Al que el cielo ayuda se le llama hijo del Cielo. Los que se aplican a aprender quieren aprender lo que no se puede aprender. Los que se empeñan en hacer cosas, pretenden hacer lo que no es factible. Los que se ponen a inquirir o distinguir quieren inquirir o distinguir lo que no es posible inquirir o distinguir. Lo más alto y perfecto es detenerse allí donde ya no es posible saber más. Al que no se conduce así, la rueda del Cielo le desbaratará.
George Orr salió de su trabajo a las 3.30 y caminó hacia la estación del subterráneo; no tenía auto. Con el ahorro pudo haber tenido un VW Steamer, y también habría podido afrontar los impuestos correspondientes, ¿pero para qué? El centro estaba cerrado a los automóviles, y él vivía en el centro. Allá por la década de 1980 había aprendido a conducir, pero nunca había tenido un coche propio. Tomó el subterráneo de Vancouver en dirección a Portland. Los trenes ya estaban repletos; Orr estaba parado en un lugar donde no podía alcanzar ningún agarradero, soportado únicamente por la presión compensadora de los cuerpos en todos los lados, ocasionalmente levantado en vilo y transportado cuando la fuerza del apiñamiento (c) excedía la fuerza de la gravedad (g). Un hombre que estaba junto a él no había conseguido bajar los brazos y estaba parado con el rostro hundido en la sección deportiva del periódico. El titular “GRAN GOLPE A-1 CERCA DE LA FRONTERA AFGANA”, y el subtítulo, “Amenaza de intervención afgana”, miraron cara a cara a Orr por seis paradas. El portador del diario consiguió salir del tren y fue reemplazado por un par de tomates sobre una bandeja de plástico verde, debajo de la cual estaba una anciana con un abrigo de plástico verde, quien se paró sobre el pie izquierdo de Orr por tres paradas más. Con gran esfuerzo pudo descender en la parada East Broadway, y con dificultad caminó cuatro cuadras entre la multitud que salía de los trabajos hasta Willamette East Tower, un enorme obelisco de hormigón y cristal, ostentoso, que poseía la obstinación de los vegetales por competir con la jungla de altos edificios que lo rodeaban para conseguir luz y aire. Muy poco aire y luz llegaba al nivel de la calle; el poco aire que había estado caldeado y embebido en una fina lluvia. La lluvia era una antigua tradición de Portland, pero el calor —22 °C el segundo día de marzo— era moderno, el resultado de la contaminación del aire. Los efluvios urbanos e industriales no habían sido controlados con rapidez suficiente como para anular las tendencias acumulativas que ya se advertían a mediados del siglo XX; llevaría varios siglos eliminar el CO2 del aire, si es que se lo podía eliminar. New York iba a ser una de las mayores victimas del Efecto Invernadero, ya que el hielo polar seguía derritiéndose y el mar aumentaba su nivel; en realidad, todo Boswash estaba en peligro. Había algunas compensaciones. La bahía de San Francisco estaba en crecida, y terminaría por cubrir los cientos de kilómetros cuadrados de relleno y de basura que habían vaciado en ella desde 1848. En cuanto a Portland, con ciento treinta kilómetros y la Cadena de la Costa entre su territorio y el mar, no estaba amenazada por la crecida de las aguas: sólo por el agua de las lluvias.
Siempre había llovido en Oregon del oeste, pero ahora llovía en forma continuada, una lluvia firme, cálida. Era como vivir en un mar de sopa tibia.
Las nuevas ciudades —Umatilla, John Day, French Glen— estaban al este de las Cascadas, en lo que había sido desierto treinta años antes. Allí el calor era insoportable en verano, pero sólo llovía 1125 mm por año, comparados con los 2850 mm de Portland. Se facilitaba la agricultura intensiva: el desierto florecía. French Glen tenía ahora una población de 7 millones. Portland, con sólo 3 millones y ningún potencial de crecimiento, había quedado muy atrás en la Marcha del Progreso. Para Portland, eso no era nada nuevo. Además, ¿qué diferencia hacía? La desnutrición, la superpoblación, y la penetrante suciedad del ambiente eran la norma. Había más escorbuto, tifus y hepatitis en las ciudades antiguas; más violencia organizada, crímenes y asesinatos en las ciudades nuevas. Las ratas dominaban en las anticuas y la Mafia en las nuevas. George Orr permanecía en Portland porque siempre había vivido ahí y porque no tenía razones para creer que la vida en otra parte sería mejor, o diferente.
La señorita Crouch, con una sonrisa indiferente, lo hizo pasar en seguida. Orr había pensado que los consultorios de los psiquiatras, como las cuevas de los conejos, siempre tenían una puerta al frente y otra detrás. Este consultorio no las tenía, pero dudaba que aquí los pacientes pudieran encontrarse unos con otros al entrar y salir. En la Escuela de Medicina le habían dicho que el doctor Haber tenía sólo una pequeña cantidad de pacientes, ya que en esencia era un investigador. Eso le había dado a Orr la idea de un profesional exitoso y exclusivo, y el modo jovial y autoritario del médico se lo había confirmado. Pero hoy, menos nervioso, veía más. El consultorio no presentaba las señales de éxito económico, como tampoco las del desinterés científico. Las sillas y el diván eran de vinílico, el escritorio era de metal con un revestimiento plástico que simulaba ser madera. Ninguna otra cosa era genuina. El doctor Haber, con sus dientes blancos y su pelo rojizo, inmenso, exclamó:
—¡Buenas tardes!
Esa afabilidad no era fingida, pero sí exagerada. En él había una calidez, una exuberancia que eran reales, pero se habían recubierto con amaneramientos profesionales, se habían distorsionado por el uso nada espontáneo que el médico hacía de sí mismo. Orr sentía en él el deseo de ser querido y la necesidad de ser útil; el doctor no estaba realmente seguro de que los demás existieran, pensó Orr, y deseaba demostrar la existencia de otros mediante su ayuda. Había exclamado “¡Buenas tardes!” tan fuerte porque nunca estaba seguro de recibir una respuesta. Orr sintió deseos de decir algo amistoso, pero nada personal le pareció adecuado; dijo:
—Parece ser que Afganistán podría entrar en la guerra.
—Mm…, eso se comenta desde agosto último —Orr debió suponer que el médico estaría mejor informado acerca de los problemas mundiales que él mismo; en general, él estaba informado a medias y con un atraso de tres semanas—. No creo que eso sea un problema para los Aliados —siguió Haber—, a menos que lleve a Paquistán al lado de los iranios. La India deberá enviar algo más que un apoyo simbólico a los isragipcios —ese término de la jerga de la televisión correspondía a la alianza entre la Nueva República Árabe e Israel —creo que el discurso de Gupta en Delhi indica que se está preparando para esa eventualidad.
—Sigue extendiéndose —dijo Orr; se sentía fuera de lugar y abatido—. La guerra, quiero decir.
—¿Le preocupa?
—¿A usted no?
—No viene al caso —dijo el doctor, sonriendo con su sonrisa amplia, pilosa, osuna, como un gran dios oso; pero seguía cauto, como ayer.
—Sí, me preocupa —pero Haber no se había ganado esa respuesta; el que formula una pregunta no se puede retirar de la pregunta, asumiendo una actitud objetiva, como si las respuestas fueran un objeto. Orr no verbalizó esos pensamientos, por supuesto; estaba en manos de un médico, y con seguridad éste sabría lo que estaba haciendo.
Orr tenía la tendencia a suponer que la gente sabía qué estaba haciendo, tal vez porque suponía que, en general, él no lo sabía.
—¿Durmió bien? —preguntó Haber, sentándose baja la pata izquierda trasera de Tammany Hall.
—Muy bien, gracias.
—¿Como está de ánimo para otra visita al Palacio de los Sueños? —lo observaba con mucha atención.
—Muy bien, para eso he venido, supongo.
Vio que Haber se incorporaba y daba la vuelta al escritorio; vio que la mano grande se acercaba a su cuello, y luego nada más.
—…George…
Su nombre. ¿Quién lo llamaba? No conocía esa voz. Tierra seca, aire seco, el estruendo de una voz extraña en su oído. Luz de día, y ninguna dirección. Ningún camino de regreso. Se despertó.
El cuarto semi familiar; el hombre grande, semi familiar, con su boca grande, su barba rojiza, su sonrisa blanca y sus ojos obscuros y opacos.
—Pareció un sueño corto pero animado, en el electroencefalógrafo —dijo la voz profunda—. Adelante cuanto antes lo recuerde, más completo será.
Orr se sentó; se sentía bastante aturdido. Estaba en el diván: ¿cómo había llegado a él?
—Veamos. No fue gran cosa. Otra voz el caballo. ¿Me dijo que soñara con el caballo otra vez, cuando me hipnotizó?
Haber sacudió la cabeza, sin indicar ni que sí ni que no, y escuchaba.
—Bien, esto era un establo. Este cuarto. Paja, un pesebre y una horquilla en un rincón, y cosas por el estilo. El caballo estaba allí. Él…
El silencio expectante de Haber no permitía ninguna evasión.
—El caballo hizo una tremenda montaña de bosta, marrón, humeante. Parecía una especie de monte Hood, con esa pequeña saliente en el lado norte y todo… Estaba sobre la alfombra, casi a mi lado, y me dije, “No es más que la foto de la montaña”. Supongo que entonces empecé a despertarme.
Orr levantó el rostro, mirando detrás del doctor Haber, a la fotografía mural del monte Hood.
Era un cuadro apacible, en tonos bastante elaborados: el cielo gris, la montaña de un marrón suave o rojizo, con manchas blancas cerca de la cumbre, y en primer plano copas de árboles obscuras e informes.
El médico no estaba mirando el mural. Observaba a Orr con esos ojos opacos de aguda mirada. Rió cuando Orr hubo terminado, con una risa breve y no muy alta, pero tal vez un tanto excitada.
—¡Estamos llegando a algo, George!
—¿A qué?
Orr se sintió desaliñadlo y estúpido, sentado en el diván, aún aturdido por el sueño, después de haber estado durmiendo allí, probablemente con la boca abierta y roncando, indefenso, mientras Haber observaba los secretos saltos y cabriolas de su cerebro y le ordenaba qué debía soñar. Se sentía expuesto, usado. ¿Y con qué objetivo?
Era evidente que el médico no tenía ningún recuerdo del mural del caballo, ni de la conversación que habían tenido acerca del mural; estaba por completo en este nuevo presente, y todos sus recuerdos llevaban a él. De modo que no podía hacer nada. Pero daba grandes pasos de un lugar al otro del consultorio ahora, hablando en tono más alto que lo habitual.
—¡Bien! (a) puede soñar según la orden recibida, sigue las sugerencias de la hipnosis; (b) responde espléndidamente a la Ampliadora. Entonces podemos trabajar juntos, de manera rápida y eficiente, sin narcosis. Prefiero trabajar sin drogas. Lo que el cerebro hace por sí mismo es infinitamente más complejo y fascinante que toda respuesta que pueda dar a la estimulación química; es por eso que desarrollé la Ampliadora, para proporcionarle al cerebro un medio para la autoestimulación. Los recursos creativos y terapéuticos del cerebro, sea cuando duerme, o sueña, o está en vela, son prácticamente infinitos; sólo es necesario que encontremos las llaves para todas las cerraduras. ¡Ni soñamos con el poder de los sueños! —rió con su gran carcajada, muchas veces había hecho ese juego de palabras; Orr sonrió, incómodo: el médico había golpeado en el punto débil—. Estoy seguro ahora de que su terapia está en esa dirección: usar sus sueños, no evitarlos. Enfrentar su temor y, con mi ayuda, mirar a través. Usted está asustado de su propia mente, George. Ese es un temor que nadie puede soportar; pero usted no tendrá que soportarlo. No ha considerado la ayuda que su propia mente puede darle, las formas en que puede usarla, emplearla creativamente. Todo lo que debe hacer es no eludir sus propios poderes mentales, no suprimirlos, sino liberarlos. Esto lo podemos hacer juntos. ¿No le parece que es lo correcto, lo acertado?
—No sé —respondió Orr.
Cuando Haber habló de usar, de emplear sus poderes mentales, por un momento él había pensado que el médico se refería a su poder para cambiar la realidad mediante los sueños; pero, seguramente, de haber querido significar eso, lo habría dicho con mayor claridad. Sabiendo que Orr necesitaba confirmación en modo desesperado, no se la habría rehusado así, sin ninguna causa.
El corazón de Orr se encogió. El uso de píldoras sedantes y estimulantes lo había puesto en un estado de desequilibrio emocional; él lo sabía y por ello trataba de combatir y controlar sus sentimientos. Sin embargo, su decepción escapaba a todo control posible. Ahora comprendía que se había permitido albergar una pequeña esperanza. Se había sentido seguro, ayer, de que el médico tenía conciencia del cambio de la montaña a un caballo. No le había sorprendido ni alarmado que Haber tratara de ocultar, en el primer momento del shock, su reconocimiento del cambio; sin duda, no se habría sentido capaz de admitirlo ni siquiera a sí mismo. Le había llevado bastante tiempo a Orr mismo enfrentar el hecho de que podía hacer algo imposible. Sin embargo, se había permitido esperar que Haber, al conocer el sueño y al estar presente en el momento en que se producía, pudiera ver el cambio, pudiera recordarlo y confirmarlo.
No había caso; ninguna salida posible. Orr estaba donde había estado por meses, solo, sabiendo que era un insano y sabiendo que no era un insano, simultánea e intensamente. Era suficiente para volverlo loco.
—¿Sería posible —dijo tímidamente— que me dé una sugerencia posthipnótica para que no tenga sueños efectivos? Como puede sugerir que los tenga… De esa manera podría dejar las drogas, al menos por un tiempo.
Haber se ubicó detrás de su escritorio, encorvado como un oso.
—Dudo mucho que sirva, aun para una sola noche —dijo en tono calmo; luego, repentinamente excitado—: ¿No es esa la misma dirección inútil que ha estado tratando de seguir, George? Drogas o hipnosis, sigue siendo supresión. No puede escapar de su propia mente; lo ve, pero no está dispuesto a encararlo aún. Mire esto: dos veces ha soñado aquí, en ese diván. ¿Fue tan terrible? ¿Hizo algún daño?
Orr sacudió la cabeza, demasiado deprimido para contestar.
Haber siguió hablando, y Orr trató de prestarle atención. Hablaba ahora de las ensoñaciones, sobre su relación con los ciclos de una hora y media de la noche, sobre sus utilidades y su valor. Le preguntó a Orr si tenía preferencia por algún tipo de ensoñación.
—Por ejemplo, con frecuencia tengo ensoñaciones del tipo heroico. Yo soy el héroe: estoy salvando a una muchacha, o a un compañero astronauta, o a todo el maldito planeta. Sueños mesiánicos, sueños de benefactor. ¡Haber salva al mundo! Son muy divertidos, mientras los mantengo en el lugar que les corresponde. Todos necesitamos ese estallido del yo que derivamos de las ensoñaciones, pero cuando empezamos a confiar en ellas, entonces nuestros parámetros de la realidad se están aflojando… Está, también, el tipo de ensoñación de la isla del Mar del Sur; muchos ejecutivos las prefieren. Y el tipo del noble mártir que sufre, y las diversas fantasías románticas de la adolescencia, y la ensoñación sadomasoquista, etcétera. La mayoría de las personas conocen casi todos los tipos. Casi todos hemos estado en la arena, al menos una vez, enfrentando a los leones, o hemos arrojado una bomba para destruir a nuestros enemigos, o rescatamos a la virgen neumática de la nave que se hunde, o escribimos la Décima Sinfonía de Beethoven por él. ¿Qué estilo prefiere usted?
—Oh… la huida —dijo Orr; debía hacer un esfuerzo y contestarle a este hombre, que estaba tratando de ayudarlo—. Irme, escapar.
—¿Huir del trabajo, del yugo diario?
Haber parecía negarse a creer que él estuviera contento con su trabajo. Sin duda Haber tenía grandes ambiciones y le resultaba difícil creer que algún hombre pudiera no tenerlas.
—Bueno, más de la ciudad, de las multitudes. Demasiada gente en todas partes. Los titulares. Todo.
—¿Los Mares del Sur? —preguntó Haber con su sonrisa de oso.
—No, aquí. No soy muy imaginativo. En mis ensoñaciones deseo tener una cabaña en algún lugar fuera de las ciudades, tal vez en la Cadena de la Costa, donde todavía queda algo de los antiguos bosques.
—¿Consideró alguna vez la posibilidad de comprarse una?
—El terreno cuesta unos treinta y ocho mil dólares el acre en las zonas más económicas, al sur de Oregon. Sube hasta cuatrocientos mil por un lote con una vista de la playa.
Haber silbó.
—Veo que lo ha considerado… y volvió a sus ensoñaciones. ¡Por suerte son gratis, eh! Bien, ¿está dispuesto a hacer otro intento? Nos queda casi media hora.
—¿Me permitiría…?
—¿Qué, George?
—¿Guardarme mi sueño?
Haber inició una de sus elaboradas negativas.
—Como usted sabe, lo que se experimenta durante la hipnosis, incluidas todas las directivas impartidas, normalmente está bloqueado al recuerdo del despertar por un mecanismo similar al que bloquea el recuerdo del 99 por ciento de nuestros sueños. Bajar esa barrera sería darle a usted demasiadas órdenes conflictivas referentes a lo que es un asunto muy delicado, el contenido de un sueño que aún no ha soñado. Puedo ordenarle que recuerde el sueño, pero no quiero que su recuerdo de mis sugerencias se mezcle con el recuerdo del sueño que realmente sueña. Deseo mantenerlos separados, para obtener un informe claro de lo que soñó, no de lo que usted cree que debió haber soñado. ¿Correcto? Puede confiar en mí, lo sabe. Estoy en esto para ayudarlo. No le pediré demasiado; lo impulsaré, pero no demasiado duro ni demasiado rápido. ¡No le provocaré ninguna pesadilla, créame! Quiero estudiar bien este asunto y entenderlo, tanto como usted. Usted es un sujeto inteligente que colabora, y un hombre valiente, ya que ha soportado tanta ansiedad solo y por tanto tiempo. Solucionaremos esto, George, créame.
Orr no le creía del todo, pero era imposible contradecir a semejante predicador, y además, deseaba poder creerle.
No dijo nada; se acostó en el diván y se sometió a la presión de la gran mano en su garganta.
—¡Muy bien! ¿Qué soñó, George? Veámoslo, recién salido del horno.
Orr se sintió molesto y aturdido.
—Algo sobre los Mares de Sur… cocos… No puedo recordar —se rascó la cabeza, se tocó la piel de la garganta e inspiró profundamente; deseaba un poco de agua fría—. Luego… soñé que usted caminaba con John Kennedy, el presidente, por Alder Street, creo. Me parece que yo los seguía. y creo que llevaba algo para alguno de ustedes. Kennedy iba con un paraguas abierto —lo veía de perfil, como en la antigua moneda de cincuenta centavos— y usted dijo “Ya no lo necesitará más, señor Presidente” y se lo sacó de las manos. Pareció enojarse, y dijo algo que no pude entender. Pero había dejado de llover, el Sol había salido, así que él dijo: “Supongo que tiene razón, ahora”… Ha dejado de llover.
—¿Cómo lo sabe?
Orr suspiró.
—Lo verá cuando salga. ¿Hemos terminado por hoy?
—Estoy dispuesto a seguir. Bill está en el gobierno, usted sabe.
—Estoy muy cansado.
—Bien, entonces, por hoy hemos concluido. Escuche, ¿qué le parece si hacemos nuestras sesiones de noche? Dormirá normalmente, y sólo usaré hipnosis para sugerirle el contenido del sueño. Así tendría todo el día para trabajar; yo suelo trabajar por la noche, casi siempre; ¡una de las cosas que los investigadores del sueño rara vez hacemos es dormir! Así adelantaríamos mucho, y usted se ahorraría tener que usar drogas para suprimir los sueños. ¿Quiere intentarlo? ¿Que tal el viernes a la noche?
—Tengo una cita —dijo Orr—, y se sorprendió de su propia mentira.
—El sábado, entonces.
—Muy bien.
Salió, llevando su impermeable húmedo sobre el brazo. No había necesidad de usarlo; el sueño de Kennedy había sido muy efectivo. Estaba seguro de ellos ahora, cuando los tenía. Independientemente de la importancia del contenido, se despertaba recordándolos con gran claridad, y sintiéndose deshecho, como se siente uno después de hacer un enorme esfuerzo físico para resistir a una fuerza abrumadora. Solo, no tenía sueños de ese tipo con más frecuencia que una vez por mes o cada seis semanas; había sido el temor de tenerlo lo que lo había obsesionado. Ahora, con la Ampliadora, que lo mantenía en el estado de sueño, y la sugerencia hipnótica, que insistía en que soñara de esa manera, había tenido tres sueños efectivos entre cuatro sueños en dos días; o, descontando el sueño del coco, que había sido más bien lo que Haber denominaba un mero balbuceo de imágenes, tres entre tres. Estaba agotado.
No llovía. Cuando salió del hall del Willamette East Tower, el cielo de marzo se veía claro. El viento soplaba del este, el seco viento del desierto que de tanto en tanto revivía el tiempo húmedo, caluroso, triste y gris del Valle del Willamette.
El aire más claro mejoró un poco su ánimo. Enderezó sus hombros y empezó a caminar, tratando de ignorar el leve aturdimiento que probablemente era el resultado combinado de la fatiga, la ansiedad, dos breves siestas en una hora poco usual del día, y el descenso en ascensor de sesenta y dos pisos.
¿Le había dicho el médico que soñara que había dejado de llover? ¿O la sugerencia había sido la de soñar con Kennedy (el que tenía, ahora que volvía a pensar en eso, la barba de Abraham Lincoln)? ¿O con Haber? No podía saberlo. La parte efectiva del sueño había sido la de detener la lluvia, el cambio del tiempo; pero eso no probaba nada. A menudo el elemento efectivo no era lo aparentemente notable o saliente del sueño. Sospechaba que Kennedy, por razones sólo conocidas por su subconsciente, había sido un agregado suyo, pero no podía asegurarlo.
Bajó a la estación de subterráneos de East Broadway con muchos otros. Insertó su moneda de cinco dólares en la máquina expendedora de billetes, obtuvo el suyo, subió al tren y entró en la obscuridad bajo el río.
El aturdimiento aumentaba en su cuerpo y en su mente.
Internarse bajo un río: era una cosa muy extraña, una idea realmente misteriosa.
Cruzar un río, vadearlo, nadar en él, usar bote, ferry, puente, aeroplano, remontarlo, ir río abajo en la incesante renovación de la corriente; todo eso tiene sentido. Pero en ir bajo un río hay algo implicado que, en el sentido central de la palabra, es perverso. Hay rutas en la mente y fuera de ella, cuya mera perfección indica claramente que, para haber entrado en esto, se debe haber ingresado en un curso erróneo.
Había nueve túneles para trenes y camiones bajo el Willamette, dieciséis puentes lo atravesaban, y tenía márgenes de cemento que se extendían por cuarenta y tres kilómetros. El control de la creciente en ese río y en su gran conflunte, el Columbia, a unos pocos kilómetros del centro de Portland, estaba tan desarrollado que ninguno de los dos ríos podía elevarse más de diez centímetros aun después de las lluvias torrenciales más prolongadas. El Willamette era un útil elemento del ambiente, como un enorme y dócil animal de carga provisto de correas, cadenas, varas, sillas, bocados, cinchas, trabas. De no haber sido útil, por supuesto lo habrían entubado, como los cientos de pequeños esteros que corrían en la obscuridad desde las colinas de la ciudad bajo calles y edificios. Pero sin él, Portland no hubiera sido un puerto; los barcos, las hileras de barcazas, las grandes jangadas de madera aún lo surcaban hacia uno y otro lado. Por eso los camiones y los trenes, y los pocos coches privados debían moverse sobre el río o debajo de él. Sobre las cabezas de los que ahora viajaban en el tren subterráneo por el Túnel Broadway había toneladas de roca y piedra, toneladas de agua en circulación, los pilares de muelles y las quillas de transatlánticos, los enormes soportes de hormigón de autopistas elevadas y accesos, un convoy de camiones de vapor cargados con pollos congelados producidos con batería, un avión jet a 10.200 m de altura, las estrellas a 4.3 años luz. George Orr, pálido en la fluctuante luz fluorescente del tren subterráneo en la obscuridad intrafluvial, se movía mientras se aferraba de un movedizo agarradero de acero que pendía de una cuerda, entre otras mil almas. Sentía el peso sobre él, que lo abrumaba. Pensó, estoy viviendo en una pesadilla de la que de tanto en tanto me despierto en el sueño.
La confusión y los empujones de la gente que descendía en la parada de Union Station desalojaron esa pesada idea de su mente; se concentró por completo en la tarea de aferrarse del agarradero. Aún aturdido, temía que de perder el equilibrio y de tener que someterse completamente a la fuerza (c), pudiera llegar a descomponerse.
El tren reinició su marcha con un sonido compuesto en forma pareja por profundos rugidos y penetrantes chillidos.
Todo el sistema de trenes subterráneos tenía quince años de antigüedad, pero había sido construido tarde y con gran apuro, con materiales inferiores, durante y no antes de la crisis del automóvil privado. De hecho, los vagones habían sido construidos en Detroit; duraban como esa ciudad y sonaban como ella. Hombre de ciudad y pasajero de subterráneo, Orr ni siquiera oía el infernal ruido. Las terminaciones de sus nervios aurales estaban considerablemente insensibilizadas, aunque sólo tenía treinta años, y en todo caso el ruido no era más que la música de fondo habitual de la pesadilla. Había vuelto a pensar, una vez que se hubo asegurado el uso del agarradero.
Desde que se interesaba en el asunto, por fuerza, siempre le había sorprendido el hecho de que la mente no recordara la mayoría de los sueños. El pensamiento inconsciente, sea en la infancia o en un sueño, no está al alcance del recuerdo consciente. ¿Pero estaba inconsciente durante la hipnosis? En absoluto: bien despierto, hasta que se le ordenaba dormir. ¿Por qué no podía recordar, entonces? Esto le preocupaba; quería saber qué estaba haciendo Haber. El primer sueño de esta tarde, por ejemplo: ¿Le había dicho el médico que soñara nuevamente con el caballo? Y él mismo había agregado la bosta, que fue algo molesto, o bien, si el médico había especificado la bosta, eso era molesto de un modo diferente. Tal vez Haber tuvo la suerte de no terminar con una gran pila marrón y humeante de bosta sobre la alfombra del consultorio. O tal vez, en cierto sentido, sí: el cuadro de la montaña.
Orr se mantuvo erguido como si lo hubieran asegurado al piso cuando el tren llegó a la estación de Alder Street. La montaña, pensó, mientras sesenta y ocho personas luchaban con piernas y codos, junto a él, para llegar a las puertas del tren. La montaña. Él me dijo que repusiera la montaña en mi sueño. Pero entonces él sabía que la montaña había estado ahí antes del caballo. Lo sabía. Él había visto el primer sueño mientras cambiaba la realidad. Vio el cambio. Me cree. ¡No estoy loco!
Tan grande era la alegría que sentía Orr que de las cuarenta y dos personas que habían entrado con gran esfuerzo en el tren mientras él pensaba esas cosas, las siete u ocho que estaban más cerca de Orr sintieron una ligera pero definida sensación de benevolencia o alivio. La mujer que no había conseguido arrebatarle el agarradero a Orr sintió un gran alivio del agudo dolor en el pie; el hombre que se aplastaba contra él, a la izquierda, pensó de pronto en la luz del Sol; el anciano sentado frente a él olvidó, por un momento, que tenía hambre.
Orr no era un hombre de razonamientos rápidos. En realidad, no solía razonar. Llegaba a las ideas lentamente, nunca patinando sobre el hielo sólido y claro de la lógica ni deslizándose en las corrientes de la imaginación sino afanándose, esforzándose sobre el pesado suelo de la existencia. No veía las relaciones, que según se dice es la característica del intelecto. Sentía las relaciones, como un plomero. No era, en realidad, un hombre estúpido, pero hacía de su cerebro un uso inferior a la mitad de sus posibilidades. Sólo cuando descendió del subterráneo en Ross Island Bridge West y hubo caminado cuesta arriba varias cuadras, y subió en el ascensor dieciocho pisos hasta su departamento de un ambiento de 2.50 x 3.30 m en el edificio de veinte pisos de hormigón liviano y acero del Condominio Corbett, y puso un trozo de pan de poroto de soja en el horno infrarrojo y sacó una botella, de cerveza del refrigerador y estuvo un rato parado frente a la ventana —pagaba doble por la habitación exterior—, mirando las colinas occidentales de Portland, pobladas de enormes torres centelleantes, llenas de luces y de vida, pensó por fin. “¿Por qué el doctor Haber no me dijo que sabe que mis sueños son efectivos?”
Caviló durante un rato. Se afanaba en torno del asunto, trataba de manejarlo, pero lo hallaba muy pesado.
Pensó: Haber sabe, ahora, que el mural ha cambiado dos veces. ¿Por qué no dijo nada? Él debe saber que tengo miedo de estar loco. Dice que me está, ayudando. Me hubiera ayudado mucho si me decía, que ve lo que yo veo, si me decía que no era sólo una fantasía.
Él sabe ahora, pensó Orr después de un largo trago de cerveza, que ha dejado de llover. Pero no fue a ver cuando le dije que la lluvia había cesado. Tal vez tuviera miedo; eso es lo más probable. Está preocupado por todo este asunto y prefiere entenderlo mejor antes de decirme lo que piensa. Bueno, no puedo culparlo; lo extraño sería que no estuviera preocupado.
Pero me pregunto, una vez que se acostumbre a la idea, qué es lo que hará… Me pregunto cómo detendrá mis sueños, como evitará que yo cambie las cosas. Debo detenerme; esto es demasiado, demasiado…
Sacudió la cabeza y dio la espalda a las colinas brillantes, llenas de vida.