4

Nada perdura, nada es preciso y seguro (salvo la mente de un pedante), la perfección es el mero desprecio de esa ineluctable inexactitud marginal que es la misteriosa calidad interior del Ser.

H. G. Wells, Una utopía moderna


La oficina legal de Forman, Esserbeck, Goodhue y Rutti estaba ubicada en una estructura construida en 1973 para el estacionamiento de automóviles, ahora convertida en edificio de oficinas y viviendas. Muchos de los edificios más antiguos del centro de Portland tenían esa prosapia. En una época, la mayor parte del centro de Portland había consistido en lugares para el estacionamiento de automóviles. Al principio habían sido, en general, playas de asfalto con cabinas para el cobro o parquímetros, pero a medida que la población fue creciendo, también las playas crecieron. En realidad, la estructura para estacionamiento con ascensores automáticos había sido inventada en Portland, hacía mucho tiempo; antes de que los automóviles privados se ahogaran con sus propios escapes de gas, los edificios de estacionamiento con rampas de acceso habían crecido hasta quince y veinte pisos. Ahora todos habían sido destruidos, desde la década de 1980, para dejar lugar a los altos edificios de departamentos y oficinas; algunos fueron convertidos. Este, en el 209 de la calle S. W. Bumside, aún olía a espectrales humos de gasolina. Sus pisos de cemento estaban manchados por las excreciones de innumerables motores, y las huellas de los neumáticos de esos dinosaurios estaban fosilizadas en el polvo de sus resonantes corredores. Todos los pisos tenían una curiosa inclinación, cierta oblicuidad, debido a la construcción en forma de rampa helicoidal del edificio; en las oficinas de Forman, Esserbeck, Goodhue y Rutti, uno nunca estaba del todo convencido de estar parado bien erguido.

La señorita Lelache estaba sentada detrás del biombo de carpetas y ficheros que separaba en parte su semioficina de la semioficina del señor Pearl, y se consideraba a sí misma la Araña Venenosa.

Allí estaba sentada, venenosa; dura, brillante y venenosa; esperando, esperando.

Y la víctima llegó.

Una víctima nata. Cabello como el de una niñita, castaño y fino, pequeña barba rubia; piel suave y blanca, como la del vientre del pez; humilde, dócil, vacilante. ¡Mierda! Si ella lo pisaba, ni siquiera emitiría un sonido.

—Bien yo, yo creo que es una, una cuestión de, de derechos de privacidad, o algo así —estaba diciendo—. Invasión de la privacidad, quiero decir. Pero no estoy seguro, y por eso busco asesoramiento.

—Bien, adelante —dijo la señorita Lelache.

La victima no podía hablar; su balbuceo se había agotado.

—Usted está bajo Tratamiento Terapéutico Voluntario —dijo la señorita Lelache, refiriéndose a la nota que el señor Esserbeck le había enviado previamente— por infracción a las regulaciones federales que controlan la distribución de drogas.

—Sí. Si acepto el tratamiento psiquiátrico, no se me procesará.

—Ese es el quid del asunto, sí —dijo la abogada secamente. El hombre le parecía no exactamente un débil mental sino desoladoramente simple. Ella aclaró su garganta.

El aclaró su garganta. Lo que el mono ve, el mono hace.

Gradualmente, con mucho apoyo y ayuda, él explicó que lo estaban sometiendo a una terapia que consistía, en esencia, en dormir y soñar bajo inducción hipnótica. Sentía que el terapeuta, al ordenarle que soñara ciertos sueños, podía estar infringiendo sus derechos de privacidad, tal como los definía la Nueva Constitución Federal de 1984.

—Bien. Algo parecido a esto se vio el año pasado en Arizona —dijo la señorita Lelache—. Un hombre bajo TTV trato de iniciarle un juicio a su terapeuta por implantar en él tendencias homosexuales. Por supuesto, el psiquiatra simplemente usaba las técnicas de condicionamiento habituales, y el demandante en realidad era un homosexual reprimido; fue arrestado por tratar de violar a un niño de doce años a plena luz del día en el centro de Phoenix Park, aun antes de que el caso llegara a la corte. Terminó en Terapia Obligatoria en Tehachapi. Bien, lo que quiero significar es que se debe ser cauto al iniciar este tipo de pleitos. La mayoría de los psiquiatras que reciben pacientes derivados por el gobierno son hombres cuidadosos, profesionales respetables. Ahora bien, si usted puede proporcionar algún elemento que sirva como prueba real, porque las meras sospechas no bastan. En realidad, podrían llevarlo a usted a Terapia Obligatoria, os decir, el Hospital Mental de Linnton, o a la cárcel.

—¿Es posible que ellos… me envíen a otro psiquiatra?

—No sin una causa real. La Escuela de Medicina lo derivó a usted a ese doctor Haber; y los profesionales de la Escuela son buenos, usted sabe. Si usted presentara una demanda contra Haber, los peritos intervinientes serían hombres de la Escuela de Medicina, probablemente los mismos que lo entrevistaron a usted. No aceptarán la palabra de un paciente, sin pruebas, contra la de un médico. No en esta clase de caso.

—Un caso mental —dijo el cliente—, entristecido.

—Exactamente.

El no dijo nada por un rato. Después levantó su vista hacia ella, esos ojos claros, una mirada sin ira y sin esperanza; sonrió y dijo:

—Muchas gracias, señorita Lelache. Lamento haberle hecho perder su tiempo.

—¡Bueno, espere!— dijo ella. Él podía ser simple, pero por cierto no parecía loco; ni siquiera neurótico. Sólo desesperado—. No debe resignarse con tanta facilidad. Yo no dije que usted no tuviera posibilidades. Dice usted que realmente desea abandonar las drogas y que el doctor Haber le está dando ahora una dosis mayor de fenobarbital que la que usted tomaba por su cuenta; eso podría garantizarle la investigación, aunque lo dudo mucho. Pero la defensa de los derechos de privacidad es mi especialidad, y deseo saber si ha habido una violación de la privacidad. Acabo de decir que usted no me ha contado su caso, si es que lo tiene. ¿Qué ha hecho ese doctor, específicamente?

—Si le cuento —dijo el cliente con apesadumbrada objetividad—, usted va a pensar que estoy loco.

—¿Cómo sabe que voy a pensar eso?

La señorita Lelache era agresiva, una cualidad excelente en un abogado, pero sabía que exageraba un poco.

—Si le dijera —dijo el cliente en el mismo tono— que algunos de mis sueños ejercen cierta influencia sobre la realidad, y que el doctor Haber lo ha descubierto y está usando… esta capacidad mía, para sus propios fines, sin mi consentimiento… usted pensaría que estoy loco, ¿verdad?

La señorita Lelache lo miró fijamente un momento, con su mentón apoyado sobre las manos.

—Bien, continúe —dijo luego, secamente.

Él había acertado lo que ella estaba pensando, pero maldito si ella pensaba admitirlo. De todos modos, ¿qué había de extraño si era loco? ¿Qué persona sana podía vivir en este mundo sin enloquecer?

Él miró sus manos por un momento, obviamente tratando de coordinar sus pensamientos.

—Sabe —dijo— él tiene esa máquina, un aparato como el electroencefalógrafo, pero que proporciona una especie de análisis y de realimentación de las ondas del cerebro.

—¿Usted quiere decir que él es un científico loco con una máquina infernal?

El cliente sonrió apenas.

—Tal vez yo lo hago aparecer así. No, creo que tiene una reputación excelente como científico investigador, y que está seriamente dedicado a ayudar a la gente. Estoy seguro de que no intenta hacerme daño, ni a mí ni a nadie. Sus motivos son muy elevados —encontró la mirada desencantada de la Araña Venenosa por un momento, y vaciló—. La, la máquina. Bien, no puedo decirlo cómo funciona, pero él la usa conmigo para mantener mi mente en el estado d, como él lo llama; con ese término se refiere al modo especial de dormir que tenemos cuando soñamos. Es muy diferente del modo de dormir común. Me hace dormir hipnóticamente, y luego hace funcionar su máquina para que empiece a soñar en seguida, cosa que uno no hace normalmente. O así es como yo lo entendí. La máquina asegura que yo sueñe, y creo que intensifica el estado d, también. Luego sueño lo que él me ha dicho que sueñe durante la hipnosis.

—Bien, suena a método con el que un psicoanalista a la antigua se asegura sueños para analizar. Pero en lugar de eso, él le dice qué es lo que debe soñar, mediante sugerencia hipnótica, ¿verdad? De modo que supongo lo estará condicionando a través de los sueños, por alguna razón. Es un hecho bien establecido que bajo hipnosis una persona puede y está dispuesta a hacer casi cualquier cosa, aun cosas que su conciencia no le permitiría en estado normal; eso se sabe desde mediados del siglo pasado, y está legalmente establecido desde Sommerville c. Projansky en 1988. Bien, ¿tiene usted motivos para creer que este doctor ha estado usando la hipnosis para sugerirle la realización de algo peligroso, algo que usted consideraría moralmente repugnante?

El cliente dudó.

—Peligroso, sí. Si usted acepta que un sueño puede ser peligroso. Pero él no me ordena que haga algo, sino que lo sueñe.

—Bien, los sueños que él le sugiere, ¿le resultan moralmente repugnantes?

—Él no es… no es un hombre malo. Tiene buenas intenciones. Yo me opongo a que me use como instrumento, como medio, aun cuando sus fines sean buenos. No puedo juzgarlo; mis propios sueños tuvieron efectos inmorales, y por eso traté de suprimirlos con drogas y me metí en este enredo. Quiero salir de esto, alejarme de las drogas, curarme. Él no me está curando; me alienta.

Después de una pausa, la señorita Lelache dijo:

—¿A hacer qué?

—A cambiar la realidad soñando que es diferente —replicó el cliente, tenazmente, pero sin esperanza.

La señorita Lelache volvió a hundir la punta de su mentón entre las manos y fijó la vista por un momento en una caja de lápices azul que estaba sobre el escritorio, en el nadir de su campo visual. Miró subrepticiamente al cliente; allí estaba sentado, tan dócil como siempre, pero ahora ella pensó que por cierto él no se aplastaría si ella lo pisaba, ni siquiera emitiría un sonido. Era particularmente sólido.

La gente que va a ver a un abogado suele estar a la defensiva, si no en la ofensiva; naturalmente, necesitan conseguir algo: una herencia, una propiedad, un mandato, un divorcio, un encarcelamiento, cualquier cosa. No podía imaginar qué buscaba este individuo, tan inofensivo e indefenso. No solicitaba nada coherente y sin embargo no sonaba a incoherente.

—Muy bien —dijo ella cautamente—. Entonces, ¿qué hay de malo en lo que él les ordena hacer a sus sueños?

—No tengo derecho a cambiar las cosas. Ni él a obligarme a hacerlo.

Dios, él realmente lo creía; estaba en el extremo mas profundo. Sin embargo, su certeza moral la atrapaba, cómo si también ella fuera un pez que nada en torno del extremo más profundo.

—¿Cambiar las cosas, cómo? ¿Qué cosas? ¡Déme un ejemplo! —no tenía piedad con él, pero sí la habría tenido por un enfermo, un esquizoide o un paranoide con fantasías de manipular la realidad. Aquí había “otra victima de estos tiempos nuestros, que ponen a prueba las almas de los hombres” como había dicho el presidente Merdle, con su facultad para tergiversar las citas, en uno de sus mensajes; y ahí ella se estaba comportando cruelmente con una pobre víctima sangrante, que tenía agujeros en el cerebro. Pero no se sentía con deseos de ser amable con él.

—La cabaña —dijo él, después de pensar un poco—. En mi segunda visita, él me preguntó sobre mis ensoñaciones, y le dije que algunas veces soñaba despierto con tener un lugar en las Zonas Salvajes, usted sabe, un lugar en el campo como en las novelas antiguas, un lugar donde podría aislarme de la gente. Por supuesto que no lo tenía; ¿quién puede tenerlo? Pero la semana pasada debe haberme ordenado que soñara que tenía un lugar así, porque ahora lo tengo. Una cabaña con un alquiler por treinta y tres años en tierras del estado, en el Parque Nacional de Siuslaw, cerca de Neskowin. El domingo alquilé un aeromóvil y fui a verla; es muy linda, pero…

—¿Por qué no debería tener una cabaña? ¿Es eso Inmoral? Montones de personas se han anotado en esos sorteos para obtener esas cabañas desde que abrieron partes de las Zonas Salvajes, el año pasado. Usted ha tenido mucha suerte.

—Pero es que yo no tenía ninguna cabaña —dijo él—. Nadie tenía. Los parques y bosques se reservaban estrictamente como zonas salvajes, lo que queda de ellas, con campamentos sólo en los bordes. No había cabañas alquiladas por el gobierno. Hasta el viernes pasado, cuando yo soñé que había.

—Pero escuche, señor Orr, yo

—Sé que usted sabe —dijo él suavemente—. Yo sé, también, todo; cómo decidieron alquilar partes de los parques nacionales la primavera pasada. Y yo presenté una solicitud y obtuve un número que resultó premiado, etcétera. Pero también sé que eso no era verdad hasta el viernes pasado. Y el doctor Haber lo sabe, también.

—Entonces su sueño del viernes pasado —dijo ella, burlona—, cambió la realidad retrospectivamente para todo el Estado de Oregon y abarcó una decisión tomada en Washington el año pasado, además de modificar la memoria de todo el mundo, salvo la suya y la del doctor Haber. ¡Qué sueño! ¿Lo recuerda?

—Sí —dijo él, en tono áspero y firme—. Era sobre la cabaña y el arroyo que corre frente a ella. No espero que crea todo esto, señorita Lelache. Creo que ni siquiera el doctor Haber lo ha tomado en serio todavía, porque en ese caso sería más cauto. Usted ve, las cosas se dan así: si él me dijera cuando estoy bajo hipnosis que sueñe que había un perro rosado en el cuarto, yo lo haría, pero el perro no podría estar allí porque en la naturaleza no hay perros rosados, no son parte de la realidad. Lo que ocurriría es que, o bien consigo un perro lanudo blanco teñido de rosa, y alguna razón creíble de su presencia allí, o, si el doctor insiste en que sea un perro rosado genuino, entonces mi sueño tendría que cambiar el orden de la naturaleza para que incluya perros rosados. En todas partes; desde el pleistoceno o cuando sea que aparecieron los perros. Siempre habrían sido negros, marrones, amarillos, blancos y rosados. Y uno de los rosados habría entrado desde el hall, o sería el collie del médico, o el pequinés de su recepcionista, o algo. Nada milagroso, nada que no fuese natural. Cada sueño cubre por completo sus huellas. No habría más que un normal perro rosado de todos los días cuando me despertara, con una razón perfectamente buena para estar allí. Y nadie notaría nada nuevo, salvo yo… y él. Yo mantengo las dos memorias, de las dos realidades, y lo mismo le ocurre al doctor Haber. El está allí en el momento del cambio, y sabe sobre qué es el sueño. No admite que lo sabe, pero sé que lo sabe. Para todos los demás, siempre ha habido perros rosados. Para mí y para él, ha habido y no ha habido.

—Pistas temporales duales, universos alternados —dijo la señorita Lelache—. ¿Ve muchos shows de televisión por la noche tarde?

—No —dijo el cliente, casi tan secamente como ella—. No le pido que crea esto. Por cierto, no sin alguna prueba.

—Bien. ¡Gracias a Dios!

Él sonrió, casi una risa. Tenía un rostro amable; parecía como si gustara de ella.

—Pero escuche, señor Orr, ¿cómo demonios puedo obtener una prueba sobre sus sueños? En especial si usted destruye todas las pruebas, cambiando todo desde el pleistoceno.

—¿Puede usted —dijo él, repentinamente excitado, como si tuviera una esperanza—, puede usted, en su carácter de abogada mía, pedir estar presente en una de mis sesiones con el doctor Haber, en el caso de que usted estuviera dispuesta?

—Bien, es posible. Podría arreglarse, si hay un buen motivo. Pero vea, llamar a un abogado como testigo en un posible caso de violación de la privacidad, va a estropear completamente la relación paciente-terapeuta. No es que parezca que usted tiene una relación muy buena, pero eso es difícil de juzgar desde afuera. El hecho es que usted debe confiar en él, y también, usted sabe, él debe confiar en usted, en cierto sentido. Si usted lo amenaza con un abogado porque quiere sacárselo de la cabeza, bien. ¿Qué puede hacer él? Probablemente esté tratando de ayudarlo.

—Sí. Pero me está usando para sus fines experimentales… —Orr no siguió: la señorita Lelache se había puesto rígida, la araña había visto, por fin, a su presa.

—¿Fines experimentales? ¿Ah, sí? ¿Qué, esa máquina de la que me habló antes? ¿Tiene te aprobación, de SEB? ¿Qué es lo que ha firmado usted, autorizaciones, algo más que las fórmulas de TTV y las fórmulas de consentimiento a la hipnosis? ¿Nada? Parece ser que usted tendría causa para una demanda, señor Orr.

—¿Usted podría venir a observar una sesión?

—Puede ser. La línea a seguir sería el derecho civil, por supuesto, no la privacidad.

—Usted entiende que no estoy tratando de crearle problemas al doctor Haber, ¿verdad? —preguntó Orr, preocupado—. No deseo hacer eso. Sé que él intenta hacer bien. Sólo que quiero que me curen, no que me usen.

—Si los motivos de él son buenos, y si está usando un aparato experimental con un sujeto humano, entonces el doctor Haber debería tomarlo como cosa normal, sin resentimiento; si es algo limpio, no tendrá ningún problema. En dos oportunidades he tenido misiones similares a ésta, contratada por SEB. Observé un nuevo inductor de hipnosis en la práctica en la Escuela de Medicina, y no resultó; también observé una demostración del modo de inducir la agorafobia por sugerencia, para que las personas se sientan bien entré la multitud, en el Instituto, en Forest Grove. Eso sí resultó pero no fue aprobado, porque decidimos que entraban en el rubro de las leyes del lavado de cerebros. Es probable que pueda conseguir una orden de SEB para investigar ese aparato que su médico está usando. Eso lo dejaría a usted fuera del cuadro, ya que yo no aparecería como abogada suya, y aun puede ser necesario que no lo conozca. Soy un oficial acreditado, observador de SEB. Luego, si todo esto no conduce a nada, usted y él quedarían en la misma relación de antes. El problema es que debo conseguir qué se me invite a una de sus sesiones.

—Soy el único paciente con el que se está usando la Ampliadora, Según me dijo él mismo. También me dijo que sigue trabajando en la máquina, perfeccionándola.

—Entonces es realmente experimental todo lo que le esta haciendo con esa máquina. Perfecto; veré qué es lo que puedo hacer. Llevará una semana, o más, la tramitación.

Él parecía preocupado.

—Espero que no sueñe esta semana que no existo, señor —dijo ella con vez metálica.

—No voluntariamente —dijo Orr, con gratitud; no, por Dios, no era gratitud, era interés. Él gustaba de ella. Era un pobre loco dedicado a las drogas, a él le gustaría ella. Ella gustaba de él. La señorita Lelache tendió su mano morena, que él estrechó con una mano blanca, exactamente igual a aquel distintivo que su madre siempre guardaba en el fondo de su alhajero, de SCNN o SNCC o algo así, al que ella había pertenecido allá a mediados del siglo pasado, la mano negra y la mano blanca unidas. ¡Cristo!

Загрузка...