6

Nos queda por saber… que nuestra tarea apenas empieza, y que nunca se nos dará ni siquiera la sombra de una ayuda, salvo la ayuda del inefable e impensable Tiempo. Deberemos aprender que el remolino infinito de muerte y nacimiento, del que no podemos escapar, es de nuestra propia creación, de nuestra propia búsqueda; que las fuerzas que integran los mundos son los errores del Pasado; que el sufrimiento eterno no es más que el hambre eterno del deseo insaciable; y que los soles apagados sólo reviven con las pasiones inextinguibles de las vidas desaparecidas.

Lafcadio Hearn


En departamento de George Orr estaba en el piso superior de una casa de antigua construcción, unas pocas cuadras cuesta arriba en Cobett Avenue, una parte ruinosa de la ciudad donde la mayoría de las casas tenían cien años o más de antigüedad. Tenía tres habitaciones grandes, un baño con una profunda bañera con patas como garras, y una vista, entre los techos, del río, por el que pasaban barcos, lanchas de recreo, botes, gaviotas y grandes bandadas de palomas.

Él recordaba perfectamente su otro departamento, por supuesto, el de un ambiente de 2.50 x 3.33 m con anafe empotrado y cama inflable, y baño compartido en la parte más alejada del corredor de linóleo, en el piso dieciocho de la torre Corbett Condominium, que nunca había sido construida.

Descendió del trolley en Whiteaker Street, caminó por la calle empinada y subió las escaleras anchas y obscuras; entró, dejó caer su portafolios en el suelo y su propio cuerpo en la cama, y se dejó estar. Estaba aterrorizado, angustiado, agotado, perplejo —tengo que hacer algo, tengo que hacer algo—. Se repetía frenéticamente, pero no sabía qué hacer. Nunca había sabido qué hacer. Siempre había hecho lo que parecía necesario, lo que seguía por hacerse, sin formular preguntas, sin esforzarse, sin preocuparse por ello. Pero esa seguridad suya lo había abandonado cuando empezó a tomar drogas, y ahora se sentía extraviado. Era necesario actuar, debía actuar. No debía permitir que Haber lo siguiera usando como herramienta. Debía tomar el destino en sus propias manos.

Extendió los brazos y miró sus manos, y luego hundió su rostro en ellas; estaba surcado de lágrimas. Demonio, demonio, pensó amargado, ¿qué clase de hombre soy? ¿Lágrimas en mi barba? Con razón Haber me usa; ¿cómo podría no hacerlo? No tengo carácter, ni fuerza; soy una herramienta nata. No tengo ningún destino; sólo tengo sueños, y ahora otra persona los dirige.

Debo huir de Haber, pensó, tratando de ser firme y decidido, pero mientras lo pensaba sabía que no podría. Haber lo había atrapado, y de manera muy firme.

Un sueño de una configuración tan poco habitual, realmente singular, había dicho Haber, era invalorable para la investigación: la contribución de Orr al conocimiento humano iba a resultar inmensa. Orr creía que Haber era sincero en eso, y sabía de qué estaba hablando. En realidad, el aspecto científico de todo el asunto era lo único alentador para su mente; le parecía que tal vez la ciencia podría extraer algo bueno de su don peculiar y terrible, utilizarlo con fines nobles, compensando en parte el daño enorme que había causado.

El asesinato de mil millones de personas inexistentes.

Le dolía la cabeza a Orr, parecía a punto de estallar. Llenó de agua fría la profunda pileta cuarteada y sumergió el rostro a intervalos de medio minuto, de los que emergía enrojecido, ciego y mojado como un niño recién nacido.

Haber tenía cierto dominio moral sobre él, entonces, pero realmente lo tenía atrapado desde el punto de vista legal. Si Orr abandonaba la Terapia Voluntaria, se hacia pasible de juicio por obtener drogas ilegalmente, y sería enviado a prisión o al manicomio. No había escapatoria. Y si no abandonaba la terapia, pero cortaba las sesiones y se negaba a colaborar, Haber tenía un efectivo instrumento coercitivo: las drogas supresoras de los sueños, que Orr sólo podía obtener con sus recetas. Tenía más temor que nunca ante la idea de soñar espontáneamente, sin control. En el estado en que se encontraba, y luego de ser condicionado para soñar de manera efectiva cada vez en el laboratorio, ni quería pensar en qué podría ocurrir si soñaba efectivamente sin las restricciones racionales impuestas por la hipnosis. Sería una pesadilla, una pesadilla peor que la que acababa de tener en el consultorio de Haber; de eso estaba seguro, y no se atrevía a permitir que ocurriera. Debía tomar la droga sorpresa de los sueños. Eso era la única cosa que sabía debía hacer, lo que había que hacer. Pero podría hacerlo mientras Haber se lo permitiera, y por lo tanto debía colaborar con Haber. Estaba atrapado, como una rata en la ratonera. En un laberinto, perseguido por el científico loco, y sin salida. Sin salida, sin salida.

Pero él no es un científico loco, pensó Orr con tristeza, sino bastante sano, o lo era. Es la posibilidad de poder que le dan mis sueños lo que lo altera. El desempeña un papel, y es un papel muy importante. Tanto que ahora está usando hasta su ciencia como medio, no como fin… Pero sus fines son buenos, ¿verdad? Desea mejorar la vida para toda la humanidad. ¿Está mal eso?

Volvía a dolerle la cabeza… Tenía la cabeza bajo el agua cuando sonó el teléfono. Rápidamente trató de secarse el rostro y el cabello, y volvió al obscuro dormitorio a tientas.

—Hola, Orr habla.

—Soy Heather Lelache —dijo una voz de contralto; en él surgió una absurda y aguda sensación de placer, como un árbol que creciera y floreciera en un instante, con las raíces en sus muslos y las flores en su mente—. Hola —volvió a decir.

—¿Desea encontrarse conmigo en algún momento para hablar de esto?

—Sí. Por supuesto.

—Bien. No quiero que piense que se podrá hacer un juicio en torno de ese aparato, la Ampliadora. Eso parece ser perfectamente correcto. Ha tenido extensas pruebas de laboratorio, y él ha hecho todos los controles necesarios y ha cumplido con los requisitos, y ahora está registrado en S.E.B. Él un verdadero profesional, por supuesto. No comprendí quién era cuando usted me habló de él. Un hombre no llega a ese tipo de posición a menos que sea muy bueno.

—¿Qué posición?

—Bien, la dirección de un instituto de investigación auspiciado por el gobierno.

A él le gustaba la forma en que a menudo ella iniciaba sus oraciones vehementes y desdeñosas con un débil y conciliador “bien”. Las dejaba suspendidas en el vacío, sin soporte. Tenía coraje, mucho coraje.

—Ah, sí, ya veo —dijo él, vagamente.

El doctor Haber había obtenido su cargo el día después de haber Orr obtenido su cabaña. El sueño de la cabaña se produjo durante la única sesión nocturna que hicieron; nunca intentaron otra. La sugerencia hipnótica del contenido del sueño no fue suficiente para los sueños de una noche, y hacia las 3 de la mañana Haber se había cansado y, conectándolo a la Ampliadora, le había transmitido modelos de dormir profundo el resto de la noche, para que los dos pudieran descansar. Pero la tarde siguiente habían tenido otra sesión, y el sueño que tuvo Orr en ella había sido tan largo, tan confuso y complicado que él nunca estuvo seguro de qué había cambiado, qué obras buenas había estado realizando Haber. Se había dormido en el antiguo consultorio y despertó en el consultorio del Instituto Onirológico: Haber se había conseguido un ascenso. Pero había habido más que eso; el tiempo estaba menos lluvioso desde el sueño, y tal vez otras cosas habían cambiado. Orr no estaba seguro. Se había opuesto a tantos sueños efectivos en tan poco tiempo. Haber aceptó de inmediato no llevarlo tan a prisa, y le permitió cinco días sin una sola sesión. Después de todo, Haber era un hombre benévolo, y además, no deseaba matar a la gallina de los huevos de oro.

La gallina. Precisamente. Eso me describe perfectamente, pensó Orr. Una maldita gallina blanca, estúpida e insulsa. Perdió parte de lo que estaba diciendo la señorita Lelache.

—Perdón —dijo— no entendí algo. Estoy un poco aturdido, creo.

—¿Se siente bien?

—Sí, muy bien. Sólo que un poco cansado.

—Tuvo un sueño intranquilizador sobre la Plaga, ¿verdad? Se lo veía mal cuando despertó. ¿Siempre lo ponen así las sesiones?

—No, no siempre. Esta fue una mala sesión. Supongo que usted se habrá dado cuenta. ¿Hablaba usted de que nos encontremos?

—Sí. El lunes, para almorzar, dije. Usted trabaja en el centro, en las Industrias Bradford, ¿verdad?

Para su sorpresa, comprendió que sí. No existían las grandes plantas de Boneville-Humatilla, con las que se llevaba el agua a las ciudades gigantes de John Day y French Glen, que tampoco existían. No había grandes ciudades en Oregon, salvo Portland. El no era dibujante de la planta, sino de una firma privada de herramientas del centro; él trabajaba en la oficina de Stark Street. Por supuesto.

—Sí —dijo—. Estoy libre de una a dos de la tarde. Podríamos encontrarnos en Dave’s, en Ankey.

—De una a dos está muy bien. Entonces en Dave’s. Lo veo allá el lunes.

—Un momento —dijo—. Escuche. ¿Quiere usted… tendría inconveniente en decirme lo que el doctor Haber dijo, quiero decir, lo que me ordenó que soñara cuando estaba hipnotizado? Usted oyó todo eso, ¿verdad?

—Si, pero no puedo hacerlo, seria interferir en su tratamiento. Si él deseara que usted lo supiera, él mismo se lo diría. No sería ético, no puedo.

—Supongo que tiene razón.

—Sí, lo siento. ¿Hasta el lunes, entonces?

—Adiós —dijo Orr, súbitamente abrumado por la depresión y el presentimiento, y colgó el receptor antes de escucharla a ella que decía adiós.

Ella no podía ayudarlo. Era valiente y fuerte, pero no tanto como para eso. Tal vez ella había visto o sentido el cambio, pero lo había apartado de sí, lo había rechazado. ¿Por qué no? Era una carga pesada esa memoria doble, y ella no tenía motivos para soportarla, no tenía motivos para creer, aun por un momento, a un ñoño psicótico que pretendía que sus sueños se realizaban.

Mañana era sábado. Una larga sesión con Haber, de las cuatro a las seis, o tal vez más. Ninguna salida.

Era hora de comer, pero Orr no tenía hambre. No había prendido las luces en su alto dormitorio, poblado de sombras, o en la sala de estar, que nunca se había decidido a amoblar en los tres años que había vivido allí. Caminó por el departamento, ahora. Por las ventanas se veían luces y el río, el aire olía a polvo y a comienzos de la primavera. Había una chimenea con marco de madera, un antiguo piano vertical en el que faltaban ocho teclas, una alfombra raída junto a la chimenea, y una decrépita mesa de bambú japonesa de 25 cm de altura. La obscuridad cayó lentamente sobre el piso de pino desnudo, sin lustrar, sin barrer.

George Orr se tendió en esa dulce obscuridad, bien estirado, con el rostro hacia abajo, el polvoriento piso de madera bajo su nariz, contra la rigidez del piso que sostenía su cuerpo. Estaba quieto, no dormido; en un punto distinto del dormir, más adelante, más afuera, un lugar en el que no hay sueños. No era la primera vez que había estado allí.


Se levantó sólo para tomar una tableta de clorpromazina e ir a la cama. Haber había intentado las fenotiazinas esa semana; parecían hacerle bien, ya que le permitían entrar en el estado necesario, pero debilitaban la intensidad de los sueños de manera que no alcanzaran el nivel efectivo. Eso estaba bien, pero Haber había dicho que el efecto disminuiría, como ocurriera con todas las otras drogas, hasta no producir ningún efecto. Nada puede impedir que un hombre sueñe, había dicho, salvo la muerte.

Esa noche, por fin, durmió profundamente, y si soñó, los sueños fueron fugitivos, sin mayor peso. No se despertó hasta el día siguiente, casi al mediodía del sábado. Fue hacia el refrigerador y abrió la puerta; se quedó parado, contemplando el interior por un rato. Había más alimentos que los que había visto en un refrigerador privado en el curso de su vida. En su otra vida. La que había vivido entre siete mil millones de otros, donde el alimento nunca era suficiente, cuando un huevo era el lujo del mes.

—¡Hoy ovulamos! —solía decir su semiesposa cuando compraba la ración de huevo—… Extraño, en esta vida ellos no habían tenido un matrimonio de prueba, él y Donna. No existía tal cosa, en términos legales, en los años posteriores a la Plaga. Sólo existía el matrimonio absoluto. En Utah, como la tasa de natalidad era aún menos que la tasa de mortalidad, se intentaba reinstituir el matrimonio polígamo, por razones religiosas y patrióticas. Pero él y Donna no habían tenido ningún tipo de matrimonio esta vez; simplemente, habían vivido juntos. Pero de todos modos no había durado. Su atención volvió al alimento del refrigerador.

Él no era el hombre delgado, los huesos pronunciados, que había sido en el mundo de siete mil millones de habitantes; era robusto, en realidad. Pero comió una comida de hombre muerto de hambre, una comida enorme —huevos duros, tostadas enmantecadas, anchoas, charque, apio, queso, nueces, un trozo de hipogloso con mayonesa, lechuga, remolacha en vinagre, torta de chocolate— todo lo que encontró en los estantes. Después de ese banquete se sintió físicamente mucho mejor. Pensó en algo, mientras bebía su café no artificial, que lo hizo sonreír. Pensó: en esa vida, ayer tuve un sueño efectivo, que anuló seis mil millones de vidas y cambió la entera historia de la humanidad por el último cuarto de siglo. Pero en esta vida, que luego creé, yo no soñé un sueño efectivo. Estuve en el consultorio de Haber, sí, y soñé, pero el sueño no cambió nada. Ha sido así el tiempo, y yo no hice más que tener un mal sueño sobre los Años de la Plaga. Estoy perfectamente bien; no necesito terapia.

Nunca había pensado así antes, y le divertía tanto que sonreía, si bien no particularmente feliz. Sabía que volvería a soñar.

Ya eran más de las dos. Se higienizó, buscó su impermeable (de algodón real, un lujo en la otra vida), y marchó a pie hacia el Instituto, un paseo de unos tres kilómetros, hasta la Escuela de Medicina y luego más adelante, hasta el Washington Park. Pudo haber ido en trolley, por supuesto, pero los servicios eran esporádicos e indirectos, y de todos modos no había apuro. Era agradable pasar por las calles tranquilas en la cálida lluvia de marzo; los árboles reverdecían y los castaños estaban por encender sus velas.

La crisis, la plaga carcinómica que había reducido la población humana en cinco mil millones en cinco años, y otros mil millones en los diez años siguientes, había sacudido hasta sus raíces a las civilizaciones del mundo, y sin embargo, al final las había dejado intactas. No había cambiado nada radicalmente; sólo cuantitativamente.

El aire estaba aún profunda e irremediablemente contaminado; la contaminación precedió a la Crisis en décadas; en realidad, fue su causa directa. No perjudicaba mucho a nadie en la actualidad, salvo a los recién nacidos. La Plaga, en su variedad leucemoide, parecía elegir selectiva, pensativamente, a uno de cada cuatro niños que nacían, y lo mataba en sus seis primeros meses de vida. Los que sobrevivían eran prácticamente inmunes al cáncer. Pero había otros males.

Ninguna fábrica despedía humo, junto al río. No había coches que contaminaran el aire con sus gases; los pocos que había eran de vapor o a batería.

Tampoco había aves canoras.

Los efectos de la Plaga eran visibles en todo; era endémica, y sin embargo no había impedido el estallido de la guerra. En realidad, las luchas en el Cercano Oriente eran más feroces que lo que habían sido en el mundo más poblado. Los Estados Unidos estaban muy comprometidos con la parte israelí-egipcia en armas, municiones, aviones y “consejeros militares”. China tenia una participación igual en el lado iranio-iraqués, aunque aún no había enviado soldados chinos, sino solamente tibetanos, norcoreanos, vietnamitas y mongoles. Rusia e India apenas se mantenían aparte, pero ahora que Afganistán y Brasil se aliaban con los iranios, Paquistán podía pasar al lado isragipcio. Entonces India se consternaría y se alinearía con China, lo que podía atemorizar lo suficiente a la Unión Soviética como para que pasara al bando de los Estados Unidos. Esto daba un arreglo de doce Potencias Nucleares en total, seis en cada lado. Esas eran las especulaciones. Entre tanto, Jerusalén era sólo restos de piedras, y en Arabia Saudita e Iraq la población civil vivía en zanjas cavadas en el suelo mientras los tanques y los aviones esparcían fuego en el aire y cólera en el agua, y los niños salían arrastrándose de las zanjas, ciegos por el napalm.

Seguían masacrando blancos en Johannesburgo, observó Orr en un titular de un quiosco de diarios de una esquina. Hacía años ya del Levantamiento, ¡y todavía quedaban blancos para masacrar en África del Sur! La gente es resistente…

La lluvia caía cálida, contaminada, suave, sobre su cabeza, mientras él caminaba por las grises colinas de Portland.

En el consultorio de la gran ventana esquinal que miraba a la lluvia, dijo:

—Por favor, deje de usar mis sueños para mejorar las cosas, doctor Haber. No resultará; es un error. Yo quiero que me curen.

—Ese es el requisito previo esencial para su cura, George. ¡Desearlo!

—Usted no me está contestando.

Pero el hombre grande era como una cebolla, se desprendía una capa tras otra de personalidad, creencia, respuesta; infinitas capas, sinfín, no tenía centro. En ningún punto se detenía, en ningún punto debía detenerse para decir ¡Aquí estoy! Ningún ser, sólo capas.

—Usted está usando mis sueños efectivos para cambiar el mundo. Usted no quiere admitir que lo está haciendo. ¿Por qué no?

—George, debe comprender que formula preguntas que desde su punto de vista pueden parecer razonables, pero que desde mi punto de vista no se pueden contestar. No vemos la realidad de la misma manera.

—Pero sí en forma bastante aproximada como para poder charlar.

—Sí, por fortuna. Pero no siempre como para poder preguntar y contestar. No todavía.

—Yo puedo contestar sus preguntas, y lo hago… De todos modos, vea. No puede continuar cambiando las cosas, tratando de dirigir las cosas.

—Usted habla como si eso fuera una especie de imperativo moral general —miró a Orr con su afable sonrisa reflexiva, mientras se acariciaba la barba—. Pero, en realidad, ¿no es ese el verdadero objetivo del hombre en la Tierra, hacer cosas, cambiar cosas, dirigir cosas, hacer un mundo mejor?

—¡No!

—¿Cuál es el objetivo, entonces?

—No sé. Las cosas no tienen objetivos, como si el Universo fuera una máquina, en la que cada parte cumple una función útil. ¿Cuál es la función de una galaxia? No sé si nuestra vida tiene un objetivo y no veo que eso importe. Lo que sí importa es que somos una parte. Como una hebra en una tela o una hoja de pasto en el campo. Lo es, y nosotros somos. Lo que nosotros hacemos es como un viento que sopla contra el pasto.

Hubo una pausa breve, y cuando Haber respondió su tono ya no era afable, tranquilizador o alentador. Era muy neutral y limitaba, de manera casi obvia, con el desdén.

—Usted tiene una actitud peculiarmente pasiva para ser un hombre crecido en el Occidente racionalista judeo-cristiano. Una especie de budista natural. ¿Alguna vez estudió las religiones orientales, George? —la última pregunta, con su obvia respuesta, era una mofa abierta.

—No, no sé nada de ellas. Lo que sí sé es que es un error forzar el modelo de las cosas. No sirve. Ha sido nuestro error por cien años. ¿No… no ve lo que ocurrió ayer?

Los ojos obscuros y opacos se encontraron con los suyos de frente.

—¿Qué ocurrió ayer, George?

Ninguna salida. Ninguna salida.

Haber usaba ahora pentotal sódico con él para disminuir su resistencia a los procedimientos hipnóticos. Orr se sometió a la inyección, observando cómo entraba la aguja en la vena de su brazo con un pequeño dolor. Este era el camino que debía seguir; no tenía opción posible. Nunca había tenido opción. No era más que un soñador.

Haber fue a alguna parte a atender algo mientras la droga hacía efecto; pero estuvo de regreso en quince minutos, jovial e indiferente.

—Perfecto. Empecemos, George.

Orr sabía, con triste claridad, a qué se dedicaría hoy: la guerra. Los periódicos no hablaban de otra cosa, y hasta la mente de Orr, que se resistía a las noticias, no pudo evitar el pensar en eso. La guerra que progresaba en el Cercano Oriente. Haber la terminaría. Y sin duda las masacres en África. Porque Haber era un hombre benévolo. Deseaba hacer un mundo mejor para la humanidad.

El fin justifica los medios; ¿pero qué ocurre si nunca hay un fin? Todo lo que tenemos son medios. Orr se tendió en el diván y cerró los ojos. La mano tocó su garganta.

—Ahora entrará en el estado hipnótico, George, —dijo la voz profunda de Haber—. Usted está…


En la obscuridad.

No totalmente de noche aún; el fin del crepúsculo en los campos. Los grupos de árboles se veían negros y húmedos. El camino por el que él estaba caminando recogía la débil luz última del cielo; se extendía largo y recto, una antigua ruta de pueblo, con la superficie agrietada. Una gallina caminaba delante de él, unos cinco metros más adelante, y se veía sólo como una mancha blanca de bordes imprecisos. De tanto en tanto emitía un sonido.

Las estrellas estaban saliendo, blancas como margaritas. Una muy grande estaba surgiendo a la derecha del camino, muy baja sobre el campo obscuro, temblorosamente blanca. Cuando volvió a mirarla, ya se había vuelto más grande y más brillante. Se está agrandando, pensó. Parecía tomarse rojiza a medida que se volvía más brillante. Se agrandaba y se ponía rojiza. Los ojos sufrieron un vértigo. Pequeños rayos verde azulados los rodeaban, zigzagueantes. Un halo vasto y cremoso latía alrededor de la gran estrella y de los pequeños rayos, más débil, más claro, latiente. ¡O no, no, no!, dijo él cuando la estrella, tornándose cada vez más brillante y más grande, ESTALLÓ, cegándolo. Orr cayó al suelo, cubriendo su cabeza con los brazos mientras el cielo estallaba en rayos de muerte brillante, pero no pudo dar vuelta la cabeza, debió contemplar y presenciar. El suelo se estremecía, y grandes arrugas temblorosas pasaban a través de la piel de la Tierra.

—Basta, basta, basta —gritó muy fuerte, con su rostro mirando el cielo, y se despertó en el diván de cuero.

Se sentó y puso el rostro entre sus manos sudadas y temblorosas.

En seguida sintió la pesada mano de Haber en su hombro.

—¿Un mal rato otra vez? Caramba, pensé que se sentiría bien. Le dije que tuviera un sueño sobre la paz.

—Lo tuve.

—¿Pero le resultó perturbador?

—Estuve observando una batalla en el espacio.

—¿Observándola? ¿Desde dónde?

—Desde la Tierra —narró la historia brevemente, omitiendo a la gallina—. No sé si ellos tomaron uno de los nuestros o nosotros tomamos uno de ellos.

Haber rió.

—Ojalá pudiéramos ver qué ocurre allá. Nos sentiríamos más implicados. Pero, por supuesto, esos encuentros tienen lugar a velocidades y a distancias para los que la visión humana no está equipada. Su versión es mucho más pintoresca que la realidad, sin duda. Suena como un buen film de ciencia ficción de la década de 1970. Solía ver esos films cuando era un muchacho… ¿Pero por qué cree que soñó una escena de batalla, cuando la sugerencia era la paz?

—¿Nada más que la paz? Soñar sobre la paz… ¿eso fue todo lo que me dijo?

Haber no respondió en seguida. Se ocupó de los controles de la Ampliadora.

—Muy bien —dijo al fin—. Esta vez, en forma experimental, le permitiremos que compare la sugerencia con el sueño. Tal vez descubramos por qué resultó negativa. Yo le dije… no, escuchemos la cinta —él se acercó a un panel de la pared.

—¿Usted graba toda la sesión?

—Seguro. Es una práctica psiquiátrica habitual. ¿No lo sabía?

¿Cómo podía saberlo si está oculto, no emite ninguna señal, y usted no me lo dijo?, pensó Orr, pero no dijo nada. Tal vez fuera la práctica habitual, tal vez fuera la arrogancia de Haber; pero en cualquiera de los casos no era mucho lo que él podía hacer.

—Aquí está, debe ser por acá. Ahora el estado hipnótico, George. ¡No se duerma! —la cinta emitió un sonido. Orr sacudió la cabeza y pestañeó. En los últimos fragmentos de la cinta había oído la voz de Haber, y él todavía tenía los efectos de la droga inductora.

—Tendré que omitir una parte. Muy bien.

Ahora se oía la voz de Haber en la cinta, que decía:

“…paz. No más matanzas masivas de seres humanos por otros humanos. No más lucha en Irán, Arabia e Israel. No más genocidios, en África. No más depósitos de armas nucleares y biológicas, listas para ser usadas contra otras naciones. No más investigaciones tendientes a hallar medios para matar a la gente. Un mundo en paz consigo mismo. Ahora usted va a dormir. Cuando diga…” Detuvo bruscamente la cinta, para que Orr no volviera a dormirse con la palabra clave.

Orr se rascó la frente.

—Bien —dijo, seguí las instrucciones.

—Apenas. Soñar con una batalla en el espacio cislunar… —Haber se detuvo tan bruscamente como la cinta.

—Cislunar —dijo Orr, sintiéndose un poco triste por Haber—. No usamos esa palabra cuando me dormí. ¿Cómo están las cosas en Isragipto?

Esa palabra compuesta de la antigua realidad tenía un efecto curioso, pronunciado en esta realidad: como el surrealismo, parecía tener sentido y no lo tenía, o parecía no tener sentido y lo tenia.

Haber caminó hacia uno y otro lado de la habitación, grande y hermosa. En una oportunidad pasó su mano sobre su enrrulada barba castaño rojiza. El gesto, tan calculado, le resultaba familiar a Orr, pero cuando Haber habló él sintió que buscaba y elegía las palabras cuidadosamente, sin confiar, por una vez, en su inagotable capacidad de improvisación.

—Es curioso que usted usara la Defensa de la Tierra como símbolo o metáfora de la paz, del fin de la guerra. Sin embargo, no deja de tener sentido; sólo que muy sutil. Los sueños son infinitamente sutiles. Infinitamente. Porque en realidad fue esa amenaza, el peligro inmediato de invasión por parte de extraños que no se comunican, irrazonablemente hostiles, lo que nos obligó a dejar de luchar entre nosotros, a volcar hacia afuera nuestras energías agresivas-defensivas, a extender el impulso territorial de modo que incluyera a toda la humanidad, a combinar nuestras armas contra un temor común. De no haber atacado los Extraños, ¿quién sabe? Tal vez estaríamos aún luchando en el Cercano Oriente.

—Escapados de la sartén para caer en el fuego —dijo Orr—. ¿No ve, doctor Haber, que eso es lo que conseguirá de mí? Vea, no es que quiera bloquearlo, frustrar sus planes. La terminación de la guerra era una buena idea, estoy totalmente de acuerdo con usted. Incluso, voté a los Aislamientistas en las elecciones últimas porque Harris prometió que nos haría salir del Cercano Oriente. Pero supongo que no puedo, o que mi subconsciente no puede ni siquiera imaginar un mundo sin guerras. Lo mejor que puede hacer es reemplazar una clase de guerra por otra. Usted dijo, no más matanzas de seres humanos por otros humanos. De modo que soñé con los Extraños. Sus propias ideas son razonables y sanas, pero es mi inconsciente lo que usted está tratando de utilizar, no mi mente racional. Tal vez racionalmente podría concebir que la especie humana no trate de matarse a si misma, por naciones; en realidad, racionalmente es más fácil de concebir que los motivos de la guerra. Pero usted está manejando algo que está fuera de la razón. Está tratando de alcanzar metas progresistas, humanitarias, con una herramienta que no se adecua a la tarea. ¿Quién tiene sueños humanitarios?

Haber no habló, no mostró ninguna reacción, de modo que Orr siguió.

—O tal vez no es sólo mi mente inconsciente, irracional; tal vez es todo mi yo, mi ser total, lo que no se adecua a la tarea. Soy demasiado derrotista, o pasivo, como usted dijo. No tengo suficientes deseos. Puede ser que eso tenga relación con mi capacidad… para soñar efectivamente; pero si no la tiene, puede haber otras personas capaces de hacerlo, personas con mentes más parecidas a la suya, con las que usted podría trabajar mejor. Usted debería probarlo; no puede ser que yo sea el único; tal vez yo sólo tomé conciencia de ello. Pero no quiero hacerlo. Quiero terminar con esto, no puedo aceptarlo. Está bien, hace seis años que la guerra ha terminado en el Cercano Oriente, perfecto, pero ahora están los Extraños en la Luna. ¿Qué ocurrirá si descienden? ¿Qué clase de monstruos ha extraído usted de mi inconsciente, en nombre de la paz. ¡Yo ni siquiera lo sé!

—Nadie sabe cómo son los Extraños, George —dijo Haber en un tono razonable, tranquilizador—. Todos tenemos nuestros sueños malos acerca de ellos, por cierto. Pero como usted dijo, han pasado seis años desde que llegaron a la Luna, y aún no han intentado llegar a la Tierra. Ahora nuestros sistemas de defensa con misiles son totalmente eficientes. No hay motivos para pensar que aparecerán ahora, si no lo han hecho todavía. El período de peligro fueron aquellos primeros meses, antes de que se movilizara la Defensa sobre una base cooperativa internacional.

Orr siguió sentado, con los hombros vencidos. Pero tenía deseos de gritarle a Haber, “¡Mentiroso! ¿Por qué me miente?” paro su impulso no era profundo, no conducía a nada. Por lo que sabía, Haber era incapaz de sinceridad porque se mentía a sí mismo. Podía tener su mente dividida en dos mitades herméticas, en una de las cuales sabía que los sueños de Orr cambiaban la realidad, y los empleaba con esos fines; en la otra, sabía que estaba usando hipnoterapia y un sistema de sueños para tratar a un paciente esquizoide que creía que sus sueños cambiaban la realidad.

A Orr le resultaba difícil concebir que Haber hubiera podido incomunicarse consigo mismo de esa manera; su propia mente era tan resistente a tales divisiones que le resultaba difícil reconocerla en otros. Pero él sabía que existían. Había crecido en un país regido por políticos que enviaban a los pilotos a tripular bombarderos que mataban a los niños para que el mundo fuera seguro y los niños pudieran crecer en él.

Pero eso era en el mundo antiguo, no en el bravo mundo nuevo.

—Me estoy volviendo loco —dijo Orr—. Usted debe notarlo; es un psiquiatra. ¿No ve que me estoy destrozando? ¡Extraños del espacio exterior que atacan la Tierra! ¿Si me pide que vuelva a soñar, qué va a conseguir? Tal vez un mundo totalmente insano, el producto de una mente insana. Monstruos, fantasmas, brujas, dragones, transformaciones… todo el material que llevamos en nosotros, todos los horrores do la infancia, los temores nocturnos, las pesadillas. ¿Cómo podrá impedir que todo eso se libere? ¡Yo no puedo detenerlo, no lo puedo controlar.

—¡No se preocupe por el control! Usted se está esforzando por llegar a la libertad —dijo Haber, exaltado—. ¡Libertad! Su inconsciente no es un pozo de horror y depravación. Esa es una noción victoriana, y muy destructiva. Destruyó las mejores mentes del siglo XIX, y perturbó a la psicología en la primera mitad del siglo XX. ¡No tenga miedo de su inconsciente! No es un negro pozo de pesadillas. ¡Nada de eso! Es el manantial de la salud, la imaginación, la creatividad. Lo que consideramos “perverso” es el producto de la civilización, de sus restricciones y represiones, que deforman la expresión espontánea y libre de la personalidad. El objetivo de la psicoterapia es justamente ése, eliminar esos temores y pesadillas infundados, traer lo inconsciente a la luz de la conciencia racional, examinarlo objetivamente y descubrir que no hay nada que temer.

—Pero hay —dijo Orr muy suavemente.

Haber le permitió retirarse, por fin. Salió al atardecer de primavera y se detuvo por un minuto en los escalones del Instituto, con las manos en los bolsillos, mirando las luces de la calle de la ciudad, abajo, tan desdibujadas por la bruma y las sombras que parecían titilar y moverse como las pequeñas formas plateadas de los peces tropicales en un acuario obscuro. Un trolley se aproximaba cuesta arriba resonando, hacia el punto en que giraba, ahí arriba en Washington Park, frente al Instituto. Orr caminó hacia la calle y trepó al trolley mientras éste giraba. Su paso era evasivo y al mismo tiempo sin rumbo. Se movía como un sonámbulo, como si lo impulsaran.

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