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El portal de Dios es la inexistencia.

Chuang-tzu, XXIII


El consultorio del doctor William Haber no tenía una vista del monte Hood. Era un departamento interior en el piso sesenta y tres del Willamette East Tower, y no tenía ninguna vista. Pero en una de las paredes sin ventanas había una gran fotografía mural del monte Hood, que el doctor Haber miraba mientras hablaba por el intercomunicador con su recepcionista.

—¿Quién es el Orr este que está por llegar, Penny? El histérico con síntomas de lepra?

Ella estaba a menos de un metro de distancia, del otro lado de la pared, pero un intercomunicador, como un diploma en la pared, inspira confianza en el paciente y también en el médico. Además, no está bien que un psiquiatra abra la puerta, y grite: “¡El que sigue!”

—No, doctor, ese es el señor Greene, que vendrá mañana a las diez. A éste lo envía el doctor Walters, de la Escuela de Medicina de la Universidad. Un caso de TTV.

—Abuso de droga. Correcto. Tengo aquí la ficha. Bien, hágalo pasar cuando llegue.

Mientras hablaba pudo oír al ascensor que zumbaba y se detenía, las puertas que se abrían; luego los pasos, la duda, la puerta de entrada que se abría. También podía oír puertas, máquinas de escribir, voces, agua que fluía en los baños, en todas las oficinas a lo largo del corredor, encima y debajo de él. Lo importante era aprender a no oír eso. Las únicas paredes divisorias sólidas que quedaban estaban dentro de la cabeza.

Ahora Penny estaba formulando las preguntas rutinarias de la primera visita, y mientras esperaba, el doctor Haber volvió a contemplar el mural y se preguntó cuándo habría sido tomada esa fotografía. Cielo azul, nieve desde la base al pico. Muchos años atrás, en la década del sesenta o del setenta, sin duda. El Efecto Invernadero había sido muy gradual y Haber, nacido en 1982, podía recordar con toda claridad los cielos azules de su niñez. En la actualidad las nieves eternas habían desaparecido de las montañas de todo el mundo, aun en el Everest, aun en Erebus, devoradas en la desierta costa antártica. Sin duda, se trataría de una foto moderna coloreada, en la que se había simulado el cielo azul y el pico blanco.

—¡Buenas tardes, señor Orr! —saludó sonriente—, mientras se incorporaba, pero sin extender la mano, porque en esos días muchos pacientes tenían gran temor al contacto físico.

El paciente, inseguro, retiró la mano casi tendida, y tocó nerviosamente su collar mientras decía:

—Cómo está usted.

El collar era la habitual cadena larga de acero plateado. Vestimenta común, de empleado de oficina tipo; corte de cabello conservador, largo hasta el hombro, barba corta. Ojos y cabellos claros; un hombre de estatura mediana, delgado, ligeramente desnutrido, de buena salud, de 28 a 32 años. No agresivo, tímido, reprimido, convencional. El período más valioso de la relación con un paciente, solía decir el doctor Haber, eran los primeros diez segundos.

—Siéntese, señor Orr. ¿Fuma? Los de filtro marrón son sedantes, los blancos son estimulantes —Orr no fumaba—. Ahora bien, veamos si los datos que me pasaron son correctos. Control de SEB desea saber por qué usted ha estado pidiendo a sus amigos Tarjetas de Farmacia para conseguir una cantidad mayor a la que se le asigna de pastillas sedantes y pastillas estimulantes. ¿Correcto? De modo que lo enviaron a ver a los muchachos de la colina, y ellos recomendaron Tratamiento Terapéutico Voluntario y lo derivaron a mí para la terapia. ¿Todo correcto?

El médico escuchó su propia voz afable, grata, bien calculada para que la otra persona se sintiera cómoda; pero su paciente estaba lejos de sentirse cómodo. Pestañaba con frecuencia; estaba sentado en actitud tensa, y la posición de las manos era muy formal: un cuadro clásico de ansiedad reprimida. Afirmó con la cabeza, como si estuviera tragando al mismo tiempo.

—Muy bien, entonces, todo bien por allí. Si usted hubiera estado guardando las pastillas, para venderlas a los adictos o para cometer un crimen con ellas, entonces sí que estaría en una situación difícil. Pero como simplemente las usó, su castigo no es más que unas pocas sesiones conmigo. Ahora, por supuesto, lo que deseo saber es por qué las usó, para que entre los dos busquemos un modelo de vida mejor para usted, que lo mantenga dentro de los límites de dosificación de su Tarjeta de Farmacia, por una parte, y por la otra que lo libere de toda dependencia de la droga. Su costumbre —sus ojos se posaron por un instante en el legajo enviado por la Escuela de Medicina— era tomar barbitúricos por un par de semanas, pasar entonces a la dextroanfetamina unas pocas noches y volver a los barbitúricos. ¿Cómo empezó eso? ¿Insomnio?

—Duermo bien.

—Pero tiene malos sueños.

El hombre levantó la cabeza, atemorizado: un relámpago de no disimulado terror. Iba a ser un caso simple; no tenía defensas.

—Algo así —replicó secamente.

—Me resultó fácil adivinarlo, señor Orr. En general suelen enviarme a los que sueñan —le sonrió el hombrecito—. Soy especialista en sueños, literalmente. Un onirólogo. Los sueños son mi especialidad. Bien, ahora puedo pasar a la siguiente suposición, que es que usted usaba fenobarbital para suprimir los sueños pero descubrió que con el acostumbramiento la droga tenía un efecto supresor cada vez menor, hasta no tener ninguno. Lo mismo con la dexedrlna. Da modo que los alternaba. ¿Correcto?

El paciente afirmó con la cabeza, tenso.

—¿Por qué los períodos con dexedrina siempre eran más cortos?

—Me excitaba.

—Apuesto a que sí. Y esa última dosis combinada que tomó era bastante fuerte. Pero no peligrosa. De todos modos, señor Orr, estaba haciendo algo peligroso —hizo una pausa, para conseguir un efecto—. Se estaba privando de sueños.

Otra vez el paciente afirmó con la cabeza.

—¿Usted trata de privarse de alimento y de agua, señor Orr? ¿Ha tratado de arreglarse sin aire, en los últimos tiempos?

Mantuvo el tono jovial y el paciente consiguió mostrar una sonrisa breve y triste.

—Usted sabe que necesita dormir, así como necesita alimento, agua y aire. ¿Pero se dio cuenta de que dormir no es suficiente, de que su cuerpo exige dormir cierta cantidad de horas, pero con sueños? Si se la priva sistemáticamente de sueños, su mente le hará cosas muy extrañas. Lo tornará irritable, ansioso, incapaz de concentrarse… ¿Le suena familiar esto? ¡No era sólo la dexedrina! Lo induce a ensoñaciones, a reacciones irregulares; lo vuelve olvidadizo, irresponsable y propenso a fantasías paranoicas. Y por último, lo obligará a soñar, no importa qué. Ninguna de las drogas que poseemos puede impedirle que sueñe, a menos qué lo mate. Por ejemplo, el alcoholismo extremo puede llevar a un estado que se llama mielinolisis pontina, que es fatal; la causa es una lesión del cerebro, resultante de la falta de sueños. ¡No porque no se duerma! Por la falta de un estado muy específico que se produce mientras se duerme, el estado de sueños, el estado d. Ahora bien, usted no es alcohólico, y no está muerto, de modo que lo que ha tomado para suprimir los sueños sólo ha actuado parcialmente. Por lo tanto: (a) está en mal estado físico por la privación parcial de sueños, y (b) ha estado tratando de avanzar por un callejón sin salida. ¿Qué es lo que lo indujo a entrar en un callejón sin salida? El temor a los sueños, a los sueños malos, supongo, o lo que usted considera malos sueños. ¿Puede decirme algo de esos malos sueños?

Orr dudó.

Haber abrió la boca y volvió a cerrarla. A menudo sabía lo que sus pacientes iban a decir, y podía decirlo mejor que ellos. Pero que tomaran la iniciativa era lo importante; no podía tomarla por ellos. Después de todo, esta charla era un mero preliminar, un rito residual de los días en que florecía el análisis; su única función era la de ayudarlo a decidir cómo debía encarar la terapia, si el condicionamiento positivo o el negativo era lo indicado, lo que él debía hacer.

—No tengo más pesadillas que la mayoría de la gente, creo —estaba diciendo Orr, mientras miraba sus manos—. Nada especial. Tengo… miedo de soñar.

—De los sueños malos.

—De todos los sueños.

—Va veo. ¿Tiene noción de cómo empezó ese temor? ¿O de qué es lo que teme, lo que desea evitar?

Como Orr no contestó en seguida, sino que se quedó mirando sus manos, cuadradas, rojizas, muy quietas sobre sus rodillas, Haber lo ayudó un poco.

—¿Es la irracionalidad, el desorden, a veces la inmoralidad de los sueños, es algo así lo que lo hace sentir mal?

—Sí, en cierto sentido. Pero por una razón específica. Usted sabe, aquí… aquí yo…

Aquí está la esencia, el nudo, pensó Haber, mirando también esas manos tensas. Pobre tipo. Tiene sueños húmedos, y un complejo de culpa por ello. Enuresis infantil, madre compulsiva…

—Aquí es donde usted deja de creerme.

El hombrecito se sentía peor de lo que parecía.

—Un individuo que se ocupa de los sueños, tanto en personas despiertas como dormidas, no se preocupa por creer o no, señor Orr. No son categorías que yo use mucho. No corresponden. De modo que ignore eso, y prosiga. Me interesa.

¿Sonaría eso a condescendencia? Miró a Orr para ver si la afirmación había causado mal efecto, y por un instante se encontró con los ojos del hombre. Ojos extraordinariamente bellos, pensó Haber, y se sintió sorprendido por la palabra, porque belleza no era una categoría que usara mucho tampoco. El iris era celeste o gris, muy claro, transparente. Por un momento Haber se olvidó de si mismo y volvió a mirar esos ojos claros, esquivos; pero sólo por un momento, de modo que la singularidad de la experiencia apenas se registró en su mente consciente.

—Bien —dijo Orr, hablando con cierta decisión—, he tenido sueños que… que afectaron el… mundo exterior a los sueños, el mundo real.

—Todos los tenemos, señor Orr.

Orr fijó su mirada. El perfecto hombre honesto.

—El efecto de los sueños del estado antes de despertar sobre el nivel emocional general de la psiquis puede ser…

Pero el hombre honesto lo interrumpió.

—No, no me refiero a eso —agregó, vacilante—: Lo que quiero decir es que soñé algo, y se volvió realidad.

—Eso no es difícil de creer, señor Orr. Se lo digo seriamente. Desde el surgimiento del pensamiento científico nadie se inclinaría aun a cuestionar esa afirmación, y mucho menos a no creerla. El sueño profético…

—No son sueños proféticos. No puedo prever nada. Simplemente cambio las cosas —las manos estaban crispadas.

Con razón los genios de la Escuela de Medicina se lo habían enviado. Siempre le hacían llegar a Haber las nueces que ellos no podían romper.

—¿Puede darme un ejemplo? ¿Puede recordar la primera vez que tuvo un sueño semejante? ¿Qué edad tenía?

El paciente pensó largo rato, y finalmente dijo:

—Dieciséis, creo —su modo seguía siendo dócil; demostraba gran temor al tema, pero ninguna hostilidad hacia Haber—. No estoy seguro.

—Cuénteme acerca de la primera vez que recuerde con claridad.

—Tenía dieciséis años. Todavía vivía con mis padres, y la hermana de mi madre estaba viviendo con nosotros. Estaba tramitando un divorcio y no trabajaba; recibía la Ayuda Básica. Estorbaba un poco; era un departamento común de tres ambientes, y ella siempre estaba allí. La enloquecía a mi madre. No era considerada, tía Ethel. Ensuciaba el baño; aún teníamos un baño privado en ese departamento. Y siempre…, hacía una especie de broma conmigo. Broma a medias. Venía a mi dormitorio vestida sólo con la parte inferior del pijama, etcétera. Sólo tenía unos treinta años. Me tenía excitado; todavía no me había acostado con una chica y… usted entiende. La adolescencia… es fácil entusiasmar a un chico. Me molestó; quiero decir, era mi tía.

Miró a Haber para asegurarse de que el doctor entendía qué le había molestado, y de que no desaprobaba su actitud. La insistente permisividad del siglo XX había producido tanta culpa sexual y tanto temor sexual como la represión del siglo XIX. Orr temía que Haber se sorprendiera de que no hubiera querido acostarse con su tía. Haber mantuvo su expresión reservada pero de interés, y Orr continuó:

—Bien, tuve una cantidad de sueños angustiosos, y esa tía siempre estaba en ellos. Generalmente disfrazada, como suele aparecer la gente en los sueños; una vez era un gato blanco, pero yo sabía que era Ethel. Una noche consiguió que la llevara al cine y trató de hacer que yo la acariciara, y cuando volvimos a casa siguió dando vueltas alrededor de mi cama, diciéndome que mis padres estaban dormidos, etcétera; cuando finalmente la saqué de mi habitación y me dormí, tuve este sueño, muy vívido. Cuando me desperté lo recordaba perfectamente. Soñé que Ethel se había matado en un accidente automovilístico en Los Angeles, y había llegado el telegrama. Mi madre lloraba mientras trataba de preparar la comida, y yo estaba triste por ella y deseaba poder hacer algo, pero no sabía qué. Eso fue todo… Sólo que cuando me levanté fui a la sala de estar; no estaba Ethel en el diván. No había nadie más en el departamento, sólo mis padres y yo. Ella no estaba; nunca había estado allí. No fue necesario que preguntara; lo recordaba. Sabía que tía Ethel había muerto en un accidente en una carretera de los Angeles seis semanas antes, cuando volvía de ver a un abogado por su divorcio. Habíamos recibido la noticia por telegrama. Todo el sueño había sido algo así como revivir lo que había ocurrido en la realidad. Sólo que no había ocurrido. Hasta el sueño. Quiero decir, también yo sabia que ella había estado viviendo con nosotros, durmiendo en el diván de la sala de estar, hasta la noche anterior.

—¿Pero no había nada que lo demostrara, que lo probara?

—No, nada. Ella no había estado. Nadie recordaba que había estado, salvo yo. Y yo estaba equivocado.

Haber movió la cabeza afirmativamente y se acarició la barba. Lo que había parecido un fácil caso de acostumbramiento a la droga resultaba ahora, una grave aberración, pero a él nunca le habían presentado un sistema de engaño en forma tan directa. Orr podía ser un esquizofrénico inteligente que trataba de engañarlo con inventiva y desviación esquizoides; pero carecía de la arrogancia interior de tales personas, a las que Haber era tan sensible.

—¿Por qué cree usted que su madre no notó que la realidad había cambiado desde la noche anterior?

—Bueno, ella no lo soñó. Es decir, el sueño realmente cambió la realidad. Hizo tina realidad diferente, en forma retroactiva, de la que ella había sido parte todo el tiempo. Al estar en esa realidad, no tenía memoria de ninguna otra. Yo sí, yo recordaba las dos porque estaba… allí… en el momento del cambio. Esta es la única forma en que puedo explicarlo; sé que parece no tener sentido. Pero debo encontrarle alguna explicación, o enfrentar el hecho de que soy insano.

No, este individuo no era un cobarde.

—No me dedico a los juicios, señor Orr. Me interesan los hechos. Y para mí los sucesos de la mente, créame, son hechos. Cuando uno ve el sueño de otro hombre, mientras éste lo sueña, registrado en blanco y negro en el electroencefalógrafo, como me ha ocurrido diez mil veces, ya no se puede hablar de los sueños como de algo “irreal”. Existen, son sucesos, y dejan una marca. Muy bien, supongo que tuvo otros sueños que parecían tener esta misma clase de efecto, ¿verdad?

—Algunos. No por mucho tiempo. Sólo en situaciones de agotamiento. Pero parecían presentarse… con mayor frecuencia. Empecé a sentirme asustado.

Haber se inclinó hacia adelante.

—¿Por qué? —Orr parecía turbado—. ¿Por qué asustado?

—¡Porque no quiero cambiar las cosas! —dijo Orr, como si afirmara algo muy obvio—. ¿Quién soy yo para interferir en la marcha de las cosas? Y es mi mente inconsciente la que cambia las cosas, sin ningún control de la inteligencia. Intenté autohipnosis, pero no me sirvió de nada. Los rueños son incoherentes, egoístas, irracionales… inmorales, dijo usted hace un minuto. Vienen de la parte no socializada de nosotros, ¿verdad?, por lo menos en parte. Yo no quería matar a la pobre Ethel; sólo quería sacarla de mi camino. Bueno, es probable que en un sueño eso sea drástico. Los sueños van directamente al grano. La maté en un accidente automovilístico a dos mil kilómetros seis semanas atrás. Soy el responsable de su muerte.

Haber volvió a acariciar su barba.

—Por eso —dijo lentamente— las drogas para suprimir los sueños. Para evitar otras responsabilidades.

—Sí. Las drogas impedían que se formaran los sueños y se tornaran vívidos. Son sólo algunos, muy intensos, los… —buscó una palabra— efectivos.

—Bien. Ahora, veamos. Usted es soltero; es dibujante del Distrito de Energía Bonneville-Umatilla. ¿Le gusta su trabajo?

—Sí.

—¿Cómo es su vida sexual?

—Tuve un matrimonio de prueba. Rompimos el verano pasado, después de dos años.

—¿Fue usted el que rompió, o ella?

—Los dos. Ella no quería tener hijos. No fue un asunto serio.

—¿Y desde entonces?

—Bueno, hay algunas chicas en mi oficina, no soy… no soy muy mujeriego, en realidad.

—¿Qué tal sus relaciones interpersonales en general? ¿Cree que se relaciona de manera satisfactoria con la gente, que tiene su lugar en la ecología emocional de su ambiente?

—Creo que sí.

—De manera que podría decir que nada funciona realmente mal en su vida, ¿verdad? Perfecto. Ahora dígame, ¿usted desea, seriamente desea liberarse de esta dependencia de la droga?

—Sí.

—Bien, bien. Usted ha estado tomando drogas porque quiere evitar los sueños. Pero no todos los sueños son peligrosos; sólo algunos, muy vividos. Usted soñaba que su tía Ethel era un gato blanco, pero ella no era un gato blanco el día siguiente, ¿verdad? Algunos sueños son correctos… seguros.

Esperó que Orr asintiera con la cabeza.

—Ahora, piense en esto. ¿Qué le parece si hacemos una prueba, y tal vez aprende a soñar con seguridad, sin temor? Permítame explicarle. Para usted, soñar es algo que tiene una carga emocional. Literalmente, tiene miedo de soñar porque cree que algunos de sus sueños tienen la capacidad de afectar la vida real. Ahora bien, esa puede ser una metáfora elaborada y significativa por la cual su mente inconsciente está tratando de decirle a su mente consciente algo sobre la realidad —su realidad, su vida—, que usted no está preparado, racionalmente, para aceptar. Pero podemos tomar la metáfora literalmente; en este punto, no hay necesidad de traducirla a términos racionales. En la actualidad su problema es éste: tiene miedo de soñar, y al mismo tiempo necesita soñar. Intentó la supresión de los sueños por la droga, y no resultó. Muy bien, intentemos lo opuesto. Hagamos que usted sueñe, intencionalmente. Hagamos que usted sueñe, intensa y vividamente, aquí mismo. Con mi supervisión, en una situación controlada. Para que usted pueda lograr el control de lo que usted cree que se le ha escapado de las manos.

—¿Cómo voy a poder soñar así, a pedido? —pregunto Orr, sumamente molesto.

—¡Podrá, en el Palacio de los Sueños del doctor Haber! ¿Lo han hipnotizado alguna vez?

—Para ciertas operaciones dentales.

—Bien. El sistema es este: lo hago entrar en trance hipnótico y le sugiero que se dormirá, que va a soñar, y lo que va a soñar. Se colocará un casco para asegurar que tiene un dormir genuino, no un mero trance. Mientras esté soñando, yo lo observo, tanto físicamente como en el electroencefalógrafo, todo el tiempo. Lo despierto, y hablamos de la experiencia del sueño. Si la cosa anduvo bien, tal vez se sienta en mejores condiciones para enfrentar el próximo sueño.

—Pero no voy a soñar de manera efectiva aquí; sólo ocurre en un sueño entre docenas o cientos —las racionalizaciones defensivas de Orr eran muy consistentes.

—Podrá soñar cualquier tipo de sueño aquí. El contenido y la forma del sueño pueden ser controlados casi por completo por un sujeto motivado y un hipnotizador adecuadamente preparado. Lo he estado haciendo desde hace diez años. Y usted se sentirá bien, porque va a utilizar un casco. ¿Alguna vez se colocó un casco?

Orr negó con la cabeza.

—¿Pero sabe de qué se trata?

—Envían una señal a través de los electrodos que estimulan… el cerebro para que funcione de cierta manera.

—Más o menos eso. Los rusos lo han estado usando por cincuenta años, los israelitas lo perfeccionaron, y finalmente nosotros lo adoptamos y lo fabricamos masivamente para uso profesional, en el tratamiento de pacientes psicóticos, y para uso doméstico, para inducir el sueño o el trance alfa. Hace un par de años yo estaba trabajando con una paciente muy deprimida en TTO, en Linnton. Como muchos depresivos, no conseguía dormir lo suficiente, y en especial no podía lograr el estado d, es decir, dormir con sueños; toda vez que entraba en el estado d, tendía a despertar. Un efecto de círculo vicioso: más depresión, menos sueños; menos sueños, más depresión. Había que romper el círculo. ¿Cómo? Ninguna de las drogas que poseemos es muy efectiva para aumentar el estado d. ¿Estimulación electrónica del cerebro? Pero eso implica implantar electrodos, y de manera profunda en los centros del sueño; es preferible evitar una operación. Estaba usando el casco con ella, para inducir el sueño. ¿Qué ocurría si hacía que la señal difusa de baja frecuencia fuera más específica, si la dirigía localmente al área específica dentro del cerebro? ¡Seguro, doctor Haber, eso es lo correcto! En realidad, una vez que obtuve los elementos electrónicos, sólo me llevó un par de meses elaborar la máquina básica. Entonces traté de estimular el cerebro del sujeto con un registro de ondas cerebrales de un sujeto sano en los estados adecuados, las diversas etapas del dormir y del sueño. No tuve demasiada suerte. Descubrí que una señal de otro cerebro puede o no estimular una respuesta en el sujeto; debí aprender a generalizar, a hacer una especie de promedio entre cientos de registros de ondas cerebrales normales. Luego, mientras trabajo con la paciente, lo voy adaptando: cuando el cerebro del sujeto está haciendo lo que deseo que haga, registro ese momento, lo aumento, lo agrando, y lo prolongo, lo repito, y estimulo al cerebro para que siga con sus impulsos más sanos. Todo eso implicó una gran cantidad de análisis, de modo que un simple electroencefalógrafo más un casco se convirtió en esto —e indicó el bosque electrónico que estaba detrás de Orr. Lo tenía casi oculto detrás de paneles de plástico porque muchos pacientes se sentían muy atemorizados ante la maquinaria o estaban muy identificados con ella; ocupaba una cuarta parte del consultorio—. Esa es la Máquina del Sueño —dijo con una sonrisa— o, de manera más prosaica, la Ampliadora; y lo que hará con usted será garantizar que se duerma y que sueñe, breve y ligeramente, o larga e intensamente, como lo deseemos. Ah, por otra parte, la paciente depresiva fue dada de alta el verano pasado en Linnton, totalmente curada —se inclinó hacia, adelante—. ¿Está dispuesto a hacer un intento?

—¿Ahora?

—¿Para qué quiere esperar?

—¡Pero no puedo dormirme a las 4.30 de la tarde! —luego pareció avergonzado.

Haber había estado buscando en el atestado cajón de su escritorio y ahora extraía un papel, la fórmula de Consentimiento a la hipnosis, requerida por SEB. Orr tomó la lapicera que le ofrecía Haber, firmó el papel y lo puso sumisamente sobre el escritorio.

—Perfecto. Ahora, dígame, George. ¿Su dentista usa cinta para hipnosis, o es un hombre práctico?

—Cinta. Tengo el número 3 en la escala de susceptibilidad.

—Justo en el medio del gráfico, ¿eh? Bien, para que la sugerencia funcione bien en cuanto al contenido del sueño, necesitaremos un trance bastante profundo. No queremos un sueño de trance, sino un genuino sueño del dormir; la Ampliadora se encargará de eso, pero tenemos que asegurarnos de que la sugerencia sea profunda. Entonces, para no tener que perder tiempo en condicionarlo para que entre en trance profundo, usaremos la inducción v-c. ¿Ha visto alguna vez cómo se hace?

Orr negó con la cabeza. Se lo veía receloso, pero no hizo ninguna objeción. Había cierta actitud pasiva, abierta, que parecía femenina, o infantil. Haber reconoció en sí mismo una reacción protectora y al mismo tiempo intimidatoria hacia ese hombre físicamente débil y dócil. Dominarlo, protegerlo, era tan fácil que resultaba casi irresistible.

—Lo uso con la mayoría de mis pacientes. Es rápido, seguro, de lejos el mejor método para inducir la hipnosis, y el que presenta menos problemas tanto para el hipnotista como para el sujeto —seguramente Orr habría oído ciertas historias alarmantes de individuos que recibieron lesiones cerebrales o murieron por una inducción v-c muy prolongada o mal realizada, y si bien esos temores no tenían sentido ahí, debía desviarlos y calmarlos, no fuera a ser que Orr se resistiera a la inducción. De modo que siguió con su charla, describiendo la historia de cincuenta años del método de inducción v-c y luego, apartándose del tema de la hipnosis y volviendo al dormir y a los sueños, para desviar la atención de Orr del proceso de inducción y dirigirla al objetivo de la hipnosis—. La brecha que debemos salvar es la separación que existe entre el estado de vela o de trance hipnotizado y el estado de sueño. Esa separación tiene un nombre común: el dormir. El dormir normal, el estado, el nombre que usted prefiera darle. Ahora bien, existen, en líneas generales, cuatro estados mentales que nos interesan: el estado de vela, el trance, el dormir s y el estado d. Si pensamos en los procesos de acción mental, el estado s, el estado d, y el estado hipnótico, todos tienen algo en común: el dormir, el sueño y trance, todos ellos liberan la actividad del subconsciente; tienden a emplear una pensamiento de proceso primario, mientras que la acción mental del estado de vela es un proceso secundario, racional. Ahora veamos los registros del electroencefalógrafo de los cuatro estados. Ahora son el estado d, el trance y el estado de vela los que tienen mucho en común, mientras que el estado s, el dormir, es totalmente diferente. Y no se puede pasar directamente del trance a los sueños del verdadero estado d. Debe intervenir el estado s. Normalmente sólo se entra en el estado d cuatro o cinco veces por noche, cada una o dos horas, y sólo por un cuarto de hora por vez. El resto del tiempo se encuentra en uno u otro estado del dormir normal, y se sueña, pero en general no de manera vivida; la acción mental en el dormir s es como un motor que funciona en mínima, una especie de firme balbuceo de imágenes y pensamientos. Lo que nos interesa son los sueños vividos, memorables, cargados de emoción, del estado d. Nuestra hipnosis, más la Ampliadora, asegurara que los obtengamos, que crucemos la separación neurofisiológica y temporal del dormir hacia los sueños. De modo que es necesario que usted se acueste aquí, en el diván. Los pioneros en este campo fueron Dement, Aserinsky, Berger, Oswald, Hartmann y el resto, pero el diván nos llega directamente de papá Freud… Claro, nosotros lo usamos para dormir (cosa a la que él se oponía). Ahora, para empezar, lo que deseo es que se siente aquí, a los pies del diván. Sí, así. Estará allí por un rato, así que póngase cómodo. Usted dijo que había intentado la autohipnosis, ¿verdad? Muy bien, adelante, use las técnicas que usted conoce. ¿Que tal la respiración profunda? Cuente hasta diez mientras inhala, contenga el aliento hasta cinco; sí, bien, excelente. ¿Quiere mirar el cielo raso, directamente sobre su cabeza? Perfecto.

Mientras Orr, obediente, echaba la cabeza hacia atrás, Haber, muy cerca de él, tendió rápida y silenciosamente sus brazos, oprimiendo con firmeza con el pulgar y el anular detrás y debajo de cada oreja; al mismo tiempo, con el pulgar y el anular derechos, oprimió con fuerza sobre la garganta desnuda, debajo de la barba suave y rubia, sobré el nervio neumogástrico y la carótida. Haber tenía conciencia de la piel fina y pálida bajo sus dedos; sintió el primer movimiento sorprendido de protesta, luego vio que los ojos claros se cerraban. Sintió un estremecimiento de alegría por su propia capacidad, su inmediato dominio sobre el paciente, aun mientras murmuraba suave y rápidamente:

—Usted va a dormir ahora; cierre los ojos, duerma, relájese, ponga su mente en blanco, se va a dormir, está relajado, se afloja; relájese…

Orr cayó hacia atrás sobre el diván como si lo hubieran baleado de muerte, su mano derecha pendiente al costado, relajada.

Haber se arrodilló a su lado de inmediato, manteniendo su mano suavemente sobre los puntos de presión y sin interrumpir sus órdenes rápidas y suaves.

—Está en trance ahora no dormido sino en profundo trance hipnótico, y no saldrá de él ni se despertará hasta que yo se lo ordene. Está en trance ahora, y se interna cada vez más en el trance, pero todavía puede oír mi voz y seguir mis instrucciones. Después, cada vez que lo toque simplemente en la garganta, como estoy haciendo ahora, entrará en trance hipnótico de inmediato —repitió las instrucciones, y siguió—. Ahora cuando le diga que abra los ojos, los abrirá y verá una bola de cristal que flota frente a usted. Quiero que fije su atención en ella, y mientras lo haga seguirá internándose en el trance. Ahora abra los ojos, sí, bien, y avíseme cuando vea la bola de cristal.

Los ojos claros, ahora con una extraña mirada interior, miraron más allá de Haber, a la nada.

—Ahora —dijo muy suavemente el hombre hipnotizado.

—Bien, siga mirándola y respirando en forma regular; pronto estará en trance muy profundo…

Haber elevó la vista hacia el reloj. Todo el proceso había tomado sólo un par de minutos. Bien; no le gustaba perder tiempo con los medios, lo importante era alcanzar el fin deseado. Mientras Orr, tendido, fijaba la mirada en su bola de cristal imaginaria, Haber se incorporó y empezó a colocarle el casco modificado, colocándolo y retirándolo constantemente para reajustar los pequeños electrodos y ubicarlos sobre el cuero cabelludo, bajo el espeso pelo castaño claro. Hablaba a menudo con suavidad, repitiendo órdenes y formulando ocasionales preguntas poco importantes para que Orr no pasara al sueño todavía y permaneciera en contacto. Tan pronto como el casco estuvo colocado, prendió el electroencefalógrafo, y por un momento estuvo observándolo, para ver cómo funcionaba ese cerebro.

Ocho de los electrodos del casco estaban conectados al electroencefalógrafo; dentro de la máquina, ocho marcadores trazaban un registro permanente de la actividad eléctrica del cerebro. Sobre la pantalla que Haber observaba, los impulsos se reproducían directamente, con nerviosos garabatos sobre un gris obscuro. Podía aislar y agrandar uno de los garabatos, o superponer uno a otro, a voluntad. Era una escena de la que nunca se aburría, el cine de toda la noche. No había ninguna de las muescas sigmoideas que buscaba, típicas de ciertos tipos de personalidad esquizoide. No había nada extraño en el modelo total, salvo su diversidad. Un cerebro simple produce un conjunto relativamente simple de caracteres y se complace en repetirlos; éste no era un cerebro simple. Sus movimientos eran sutiles y complejos, y las repeticiones ni eran frecuentes ni muy exactas. La computadora de la Ampliadora los analizaría, pero hasta tanto viera el análisis. Haber no podía aislar ningún factor, salvo la complejidad misma.

Cuando le ordenó al paciente que dejara de ver la bola de cristal y cerrara los ojos, obtuvo casi de inmediato un fuerte y claro trazo alfa a 12 ciclos. Se entretuvo un poco más con el cerebro, tomando registros para la computadora y probando la profundidad hipnótica, y luego dijo:

—Ahora, John… —no, ¿cómo demonios se llamaba el sujeto?— George. Ahora va a dormir en un minuto. Se va a dormir profundamente y va a soñar; pero no se dormirá hasta que yo diga la palabra “Amberes”; cuando yo diga esa palabra, usted se dormirá, y seguirá durmiendo hasta que yo pronuncie su nombre tres veces. Ahora, cuando duerma, va a tener un sueño, un buen sueño. Un sueño claro y agradable; para nada malo, sino agradable, pero muy claro y vivido. Tendrá que recordarlo bien cuando despierte. Será sobre… —dudó un momento; no había planeado nada, confiaba en su inspiración—, sobre un caballo. Un gran caballo bayo que galopa en un campo. Corre de un lado para el otro. Tal vez usted lo cabalgue, o lo atrape, o tal vez sólo lo observe. Pero el sueño será sobre un caballo. Un sueño vívido… —¿cuál era la palabra que el paciente había usado?— y efectivo sobre un caballo. Después de eso no soñará nada más, y cuando pronuncie tres veces su nombre se despertará y se sentirá tranquilo y descansado. Bien, voy a ordenarle que duerma… diciendo… Amberes.

Obedientes, las pequeñas líneas nerviosas de la pantalla empezaron a cambiar. Se tornaron más fuertes y más lentas; pronto empezaron a aparecer las agujas del dormir de la etapa 2, y un asomo del largo, profundo ritmo delta de la etapa 4. Y tan pronto como cambiaron los ritmos del cerebro, lo mismo hizo la pesada materia habitada por esa danzarina energía: las manos estaban flojas sobre el pecho, que respiraba lentamente, y el rostro se veía lejano y quieto.

La Ampliadora había tomado un registro de los caracteres del cerebro en vela; ahora registraba y analizaba los caracteres del dormir s; pronto empezaría a recoger el comienzo de los caracteres del dormir d del paciente, y podría, aun dentro de este primer sueño, transmitirlos de nuevo al cerebro durmiente, ampliando sus propias emisiones. En realidad, podía estar haciéndolo ya. Haber había previsto una espera, pero la sugerencia hipnótica, más la larga privación parcial de sueños del paciente, lo llevaban a éste de inmediato al estado d: tan pronto como llegó a la etapa 2, inició el nuevo ascenso. Las líneas oscilantes de la pantalla se sacudieron acá y allá; temblaron una vez más; empezaron a acelerarse y a danzar, tomando un ritmo rápido y no sincronizado. Ahora el puente estaba activo, y el trazo del hipocampo mostró un ciclo de cinco segundos, el ritmo theta, que no se había mostrado claramente en este sujeto. Los dedos se movieron un poco; se agitaron los ojos bajo los párpados, observando; los labios se separaron para respirar profundamente. El sujeto soñaba.

Eran las 5:06.

A las 5:11 Haber oprimió el botón negro, que tenía la leyenda NO, de la Ampliadora. A las 5:12, al advertir que reaparecían las muescas y las agujas del dormir s, se inclinó sobre el paciente y pronunció su nombre claramente tres veces.

Orr suspiró, movió su brazo en un gesto amplio y suelto, abrió los ojos y se despertó. Haber retiró los electrodos de su cuero cabelludo con unos pocos movimientos hábiles.

—¿Se diente bien —preguntó, con voz afable y segura.

—Muy bien.

—Y soñó. Eso se lo puedo asegurar. ¿Puede contarme el sueño?

—Un caballo —dijo Orr con voz ronca, aún aturdido por el sueño; se sentó—. Era sobre un caballo. Aquel —y tendió la mano hacia el mural que decoraba el consultorio de Haber, una fotografía del gran semental de carrera Tammany Hall, que corría en una dehesa.

—¿Qué fue lo que soñó? —preguntó Haber, complacido. No había estado seguro de que la hipnosugerencia funcionara sobre el contenido de un sueño en una primera hipnosis.

—Era… Yo estaba caminando por ese campo, y el caballo estuvo a la distancia por un rato. Luego se acercó a mí al galope, y en seguida me di cuenta de que me iba a arrollar. Pero no tuve miedo. Tal vez pensé que podría tomarlo de las bridas, o saltar y montarlo. Sabía que en realidad no podía hacerme daño porque era el caballo de su cuadro, no un caballo real. Fue todo una especie de juego… Doctor Haber, ¿hay algo en ese cuadro que le parezca… extraño?

—Bueno, alguna gente piensa que es demasiado espectacular para el consultorio de un psiquiatra, un tanto abrumante. ¡Un símbolo sexual de tamaño real justo frente al diván! —rió.

—¿Estaba allí hace una hora? Quiero decir, ¿no había una vista del monte Hood, cuando llegué, antes de que soñara con el caballo?

Oh Dios, había estado el monte Hood, el hombre tenía razón.

No había estado el monte Hood, no pudo haber estado el monte Hood, era un caballo, era un caballo.

Había habido una montaña.

Un caballo, era un caballo, era…

Había fijado la vista en George Orr, lo miraba anonadado; debían haber pasado varios segundos desde la pregunta de Orr, éste no debía descubrirlo, él debía inspirar confianza, debía conocer las respuestas.

—George, ¿usted recuerda ese cuadro como una fotografía del monte Hood?

—Sí —replicó Orr en un tono tristón pero firme—. Lo recuerdo. Era el monte Hood. Había nieve.

—Mm… —Haber movió la cabeza en actitud comprensiva, reflexionando. El horrible frío en la base del estómago había desaparecido.

—¿Usted no lo recuerda?

Los ojos del hombre, tan esquivos en su color y a la vez tan claros y directos en su mirada: eran los ojos de un psicótico.

—No. me temo que no. Es Tammany Hall, el triple vencedor de 1989. Extraño las carreras, es una vergüenza la manera en que las especies menores son eliminadas por nuestros problemas alimenticios. Por supuesto, un caballo es el anacronismo perfecto, paro me gusta el cuadro; tiene vigor, fuerza… un desarrollo total, en términos animales. Es una especie de ideal de lo que un psiquiatra se esfuerza por conseguir en términos psicológicos humanos, un símbolo. Es la fuente de mi sugerencia para el contenido de su sueño, por supuesto, lo había estado mirando… —Haber miró de costado al mural, por supuesto que era un caballo—. Pero escuche, si desea una tercera opinión, llamaré a la señorita Crouch; ha estado trabajando aquí por dos años.

—Ella dirá que siempre fue un caballo —dijo Orr con calma pero apesadumbrado—. Siempre lo fue. Desde mi sueño. Siempre ha estado. Pensé que tal vez, como usted me sugirió el sueño, usted tendría memoria doble, como yo. Pero supongo que no —sus ojos, ahora dirigidos a Haber, lo miraban a éste con claridad, con paciencia, con un calmo y desesperado pedido de ayuda.

El hombre estaba enfermo; había que curarlo.

—Me gustaría que vuelva, George, y mañana mismo si es posible.

—Bien, yo trabajo…

—Salga una hora antes, y venga a las cuatro. Está en TTV. Dígaselo a su jefe, y no tenga ninguna vergüenza. Tarde o temprano el 82 por ciento de la población recibe TTV, para no hablar del 31 por ciento que recibe TTO. Venga a las cuatro y trabajaremos. Vamos a solucionar esto de alguna manera, usted sabe. Aquí tiene una receta para meprobramato: hará que sus sueños sean suaves, sin suprimir el estado por completo. Puede reponerlo cada tres días. Si tiene un sueño, o cualquier otra experiencia que lo asuste, llámeme, de día o de noche. Pero dudo que le ocurra nada, si usa el medicamento; si está dispuesto a trabajar fuerte en esto conmigo, no necesitará drogas por mucho más tiempo. Se liberará de este problema de los sueños. ¿De acuerdo?

Orr tomó la receta, que era una tarjeta IBM.

—Sería un alivio —dijo; sonrió, con una sonrisa insegura, poco feliz, pero no triste—. Algo más acerca del caballo —dijo, y Haber, una cabeza más alto, bajó su mirada hacia él—: se parece a usted.

Haber miró rápidamente hacia el mural. Era cierto. Grande, saludable, piloso, rojizo, corriendo a todo galope…

—¿Tal vez el caballo de su sueño se parecía a mí? —preguntó, astutamente afable.

—Sí —dijo el paciente.

Cuando el hombre se marchó, Haber se sentó y miró molesto la fotografía mural de Tammany Hall. En realidad, era demasiado grande para el consultorio. ¡Maldito sea, ojalá pudiera tener un consultorio con una ventana y una vista!

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