundos para completarse y volver a empezar, una especie de efecto de contrapunto que es para los gráficos del estado común lo que la Gran Fuga de Beethoven es para una canción de cuna. Es increíblemente complejo, pero es consistente y se repite. Entonces, yo se lo puedo transmitir directamente, y amplificado. La Ampliadora está preparada, todo está listo para usted, ¡por fin va a encajar dentro de su cabeza! Cuando sueñe, esta vez, soñará un gran sueño. Lo suficiente como para detener esta loca invasión y pasar a otro continuo, donde podamos empezar de nuevo. Eso es lo que usted hace. Usted no cambia las cosas, o las vidas, sino que cambia todo el continuo.
—Es agradable poder conversar de eso con usted —dijo Orr; había comido los sandwiches con increíble rapidez, a pesar de su labio cortado y su diente roto, y ahora estaba devorando una barra de chocolate; había ironía, o algo, en lo que decía, pero Haber estaba muy ocupado para notarlo.
—Escuche. ¿Esta invasión ocurrió casualmente, o porque usted faltó a una cita?
—Lo soñé.
—¿Se permitió tener un sueño efectivo no controlado? —Haber dejó que la ira se trasluciera en su tono. Había sido demasiado protectivo, demasiado afable con Orr. La irresponsabilidad de Orr era la causa de la muerte de mucha gente inocente, el desastre y el pánico en la ciudad: debía enfrentar lo que había hecho.
—No fue —Orr empezaba a hablar cuando estalló una gran explosión; el edificio se estremeció y saltó, con profusión de ruidos, los aparatos electrónicos volaron por el aire junto a la hilera de camas vacías, y el café se derramó de las tazas.
—¿Fue eso el volcán o la Fuerza Aérea —preguntó Orr, y a pesar del temor que la explosión le causaba, Haber observó que Orr no parecía perturbado. Sus reacciones eran muy anormales. El viernes se había desmoronado por un mero punto ético; ahora, el miércoles, en medio del cataclismo, estaba frío y sereno. No parecía tener ningún temor, pero debía tenerlo. Si Haber estaba asustado, por supuesto Orr debía estarlo. Estaba suprimiendo el temor. ¿O pensaba, se preguntó Haber de pronto, que porque había soñado la invasión, todo era un sueño?
¿Y si lo era?
¿El sueño de quién?
—Será mejor que volvamos arriba —dijo Haber, incorporándose; se sentía cada vez más impaciente e irritable; la excitación se estaba tornando insoportable—. ¿Quién es la mujer que está con usted?
—Es la señorita Lelache —respondió Orr, mirándolo en forma extraña—. La abogada. Ella estuvo aquí el viernes.
—¿Y cómo es que está con usted?
—Ella me estaba buscando, y fue a la cabaña.
—Me explicará eso después —dijo Haber; no había tiempo que perder en esas trivialidades; tenían que salir, tenían que salir de ese mundo caótico.
En el momento en que entraban en la oficina de Haber, el cristal de la ventana doble se rompió con un sonido estridente, provocando una corriente de aire hacia afuera; ambos hombres se sintieron impulsados hacia la ventana, como si ésta fuera la boca de una aspiradora de polvo. Entonces todo se tornó blanco, todo. Los dos cayeron.
Ninguno tuvo conciencia de ruido alguno.
Cuando pudo volver a ver, Haber se incorporó aferrándose a su escritorio. Orr ya estaba junto al diván, tratando de tranquilizar a la atemorizada mujer. Hacía frío en la oficina: el aire de primavera transportaba un frío húmedo a través de las ventanas sin cristales, y olía a humo, goma quemada, ozono, azufre y muerte.
—Deberíamos ir abajo, al solano, ¿no creen? —dijo la señorita Lelache en un tono prudente, aunque temblaba de la cabeza a los pies.
—Adelántese usted —contestó Haber—. Tendremos que estar acá arriba por un rato.
—¿Quedarse acá?
—La Ampliadora está acá. ¡No se enchufa y desenchufa como un aparato de televisión portátil! Vaya usted al sótano, nosotros nos reuniremos en cuanto podamos.
—¿Lo va a hacer dormir ahora? —preguntó la mujer, mientras abajo, los árboles estallaban en brillantes bolas amarillas de fuego. La erupción del monte Hood estaba bien oculta por otros eventos que se desarrollaban más cerca; sin embargo, la tierra había estado temblando suavemente ya por algunos minutos, una especie de espasmo que hacía que manos y mentes temblaran a la par.
—Puede estar muy segura de que voy a hacerlo soñar. Adelante, vaya al sótano, necesito el diván. Acuéstese, George… Escuche, usted, en el sótano, más allá de la habitación del sereno, verá una puerta con el rótulo “Generador de emergencia”. Entre allí, busque la palanca que dice SI; manténgase alerta, y si las luces se apagan, presione esa palanca. Deberá presionar con mucha fuerza. ¡Vaya!
Ella se marchó; seguía temblando y sonreía, y al marcharse tomó la mano de Orr por un segundo y le dijo:
—Buenos sueños, George.
—No se preocupe —contestó Orr—. Todo está bien.
—Cállese —interrumpió Haber. Había puesto la cinta para la hipnosis que él mismo había grabado, pero Orr ni siquiera prestaba atención, y el ruido de las explosiones y de las cosas que ardían tornaba más difícil la audición— ¡Cierre los ojos! —ordenó Haber, y puso su mano sobre la garganta de Orr:—. “RELÁJESE” decía su propia voz en tono alto. “USTED SE SIENTE CÓMODO Y RELAJADO. USTED ENTRARÁ…” El edificio corcoveó y se volvió a asentar un tanto oblicuamente. Algo apareció en la luz rojiza y opaca del exterior: un objeto grande y ovoide, que se movía como a saltos por el aire. Se acercó directamente, a la ventana—. ¡Tenemos que salir! gritó Haber sobre su propia voz, y, luego se dio cuenta de que Orr ya estaba hipnotizado. Detuvo la cinta y se inclinó para poder hablarle a Orr al oído—. ¡Detenga la invasión! —gritó—. Paz, paz, sueñe que estamos en paz con todo el mundo! ¡Ahora duérmase! ¡Amberes! —y puso en funcionamiento la Ampliadora.
Pero no tuvo tiempo para mirar el electroencefalograma de Orr. La forma ovoide estaba suspendida directamente junto a la ventana. Su pico afilado, iluminado en forma espeluznante por los reflejos de la ciudad en llamas, apuntaba directamente a Haber. Este se agachó junto al diván, sintiéndose horriblemente vulnerable y expuesto, tratando de proteger la Ampliadora con su cuerpo, tendiendo las manos para cubrirla. Extendió su cuello para observar la nave de los Extraños, que se acercaba. El pico, que parecía de un acero oleoso, plateado y con rayos y centallas violetas, ocupaba toda la ventana. Hubo un crujido cuando se posó sobre el marco. Haber sollozó fuerte, aterrado, pero permaneció estirado allí entre los Extraños y la Ampliadora.
El pico, deteniéndose, empezó a proyectar un tentáculo largo y delgado que se movía de un lado a otro, inquisitivamente, en el aire. Su extremo, que se erguía como si fuera una cobra, dirigido al azar, se extendió luego en dirección a Haber. A unos tres metros de él se suspendió en el aire y lo señaló por unos segundos. Luego se retiró emitiendo un sonido, como si fuera una regla flexible de carpintero, y desde la nave llegó un zumbido intenso. El antepecho metálico de la ventana produjo un chillido y se combó. El pico de la nave giró y cayó sobre el piso. Desde el agujero que apareció detrás emergió algo.
Paralizado por el terror, Haber pensó que se trataba de una tortuga gigante. Luego vio que estaba recubierto por algún material que le daba un aspecto abultado, verdoso, inexpresivo, como de una tortuga marina gigante que estuviera parada sobre sus patas traseras.
Estuvo muy quieto, cerca del escritorio de Haber. Muy lentamente elevó su brazo izquierdo, señalándolo con un instrumento metálico provisto de una boquilla.
Haber enfrentó la muerte.
Una voz chata, desprovista de tono, emergió de la articulación del brazo.
—No hagas a los otros lo que no quieres que te hagan a ti —dijo.
Haber clavó sus ojos; su corazón vacilaba.
El inmenso brazo metálico, pesado, volvió a elevarse.
—Estamos intentando un arribo pacífico —dijo el codo en una sola nota—. Por favor, informe a los otros que este es un arribo pacífico. No tenemos armas. La gran autodestrucción sigue al temor infundado. Por favor cesen en la destrucción de sí mismos y de los otros. No tenemos armas. Somos una especie no agresiva.
—Yo… yo… yo no puedo controlar la Fuerza Aérea —tartamudeó Haber.
—Se está tomando contacto con las personas en vehículos voladores —dijo el codo—. ¿Es ésta una instalación militar?
El orden de las palabras indicaba que era una pregunta.
—No —dijo Haber—, no, nada de eso…
—Entonces por favor disculpe la intrusión involuntaria —la figura inmensa, acorazada, zumbó un poco y pareció dudar—. ¿Qué es eso? —preguntó, señalando con el codo derecho toda la maquinaria conectada a la cabeza del hombre dormido.
—Un electroencefalógrafo, una máquina que registra la actividad eléctrica del cerebro…
—Apreciable —dijo el Extraño, y dio un breve y controlado paso hacia el diván, como si deseara mirar—. La persona individual está iahklu. La máquina registra esto, tal vez. ¿Es toda su especie capaz de iahklu?
—No… no conozco el término, ¿puede usted describir?…
La figura zumbó un poco, elevó su codo izquierdo sobre su cabeza (que como la de una tortuga apenas sobresalía sobre los grandes hombros del carapacho), y dijo:
—Por favor, discúlpeme. Incomunicable mediante máquina de comunicación inventada rápidamente en tiempos recientes. Por favor, discúlpeme. Es necesario que todos nosotros procedamos en el futuro inmediato rápidamente hacia otras personas individuales responsables con pánico y capaces de destruir a sí mismas y a otros. Muchas gracias—. Y volvió a introducirse en el hueco de la nave.
Haber observó las grandes suelas redondas de los pies cuando desaparecían en la cavidad obscura.
El pico saltó del piso y, girando, se colocó en su lugar; Haber tuvo una impresión de que no actuaba mecánicamente, sino temporalmente, repitiendo sus acciones previas a la inversa, exactamente como una película que se pasara al revés. La nave se retiró hacia la obscuridad exterior haciendo vibrar toda la oficina y destrozando el resto del marco de la ventana con un ruido desagradable.
El fragor de las explosiones, recién lo advertía Haber, había cesado; en realidad, todo estaba bastante tranquilo. Todo temblaba un poco, pero eso se debía a la montaña, no a las bombas. Las sirenas aullaban, lejanas y desoladas, del otro lado del río.
George Orr estaba tendido inerte en el diván, respirando en forma irregular; las llagas de su rostro se destacaban en su palidez. Las cenizas y el humo aún entraban con el aire frío y sofocante a través de la ventana rota. Nada había cambiado. El no había deshecho nada. ¿Había hecho algo ya? Había un leve movimiento de ojos bajo los párpados cerrados; seguía soñando, y no podía ser de otro modo, ya que la Ampliadora vencía a los impulsos de su propia mente. ¿Por qué él no cambió los continuos, por qué no los había llevado a un mundo pacífico, tal como Haber le había ordenado? La sugerencia hipnótica no había sido suficientemente clara o fuerte. Deberían empezar todo otra vez. Haber desconectó la Ampliadora y pronunció tres veces el nombre de Orr.
—No se siente, aún tiene el circuito de la Ampliadora ¿Qué soñó?
Orr habló seca y lentamente, no del todo despierto.
—Él… un Extraño estuvo acá. Aquí, en la oficina. Salió de un hueco de una de sus naves. Por la ventana. Él y usted estuvieron hablando.
—¡Pero eso no es un sueño! ¡Eso ocurrió! Maldición, tendremos que hacerlo todo de nuevo. Lo de hace un momento pudo haber sido una explosión atómica, tenemos que pasar ¿a otro continuo, podemos morir todos por exposición a la radiación…
—No esta vez —dijo Orr, sentándose y retirando los electrodos de su cabeza como si fueran liendres muertas—. Por supuesto que ocurrió. Un sueño efectivo es una realidad, doctor Haber.
Haber lo miró fijo.
—Supongo que la Ampliadora incrementó la inmediatez para usted —dijo Orr, aún con extraordinaria calma; pareció meditar por un momento—. Escuche, ¿podría llamar a Washington?
—¿Para qué?
—Bueno, un científico famoso, que está acá en el centro de todo, podría conseguir que lo escuchen. Ellos estarán buscando explicaciones. ¿Conoce alguien del gobierno a quien se puede llamar? ¿Tal vez el ministro de SEB? Usted podría decirle que todo el asunto es un malentendido, que los Extraños no están invadiendo ni atacando. Simplemente ellos no advirtieron, hasta que aterrizaron, que los humanos dependen de la comunicación verbal. Ni siquiera sabían que nosotros pensamos que estábamos en guerra con ellos… Si usted pudiera decírselo a alguien que pueda llegar al presidente. Cuanto antes Washington retire a los militares, menos gente morirá acá. Sólo han muerto civiles. Los Extraños no atacan a los soldados, ni siquiera están armados, y tengo la impresión de que son indestructibles, con esos trajes. Pero si alguien no detiene a la Fuerza Aérea, harán desaparecer toda la ciudad. Inténtelo, doctor Haber. Tal vez a usted lo escuchen.
Haber sintió que Orr estaba acertado. No había razón, era la lógica de la insanía, pero allí estaba: su oportunidad. Orr hablaba con la incontrovertible convicción de un sueño, en el que no había libre albedrío: haga esto, usted debe hacerlo, hay que hacer esto.
¿Por qué ese don le había sido otorgado a este tonto, a este hombre insignificante y pasivo? ¿Por qué Orr estaba tan seguro y tan acertado, mientras él, fuerte, activo, positivo, carecía de poder y estaba obligado a tratar de usar, aun a obedecer, a esa débil herramienta? Esto pasó por su mente, no por primera vez, pero mientras lo pensaba se fue acercando a su escritorio, al teléfono. Se sentó y disco directamente a las oficinas de SEB en Washington. El llamado, que pasaba por los conmutadores de Teléfono Federal de Utah, fue directo.
Mientras esperaba que lo comunicaran con el Ministro de Salud, Educación y Bienestar, a quien él conocía muy bien, le dijo a Orr:
—¿Por qué no nos pone en otro continuo donde toda esta confusión simplemente nunca ocurrió? Seria tanto más fácil, y nadie habría muerto. ¿Por qué no eliminó, simplemente, a los Extraños?
—Yo no elijo —replicó Orr—. ¿No se ha dado cuenta todavía? Yo sigo.
—Usted sigue mis sugerencias hipnóticas, sí, pero nunca por completo, nunca en forma directa y simple…
—No me refería a esas —dijo Orr, pero la secretaría privada de Rantow estaba ahora en la línea.
Mientras Haber hablaba Orr se retiró, sin duda hacia abajo, para ver a la mujer. Todo estaba en orden. Mientras hablaba con la secretaria y luego con el Ministro mismo, Haber empezó a sentirse convencido de que las cosas iban a ir bien ahora, de que los Extraños carecían por completo de agresividad, de que podría hacerle creer esto a Rantow y, por intermedio de éste, al presidente y a los generales. Orr ya no era necesario. Haber veía lo que había que hacer, y conduciría a su país hacia la normalidad.