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Luz le preguntó a Inexistencia: ¿Su Merced tiene existencia o no la tiene? Luz, al no obtener respuesta…

Chuan-tzu, XXII


En algún momento de esa noche, cuando Orr estaba tratando de hallar su camino por entre los caóticos suburbios hacia Corbett Avenue, un Aldebaraniano lo detuvo y lo persuadió para que fuera con él. Orr lo siguió, dócil. Después de un rato le preguntó si era Tiua’k Ennbe Ennbe, pero no preguntó con mucha convicción y no pareció importarle cuando el Extraño le explicó, con gran esfuerzo, que George se llamaba Jor Jor y él E’nememen Asfah.

Lo llevó a su departamento, próximo al río, sobre un taller de reparaciones de bicicletas, y próximo a la Misión Evangélica Esperanza Eterna, que parecía colmada, esa noche. En todo el mundo se les exigía a los diversos dioses, con amabilidad mayor o menor, una explicación de lo que había ocurrido entre las 6:25 y las 7:08 de la tarde. Dulcemente discordante, el “Rock of Ages” se oía abajo mientras ellos subían las obscuras escaleras que llevaban a un departamento del primer piso. Una vez llegados, el Extraño le sugirió a Orr que se acostara en la cama, porque se lo veía cansado. Dormir reconstruye la deshilachada seda de la pena —dijo.

—Dormir, tal vez soñar; ay, ahí está el obstáculo —replicó Orr; había algo en la forma curiosa en que los Extraños se comunicaban, pero estaba demasiado cansado para decidir qué era—. ¿Dónde va a dormir usted? —preguntó, sentándose pesadamente en la cama.

—En ninguna parte —replicó el Extraño, con su voz carente de tono.

Orr se inclinó para desatar sus zapatos. No quería ensuciar la colcha de la cama con sus pies, no sería justo pago de tanta amabilidad. Al agacharse se sintió mareado.

—Estoy cansado —dijo—. Hice muchas cosas hoy. Es decir, hice algo. Lo único que hice en mi vida: oprimir un botón. Fue necesario todo el poder de mi voluntad, la fuerza acumulada de toda mi existencia, para oprimir un maldito botón NO.

—Usted ha vivido bien —dijo el Extraño.

Estaba parado en un rincón, y parecía que se quedaría parado ahí indefinidamente.

No estaba parado ahí, pensó Orr; no de la misma manera en que él se pararía, o se sentaría, o se acostaría o sería. Él estaba parado ahí de la manera en que él, Orr, podría estarlo en un sueño. Estaba allí de la misma manera en que, en un sueño, uno está en algún lado.

Se acostó. Claramente percibía la piedad y la compasión protectora del Extraño, parado en el otro extremo de la obscura habitación. El Extraño lo veía, no con los ojos, como a una extraña criatura de corta vida, carnal, desprotegido, infinitamente vulnerable, a la deriva en los mares de lo posible: algo que necesitaba ayuda. A Orr no le molestaba; realmente necesitaba ayuda. El agotamiento lo dominó, lo arrastró como una corriente del mar en la que se estuviera hundiendo lentamente.

—Er’ perrehnne —murmuró, entregándose al sueño.

—Er’ perrehne, —replicó E’nememen Asfah, en un susurro.

Orr se durmió y soñó. Sin tropiezos. Sus sueños, como olas del mar profundo lejos de la costa, iban y venían, se elevaban y se hundían, profundas e inofensivas, sin chocar contra nada, sin cambiar nada. Danzaron su danza entre todas las otras olas en el mar del ser. En su sueño las grandes tortugas marinas verdes buscaron, nadando con pesada e infinita gracia por las profundidades, en su elemento.

A principios de junio los árboles tenían abundantes hojas y las rosas florecían. En toda la ciudad las enormes flores, llamadas rosa de Portland, florecían rosadas en los tallos espinosos. Las cosas se habían restablecido bastante bien. La economía se estaba recuperando. Las personas cuidaban sus jardines.

Orr estaba en el Hospicio Federal, en Linnton, al norte de Portland. Los edificios, construidos en la década de 1990, estaban situados sobre una gran zona escarpada frente a los prados, fértiles por las crecidas del Willamette, y la elegancia gótica del puente St. Johns. Habían estado superpoblados en abril y mayo, por la plaga de perturbaciones mentales que siguió a los sucesos de la tarde que se recordaba ahora como “La Crisis”; pero eso se había superado, y el instituto había vuelto a su rutina de pacientes excesivos y personal escaso.

Un asistente alto, que hablaba en voz baja, lo llevó arriba a Orr, a los cuartos de una sola cama, en el ala norte. La puerta que llevaba a esa ala y las puertas de todos los cuartos eran pesadas, con un atisbadero a un metro cincuenta del suelo, y estaban cerradas con llave.

—No es que sea peligroso —dijo el asistente mientras abría la puerta del corredor—. Nunca ha sido violento. Pero tiene ese mal efecto sobre los otros. Lo ubicamos en dos guardias pero no hubo caso. Los otros estaban asustados de él, nunca vi nada igual. En general, se influyen unos a otros y tienen terrores pánicos y pasan noches malas, pero no así. Le tenían miedo a él. Por las noches golpeaban las puertas para poder escapar de él. Y él no hacía más que estar acostado. Bueno, aquí se ve de todo. A él no le importa dónde está, supongo. Aquí es —abrió la puerta y precedió a Orr en el cuarto—. Visitas, doctor Haber —dijo.

Haber estaba delgado. El pijama azul y blanco se veía grande sobre su cuerpo. Su cabello y su barba estaban más cortos, pero limpios y bien arreglados. Se sentó en la cama y miró el vacío.

—Doctor Haber —dijo Orr, pero su voz flaqueó; sintió suma piedad, y temor. Sabía qué era lo que miraba Haber. El mismo lo había visto. Estaba mirando al mundo posterior a abril de 1998. Miraba al mundo tal como lo había malentendido la mente: el sueño malo.

Hay un pájaro en un poema de T. S. Eliot que dice que la humanidad no puede soportar demasiada realidad; pero el pájaro está equivocado. Un hombre puede soportar todo el peso del Universo por ochenta años. Es la irrealidad lo que no puede soportar.

Haber estaba perdido; había perdido todo contacto con la realidad.

Orr hizo otro intento por hablar, pero no encontró palabras. Fue retrocediendo hacia la puerta y salió, acompañado por el asistente, que cerró la puerta con llave.

—No puedo —dijo Orr—. No hay forma.

—No hay forma —dijo el asistente.

Mientras marchaba por el corredor, el asistente agregó en su voz suave: El doctor Walters me dijo que él era un científico prometedor.

Orr regresó al centro de Portland en barco. El transporte estaba bastante desbarajustado aún; unidades, restos y comienzos de casi seis diferentes sistemas de transporte públicos se agrupaban en la ciudad. Reed College tenía una estación de subterráneo, pero no tenía trenes; el funicular a Washington Park terminaba en la entrada de un túnel que se extendía hasta la mitad del Willamette y ahí se detenía, Entre tanto, un individuo emprendedor había reacondicionado un par de barcos pequeños y brindaba paseos por el Willamette y el Columbia, además de utilizarlos como ferries con recorridos regulares entre Linnton Vancouver Portland y Oregon. Resultaba un viaje placentero.

Orr se había tomado su larga hora de almuerzo para visitar el hospicio. Su empleador, el Extraño E’nememen Asfah, era indiferente a las horas trabajadas; se interesaba sólo por el trabajo realizado. No importaba cuándo se lo hacía. Orr realizaba buena parte del suyo en la mente, acostado semidormido por una hora antes de levantarse, cada mañana. Eran las tres de la tarde cuando volvió a La Cocina y se sentó frente a su mesa de dibujo, en el taller. Asfah estaba en la sala de ventas, esperando a los clientes. Tenía un personal de tres diseñadores, y contratos con varios fabricantes que producían equipos para cocina de toda clase, piletas, utensilios para cocinar, implementos, herramientas. La industria y la distribución habían quedado en una desastrosa confusión después de la Crisis; el gobierno nacional e internacional había estado tan perturbado por semanas que se había impuesto un estado de indiferencia, y las pequeñas firmas privadas que pudieron continuar sus actividades, o iniciarlas, durante ese período, estaban en muy buena posición. En Oregon una cantidad de esas firmas, todas las cuales producían distintas mercaderías, estaban a cargo de aldebaranianos; éstos eran buenos directores y extraordinarios vendedores, aunque debían emplear seres humanos para las tareas manuales. El gobierno los apreciaba porque aceptaban de buen grado las restricciones y los controles; la economía mundial se iba recuperando gradualmente. La gente volvía a hablar del producto bruto nacional, y el presidente Merdle había vaticinado la vuelta a la normalidad para Navidad.

Asfah vendía al por menor y al por mayor, y La Cocina era popular por su sólida mercadería y sus buenos precios. Desde la Crisis, las amas de casa venían en números crecientes para reequipar las inesperadas cocinas en las que se encontraron cocinando esa noche de abril. Orr estaba observando unas muestras de madera cuando oyó que alguien decía:

—Quiero un batidor de huevos —y como la voz le recordó la de su mujer, se incorporó y miró hacia la sala de ventas. Asfah le estaba mostrando algo a una mujer morena de estatura mediana, de unos treinta años, con cabellos cortos y alambrinos sobre una cabeza bien formada.

—Heather —dijo, acercándose.

Ella se volvió. Lo observó por lo que pareció un momento largo.

—Orr —dijo—. George Orr, ¿verdad? ¿Cuándo nos conocimos?

—En… —él dudó—. ¿No es usted abogada?

E’nememen Asfah se veía inmenso en su coraza verde, sosteniendo un batidor de huevos.

—No. Secretaria legal. Trabajo para Rutti y Goodhue, en el Edificio Pendleton.

—Allí debe ser. Estuve una vez. ¿Le… le gusta esto? —tomó otro batidor del estante y se lo mostró—. Lo diseñé yo. Tiene un buen equilibrio, y trabaja muy bien. En general se hacen las partes muy tiesas, o muy pesadas, salvo en Francia.

—Este me gusta —dijo ella—. Tengo una vieja mezcladora eléctrica, pero quería colgar ése de la pared. ¿Usted trabaja acá? Antes no, ahora lo recuerdo. Usted trabajaba en una oficina de Stark Street, y se trataba con un médico en Terapia Voluntaria.

El no tenía idea de qué, o cuánto, ella recordaba, ni de cómo hacerlo encajar con sus propias memorias múltiples. Su mujer había sido, por supuesto, de piel gris. Aún había gente de piel gris, se decía, en especial en el Medio Oeste y en Alemania, pero el resto había vuelto a tener piel blanca, morena, negra, roja, amarilla, y mezclas. Su esposa había sido una persona gris, y mucho más gentil que esta mujer. Esta Heather llevaba una gran cartera negra con un broche de bronce, y probablemente una botella de brandy dentro de ella; parecía muy dura. Su mujer no había sido agresiva y, aunque valiente, tenía maneras tímidas. Esta no era su mujer, sino una mujer más impetuosa, activa y difícil.

—Exacto —dijo él—. Antes de la Crisis. Nosotros teníamos. Realmente, señorita Lelache, teníamos una cita para almorzar. En Dave’s, en Ankeny. No la cumplimos.

—No soy la señorita Lelache, ése es mi nombre de soltera. Soy la señora Andrews.

Ella lo miró con curiosidad. Él enfrentaba y soportaba la realidad.

—Mi esposo murió en la guerra del Cercano Oriente —agregó.

—Sí —dijo Orr.

—¿Usted diseña todas estas cosas?

—La mayoría de las herramientas. Y los utensilios de cocina. Mire, ¿le gusta esto? —él tomó una tetera con fondo de cobre, maciza pero elegante, con un extraño diseño.

—¿A quién no? —exclamó ella, tendiendo sus manos; él se la alcanzó, y ella la sostuvo y la admiró—. Me gustan las cosas —comentó; él afirmó con la cabeza—. Usted es un verdadero artista. Es hermosa —el señor Orr es experto en cosas tangibles —acotó el propietario, en voz sin tono, hablando desde el codo izquierdo—. Escuche, yo recuerdo… —dijo Heather de pronto—. Por supuesto, fue antes de la Crisis, por eso todo está tan mezclado en mi mente. Usted soñaba, quiero decir, y usted creía que soñaba cosas que se convertían en realidad, ¿verdad? Y el médico le insistía para que siguiera soñando y usted se oponía, de modo que buscaba el modo de zafarse de la Terapia Voluntaria con él sin que lo castigaran con Terapia Obligatoria. Sí, lo recuerdo. ¿Consiguió que lo pasaran a otro analista?

—No. No los necesito más —dijo Orr, y rió.

También ella rió.

—¿Qué hizo con sus sueños?

—Oh… seguí soñando.

—Yo creía que usted podía cambiar el mundo. ¿Es éste el mejor que pudo hacer para nosotros, esta confusión?

—Tiene que serlo —replicó él.

El mismo habría preferido un mundo más tranquilo, pero nada podía hacer. Y por lo menos ella estaba en ese mundo. Él la había buscado de todas las maneras posibles, no la había encontrado, y se había dedicado a su trabajo como consuelo; no le daba demasiado, pero era el trabajo que él podía hacer, y Orr era un hombre paciente. Pero ahora su triste y silencioso penar por su mujer perdida debía terminar porque allí estaba ella, la extraña impetuosa, recalcitrante, frágil, a la que siempre habría que reconquistar.

Él la conocía, conocía a esa extraña, sabía cómo hacerla hablar y cómo hacerla reír. Dijo, por último:

—¿Acepta una taza de café? Hay un bar al lado. Es la hora de mi descanso.

—No creo que lo sea —replicó ella; eran las cinco menos cuarto de la tarde. Ella miró hacia el Extraño—. Claro que me gustaría tomar café, pero…

—Vuelvo en diez minutos, E’nememen Asfah —le dijo Orr a su patrón mientras iba a buscar su impermeable.

—Tómese la tarde —dijo el Extraño—. Hay tiempo. Hay regresos. Ir es regresar.

—Muchas gracias —dijo Orr, y le estrechó la mano.

En su mano, la gran aleta verde se sentía fría. Salió con Heather a la cálida tarde lluviosa de verano. El Extraño los miró a través de la vidriera, así como un animal marino podría mirar desde un acuario, viéndolos pasar y desaparecer en la bruma.


FIN
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