Cuando se pierde el gran camino, obtenemos benevolencia y rectitud.
Sonriente, William Haber subió con pasos rápidos los escalones del Instituto Onirológico de Oregon y atravesó las altas puertas de cristal polarizado hacia el frío y seco aire acondicionado. Era el 24 de marzo, y ya la calle tenía clima de sauna: pero adentro todo estaba fresco, limpio, sereno. Piso de mármol, muebles discretos, escritorio de recepción de metal brillante, recepcionista elegante:
—¡Buen día, doctor Haber!
En el hall se encontró con Atwood que venía de las guardias de investigación, con los ojos enrojecidos y el cabello despeinado después de una noche dedicada a analizar los electroencefalogramas de los durmientes; las computadoras hacían buena parte de esa tarea ahora, pero aún en ciertos casos se necesitaba una mente no programada.
—Buen día, jefe —murmuró Atwood.
En la oficina de Haber, la señorita Crouch exclamó:
—¡Buen día, doctor! —estaba contento de haber traído a Penny Crouch con él cuando ocupó el cargo de Director del Instituto, el año pasado. Era leal e inteligente, y un hombre que está al frente de una institución de investigaciones grande y compleja necesita una mujer leal e inteligente cerca de sí.
Entró con grandes pasos en su sagrado despacho privado.
Dejando caer el portafolio y las carpetas sobre el diván, estiro los brazos y luego, como siempre cuando entraba en su oficina, se acercó a la ventana. Era una gran ventana esquinal que miraba al este y al norte sobre una gran porción del mundo: la curva del Willamette, lleno de puentes debajo de las colinas; las innumerables torres de la ciudad, altas y lechosas en la bruma primaveral, a cada lado del río; los suburbios que se alejaban de la vista hasta que de sus extremos más remotos surgían las laderas de las montañas, y las montañas. El monte Hood, inmenso y a la vez retirado, alimentando nubes en torno de su cima; hacia el norte, el distante Adams, como un molar, y luego el cono puro de St. Helens, desde cuya gran extensión de ladera asomaba, más hacia el norte, el limpio domo del monte Rainier.
Era una vista que inspiraba. Siempre inspiraba al doctor Haber. Además, después de una semana de lluvia continuada, la presión barométrica había subido y volvía a aparecer el Sol sobre la bruma del río. Muy consciente por miles de lecturas de electroencefalogramas de las relaciones entre la presión atmosférica y la pesadez de la mente, casi podía sentir su psicosoma transportado por ese viento seco y brillante. Hay que mantener eso, hacer que el clima siga mejorando, pensó con rapidez, casi subrepticiamente. Había varias cadenas de pensamiento formadas y en formación simultánea en su mente, y esta nota mental no era parte de ninguna de ellas. Fue rápidamente formulada y rápidamente archivada en la memoria, mientras ponía en funcionamiento el magnetófono que estaba sobre el escritorio y empezaba a dictar una de las muchas cartas que le exigía la dirección de un instituto de investigación científica relacionado con el gobierno. Era una tarea molesta, por supuesto, pero había que hacerla, y él era el hombre indicado. No lo lamentaba, aunque reducía drásticamente su tiempo de investigación. Estaba en los laboratorios sólo cinco o seis horas por semana, generalmente, y sólo tenía un paciente propio, aunque por supuesto supervisaba la terapia de muchos otros.
A un paciente, sin embargo, lo conservaba. Él era un psiquiatra, después de todo. Se había dedicado a la investigación del sueño y a la onirología en primer lugar para encontrar aplicaciones terapéuticas. No le interesaba el conocimiento aislado, la ciencia por la ciencia: no tenía sentido aprender algo si no se podía utilizar. La relevancia era el criterio que empleaba. Siempre conservaría un paciente propio, para que le recordara ese compromiso fundamental, para que lo mantuviera en contacto con la realidad humana de su investigación en términos de la estructura de la personalidad perturbada de cada individuo. Porque no hay nada importante más allá de las personas. Una persona está definida únicamente por la medida de su influencia sobre otras personas, por la esfera de sus interrelaciones; y moralidad es un término que carece de todo significado a menos que se lo defina como el bien que uno le hace a los otros, el cumplimiento de la función propia en el todo sociopolítico.
Su paciente, Orr, iba a venir a las cuatro de la tarde, porque habían desistido del intento de las sesiones nocturnas; y, como le recordara la señorita Crouch en la hora del almuerzo, un inspector de SEB iba a observar la sesión de hoy, para asegurarse de que no había nada de ilegal, de inmoral, de inseguro, de despiadado, etcétera, en el funcionamiento de la Ampliadora. Maldita sea la intrusión del gobierno.
Ese era el problema del éxito y su acompañamiento de publicidad, curiosidad pública, envidia profesional, rivalidad de los colegas. Si hubiera sido todavía un investigador privado, que se afana en el laboratorio de sueños de la universidad y en un consultorio de segunda categoría de Willamette East Tower, lo más probable es que nadie se hubiera enterado de su Ampliadora hasta que él decidiera que estaba lista para el mercado, y hubiese podido trabajar sólo para refinar y perfeccionar el aparato y sus aplicaciones. Ahora aquí estaba, haciendo la parte más privada y delicada de su profesión, psicoterapia con un paciente perturbado, y por eso el gobierno debía enviar un abogado a molestar, un abogado que no entendería la mitad de lo que se hacía y que entendería mal el resto.
El abogado llegó a las 3:45, y Haber salió apresuradamente a la oficina exterior para saludarlo —para saludarla, porque resultó ser una abogada— y para tratar de establecer una impresión amistosa y cálida de entrada. Era mejor si uno se mostraba sin temor, dispuesto, y personalmente cordial. Muchos médicos dejaban traslucir su presentimiento cuando recibían un inspector de SEB; esos médicos no obtenían muchas concesiones del gobierno.
No resultaba fácil ser cordial y cálido con esta abogada. Producía diferentes sonidos metálicos. Un pesado broche de bronce en la cartera, pesadas joyas de cobre y bronce, zapatos de gruesos tacos y un inmenso anillo de plata con un horrible motivo de máscara africana, cejas fruncidas, una voz dura: diferentes sonidos duros. En los diez segundos siguientes Haber sospechó que todo era una máscara, como el anillo; mucho sonido y furia que significaban sólo timidez. Pero eso no era asunto suyo. Nunca conocería a la mujer que se escondía detrás de la máscara, y ello no importaba mientras él consiguiera darle una impresión adecuada a la señorita Lelache, abogada.
Si las cosas no fueron muy cordiales, por lo menos no anduvieron mal; ella era competente, había hecho ese tipo de tarea antes, y se había preparado para esa misión particular. Sabía qué debía preguntar y cómo escuchar.
—Este paciente, George Orr —dijo ella— ¿no es un adicto, verdad? ¿Se lo diagnostica coma psicótico o como perturbado, después de tres semanas de terapia?
—Perturbado, tal como la Oficina de Sanidad define el término. Profundamente perturbado y con orientaciones de la realidad artificiales, pero mejora con la terapia.
Ella tenía un grabador de bolsillo y estaba registrando todo; cada cinco segundos, tal como requería la ley, el instrumento emitía un sonido: tiip.
—¿Quiere describir la terapia que está empleando, por favor, tiip y explicar el papel que desempaña este aparato en ella? No me explique cómo tiip funciona, porque eso figura en su informe, sino lo que hace tiip. Por ejemplo, ¿en qué difiere su uso del Elektroson o del casco?
—Bien, esos aparatos, como usted sabe, generan diferentes impulsos de baja frecuencia que estimulan las células nerviosas de la corteza cerebral. Esas señales son lo que podríamos llamar generalizadas; su efecto sobre el cerebro se obtiene de modo básicamente similar al de la luz estroboscópica en un ritmo crítico, o al de un estímulo aural como el toque del tambor. La Ampliadora envía una señal específica que puede ser recogida por un área específica. Por ejemplo, a un individuo se le puede enseñar a producir ritmo alfa a voluntad, como usted sabe; pero la Ampliadora puede inducirlo sin aprendizaje, incluso cuando el individuo se halla en un estado que normalmente no conduce al ritmo alfa. Transmite un ritmo alfa de 9 ciclos a través de electrodos ubicados en forma conveniente, y en pocos segundos el cerebro puede aceptar el ritmo y empezar a producir ondas alfa con tanta facilidad como un budista zen en trance. Del mismo modo, y de manera más útil, se puede inducir cualquier etapa del sueño, con sus ciclos típicos y sus actividades regionales.
—¿Puede estimular el centro del placer, o el centro del habla?
¡Oh, el brillo moralista en los ojos de la inspectora, cuando se refirió al centro del placer! Haber ocultó toda su ironía y su irritación, y respondió con amistosa sinceridad:
—No. No es como el SEB. No es como la estimulación eléctrica ni como la estimulación química de ningún centro; no implica intrusión en áreas especiales del cerebro. Simplemente induce a cambiar toda la actividad del cerebro, a pasar a otro de sus estados naturales. Es algo así como una canción pegadiza que hace que los pies se muevan. Así el cerebro entra en el estado deseado para el estudio o la terapia y lo mantiene por el tiempo necesario. La denominé Ampliadora para señalar su función no creativa. No se impone nada desde el exterior. El dormir inducido por la Ampliadora es, precisamente, literalmente, la clase de calidad de sueño normal para ese cerebro particular. La diferencia entre esta máquina, y las máquinas para electrodormir es como la que existe entre un sastre particular comparado con prendas producidas masivamente. La diferencia entre la Ampliadora y la implantación de electrodos es la misma que existe entre un escalpelo y una mandarria.
—¿Pero cómo produce usted los estímulos que utiliza? ¿Usted tiip registra el ritmo alfa de un sujeto para usarlo tiip en otro?
El había estado eludiendo este punto. No pensaba mentir, por supuesto, pero simplemente no tenía sentido hablar sobre una investigación no completada mientras se la estaba realizando y probando; podía darle una impresión muy errónea a un lego. Se lanzó cómodamente a una respuesta, encantado de oír su propia voz en lugar de los diversos sonidos que emitía ella; era curioso que sólo oyera el molesto sonido del grabador cuando hablaba ella.
—Al principio utilicé un conjunto generalizado de estímulos, seleccionados entre registros de muchos sujetos. La paciente depresiva que se menciona en el informe fue tratada con éxito de esta manera. Pero me pareció que los efectos eran más erráticos de lo que me hubiera gustado. Empecé a experimentar; con animales, por supuesto, gatos. A los investigadores del dormir nos gustan los gatos; ¡duermen mucho! Bien, con sujetos animales descubrí que la línea más prometedora era utilizar ritmos previamente registrados del propio cerebro del sujeto. Una especie de autoestimulación a través de registros. Me interesa la especificidad, como ve. El cerebro responde a su propio ritmo alfa de inmediato, espontáneamente. Ahora, por supuesto, hay posibilidades terapéuticas que se abren a la otra línea de investigación. Sería posible imponer de manera gradual un modelo ligeramente distinto al del paciente, un modelo más sano o más completo. Uno registrado previamente de ese sujeto, tal vez, o de un sujeto diferente. Esto podría ser de gran importancia en casos de lesión o trauma cerebral, ya que ayudaría a un cerebro lesionado a reestablecer sus antiguos hábitos en nuevos canales, algo que el cerebro se esfuerza mucho por conseguir. Se podría usar para “enseñarle” nuevos hábitos a un cerebro de funcionamiento anormal, etcétera. De todos modos, en este punto todo eso es una especulación, y si es que vuelvo a la investigación en esa línea, por supuesto me reinscribiré en SEB —eso era muy cierto; no había necesidad de mencionar que estaba haciendo investigación en esa línea porque hasta ese momento nada era seguro y no lo comprenderían—. La forma de autoestimulación por registros que estoy usando en esta terapia puede describirse como sin efecto sobre el paciente, más allá del que se ejerce durante el período de funcionamiento de la máquina: cinco a diez minutos.
Él sabía más de la especialidad de cualquier abogado del SEB que ella acerca de la suya. Vio que la abogada asentía ligeramente con la cabeza al final de esas palabras, la había convencido. Pero entonces ella dijo:
—¿Qué es lo que hace, entonces?
—Sí, estaba llegando a eso —replicó Haber, y rápidamente reajustó su tono ya que la irritación se transparentaba—. En este caso tenemos un sujeto que teme soñar: un onirófobo. Mi tratamiento es, en esencia, un simple tratamiento de condicionamiento, según la clásica tradición de la psicología moderna. Se induce al paciente a soñar acá, en una situación controlada; el contenido del sueño y el aspecto emocional se controlan mediante sugerencia hipnótica. Se le enseña al sujeto que puede soñar en forma segura, agradable; un condicionamiento positivo que lo liberará de su fobia. La Ampliadora es un instrumento ideal para esos fines; asegura que el sujeto sueñe, instigando y luego reforzando su propia actividad típica de estado d. Podría llevarle a un sujeto hasta una hora y media superar las diversas etapas del dormir s y alcanzar el estado d por si mismo, una extensión poco práctica para sesiones terapéuticas diurnas, y además, durante el dormir profundo la fuerza de la sugerencia hipnótica relativa al contenido del sueño podría perderse en parte. Esto no es deseable; mientras él está en condicionamiento, es esencial que no tenga malos sueños ni pesadillas. Por lo tanto, la Ampliadora me provee de un elemento para ahorrar tiempo y de un factor de seguridad. La terapia podría lograrse sin ella, pero tal vez llevaría meses; con ella, espero terminar en unas pocas semanas. En los casos adecuados puede resultar tan útil como ha resultado la hipnosis en el psicoanálisis y en la terapia de condicionamiento.
Tiip, sonó el grabador de la abogada, y Bong tocó su propio comunicador de escritorio con un sonido suave, rico, autoritario. Gracias a Dios.
—Aquí está nuestro paciente. Le sugiero, señorita Lelache, que lo salude, y podemos charlar un poco si usted lo desea; luego, tal vez usted podría alejarse hacia aquella silla de cuero que está en el rincón, ¿sí? Su presencia no debería preocuparle al paciente, pero si se la recordamos constantemente, ello podría alargar innecesariamente las cosas. Se trata de una persona que está en un estado de ansiedad bastante agudo, usted sabe, con tendencia a interpretar los hechos cómo una amenaza personal y a construir un conjunto de ilusiones protectoras, ya lo va a ver. Ah, sí, el grabador apagado, correcto, una sesión de terapia no debe grabarse. ¿De acuerdo? Perfecto.
—¡Sí, hola, George, adelante! Esta es la señorita Lelache, la participante de SEB. Ha venido a presenciar el funcionamiento de la Ampliadora.
Los dos se estaban estrechando las manos de la manera más ridículamente formal. Resonaban los brazaletes de la abogada. El contraste le divirtió a Haber: la mujer feroz y dura, el hombre triste y sin carácter. No tenían absolutamente nada de común.
—Bien —dijo él, disfrutando con el manejo del espectáculo—, sugiero que empecemos con nuestro asunto, a menos que haya algo especial en su mente, George, de lo que desea hablar primero —mediante sus movimientos en apariencia normales, los estaba dirigiendo: la Lelache a la silla en el rincón apartado, Orr al diván—. Perfecto, entonces, veamos un sueño. El que constituirá, incidentalmente, un registro para SEB del hecho de que la Ampliadora no afloja las uñas de sus pies ni endurece sus arterias ni le hace estallar el cerebro, ni tiene ningún efecto lateral, salvo tal vez una pequeña disminución compensatoria en los sueños de la noche. Mientras terminaba de hablar tendió su mano derecha y la colocó sobre la garganta de Orr, casi casualmente.
Orr retrocedió ante el contacto, como si nunca lo hubiera hipnotizado.
Luego se disculpó.
—Perdón. Se me acercó tan de repente.
Fue necesario rehipnotizarlo por completo, empleando el método de inducción v-c que era perfectamente legal por supuesto, pero bastante más espectacular, y Haber habría preferido no usarlo frente a una observadora de SEB; estaba furioso con Orr, en quien había sentido una resistencia creciente en las últimas cinco o seis sesiones. Una vez que lo hubo hipnotizado, puso una cinta magnetofónica que él mismo había preparado con todas las aburridas repeticiones: “Usted está cómodo y relajado ahora. Está profundizando su trance”, etcétera. Mientras se oía la cinta Haber fue hacia su escritorio y acomodó papeles con rostro calmo y serio, ignorando a la señorita Lelache. Ella se mantuvo quieta; sabía que la rutina de la hipnosis no debía ser interrumpida. Miraba a través de la ventana la amplia vista, las torres de la ciudad.
Por último Haber detuvo la cinta y colocó el casco en la cabeza de Orr.
—Ahora, mientras le coloco esto, hablemos del tipo de sueño que va a soñar, George. ¿Tiene ganas de hablar de eso, verdad?
Lento asentimiento con la cabeza del paciente.
—La última vez que estuvo acá hablamos de algunas cosas que le preocupan. Dijo que le gusta su trabajo, pero no le gusta ir en subterráneo a trabajar. Se siente incómodo, me dijo, aprisionado. Siente como si no hubiera lugar para sus codos, como si no estuviera libre.
Se detuvo, y el paciente, que siempre estaba taciturno durante la hipnosis, finalmente respondió solamente:
—Exceso de población.
—Mm…, esas son las palabras que usó. Esos son los términos, su metáfora, para esa sensación de falta de libertad. Bien, ahora discutamos esas palabras. Usted sabe que en el siglo XVIII Malthus llamó la atención sobre el peligro del crecimiento de la población; y hubo otro ataque de pánico por la población excesiva hace unos treinta o cuarenta años. Por cierto, la población ha aumentado, pero todos los horrores que predecían no se verificaron. Las cosas no están tan mal como se decía. Todos vivimos bien aquí en Norteamérica, y si nuestro estándar de vida ha tenido que descender en ciertos aspectos, en otros es más alto que una generación atrás. Ahora bien, tal vez el temor exagerado de la población excesiva, del hacinamiento, refleja no una realidad exterior sino un estado mental interior. Si usted se siente apretujado cuando no lo está, ¿qué significa eso? Tai vez que le teme al contacto humano, a estar cerca de la gente, a que lo toquen. De modo que ha encontrado una especie de excusa para mantener a la realidad a distancia —el electroencefalógrafo estaba funcionando, y mientras hablaba hizo las conexiones con la Ampliadora—. Ahora, George, charlaremos un poco más y entonces, cuando le diga la palabra clave “Amberes”, usted empezará, a dormir; cuando se despierte se sentirá fresco y alerta. No recordará lo que estoy diciendo ahora, sino su sueño. Será un sueño vívido, vívido y agradable, un sueño efectivo. Soñará con este tema que le preocupa, la población excesiva: tendrá un sueño donde descubrirá que no es eso realmente lo que le preocupa. Las personas no pueden vivir solas, después de todo; ¡ser confinado en soledad es el peor tipo de castigo! Necesitamos a la gente alrededor de nosotros, para que nos ayude, para ayudarla, para competir, para aguzar nuestro ingenio. Siguió y siguió hablando. La presencia de la abogada desmejoró mucho su estilo; debía ponerlo todo en términos abstractos, en lugar de decirle a Orr simplemente lo que debía soñar. Por supuesto, no estaba falsificando su método para engañar a la observadora; simplemente, su método no era invariable aún. Lo variaba de una sesión a la otra, buscando el modo seguro de sugerir el sueño preciso que deseaba, y combatiendo siempre la resistencia que a veces le parecía la exactitud excesiva del pensamiento de proceso primario, y a veces una positiva obstinación de la mente de Orr. Fuera lo que fuese lo que lo impedía, el sueño casi nunca se producía en la forma que deseaba Haber, y esta clase de sugerencia vaga, abstracta, podía funcionar tan bien como cualquier otra. Tal vez suscitaría una resistencia inconsciente menor en Orr.
Le indicó con un gesto a la abogada que se acercara a observar la pantalla del electroencefalógrafo, que ella había estado tratando de ver desde su rincón, y siguió:
—Tendrá un sueño en el que no se sentirá hacinado, presionado. Soñará con todo el espacio que hay en el mundo, con toda la libertad de que dispone para moverse.
Y por último dijo:
—¡Amberes! —y señaló las marcas del electroencefalógrafo para que la señorita Lelache pudiera ver el cambio casi instantáneo—. Observe la desaceleración en todo el gráfico —murmuró—. Ahí tiene un pico de alto voltaje, y ahí hay otro… Agujas del dormir. Ya está entrando en la segunda etapa del dormir ortodoxo, el dormir s, como quiera llamarlo, el dormir sin sueños vívidos que se presenta entre los estados de toda la noche. Pero no lo dejaré seguir hasta la profunda etapa cuarta, ya que está aquí para soñar. Estoy poniendo en marcha la Ampliadora. No aparte la vista de esas marcas. ¿Ve?
—Parece como si se estuviera despertando de nuevo —murmuró ella, vacilante.
—¡Exacto! Pero no se está despertando. Mírelo.
Orr yacía de espaldas, su cabeza caída un poco hacia atrás de modo que su barba corta y rubia apuntaba hacia arriba; estaba profundamente dormido, pero se notaba cierta tensión alrededor de su boca, y suspiraba de manera profunda.
—¿Ve el movimiento de sus ojos, debajo de los párpados? Así fue cómo notaron por primera vez todo este fenómeno del dormir con sueños, allá por 1930; lo denominaron “dormir con rápido movimiento de ojos” por años. Es muchísimo más que eso, sin embargo. Es un tercer estado del ser. Todo su sistema autonómico está tan completamente movilizado, como podría estarlo en un momento de excitación de su vida normal; pero su tono muscular es nulo, los músculos grandes están relajados más profundamente que en el dormir s. Las zonas cortical, subcortical, del hipocampo y del mesencéfalo, están tan activas como cuando camina, mientras que en el dormir s están inactivas. La respiración y la presión sanguínea están al nivel de cuando camina, o más alto aún. Sienta el pulso —puso les dedos de ella sobre la muñeca floja de Orr—. Ochenta u ochenta y cinco. Le está ocurriendo algo importante, sea lo que fuere…
—¿Usted quiere decir que está soñando? —ella parecía alarmada.
—Exacto.
—¿Todas estas reacciones son normales?
—Absolutamente. Todos pasamos por eso todas las noches, cuatro o cinco veces, durante al menos diez minutos por vez. Se ve un estado d muy normal en la pantalla del electroencefalógrafo. La única anomalía o peculiaridad que podrá ver es un ocasional pico alto entre las marcas, una especie de efecto de confusión que nunca he visto antes en un estado d. Su modelo se parece a un efecto que se observa en los electroencefalogramas de hombres que trabajan duro en ciertas tareas: trabajo artístico o creativo, pintura, poesía, y también leer a Shakespeare. Lo que este cerebro está haciendo en esos momentos, no lo sé todavía. Pero la Ampliadora me da la oportunidad de observarlos sistemáticamente, y luego podré analizarlos.
—¿Es posible que la máquina cause ese efecto?
—No —en realidad, él había tratado de estimular el cerebro de Orr con una repetición de una de esas marcas de pico, pero el sueño resultante de ese experimento había sido incoherente, una mezcolanza del sueño anterior, durante el que la Ampliadora había registrado el pico, y el presente. No había necesidad de mencionar los experimentos no convincentes—. Ahora que está bien dentro de este sueño, apagaré la Ampliadora. Observe, trate de ver si se da cuenta cuando retiro la entrada —ella no notó nada—. Sin embargo, puede producir un estado de confusión; no pierda de vista esas marcas. Puede detectarlo primero en el ritmo theta, allí, desde el hipocampo. Se produce en otros cerebros, sin duda. Nada es nuevo. Si puedo descubrir cuáles otros cerebros, en qué estado, podré especificar con mayor exactitud cuál es el problema de este individuo; puede haber un tipo psicológico o neurofisiológico al que él pertenece. ¿Ve las posibilidades de investigación de la Ampliadora? Ningún efecto sobre el paciente, salvo el de poner temporariamente a su cerebro en alguno cualquiera de sus estados normales que el médico desea observar. ¡Mire esto! —ella no advirtió el pico, por supuesto; la lectura de electroencefalogramas en una pantalla requería práctica—. Fundió su fusible. Sigue en el sueño ahora… En seguida nos va a contar —no pudo seguir hablando; su boca se había secado. Lo sintió: el traslado, la llegada, el cambio.
También la mujer lo sintió; parecía atemorizada. Sosteniendo el pesado collar de bronce junto a su garganta como talismán, estaba mirando con angustia, con terror, la vista desde la ventana.
Haber no había esperado eso. Había pensado que sólo él podría tener conciencia del cambio.
Pero ella le había oído cuando le ordenaba a Orr lo que debía soñar; había estado junto al paciente dormido; estaba, como él, en el centro. Y cómo él se había vuelto para mirar por la ventana cuando las torres se desvanecían como un sueño, sin dejar huella, los insubstanciales kilómetros de suburbio disolviéndose como humo en el viento, la ciudad de Portland, que había tenido una población de un millón de personas antes de los Años de la Plaga, pero sólo tenía unos cien mil habitantes en estos días de la Recuperación, un revoltijo confuso como todas las ciudades norteamericanas, pero unificada por sus colinas y su río brumoso, atravesado por siete puentes, el antiguo edificio de cuarenta pisos del First National Bank, que se destacaba contra el cielo entre los edificios del centro, y más allá, por encima de todo, las serenas y pálidas montañas…
Ella vio todo mientras sucedía, y él comprendió que ni por un momento había pensado en la posibilidad de que la observadora de SEB pudiera ver el cambio. No había sido una posibilidad; él ni siquiera lo había pensado. Y esto implicaba que él mismo no había creído en el cambio, en el efecto de los sueños de Orr, aunque lo había sentido, lo había visto con asombro y temor, con entusiasmo, una docena de veces ya; aunque había observado mientras el caballo se convertía en montaña (si es que se puede observar la superposición de una realidad a otra), aunque había estado probando y usando el poder efectivo de los sueños de Orr por casi un mes, sin embargo no había creído en lo que estaba ocurriendo.
Todo el día presente, desde su llegada al trabajo en adelante, no había pensado una sola vez en el hecho de que, una semana atrás, él no era el Director del Instituto Onirológico de Oregon, porque no existía el Instituto. Desde el viernes último, había habido un Instituto durante los últimos dieciocho meses. Y él había sido su fundador y director. Que las cosas fueran así —para él, para todos los integrantes del personal, para sus colegas de la Escuela de Medicina y para el gobierno que lo subvencionaba— él lo había aceptado por completo, y también todos los otros, como la única realidad. Él había suprimido su recuerdo del hecho de que, hasta el viernes, las cosas no habían sido así.
Ciertamente, ese había sido el más logrado de los sueños de Orr. Había empezado en el viejo consultorio del otro lado del río, bajo aquel maldito mural del monte Hood, y había terminado en esta oficina. y él había estado allí, había visto cómo las paredes cambiaban a su alrededor, había sabido que el mundo se estaba transformando, y lo había olvidado. Lo había olvidado de manera tan completa que nunca se había preguntado siquiera si un extraño, una tercera persona, podría tener la misma experiencia.
¿Cómo se sentiría la mujer? ¿Lo comprendería, se volvería loca, qué es lo que haría? ¿Conservaría ambas memorias, como él, la verdadera y la nueva, la antigua y la verdadera?
Esto no debía ser. Ella iba a interferir, a traer a otros observadores, a estropear completamente el experimento, a destruir los planes.
El debía detenerla a todo costo. Se volvió hacia ella, dispuesto a la violencia, con las manos crispadas.
Ella estaba parada, simplemente, allí. Su piel morena se había tornado lívida; su boca estaba abierta. Estaba deslumbrada; no podía creer lo que había visto a través de la ventana. No podía creerlo y no lo creía.
La extrema tensión física de Haber se distendió un poco. Al verla se sintió seguro de que estaba tan confundida y traumatizada como para ser inofensiva. Pero él debía moverse rápidamente, de todos modos.
—Dormirá un rato todavía —anunció Haber; su voz sonaba casi normal, aunque un poco más ronca que la tensión de los músculos de la garganta. No tenía idea de lo que iba a decir, pero empezó a hablar; había que destruir la tensión—. Le daré un corto período de estado s ahora. No demasiado largo, para que su recuerdo del sueño no sea débil. ¿Es una hermosa vista, verdad? Esos vientos del este que han estado soplando, son un regalo del cielo. En otoño e invierno, en ocasiones no veo las montañas por meses; pero cuando las nubes se levantan, ahí están. Es un lugar estupendo, Oregon. El estado menos deteriorado de la Unión. No estaba muy explotado antes de la Crisis. Portland recién empezaba a tornarse importante a fines de la década de 1970. ¿Es usted nativa de Oregon?
Después de un minuto, ella afirmó con la cabeza, muy aturdida. El tono normal de la voz de él, por lo menos, le estaba llegando.
—Yo soy de Nueva Jersey. Era tremendo el deterioro ambiental allá cuando yo era un chico. La cantidad de remodelaciones y de limpieza que la Costa Este debió hacer después de la Crisis, y que sigue haciendo, es increíble. Aquí, en cambio, el deterioro real de la población excesiva y del mal manejo ambiental aún no se había producido, salvo en California. El sistema ecológico de Oregon estaba intacto todavía —era peligroso eso de hablar del tema crítico, pero él no podía pensar en otra cosa: se sentía como obligado a hacerlo. Su cabeza estaba demasiado ocupada con los dos conjuntos de recuerdos, dos sistemas completos de información: uno del mundo real (ya no más) con una población humana de casi siete mil millones y un incremento geométrico, y uno del mundo real (ahora) con una población de menos de mil millones y aún no estabilizada.
Mi dios, pensó, ¿qué ha hecho Orr?
Seis mil millones de personas.
¿Dónde están?
Pero la abogada no debía darse cuenta. No debía.
—¿Ha estado alguna vez en el Este, señorita Lelache?
Ella lo miró vagamente y dijo:
—No.
—Bien, ¿para qué molestarse? De todos modos New York está amenazada, y también Boston; el destino de este país esta acá. Éste es el polo de crecimiento. Aquí está, como decían cuando yo era un chico. Ah, de paso, ¿lo conoce a Dewey Furth, en la central de SEB de aquí?
—Sí —contestó ella, aún vacilante, pero empezando a reaccionar, a comportarse como si nada hubiera ocurrido.
Un espasmo de alivio recorrió el cuerpo de Haber. Él sintió repentinos deseos de sentarse, de respirar fuerte. El peligro había pasado. Ella estaba rechazando la experiencia increíble. Se estaba preguntando a sí misma ahora, ¿qué es lo que me pasa? ¿Por qué miré por la ventana esperando ver una ciudad de tres millones? ¿Es que estoy sufriendo un momento de locura?
Por supuesto, pensó Haber, el hombre que presenciara un milagro rechazaría la visión de sus ojos si los que están con el no vieron nada.
—El aire está pesado aquí —dijo Haber con un toque de solicitud en la voz, y se acercó al termostato, en la pared—. Lo mantengo caldeado, una vieja costumbre de investigador de sueños; la temperatura del cuerpo desciende mientras se duerme, y uno no quiere que un grupo de sujetos, o pacientes, se resfríen. Pero esta calefacción eléctrica es excesiva, el aire se torna pesado y me hace sentir aturdido… Él se despertará pronto —pero él no deseaba que Orr recordara claramente su sueño, que lo contara, para confirmar el milagro—. Pienso que lo dejaré un rato más, no me interesa el recuerdo de este sueño; él está en el dormir de la tercera etapa ahora. Dejémoslo ahí mientras terminamos de conversar. ¿Había algo más que usted quería preguntarme?
—No, no creo —los sonidos que emitía sonaban vacilantes ahora; ella pestañeó, tratando de recobrar la calma—. Si usted envía la descripción completa de su máquina, del funcionamiento, y de los usos para los que la emplea, y los resultados, todo eso, usted sabe, a la oficina del señor Furth, creo que se completará todo este asunto… ¿Ha patentado ya el aparato?
—Presenté una solicitud.
Ella afirmó con la cabeza.
—Puede ser conveniente —ella se había desplazado, resonando débilmente, hacia el hombre que dormía, y ahora estaba parada junto a él con una extraña expresión en su delgado rostro moreno.
—Usted tiene una extraña profesión —dijo ella de pronto—. Los sueños; observar el funcionamiento del cerebro de las personas, decirles qué deben soñar… Supongo que hará buena parte de sus investigaciones por la noche.
—Antes sí. La Ampliadora nos permite evitar esos horarios; con su uso, podemos obtener el estado s cuando lo deseamos, y de la clase que deseamos estudiar. Pero hace unos pocos años hubo un periodo en el que nunca me acostaba antes de las 6 de la mañana, que duró trece meses —Haber rió—. Ahora me ufano con mis antecedentes. Pero en estos tiempos permito que mi personal cargue con la parte más pesada del trabajo. ¡Compensaciones de la madurez!
—Las personas que duermen son tan lejanas —dijo ella, observando a Orr—. ¿Dónde están?…
—Aquí —replicó Haber, y señaló la pantalla del electroencefalógrafo—. Exactamente aquí, pero incomunicadas. Esa característica del dormir es lo que suena a misterioso a los humanos. Su extrema privacidad. La persona que duerme le da la espalda a todo el mundo. ‘El misterio del individuo es mayor mientras duerme’, dice uno de los autores de mi especialidad. Pero por supuesto, un misterio no es más que un problema que aún no hemos resuelto… El debe despertarse ahora. George… George… Despierte, George.
George despertó como solía hacerlo, rápido, pasando de un estado al otro sin gruñidos, sin miradas confundidas, sin recaídas. Se sentó en el diván y miró primero a la señorita Lelache, luego a Haber, que acababa de retirarle el casco. Se incorporó, desperezándose un poco, y se acercó a la ventana. Se quedó parado mirando.
Había un equilibrio singular, casi cierta monumentalidad en el porte de su delgada figura: estaba completamente rígido, aún en el centro de algo. Sorprendidos, ni Haber ni la mujer hablaron. Orr giró y miró a Haber.
—¿Dónde están? —preguntó—. ¿Adonde fueron todos?
Haber vio que los ojos de la mujer se agrandaban, vio que la tensión aumentaba en ella, y se sintió en peligro. ¡Hablar, debía hablar!
—Por el electroencefalograma, yo diría —dijo, y oyó su voz profunda y cálida, tal como la pretendía— que acaba de tener un sueño muy cargado, George. Fue desagradable; en realidad, fue casi una pesadilla. El primer sueño ‘malo’ que ha tenido acá, ¿verdad?
—Soñé con la Plaga —dijo Orr, y tembló de la cabeza a los pies, como si fuera a descomponerse.
Haber asintió con la cabeza. Se sentó a su escritorio. Con su docilidad habitual, con su forma de hacer lo acostumbrado y aceptado, Orr se acercó y se sentó frente al medico, en la gran silla de cuero en la que se sentaban entrevistados y pacientes.
—Ha tenido que salvar un gran obstáculo, y ello no fue fácil, ¿verdad? Esta fue la primera vez, George, que ha tenido que manejar una ansiedad real en un sueño. Esta vez, bajo mi dirección, y tal como se lo sugerí en la hipnosis, usted encaró uno de los elementos más profundos de su enfermedad psíquica. El asunto no fue fácil ni agradable. En realidad, ese sueño fue un infierno, ¿verdad?
—¿Recuerda usted los Años de la Plaga? —preguntó Orr sin agresividad con un tono un poco inusual en la voz, ¿sarcasmo? Y se volvió para mirar a la señorita Lelache, que se había retirado a su silla del rincón.
—Sí, los recuerdo. Yo ya era un hombre cuando se desató la primera epidemia. Tenía veintidós años cuando se hizo aquel primer anuncio en Rusia de que los contaminadores químicos de la atmósfera se estaban combinando para formar virulentos carcinógenos. La noche siguiente pasaron las estadísticas hospitalarias desde Ciudad de México. Luego previeron el tiempo de incubación, y todo el mundo empezó a contar. A esperar. Y hubo luchas y disturbios, y la Banda del Día del Juicio Universal y los Vigilantes. Ese año murieron mis padres; mi esposa al año siguiente. Después mis dos hermanas y sus hijos. Todos aquellos que yo conocía —Haber extendió los brazos—. Sí, recuerdo esos años —dijo, apesadumbrado— cuando debo recordarlos.
—Se encargaron del problema de la población excesiva, ¿verdad? —dijo Orr, y esta vez la ansiedad era clara—. Realmente lo hicimos.
—Sí. Ellos se encargaron. No hay superpoblación ahora. ¿Había alguna otra solución, además de la guerra nuclear? Ahora no hay hambruna perpetua en América del Sur, África y Asia. Cuando las vías de comunicación se restablezcan del todo, ni siquiera habrá los focos de hambre que quedan. Dicen que una tercera parte de la humanidad aún se va a la cama con hambre; pero en 1980 eso era el 92 por ciento. Ahora no hay crecientes en el Ganges, causadas por el amontonamiento de cadáveres de personas que habían muerto de inanición. No hay falta de proteínas y raquitismo entre los hijos de la clase trabajadora de Portland, Oregon, como había antes de la Crisis.
—La Plaga —dijo Orr.
Haber se inclinó sobre el gran escritorio.
—George, dígame una cosa. ¿Está superpoblado el mundo?
—No —dijo el hombre.
Haber pensó que se estaba riendo, y se echó hacia atrás con cierta aprensión; después comprendió que eran las lágrimas lo que les daba a los ojos de Orr ese brillo extraño. Estaba a punto de estallar. Mucho mejor; si se desmoronaba, la abogada se sentiría menos inclinada a creer en lo que él dijera y que concordara con lo que ella pudiera recordar.
—Pero hace media hora, George, usted estaba sumamente preocupado, angustiado, porque creía que la población excesiva era una amenaza para la civilización, para todo el sistema ecológico terrestre. Ahora no espero que esa ansiedad haya desaparecido; nada de eso. Pero creo que su calidad ha cambiado desde que usted la experimentó en el sueño. Usted tiene conciencia, ahora, de que no tenía asidero en la realidad. La ansiedad aún existe, pero con esta diferencia: ahora sabe que es irracional, que obedece a un deseo interno antes que a la realidad exterior. Eso es un comienzo, un buen comienzo. ¡Un paso adelante muy grande para una sola sesión, con un solo sueño! ¿Se da cuenta de eso? Tiene un arma, ahora, con la cual enfrentar todo ese asunto. Ahora usted está parado sobre algo que antes lo aplastaba, que lo hacía sentir oprimido. De ahora en adelante será una lucha más justa, porque usted es un hombre más libre. ¿No lo siente? ¿No se siente, ahora mismo, ya, un poquito más libre?
Orr lo miró, y luego miró a la abogada. No dijo nada.
Hubo una larga pausa.
—Se lo ve vencido —dijo Haber, lo que significaba un golpecito verbal en el hombro.
Deseaba que Orr se calmara, que volviera a su estado normal de retraimiento, en el que carecería del coraje necesario para decir nada sobre sus poderes en el sueño frente a una tercera persona; o de lo contrario que se desmoronara, que se comportara de modo obviamente anormal. Pero no ocurría nada de eso. Si no estuviera una observadora de SEB acechando en el rincón, le ofrecería un trago de whisky. Pero será mejor que no hagamos un festín de una sesión de terapia, ¿eh?
—¿No desea que le cuente el sueño?
—Si usted quiere.
—Yo los sepultaba, en una de las grandes zanjas… Trabajé en los Cuerpos de Sepultura, a los dieciséis años, después que mis padres se contagiaron. Sólo que en el sueño las personas estaban todas desnudas y parecían haber muerto de inanición. Montañas de cadáveres. Tenia que sepultarlos a todos. Lo buscaba a usted todo el tiempo, pero no estaba allí.
—No —dijo Haber con tono tranquilizador— no he figurado en sus sueños todavía, George.
—Oh, sí. Con Kennedy. Y como caballo.
—Sí, al principio de la terapia —dijo Haber, desechando el tema—. Este sueño, entonces, utilizó algún material de recuerdos de su experiencia…
—No. Yo nunca enterré a nadie. Nadie murió con la Plaga. No hubo ninguna Plaga. Todo fue imaginado por mí. Lo soñé.
¡Maldito sea el estúpido bastardo! Se había zafado del control. Haber irguió la cabeza y mantuvo un silencio tolerante, prudente; era todo lo que podía hacer, porque una reacción más enérgica podía suscitar las sospechas de la abogada.
—Usted dijo que recordaba la Plaga; ¿pero no recuerda también que no hubo ninguna Plaga, que nadie murió de cáncer contagioso, que la población aumentaba y aumentaba? ¿No? ¿No recuerda eso? ¿Y usted, señorita Lelache, lo recuerda todo en ambas formas?
Entonces Haber se puso de pie:
—Lo lamento, George, pero no puedo permitir que incluya en esto a la señorita Lelache. Ella no está calificada. Sería incorrecto que ella contestara; esta es una sesión psiquiátrica. Ella está acá para observar la Ampliadora, y nada más. Debo insistir en esto.
Orr estaba totalmente blanco; los pómulos sobresalían en su rostro. Miraba fijamente a Haber, sin decir una palabra.
—Tenemos un problema, y sólo hay un modo de resolverlo, me temo. Cortar el nudo gordiano. No se ofenda, señorita Lelache, pero como usted ve, el problema es usted. Simplemente, nos encontramos en una etapa en la que nuestro diálogo no puede soportar a un tercer miembro, ni siquiera a alguien que no participe. Lo mejor que se puede hacer es interrumpir la sesión. Reanudamos el trabajo mañana a las cuatro. ¿De acuerdo, George?
Orr se incorporó, pero no se encaminó hacia la puerta.
—¿Alguna vez ha pensado usted, doctor Haber —dijo en tono bastante calmo pero un poco vacilante— que… que puede haber otras personas que sueñan como yo? ¿Que la realidad cambia, se reemplaza, se renueva todo tiempo a nuestro alrededor, sólo que nosotros no lo sabemos? Sólo el que sueña lo sabe, y aquellos que conocen su sueño. Si eso es cierto, creo que tenemos la suerte de no saberlo. El asunto es muy conflictivo.
Afable, evasivo, tranquilizador, Haber conversó con Orr mientras lo acompañaba hasta la puerta.
—Le tocó una sesión crítica —le dijo a la señorita Lelache, cerrando la puerta detrás de sí. Se secó la frente, que el cansancio y la preocupación aparecieran en su rostro y en su tono—: ¡Caramba! ¡Qué día para tener la presencia de una observadora!
—Fue sumamente interesante —dijo ella, y sus brazaletes sonaron un poco.
—No es un caso perdido —comentó Haber—. Una sesión como ésta, incluso a mí me deja una impresión desalentadora. Pero tiene una posibilidad, una posibilidad real, de salir de este modelo de engaño en el que está atrapado, ese tremendo miedo de soñar. El problema es que se trata de un modelo complejo, que ha atrapado a una mente inteligente; además, es muy rápido para tejer nuevas redes en las que se atrapa a si mismo… Si lo hubieran enviado a la terapia hacía diez años, cuando tenía menos de veinte años; pero, por supuesto, la Recuperación apenas si empezaba hace diez años. O aun hace un año, antes de que empezara a deteriorar toda su orientación de la realidad con drogas. Pero se esfuerza, se esfuerza constantemente, y aún puede salvarse con un acertado ajuste de la realidad.
—Pero usted dijo que no era un psicótico —observó la señorita Lelache, en tono de duda.
—Correcto. Dije que era un perturbado. Si enloquece, por supuesto enloquecerá por completo; probablemente en la línea esquizofrénica catatónica. Una persona perturbada no es menos propensa a la psicosis que una persona normal —no podía hablar más, las palabras se secaban en su lengua, convirtiéndose en restos secos de tonterías. Le parecía que había estado vomitando un diluvio de palabras sin sentido por horas y horas, y ya no tenía más control sobre ellas. Por fortuna, la señorita Lelache había tenido suficiente, también; emitió todos sus sonidos, estrechó manos y se fue.
Haber se acercó primero al magnetófono oculto en un panel de la pared, cerca del diván, con el que registraba todas las sesiones; los magnetófonos que no emitían señales eran un privilegio especial de los psicoterapeutas y de la Oficina de Inteligencia. Borró la grabación de la última hora.
Se sentó en su silla, detrás del gran escritorio de roble; abrió el cajón inferior, tomó una botella y un vaso y se sirvió una generosa dosis de whisky. Mi Dios; no había habido whisky hacía media hora, ¡no lo hubo por veinte años! El grano había sido un elemento muy precioso, con siete mil millones de bocas que alimentar, para que se lo convirtiera en licor. No había habido más que pseudocerveza, o (para un médico) alcohol puro; eso había contenido media hora antes la botella que estaba sobre el escritorio.
Se bebió la mitad del whisky de un trago, y luego hizo una pausa. Miró hacia la ventana. Después de un momento se incorporó y sé paró frente a la ventana, mirando los techos y los árboles. Cien mil almas. El atardecer estaba empezando a desdibujar el río tranquilo, pero las montañas se veían inmensas y claras, remotas, en la pareja luz del Sol de las alturas.
—¡Por un mundo mejor! —dijo el doctor Haber, elevando el vaso hacia su creación, y terminó el whisky lentamente, saboreando cada trago.