Il descend, réveillé, l’autre cóté du réve.
Eran sólo las tres de la tarde, y él debió haber vuelto a su oficina en el Departamento de Parques para terminar los planos de las áreas de expansión suburbanas del sudeste; pero no volvió. Pensó el asunto y lo desechó. Aunque su memoria le asegurara que había tenido ese puesto por cinco años, no lo creía; el trabajo no tenía ninguna realidad para él, no era el que debía hacer. No era su tarea.
Tenía conciencia de que al relegar así a la irrealidad una porción importante de la única realidad, la única existencia que de hecho tenía, estaba corriendo exactamente el mismo riesgo que corre la mente insana: la pérdida del sentido de libre albedrío. Sabía que en la medida en que uno niega lo que es, se ve poseído por lo que no es, las compulsiones, las fantasías, los terrores que se apresuran a llenar el vacío. Pero el vacío estaba allí. Esta vida, carecía de realidad, era vacía; el sueño, al crear donde no había necesidad de crear se había vuelto gastado y tenue. Si esto era ser, tal vez el vacío era mejor. Aceptaría los monstruos y las necesidades irracionales. Iría a su casa a dormir, sin drogas, y soñaría los sueños que se presentaran.
Descendió del funicular en el centro, pero en lugar de tomar el trolley empezó a caminar hacia su distrito; siempre le había gustado caminar.
Más allá de Lovejoy Park había un fragmento de una anticua autopista, una ancha rampa, que probablemente databa de las últimas convulsiones frenéticas de la manía de las carreteras en la década de 1970; debía conducir al Marquam Bridge, una vez, pero ahora terminaba abruptamente: en el aire, a nueve metros sobre Front Avenue. No se la había destruido cuando se limpió y reconstruyó la ciudad después de los años de la Plaga, tal vez porque era tan grande, tan inútil, y tan fea como para ser invisible al ojo americano. Allí estaba, y unos pocos arbustos habían echado raíces en ella, mientras que debajo habían surgido varios edificios, como nidos de golondrina en un farallón. En este lugar desaliñado y apartado de la ciudad había aún pequeños negocios, mercados independientes, poco atractivos restaurantes pequeños, luchando por sobrevivir a pesar de las severidades del Racionamiento Equitativo del Producto de Consumo y la abrumadora competencia de los grandes mercados y bocas de expendio del CPM, por los que se canalizaba el 90 por ciento del comercio mundial.
Uno de estos negocios que estaban debajo de la rampa era una tienda de objetos de segunda mano; el cartel, encima de las vidrieras, decía ANTIGÜEDADES, y un letrero mal escrito, con una pintura que se descascaraba sobre los cristales, decía JUNQUE. Había algunas cerámicas hechas a mano y restauradas en una vidriera, y una antigua mecedora con el respaldo cubierto por un chal tejido, apolillado, en la otra vivienda, y dispersos entre esos objetos, toda clase de residuos culturales: una herradura, un reloj de cuerda, algo enigmático procedente de un tambo, un retrato enmarcado del presidente Eisenhower, un globo de cristal ligeramente deteriorado que contenía tres monedas ecuatorianas, una tapa plástica de inodoro decorada con cangrejos y algas, un rosario muy manoseado, y una pila de viejos discos de 45 revoluciones por minuto, con una nota que decía “Bs Cond”, pero que obviamente estaban rayados. El tipo de lugar, pensó Orr, donde la madre de Heather pudo haber trabajado por un tiempo. Arrastrado por el impulso, entró.
Estaba fresco y bastante obscuro adentro. Un soporte de la rampa formaba una pared, una obscura extensión de hormigón, como la pared de una caverna submarina. Desde las sombras, de los muebles pesados, de las decrépitas telas de “pintura de acción”, de las ruecas seudo antiguas que ahora se estaban tornando genuinamente antiguas aunque siguieran siendo inútiles, de esos alcances tenebrosos de las cosas de nadie, emergió una forma inmensa, que parecía flotar lentamente hacia adelante, silenciosa: el propietario era un Extraño.
Levantó su curvo codo izquierdo y dijo:
—Buen día. ¿Desea un objeto?
—Gracias, estaba mirando.
—Por favor, continué esa actividad, —dijo el propietario.
Se retiró un poco hacia las sombras y se quedó inmóvil. Orr miró el juego de la luz sobre unas viejas plumas de pavo real, observó un proyector de cine doméstico de 1950, un juego de sala azul y blanco, un montón de revistas Mad, que estaban a un precio muy alto. Sopesó un sólido martillo de acero y admiró su equilibrio; era una herramienta bien hecha, una buena pieza.
—¿Esto lo ha elegido usted? —le preguntó al dueño, preguntándose qué era lo que preferían los Extraños de todos esos restos de los años opulentos de Norteamérica.
—Todo lo que llega es aceptable —respondió el Extraño.
Un simpático punto de vista.
—¿Querría usted decirme algo? ¿En su idioma, cuál es el significado de la palabra iahklu?
El propietario volvió a adelantarse lentamente, cuidando que la coraza, similar a un caparazón, no rozara los objetos frágiles.
—Incomunicable. El idioma usado para la comunicación con personas-individuos no contiene otras formas de relación. Jor Jor —la mano derecha, una enorme extremidad verdosa parecida a una aleta, se adelantó de manera lenta y tal vez tentativa—. Tiua’k Ennbe Ennbe.
Orr estrechó la mano con el Extranjero. Éste se quedó inmóvil, aparentemente considerándolo, aunque no había ojos visibles en el casco obscuro, lleno de vapor. Si es que eso era un casco. ¿Había, en realidad, alguna forma substancial dentro de ese caparazón verde, esa poderosa armadura? El no lo sabía. Sin embargo, se sentía perfectamente cómodo con Tiua’k Ennbe Ennbe.
—Supongo —dijo, siguiendo otra vez un impulso— que nunca conoció a nadie llamado Lelache.
—Lelache. No. Usted busca a Lelache.
—He perdido a Lelache.
—Se cruzaron en la bruma —observó el Extraño.
—Algo así —replicó Orr.
De la mesa llena de objetos que estaba frente a él, Orr tomó un busto blanco de Franz Schubert, de unos cinco centímetros de altura probablemente el regalo de un maestro de piano a su alumno. Sobre la base, el alumno había escrito “¿Qué, yo preocuparme?”. El rostro de Schubert era benigno e impasible, un pequeño Buda con anteojos.
—¿Cuánto vale esto? —preguntó Orr.
—Cinco centavos nuevos —replicó Tiua’k Ennbe Ennbe.
Orr extrajo una moneda de níquel.
—¿Existe alguna manera de controlar el iahklu, para hacer que funcione como… debe funcionar?
El extraño tomó el níquel y se movió majestuosamente hacia una caja registradora cromada que Orr había supuesto en venta como antigüedad. El extraño registró la venta y permaneció quieto un momento.
—Una golondrina no hace verano —dijo—. Muchas manos hacen liviano al trabajo.
Se detuvo otra vez, aparentemente insatisfecho con ese esfuerzo por tender un puente de comunicación. Permaneció quieto por medio minuto y luego fue a la vidriera y con movimientos precisos, rígidos, cuidadosos, recogió uno de los antiguos discos que se exhibían ahí y se lo alcanzó a Orr. Era un disco de los Beatles: “With a little help from my friends”.
—Regalo —dijo—. ¿Es aceptable?
—Sí, —dijo Orr, y tomó el disco—. Gracias… muchas gracias. Es muy amable de su parte, le quedo agradecido.
—Placer —dijo el Extraño. Aunque la voz producida mecánicamente carecía de tono y la armadura era impasible, Orr estaba seguro de que Tiau’k Ennbe Ennbe sentía placer; él también estaba conmovido.
—Puedo escucharlo con el aparato de mi encargado, él tiene un viejo tocadiscos —dijo—. Muchas gracias —volvieron a estrechar sus manos, y Orr partió.
Después de todo, pensó mientras caminaba hacia Corbett Avenue, no es de sorprender que los Extraños estén de mi parte. En cierto sentido, yo los creé, aunque no tengo idea en cual sentido, por supuesto. Pero por cierto, ellos no estaban hasta que soñé que estaban, hasta que los dejé ser. De modo que hay —hubo siempre— una relación entre nosotros.
Por supuesto (seguían sus pensamientos al tiempo de sus pasos), si eso es cierto, entonces todo el mundo, tal cual es ahora, debería estar de mi parte porque en buena medida lo formé con mis sueños. Bien, después de todo, está de mi parte. Es decir, soy parte de él. Camino sobre el suelo y el suelo recibe mis pasos, respiro el aire y lo cambio; estoy completamente interrelacionado con el mundo.
Solo Haber es diferente, y más diferente con cada sueño. El está contra mí: mi relación con él es negativa. Y ese aspecto del mundo del que es responsable, que me ordenó soñar, de eso me siento ajeno, sin armas para combatirlo…
No es que él sea malo. Tiene razón, uno debería tratar de ayudar a otra gente. Pero esa analogía con el suero antiofídico es falsa. Él hablaba de una persona que encuentra a otra persona en el dolor. Eso es diferente. Tal vez lo que hice en abril, hace cuatro años… se justificaba… (pero sus pensamientos se alejaron, como de costumbre, del lugar incendiado). Se debe ayudar a otra persona, pero no es justo actuar como Dios con las masas. Para ser Dios es preciso saber lo que se hace. Y hacer el bien, creyendo sólo que uno está acertado y los motivos son buenos, no basta. Hay que… estar en contacto. Él no está en contacto. Ningún otro, ninguna otra cosa tampoco, tiene existencia propia para él; ve el mundo sólo como un medio para sus fines. No tiene ninguna importancia si su fin es bueno; todo lo que tenemos son medios… Él no puede aceptar, no puede dejar ser, no puede dejar ir. Es un insano… Podría conseguir que todos, como él, perdamos el contacto, si consigue soñar como yo. ¿Qué puedo hacer?
Llegó a la antigua casa sobre Corbett cuando se planteaba esa pregunta.
Se detuvo en la planta baja para pedirle el anticuado tocadiscos a Mannie Ahrens, el encargado. Esto significaba compartir una tetera. Mannie siempre le preparaba té para Orr, ya que éste nunca fumó y no podía inhalar sin toser. Hablaron de asuntos mundiales por un rato. Mannie odiaba los Espectáculos Deportivos; se quedaba en su casa y miraba los programas educacionales del CPM para niños del Centro Preinfantil, todas las tardes.
—El cachorro de cocodrilo, Dooby Doo, es un bicho encantador —comentó.
Hubo largos silencios en la conversación, reflexiones de los grandes agujeros en el tejido de la mente de Mannie, desgastada por la aplicación de innumerables substancias químicas en el curso de los años. Pero había paz y privacidad en el desordenado departamento, y el té suave de cannabis tuvo un leve efecto relajador sobre Orr. Por último cargó el tocadiscos y lo llevó arriba, y lo enchufó en su desnuda sala de estar. Colocó el disco y sostuvo el brazo del tocadiscos suspendido sobre el disco que giraba. ¿Qué es lo que quería?
No lo sabía. Ayuda, suponía. Bien, lo que llegara sería aceptable, como había dicho Tiua’k Ennbe Ennbe.
Coloco la púa cuidadosamente en el surco y se acostó junto al tocadiscos en el suelo polvoriento.
Do you need anybody?
I get by, with a little help,
El aparato era automático; cuando llegó al último, surco del disco, gruñó suavemente por un momento, emitió un “clic”, y volvió la púa al primer surco.
I get by, with a little help.
With a little help from my friends.
Durante la undécima audición, Orr se durmió profundamente.
Ella se había quedado dormida. Se había dormido sentada en el piso, con las piernas estiradas y la espalda apoyada contra el piano. La marihuana siempre le daba sueño y la atontaba un poco, también, pero no se podía herir los sentimientos de Mannie y rechazarla, pobre hombre. George estaba tendido sobre el suelo, profundamente dormido, junto al tocadiscos, cuyo brazo avanzaba lentamente sobre “With a little help”. Ella bajó el volumen lentamente, y luego apagó el aparato. George ni se movió; sus labios estaban ligeramente abiertos, los ojos muy cerrados. Qué divertido que los dos se hubieran dormido escuchando la música. Ella se incorporó y fue a la cocina, para ver qué había para comer.
¡Oh, por Dios, hígado de cerdo! Era muy nutritivo, y lo mejor que se podía conseguir con tres bonos de racionamiento. Lo había adquirido ayer en el mercado. Bien, cortado muy delgado y frito con tocino y cebollas… ¡uf! Bueno, ella tenía hambre suficiente como para comer hígado de cerdo, y George no era un hombre exigente. Si era una comida aceptable la comía y la gozaba, y si era un maldito hígado de cerdo, lo comía. Alabado sea el Señor, de quien manan todas las bendiciones, incluidos los hombres de buen carácter.
Mientras arreglaba la mesa de la cocina y ponía a cocinar dos papas y medio repollo, ella se detenía constantemente; se sentía rara, desorientada. Por la maldita marihuana, y por dormirse sobre el piso en cualquier momento, sin duda.
Apareció George, desaliñado y con la camisa sucia de polvo. La miró a ella fijamente. Ella exclamó:
—¡Bien, buen día!
Él estaba parado, mirándola sonriente, una sonrisa ancha y radiante de pura alegría. Ella nunca había recibido un elogio tan grande en toda su vida; estaba avergonzada por esa alegría que había causado.
—Mi querida esposa —dijo él, tomándole las manos.
Las miró, de un lado y de otro, y las apoyó sobre su rostro.
—Deberías ser morena —dijo, y con angustia ella vio que había lágrimas en sus ojos. Por un momento, sólo ese momento, ella tuvo noción de lo que estaba ocurriendo; recordó haber sido morena, y también el silencio de la cabaña, aquella noche, y el sonido del arroyo, y muchas otras cosas, todo era un relámpago. Pero George era una consideración mucho más urgente. Ella lo abrazaba, como él la abrazaba a ella.
—Estás agotado —dijo ella— estás intranquilo, te quedaste dormido en el suelo. Es ese bastardo de Haber. No vuelvas a él, por favor. No me importa lo que él haga, le haremos un juicio, lo apelaremos; aunque te ataque con una orden de Constreñimiento y te recluya en Linnton, te buscaremos un psiquiatra diferente y te sacaremos. No puedes seguir con él, te estás destruyendo.
—Nadie puede destruirme —dijo, y rió un poco, con una risa profunda, casi un sollozo— no mientras tenga una ayudita de mis amigos. Volveré a él; eso no va a durar mucho. No es por mí que estoy preocupado, ya no. Pero no te inquietes… —ellos se confundieron en un apretado abrazo, absolutamente unificados, mientras el hígado y las cebollas se freían ruidosamente en la sartén—. Yo también me quedé dormida —dijo ella—. Me cansé tanto copiando esas malditas cartas del viejo Rutti. Pero es un hermoso disco el que compraste. Me encantaban los Beatles cuando era una niña, pero las estaciones del gobierno ya no pasan sus discos.
—Fue un regalo —dijo George, pero el hígado emitía un chasquido en la sartén y ella debió separarse de él para cuidarlo.
Mientras comían, George la observaba; ella lo miró a él bastante, también. Hacía siete meses que estaban casados. No dijeron nada importante. Lavaron los platos y se fueron a la cama. Hicieron el amor; el amor no se está quieto, ahí, como una piedra, sino que hay que hacerlo, como el pan; rehacerlo todo el tiempo, hacerlo de nuevo. Después se abrazaron, sosteniendo el amor, dormidos. En su sueño, Heather oyó el rugido de un arroyo, poblado por las voces de niños no nacidos que cantaban.
En su sueño, George vio las profundidades del mar abierto.
Heather era la secretaria de una antigua y ociosa sociedad legal, Ponder y Rutti. El día siguiente, viernes, cuando salió del trabajo a las cuatro y treinta de la tarde, ella no tomó el funicular y el trolley hasta su casa, sino que fue con el funicular hasta Washington Park. Ella le había dicho que iría a buscarlo a IHID, ya que la sesión empezaba a las cinco, y después podrían volver juntos al centro y comer en uno de los restaurantes del CPM en el Paseo Internacional.
—Todo va a ir bien— él le dijo a ella, comprendiendo los motivos que la inquietaban y dándole a entender que nada le ocurriría.
Ella replicó:
—Lo sé. Pero va a ser divertido comer afuera, y he ahorrado algunas estampillas. No hemos intentado la Casa Boliviana todavía.
Heather llegó temprano a la torre IHID y esperó en los enormes escalones de mármol. Él llegó en el coche siguiente; ella lo vio descender con otros a quienes no veía. Un hombre bajo, de buen físico, muy formal, con una expresión amable. Se movía bien aunque se encorvaba un poco, como todos los que trabajan en oficinas. Cuando la vio, sus ojos, que eran claros y luminosos, parecieron brillar más, y sonrió: otra vez esa sonrisa conmovedora de infinita alegría. Ella lo amaba con pasión; si Haber volvía a lastimarlo ella entraría allí y lo haría pedazos. Los sentimientos violentos eran extraños en ella, en general, pero no cuando George estaba en juego. Además, por alguna razón hoy ella se sentía diferente, más atrevida, más fuerte. Había dicho “mierda” en voz alta dos veces en la oficina, asustándolo al viejo señor Rutti. Casi nunca había dicho “mierda” en voz alta antes, y no se había propuesto decirlo en las dos oportunidades, pero lo dijo, como si se tratara de una costumbre muy antigua a la que no se podía substraer…
—Hola George —lo saludó ella.
—Hola —contestó él, tomando sus manos—. Estás hermosa, hermosa.
¿Cómo podía pensar alguien que este hombre estaba enfermo? Muy bien, él tenía sueños extraños. Eso era mejor que ser cruel y odioso, como casi una cuarta parte de la gente que ella había conocido.
—Ya son las cinco —dijo ella—. Esperaré aquí. Si llueve, estaré en el hall. Parece la tumba de Napoleón, ahí adentro, con todo ese mármol negro. Pero es lindo esto, acá afuera. So oye el rugido de los leones del zoológico.
—Entra conmigo —dijo él— ya está lloviendo. Efectivamente, llovía, la interminable garúa cálida de la primavera, el hielo de la Antártida que caía suavemente sobre las cabezas de los hijos de los responsables de su derretimiento.
—Él tiene una linda sala de espera. Probablemente vas a estar acompañada por un grupo de personajes del estado y tres o cuatro jefes de estado. Todos esperando que los atienda el director de IHID. Y yo tengo que arrastrarme entre ellos para pasar primero, cada maldita vez. El psicótico domado del doctor Haber. Su número de atracción… —él la conducía por el enorme hall bajo el domo del Panteón, por pasillos móviles y una increíble, aparentemente interminable escalera mecánica en espiral—. IHID realmente maneja el mundo —dijo él—. No puedo dejar de preguntarme por qué Haber necesita alguna otra forma de poder. Tiene suficiente, por cierto. ¿Por qué no se conformará con esto? Supongo que es como Alejandro el Grande; necesita nuevos mundos para conquistar. Nunca pude entender esto. ¿Cómo te fue en el trabajo hoy?
Orr estaba tenso, por eso hablaba tanto; pero no parecía deprimido o angustiado, como había estado por semanas. Algo le había devuelto su calma habitual. Ella nunca había creído realmente que él pudiera perderla por mucho tiempo, perder su modo, cambiar; sin embargo, había estado muy mal, cada vez peor. Ahora no, y el cambio fue tan repentino y completo que ella se preguntaba qué podía haberlo producido. Según pudo recordar, había empezado cuando se sentaron en la sala de estar, aún sin amoblar, para escuchar aquella alegre y profunda canción de los Beatles la tarde anterior y ambos se quedaron dormidos. Desde entonces, él había vuelto a ser él mismo.
No había nadie en la enorme y bruñida sala de espera de Haber. George pronunció su nombre frente a un aparato parecido a un escritorio que estaba junto a la puerta, un autorecepcionista, según le explicó a Heather. Ella estaba haciendo una broma acerca de si también tenían autoeroticistas, cuando se abrió una puerta y apareció Haber en el umbral.
Ella lo había visto una vez, brevemente, cuando inició el tratamiento con George. Había olvidado qué hombre grande era, qué barba larga tenía, y qué impresionante resultaba.
—¡Pase, George! —atronó la voz de Haber; ella se sintió espantada, retrocedió; Haber advirtió su presencia—. Señora Orr… ¡encantado de verla! ¡Me alegra que haya venido! Entre usted también.
—Oh, no. Yo…
—Sí, sí. ¿Se da cuenta de que ésta es probablemente la última sesión de George aquí? ¿Se lo dijo él? Esta tarde terminamos. Por cierto, usted debería estar presente. Entre. He dejado salir temprano a mi personal. Me imagino que habrán visto la estampida por la escalera que baja. Tuve deseos de tener el lugar para mí solo, hoy. Eso es, siéntese ahí —él siguió hablando; no había necesidad de contestarle en forma coherente.
Heather estaba fascinada por el proceder de Haber, la clase de energía que traslucía; ella no había recordado que era una persona dominante, afable, enorme. Era increíble, realmente, que ese hombre, un líder mundial y un gran científico, hubiera dedicado todas esas semanas de terapia personal a George, que no era nadie. Pero, por supuesto, el caso de George era muy importante desde el punto de vista de la investigación.
—Una última sesión —estaba diciendo Haber mientras ajustaba algo en un aparato parecido a una computadora que estaba en la pared, en la cabecera del diván—. Un último sueño controlado, y luego, creo, habremos resuelto el problema. ¿Está dispuesto, George?
Él usaba el nombre de su marido con frecuencia. Recordó que George le había dicho, un par de semanas antes:
—Siempre me llama por mi nombre; supongo que lo hace para recordarse a sí mismo de que hay alguien presente.
—Seguro, estoy dispuesto —contestó George, y se sentó en el diván, levantando un poco el rostro; miró una vez a Heather y sonrió. Haber comenzó de inmediato a colocarle pequeñas piezas unidas a cables en la cabeza, apartando el cabello. Heather recordaba el proceso por el electroencefalograma que le habían hecho, como parte de la batería de tests y análisis a que se sometía a todos los ciudadanos. Le resultó incomodo ver que se lo hacían a su marido, como si los electrodos fueran pequeñas ventosas que drenarían los pensamientos de la cabeza de George para convertirlos en garabatos en un trozo de papel, la escritura incomprensible de los locos. El rostro de George tenía ahora una expresión de suma concentración. ¿En qué estaba pensando?
Haber puso su mano sobre la garganta de George repentinamente, como si estuviera por estrangularlo, y con la otra mano puso en funcionamiento un aparato que transmitía su propia voz en el acto de hipnotizar: “Usted está entrando en el estado hipnótico…” En unos pocos segundos lo detuvo e hizo una prueba, comprobando que George ya estaba hipnotizado.
—Perfecto —dijo Haber, y se detuvo, obviamente pensando; enorme, como un oso gris erguido sobre sus patas traseras, estaba allí entre ella y la figura pasiva sobre el diván—. Ahora escuche atentamente, George, y recuerde lo que le digo. Usted está profundamente hipnotizado y seguirá cuidadosamente todas las instrucciones que le dé. Usted se va a dormir cuando se lo ordene, y soñará. Tendrá un sueño efectivo. Soñará que usted es completamente normal, que es como todo el mundo. Soñará que una vez tenía, o pensaba que tenía, la capacidad para soñar efectivamente, pero que eso ya no es así. De ahora en adelante, sus sueños serán como los de todo el mundo, significativos sólo para usted, sin efecto sobre la realidad exterior. Soñará todo esto; cualquiera que sea el simbolismo que use para expresar el sueño, su contenido efectivo será ya que no puede soñar efectivamente. Será un sueño agradable, y despertará cuando yo pronuncie su nombre tres veces, sintiéndose despejado y bien. Después de este sueño nunca volverá a soñar efectivamente. Ahora, extiéndase. Póngase cómodo. Usted va a dormir. Usted está dormido ¡Amberes!
Cuando Haber pronunció esa última palabra, los labios de George se movieron y dijo algo en esa voz débil y remota del que habla en sueños. Heather no pudo oír lo que él dijo, pero en seguida recordó la noche anterior; ella estaba casi dormida, ovillada junto a él, cuando dijo algo en voz alta, algo así como “ser perenne”. “¿Qué”, le había preguntado, pero él no respondió, estaba dormido, como ahora.
El corazón de Heather se contrajo mientras lo miraba tendido ahí, con sus manos tranquilas a los costados, vulnerable.
Haber se había incorporado, y ahora oprimía un botón blanco en el costado de la máquina, en la cabecera del diván; algunos de los electrodos llegaban a ella, y algunos al electroencefalógrafo, que ella reconoció. El aparato de la pared debía ser la Ampliadora, el objeto en el que se centraba la investigación.
Haber se acercó a ella, que estaba hundida en un gran sillón de cuero. Cuero real; ella había olvidado cómo era el cuero real. Era similar a los cueros sintéticos, pero más interesante para los dedos. Estaba atemorizada; no sabía qué estaba ocurriendo. Miró oblicuamente hacia el hombre enorme que estaba parado frente a ella, el oso-hechicero-dios.
—Esta es la culminación, señora Orr —estaba diciendo él en tono bajo— de una larga serie de sueños sugeridos. Hemos estado trabajando para llegar a esta sesión, este sueño, por semanas. Me alegra que haya venido; no pensé en invitarla, pero su presencia es importante para hacerlo sentir completamente seguro y confiado. ¡Sabe que no puedo cometer ningún crimen en su presencia! ¿Correcto? En realidad, confío mucho en el éxito. La dependencia de las drogas para dormir se romperá una vez que el temor obsesivo a soñar desaparezca. Es simplemente una cuestión de condicionamiento… Tengo que estar atento al electroencefalógrafo, porque ahora debe estar soñando —rápido y macizo, atravesó el cuarto.
Ella se quedó inmóvil, observando el rostro calmo de George, del que había desaparecido toda expresión. Así podría verse cuando muriera.
El doctor Haber estaba ocupado con los aparatos, incansablemente ocupado, inclinándose sobre ellos, ajustándolos, controlándolos. No le prestaba ninguna atención a George.
—Eso —dijo suavemente, no a ella, pensó Heather; él era su propio público—. Eso es. Ahora. Ahora un pequeño corte, dormir de segunda etapa por un momento, entre sueños —él hizo algo en el equipo de la pared—. Luego haremos una pequeña prueba… —volvió a acercarse a ella; Heather deseaba que la ignorara realmente en lugar de simular una conversación; parecía no conocer la posibilidad del silencio—. Su esposo ha sido de inestimable utilidad para nuestra investigación, señora Orr. Un paciente muy singular. Lo que hemos aprendido acerca de la naturaleza de los sueños y el empleo de los sueños en la terapia de condicionamiento tanto positivo como negativo, será de un valor literalmente inestimable en todos los conceptos de la vida. Usted sabe a qué equivale IHID; Interés Humano: Investigación y Desarrollo. Bien, lo que hemos aprendido con este caso será de inmenso, literalmente inmenso interés humano; algo sorprendente que se fue desarrollando a partir de lo que parecía ser un caso rutinario de abuso menor de drogas. Lo más sorprendente es que los de la Escuela de Medicina hayan tenido la astucia de notar algo especial en el caso y me lo hayan derivado. Rara vez se encuentra tanta perspicacia en psicólogos clínicos académicos —sus ojos habían estado vigilando todo el tiempo, y ahora dijo—: Bien, vuelvo a Baby —y rápidamente volvió a cruzar el cuarto; volvió a manipular la Ampliadora y dijo en voz alta—: George. Aún está dormido, pero puede oírme. Puede oírme y entenderme perfectamente. Mueva la cabeza si me oye.
El rostro calmo no se alteró, pero la cabeza asintió una vez, como un títere accionado por un hilo.
—Bien. Ahora escuche atentamente. Usted va a tener otro sueño vivido. Soñará que… que hay una fotografía mural en la pared, aquí en mi consultorio. Un gran cuadro del monte Hood, todo cubierto de nieve. Soñará que ve el mural allí, en la pared que está detrás del escritorio, aquí en mi consultorio. Muy bien. Ahora usted va a dormir, y a soñar… Amberes.
Haber volvió a ponerse en movimiento y a vigilar las máquinas.
—Así —murmuró con voz apenas audible—. Así… Muy bien… Correcto.
Las máquinas estaban inmóviles. George yacía inmóvil. Hasta Haber dejó de moverse y de murmurar. No había un solo sonido en el cuarto grande y suavemente iluminado, con su pared de cristal que miraba hacia la lluvia. Haber estaba parado junto al electroencefalógrafo, con su cabeza vuelta hacia la pared que estaba detrás del escritorio.
No ocurrió nada.
Heather movió los dedos de su mano izquierda en un pequeño círculo en la superficie irregular y muelle del sillón, la materia que una vez fuera la piel de un animal vivo, la superficie intermedia entre una vaca y el Universo. La melodía del viejo disco que habían escuchado el día, anterior llegó a su mente y no quería abandonarla.
What do you see when you turn out the light?
I can’t tell you, but I know it’s mine…
Ella no hubiera creído que Haber podía mantenerse inmóvil, silencioso, por tanto tiempo. Sólo una vez sus dedos se movieron, rápidos, hacia un dial. Luego volvió a quedarse inmóvil, observando la pared desnuda.
George suspiró, elevó una mano vacilante, volvió a relajarse y se despertó. Parpadeó y se sentó en el diván. Sus ojos se volvieron de inmediato hacia Heather, como para asegurarse de que ella estaba allí.
Haber frunció el entrecejo, y con un movimiento de alarma, casi un salto, oprimió el botón inferior de la Ampliadora.
—¡Qué demonios ocurre! —dijo; miró la pantalla del electroencefalógrafo, donde aún aparecían y se movían pequeños trazos—. La Ampliadora le estaba transmitiendo modelos del estado d, ¿cómo demonios se despertó?
—No sé —George bostezó—. Lo hice, simplemente. ¿No me ordenó usted que me despertara pronto?
—En general lo hago. Pero con la señal convenida. ¿Cómo demonios pudo superar el estímulo de la Ampliadora?… Deberé aumentar el poder; obviamente se hizo en forma muy tentativa —ahora le hablaba a la Ampliadora misma, no había duda; cuando hubo terminado esa conversación se volvió abruptamente hacia George y le dijo—: Muy bien. ¿Cuál fue el sueño?
—Soñé que había un cuadro del monte Hood en aquella pared, detrás de mi esposa.
Los ojos de Haber miraron la pared revestida de pino y volvieron rápidamente a George.
—¿Algo más? ¿Algún sueño anterior… algo que recuerde?
—Creo que sí. Espere un minuto… Creo que soñé que estaba soñando, o algo así. Era algo confuso; yo estaba en un negocio. Eso es… estaba en Meier y Frank’s comprándome un nuevo traje, que debía ser azul porque iba a tener un nuevo empleo o algo así. No lo recuerdo. Pero ellos tenían una hoja impresa que informaba lo que uno debía pesar si tenía tal altura y viceversa. Y yo estaba justo en el medio, tanto de la escala del peso como en la escala de la altura para un hombre de contextura promedio.
—Normal, en otras palabras —dijo Haber, y de pronto rió, con una risa enorme. Heather se sobresaltó, después de la tensión y el silencio.
—Eso es bueno, George; eso es muy bueno —palmeó a George en el hombro y empezó a sacarle los electrodos—. Lo hemos conseguido. Hemos llegado. ¡Está salvado! ¿Lo sabe?
—Creo que sí —replicó George suavemente.
—Se ha quitado el gran peso de encima, ¿verdad?
—¿Y se lo pasé a usted?
—Y me lo pasó a mí. ¡Exacto! —otra vez la risa estentórea, tal vez demasiado prolongada. Heather se preguntaba si Haber siempre sería así o es que se hallaba en un estado de suma excitación.
—Doctor Haber —dijo su esposo—. ¿alguna vez conversó con un Extraño sobre los sueños?
—¿Un Aldebaraniano, quiere decir? No. Forde, en Washington, intentó un par de nuestros tests en ellos, junto con toda una serie de tests psicológicos, pero no se consiguieron resultados significativos. Simplemente, no hemos solucionado el problema de la comunicación allí. Son inteligentes, pero Irchevsky, nuestro mejor xenobiólogo, cree que ellos pueden no ser racionales, y lo que parece una conducta socialmente integrativa entre los humanos no es más que una especie de mimetismo adecuador instintivo. No se puede decir con seguridad; no se les puede hacer un electroencefalograma, y en realidad, ni siquiera podemos saber si duermen o no, no hablemos de soñar.
—¿Usted conoce el término iahklu?
Haber pensó un memento.
—Lo oí. Es intraducible. Usted ha decidido que significa “sueño”, ¿eh?
George negó con la cabeza.
—No sé lo que significa. No pretendo tener ninguna información que usted no posea, pero si creo que antes de que usted siga adelante con la… con la aplicación de la nueva técnica, doctor Haber, antes de que usted sueñe, debería conversar con uno de los Extraños.
—¿Cuál de ellos? —el dejo de ironía era claro.
—Cualquiera, eso no importa.
Haber rió.
—¿Conversar de qué, George?
Heather vio el brillo de los ojos de su esposo cuando éste miró al hombre grandote.
—De mí. Sobre los sueños. Sobre iahklu. No tiene importancia, mientras usted escuche. Ellos sabrán qué es lo que usted se propone, tienen mucha más experiencia que nosotros en todo esto.
—¿En qué?
—En los sueños… en aquello de lo cual soñar es sólo un aspecto. Lo han estado haciendo por mucho tiempo. Desde siempre, supongo; son de la época del sueño. Yo no lo entiendo, no lo puedo expresar con palabras. Todo sueña. El juego de la forma, del ser, es el sueño de las substancias. Las rocas tienen sus sueños, y la Tierra cambia… Pero cuando la mente se torna inconsciente, cuando la velocidad de la evolución se acelera, entonces se debe tener cuidado. Se debe tener cuidado con el mundo. Es necesario aprender el camino. Se debe aprender la capacidad, el arte, los límites. Una mente consciente debe ser parte del todo, intencionalmente, cuidadosamente, como la roca es parte del todo inconscientemente. ¿Lo entiende? ¿Significa algo para usted?
—No es nuevo para mí, si es a eso a lo que usted se refiere. El alma del mundo y todo eso. La síntesis precientífica. El misticismo es un acercamiento a la naturaleza del soñar, o de la realidad, aunque no sea aceptable para aquellos que desean utilizar la razón y están en condiciones de hacerlo.
—No sé si eso es cierto —dijo George sin el más mínimo resentimiento, aunque estaba muy serio—. Pero aunque sea por mera curiosidad científica, entonces, intente esto: antes de probar la Ampliadora en usted, antes de ponerla en marcha, cuando esté por iniciar su autosugerencia, diga “Er’ perrehnne”, en voz alta o mentalmente. Una vez, claramente. Inténtelo.
—¿Por qué?
—Porque funciona.
—¿Funciona cómo?
—Usted recibe una pequeña ayuda de sus amigos —dijo George.
Se incorporó. Heather lo miró aterrorizada; lo que había estado diciendo sonaba a locura… la cura de Haber lo había vuelto insano, ella sabía que ocurriría eso. Pero Haber no respondía como si escuchara algo incoherente o psicótlco.
—El iahklu es demasiado para que lo maneje una sola persona —estaba diciendo George—, se escapa de las manos. Ellos saben lo que implica controlarlo. O, no exactamente controlarlo, no es esa la palabra adecuada; es mantenerlo donde debe estar, marchando en el sentido correcto… Yo no lo entiendo, tal vez usted sí pueda entenderlo. Pídales ayuda. Diga: Er’ perrehnne antes de… antes de oprimir el botón SI.
—Es probable que sea interesante lo que usted me dice —replicó Haber—. Tal vez valga la pena investigarlo. Me ocuparé de ello, George. Haré llamar a uno de los aldebaranianos del Centro de Cultura y veré si puedo conseguir alguna información sobre esto… Le parecerá chino todo esto, ¿eh, señor Orr? Este marido suyo debió dedicarse a la psicología, a la parte de investigación; está desperdiciado como dibujante —¿por qué decía eso?, George era un diseñador de parques y zonas de esparcimiento—. Tiene la inclinación, como cosa natural. Nunca pensé en mezclar a los aldebaranianos en esto, pero puede ser que ésa sea una idea buena. ¿Pero tal vez usted esté contenta de que él no sea un psicoanalista, verdad? Es terrible que su propio esposo esté analizando sus deseos inconscientes a través de la mesa, mientras comen, ¿verdad? —Haber atronaba con su voz mientras los acompañaba hasta la puerta. Heather estaba atemorizada, casi en lágrimas.
—Lo odio —dijo con tuerza, mientras descendían en la escalera mecánica en espiral—. Es un hombre horrible. Falso. ¡Un gran simulador!
George la tomó del brazo; no dijo nada.
—¿Has terminado? ¿Realmente terminado? ¿Ya no necesitarás drogas, ni deberás volver a estas horribles sesiones?
—Así creo. Él le dará curso a mis papeles… y en seis semanas me notificarán que estoy curado. Si me porto bien —sonrió, un poco cansado—. Fue duro para ti, querida, pero no para mí. No esta vez. Sin embargo, tengo hambre. ¿Adonde iremos a comer? ¿A la Casa Boliviana?
—Al barrio chino —dijo ella, y luego comprendió: el antiguo distrito chino había desaparecido junto con el resto de la zona céntrica, hacía por lo menos diez años; por alguna razón, ella lo había olvidado por completo—. Quiero decir, Ruby Loo’s —dijo, confundida.
George apretó un poco su brazo.
—Perfecto —dijo.
Era fácil llegar; el funicular paraba del otro lado del río, en el antiguo Lloyd Center, uno de los centros comerciales más grandes del mundo antes de la Crisis. En la actualidad, las inmensas playas de estacionamiento de varios niveles habían desaparecido junto con los dinosaurios, y muchos de los negocios que estaban a lo largo del paseo de dos niveles estaban vacíos, tapiados. La pista de hielo no se abría desde hacía veinte años. No corría agua por las románticas fuentes de extrañas formas. Habían crecido pequeños árboles ornamentales, y sus raíces habían roto la acera por varios metros alrededor de sus macetas cilíndricas. Las voces y los pasos sonaban con suma claridad, delante y detrás de los caminantes que marchaban por esas largas arcadas abandonadas y mal iluminadas.
Ruby Loo’s estaba en el nivel superior. Las ramas de un castaño casi ocultaban la fachada de cristal. Arriba, el cielo era de un intenso verde suave, ese color que se ve por breves momentos las tardes de primavera, cuando aclara después de la lluvia. Heather levantó los ojos hacia ese cielo de jade, remoto, improbable, sereno; su corazón se animó, sintió que la angustia empezaba a desprenderse de ella como una piel de verano. Pero no duró. Hubo una curiosa reversión, un cambio, parecía como si algo la aferraba, la sostenía. Estuvo a punto de detenerse, y miró del cielo de jade hacia el camino vacío y sombrío que se extendía delante de ella. Era un extraño lugar ése.
—Esto se ve fantasmal —comentó.
George se encogió de hombros; pero su rostro se veía tenso y ceñudo.
Había empezado a soplar un viento, demasiado cálido para los abriles de los viejos días, un viento caluroso y húmedo que movía las ramas verdes del castaño y agitaba unos papeles de la calle larga y desierta. El cartel de neón rojo que estaba detrás de las ramas en movimiento parecía obscurecerse y ondular con el viento, cambiar de forma; no decía Ruby Loo’s, no decía nada. Nada decía nada. Nada tenía sentido. El viento soplaba en los lugares desiertos. Heather se separó de George y corrió hacia la pared más próxima; lloraba. En el terror, su instinto la llevaba a esconderse, a alcanzar el rincón de una pared y esconderse.
—¿Qué ocurre, querida?… No pasa nada. Espera, todo va a andar bien.
Me estoy volviendo loca, pensó ella; no era George, no era George, era yo.
—Todo va a andar bien —murmuró él una vez más, pero ella oyó en su voz que él no lo creía. Sintió en sus manos que él no lo creía.
—¿Qué ocurre? —gritó Heather, desesperada—. ¿Qué ocurre?
—No lo sé —dijo George, casi distraídamente; él había levantado la cabeza y se había separado un poco de ella, aunque aún la sostenía contra sí para que dejara de llorar; parecía estar observando, escuchando; Heather oyó el latido fuerte y firme del corazón en el pecho de él—. Heather, escucha. Voy a tener que volver.
—¿Volver adónde? ¿Qué es lo que ocurre? —su voz era aguda y fuerte.
—Haber. Debo ir. Espérame… en el restaurante. Espérame Heather, no me sigas. Se marchó, y ella debió seguirlo. Orr caminaba sin darse vuelta, bajando las empinadas escaleras, debajo de las arcadas, más allá de las fuentes secas, hacia la estación del funicular. Un coche esperaba ahí, en el final de la línea; Orr subió de un salto. Heather trepó, casi sin aliento, cuando el coche se ponía en movimiento.
—¡Qué demonios ocurre, George!
—Lo siento —también él jadeaba—. Debo ir allá. No quería implicarte en eso.
—¿En qué? —ella lo detestaba; se sentaron frente a frente, agitados—. ¿Qué significa esta locura? ¿Para qué vuelves allá?
—Haber está… —la voz de George vaciló—. Él está soñando —dijo; un profundo terror irracional se apoderó de Heather, pero ella lo ignoró.
—¿Soñando qué? ¿Qué importa eso?
—Mira por la ventanilla.
Ella sólo lo había mirado a él desde que subiera al funicular. El vehículo cruzaba el río ahora, muy alto por encima del agua; pero no había agua. El río se había secado; el lecho se veía agrietado y cenagoso bajo la luz de los puentes, sucio, lleno de grasa y huesos, herramientas perdidas y peces moribundos. Los barcos grandes se veían carenados y arruinados junto a las dársenas cenagosas.
Los edificios del centro de Portland, la Capital del Mundo, los enormes, nuevos, hermosos cubos de piedra y cristal entre planeadas dosis de verde, las fortalezas del gobierno —Investigación y desarrollo, Comunicaciones, Industria. Planeamiento Económico, Control Ambiental— se estaban fundiendo. Se los veía húmedos y vacilantes, como gelatina expuesta al Sol. Los bordes ya se deslizaban por los lados, dejando grandes manchas cremosas.
El funicular marchaba a gran velocidad y no se detenía en las estaciones; algo debía haberse descompuesto, pensó Heather, sin sentirse implicada. Ellos se deslizaban rápidamente por encima de la ciudad que se disolvía, a una altura que les permitía oír el retumbo y los gritos.
A medida que el funicular fue ascendiendo, apareció el monte Hood a la vista, detrás de la cabeza de George, que estaba sentado frente a ella. Él debió ver la luz rojiza reflejada en el rostro de Heather, o en sus ojos, tal vez, porque de inmediato se volvió para mirar, para el vasto cono invertido de fuego.
El funicular se desplazaba a gran velocidad en el abismo, entre la ciudad que se deformaba y el cielo informe.
—Nada parece andar bien hoy —dijo una mujer, en la parte posterior del coche, en voz alta y temblorosa.
La luz de la erupción era terrible y magnífica. Su inmenso, consistente vigor geológico era tranquilizador, comparado con el área vacía que se aparecía ahora adelante del coche, en el extremo superior de la línea.
El presentimiento que invadiera a Heather cuando bajó la mirada del cielo de jade, era ahora una presencia, estaba allí. Era un área, o tal vez un período de tiempo, de una especie de vacío. Era la presencia de la ausencia: una entidad no cuantificable sin calidades, en la que caían todas las cosas y de la que nada surgía. Era horrible, y no era nada. Era el camino equivocado.
Cuando el funicular se detuvo en la terminal, hacia eso marchó George. Se volvió hacia ella mientras caminaba, gritándole:
—¡Espérame, Heather! ¡No me sigas, no vengas!
Pero aunque ella trató de obedecerlo, algo se acercó a ella. Crecía rápidamente desde el centro. Heather descubrió que todas las cosas habían desaparecido y que estaba perdida en el obscuro pánico, gritando el nombre de su marido sin voz, desolada, hasta que se hundió en una esfera que giraba alrededor del centro de su propio ser, y cayó para siempre por el seco abismo.
Por el poder de la voluntad, que realmente es grande cuando se lo pone en juego, en el modo correcto y en el momento preciso, George Orr halló bajo sus pies ¿el duro mármol de los escalones que llevaban a la torre de IHID. Avanzó, mientras sus ojos le informaban que caminaba en la bruma sobre el barro, sobre cadáveres putrefactos, sobre innumerables sapos pequeños. Hacía mucho frío, pero se sentía olor a metal caliente y carne y pelo quemados. Cruzó el hall; las letras doradas del aforismo del domo saltaban frente a él, HOMBRE HUMANIDAD M N A A A. Las A trataron de atrapar sus pies; subió a un pasillo móvil, aunque no lo veía; subió a la escalera helicoidal y se condujo hacia arriba, soportándola continuamente con la firmeza de su voluntad. Ni siquiera cerró los ojos.
En el nivel superior, el piso era de hielo. Tenía un dedo de espesor, y era muy transparente; a través de él se podían ver las estrellas del hemisferio sur. Orr caminó sobre el piso y todas las estrellas emitieron un sonido fuerte y falso, como de campanas rotas. El mal olor era más fuerte, y le produjo náuseas. Avanzó, con la mano tendida. El panel de la puerta de la oficina exterior de Haber se encontró con su mano; Orr no podía verlo, pero estaba allí. Un lobo aulló. La lava se acercaba a la ciudad.
George avanzó y llegó a la última puerta. La abrió; del otro lado no había nada.
—Socorro —gritó, porque el vacío lo atraía, lo impulsaba. No tenía fuerzas para atravesar la nada y salir por el otro lado.
El abatimiento pareció diluirse un poco de su mente; pensó en Tiua’k Ennbe Ennbe, en el busto de Schubert, y en la voz de Heather que le decía, furiosa “¡Qué demonios ocurre, George!”. Esto parece ser todo lo que poseía para cruzar la nada. Avanzó; mientras lo hacía, supo que perdería todo lo que poseía.
Entró en el núcleo de la pesadilla.
Era una fría obscuridad, que se movía vagamente en redondo, hecha de miedo, la que lo arrastraba, lo apartaba. Orr sabía dónde estaba la Ampliadora. Tendió la mano y la tocó; buscó el botón inferior y lo oprimió.
Entonces se agachó, cubriéndose los ojos y retrocediendo, porque el temor había invadido su mente. Cuando alzó la cabeza y miró, el mundo volvía a existir. No estaba en buen estado, pero estaba allí.
No estaban en la torre de IHID, sino en un consultorio más deslucido y común en el que nunca había estado antes. Haber yacía estirado sobre el diván, macizo, su barba apuntando hacia arriba. Volvía a ser una barba rojiza y una piel blanca, no gris. Los ojos estaban entrecerrados y no veían nada.
Orr retiró los electrodos, cuyos cables se extendían como lombrices entre el cráneo de Haber y la Ampliadora. Orr miró la máquina, con sus gabinetes abiertos; había que destruirla, pensó. Pero no tenía idea de cómo hacerlo, ni ganas de intentarlo. La destrucción no era su línea; y una máquina es menos culpable aun que un animal. No tiene otras intenciones más que las de nosotros mismos.
—Doctor Haber —dijo, sacudiendo un poco los enormes y fuertes hombros— ¡Haber, despierte!
Después de un momento se movió el pesado cuerpo, y en seguida se sentó. Se lo veía débil y flojo; la cabeza, maciza y hermosa, pendía entre los hombros. La boca estaba floja. Los ojos miraban al frente, hacia la obscuridad, el vacío, el no ser que estaba en el centro de William Haber; ya no eran opacos, sino vacíos.
Orr, de pronto, empezó a temerle físicamente, y se apartó de él.
Necesito ayuda, pensó; no puedo manejar esto solo… Salió del consultorio, atravesó una sala de espera que no le era familiar, y corrió escaleras abajo. Nunca había estado en ese edificio y no tenía idea de cuál podía ser, a dónde estaba. Cuando salió a la calle, supo que era una calle de Portland, pero eso era todo. No estaba cerca de Washington Park, ni de las colinas del oeste. Nunca había caminado por esa calle.
El vacío del ser de Haber, la pesadilla efectiva, que se irradiaba del cerebro que soñaba, había roto las conexiones. La continuidad que se había mantenido entre los mundos, o las líneas de tiempo de los sueños de Orr, se había quebrado ahora, y el caos se había establecido. Orr tenía pocos recuerdos incoherentes de la existencia en que se hallaba ahora; casi todo lo que sabía procedía de otras memorias, los otros tiempos de sueño.
Otra gente, menos consciente que él, podía estar mejor preparada para este cambio de existencia; pero se sentirían más atemorizadas, al no tener una explicación. Hallarían al mundo radical, insensible, repentinamente cambiado, sin ninguna causa racional posible para el cambio. Habría mucha muerte y terror a continuación del sueño del doctor Haber.
Y pérdida. Y pérdida.
Supo que la había perdido; lo había sabido desde que entrara, con la ayuda de ella, en el vacío que rodeaba al durmiente. Ella se había perdido junto con el mundo de las personas grises y el enorme edificio artificial hacia el que había corrido, dejándole solo en la ruina y la disolución de la pesadilla. Ella había desaparecido.
Orr no trató de buscar ayuda para Haber. No había ayuda posible para Haber. Ni para él. Había hecho todo lo que podía hacer. Siguió caminando por las calles enrarecidas. Por los carteles supo que se hallaba en la parte noreste de Portland, una zona que nunca había conocido demasiado. Las casas eran bajas, y en las esquinas se tenía a veces la vista de una montaña. Vio que la erupción había cesado; en realidad, nunca había empezado. El monte Hood se elevaba, de un color violeta obscuro, en el crepuscular cielo de abril, dormido. El monte dormía.
Soñar, soñar.
Orr caminaba sin meta, siguiendo una calle y luego otra; estaba agotado, y a veces tenía la tentación de tenderse allí, en la calle, y descansar un rato, pero seguía caminando. Se estaba acercando a una zona comercial ahora, se aproximaba al río. La ciudad, mitad destruida y mitad transformada, una jungla confusa de grandiosos planes y recuerdos incompletos, bullía; los fuegos y las insanías corrían de casa en casa. Sin embargo la gente seguía sus negocios como siempre: había dos hombres saqueando una joyería, y más allá se acercaba una mujer que sostenía un bebe de mejillas rojizas que lloraba en sus brazos, caminando decididamente hacia su hogar. Dondequiera que estuviese el hogar.