La ensoñación, que es al pensamiento lo que la nebulosa a la estrella, bordea el sueño y está relacionada con éste porque es su frontera. Una atmósfera poblada por transparencias vivas: allí está el comienzo de lo desconocido. Pero más allá se abre lo Posible, inmenso. Otros seres, otros hechos, están allí. Nada sobrenatural, sólo la continuación oculta de la naturaleza infinita… El dormir está en contacto con lo Posible, a lo que también denominamos lo improbable. El mundo de la noche es un mundo. La noche, como noche, es un Universo… Las obscuras cosas del mundo desconocido se convierten en vecinas del hombre, sea por verdadera comunicación o por un agrandamiento visionario de las distancias del abismo… y el que duerme, sin ver del todo, no inconsciente del todo, percibe extrañas animalidades, raras vegetaciones, palideces terribles o radiantes, fantasmas, máscaras, figuras, hidras, confusiones, luces de Luna sin Luna, obscuras destrucciones de milagro, crecimientos y desapariciones dentro de una lóbrega profundidad, formas que flotan en la sombra, todo el misterio al que denominamos Soñar, y que no es nada más que el acercamiento de una realidad invisible. El sueño es el acuario de la Noche.
A las 2:10 de la tarde del 30 de marzo, Heather Lelache fue vista cuando salía de Dave’s, en Ankeny Street, y caminó hacia el sur por Fourth Avenue, llevando una enorme cartera negra con un broche de bronce y luciendo un impermeable vinícolo rojo. Busquen a esta mujer. Es peligrosa.
No es que a ella le importara en ningún sentido encontrarse con aquel pobre psicótico, pero mierda, no podía soportar parecer tonta frente a los mozos. Retener una mesa por media hora en el centro de la multitud que almorzaba… “Espero a una persona”… “Lo siento, espero a una persona”… y nadie llega, y finalmente había tenido que pedir su comida y atosigarse con apuro, y ahora tendría cardialgia. Sobre el pique, el tedio. Oh, las enfermedades del alma.
Dobló a la izquierda en Morrison, y luego de pronto se detuvo. ¿Qué estaba haciendo ella por ahí? Ese no era el camino a Forman, Esserbeck y Rutti. Rápidamente caminó hacia el norte varias cuadras, cruzó Ankeny, llegó a Burnside, y volvió a detenerse. ¿Qué demonios estaba haciendo?
Estaba yendo a la estructura para estacionamiento convertida del 209 del S. W. Burnside. ¿Qué estructura para estacionamiento convertida? Su oficina estaba en el Edificio Pendleton, el primer edificio de oficinas de Portland posterior a la Crisis, sobre Morrison. Quince pisos, decoración neo Inca. ¿Qué estructura para estacionamiento convertida, quién demonios trabajaba en una estructura para estacionamiento convertida?
Siguió caminando por Burnside y miró. Seguro, ahí estaba; había malditos carteles en toda la fachada.
Su oficina estaba arriba, en el tercer nivel.
Mientras estuvo parada en la acera, mirando hacia arriba al edificio con sus pisos extraña, ligeramente inclinados, y las angostas aberturas de las ventanas, se sintió muy extraña. ¿Qué había ocurrido el viernes pasado en aquella sesión psiquiátrica?
Debía ver otra vez a aquel pequeño bastardo, a ese señor Orr. La había dejado esperando a la hora del almuerzo ¿y qué?, ella aún debía hacerle algunas preguntas. Caminó con grandes pasos hacia el sur, con ruidos de metales, hacia el Edificio Pentleton, y lo llamó desde su oficina. Primero a las Industrias Bradford (no, el señor Orr no vino hoy, no, no llamó) luego a su casa (ring, ring, ring).
Ella debería llamar de nuevo al doctor Haber, tal vez. Pero era un tipo tan importante, al frente de ese Palacio de los Sueños, allá arriba en el parque. Por otra parte, en qué estaba pensando: se suponía que Haber no tenía noticias de ninguna relación entre ella y Orr. El mentiroso construye cascadas y se cae en ellas. Araña atrapada en su propia red.
Esa noche Orr no contestó el teléfono a las siete, a las nueve, a las once. No estaba en el trabajo el martes a la mañana, ni a las dos de la tarde. A las cuatro y treinta del martes Heather Lelache salió de las oficinas de Forman, Esserbeck y Rutti y tomó el trolley hasta Whiteaker Street, caminó cuesta arriba hasta Corbett Avenue, encontró la casa y tocó el timbre: uno entre seis timbres infinitamente desgastados en una pequeña hilera sucia, sobre el marco descascarado de la puerta con paneles de cristal de una casa que habría sido la alegría de alguien en 1905 o en 1892, y que a partir de entonces había entrado en una etapa de penurias, pero marchaba a la ruina con dignidad y cierta magnificencia roñosa. No obtuvo respuesta cuando tocó el timbre del señor Orr. Ella tocó el timbre de M. Ahrens, Encargado. Dos veces. Vino el encargado, y se mostró poco dispuesto a colaborar, al principio. Pero una de las cosas en que se lucía la Araña Venenosa era la intimidación de los insectos menores. El encargado la acompañó arriba y tanteó la puerta del señor Orr. Se abrió. No la había cerrado con llave.
Ella retrocedió; de pronto pensó que podía haber muerto adentro. No era ése su lugar.
El encargado, despreocupado de la propiedad privada, se metió, y ella lo siguió, renuente.
Las enormes y antiguas habitaciones desnudas estaban desocupadas. Parecía tonto haber pensado en la muerte. Orr no tenía muchas cosas; no había ni el desarreglo del soltero ni el orden preciso del soltero, tampoco. Había pocos rastros de su personalidad en las habitaciones, pero ella se lo imaginó viviendo allí, un hombre tranquilo que vivía tranquilamente. Había un vaso de agua sobre la mesa del dormitorio con algunos berzos blancos. El agua se había evaporado un poco.
—No sé dónde habrá ido —dijo el Encargado, preocupado, y la miró como pidiéndole ayuda—. ¿Usted cree que habrá tenido un accidente? ¿O algo? —el encargado lucia un saco de piel de ante con flecos, larga melena y el collar con el símbolo de Acuario de su juventud: aparentemente, no había cambiado sus ropas por treinta años. Tenía un revelador tono plañidero a lo Dylan al hablar, y hasta olía a marihuana. Los viejos hippies nunca mueren.
Heather lo miró con simpatía, porque su olor le recordaba a su madre. Dijo:
—Tal vez fue a la casa que tiene en la Costa. El problema es que él no está bien, usted sabe, está con terapia del gobierno. Se verá en problemas si no vuelve. ¿Usted sabe dónde está la cabaña, o si tiene teléfono allí?
—No sé.
—¿Puedo usar su teléfono?
—Use el de él —dijo el Encargado, encogiéndose de hombros.
Ella telefoneó a un amigo de Parques del Estado de Oregon y le pidió que localizara las treinta y cuatro cabañas de la Siuslaw National Forest que habían sido sorteadas y que le diera la ubicación. El Encargado se demoraba alrededor de ella, tratando de escuchar, y cuando hubo terminado le dijo:
—Amigos en puestos importantes, ¿eh?
—Ayuda —contestó la Araña Venenosa, sibilante—.
Espero que lo encuentre a George. Me gusta ese gato. Me pide las Tarjetas de Farmacia —dijo el Encargado y de pronto lanzó una gran carcajada que se acabó de inmediato. Heather lo dejó apoyado morosamente contra el marco descascarado de la puerta de calle, él y la casa antigua brindándose mutuo apoyo.
Heather volvió a tomar el trolley hacia el centro, alquiló un Ford de vapor en Hertz, y salió de 99-W. Se estaba divirtiendo. La Araña Venenosa persigue a su presa. ¿Por qué no era detective en lugar de ser una maldita y estúpida abogada de derecho civil de tercera categoría? Odiaba la ley; requería una personalidad agresiva, dogmática, que no tenía. Ella tenía una personalidad socarrona, taimada, tímida, escamosa. Además, tenía enfermedades del alma.
El pequeño automóvil pronto se alejó de la ciudad, porque habían desaparecido las extensiones de suburbios que una vez habían ocupado kilómetros a lo largo de las carreteras del oeste. Durante los Años de la Plaga de la década de 1980, cuando en algunas zonas ni una persona de cada veinte sobreviviera, los suburbios eran un lugar que se debía evitar. A kilómetros de los supermercados, sin gasolina para el automóvil, y todas las casas con el piso a dos niveles llenas de muertos. Sin ayuda, sin alimentos. Montones de perros que eran símbolo de un alto status —afganos, alsacianos, daneses— corrían salvajemente por los terrenos llenos de bardanas y llantenes. Supongamos que se rompía el cristal de la ventana. ¿Quién iba a venir a arreglar el cristal roto? La gente se había desplazado hacia el núcleo antiguo de la ciudad; y una vez que los suburbios fueron saqueados, ardieron. Como Moscú en 1812, actos de Dios o vandalismo: ya no se los necesitaba, y ardieron. El estramonio, la hierba crecida en terrenos quemados, con la que las abejas producen la miel más fina, creció acre sobre las tierras de Kensiniton Homes West, Sylvan Oak Manor Estates y Valley Vista Park.
El Sol se estaba poniendo cuando ella cruzó el río Tualatin, tranquilo como seda entre profundas márgenes arboladas. Después de un rato salió la Luna, casi llena, amarilla, a la izquierda de la señorita Lelache, porque el camino iba hacia el sur. Le preocupó que la Luna iluminara su hombro en las curvas. Ya no era agradable intercambiar miradas con la Luna. Ni simbolizaba lo Inalcanzable, como se la consideró por miles de años, ni lo Alcanzado, como ocurrió por unas pocas décadas, sino lo Perdido. Una moneda perdida, la boca del arma propia vuelta hacia uno mismo, un agujero redondo en el tejido del cielo. Los Extraños se habían apoderado de la Luna. El primer acto de agresión —la primera noticia que tuvo la humanidad de su presencia en el sistema solar—, fue el ataque a la Base Lunar, el horrible asesinato por asfixia de los cuarenta hombres en el domo esférico. Al mismo tiempo, el mismo día, habían destruido la plataforma espacial rusa, aquella extraña y hermosa cosa parecida a una gran semilla de milano que había girado en torno de la Tierra, y desde la cual los rusos partirían hacia Marte. Sólo diez años después de la finalización de la Plaga, la quebrantada civilización del hombre había vuelto como un ave Fénix a la Luna, a Marte, y se había encontrado con esto. Brutalidad informe, sin habla, sin razón. El estúpido odio al Universo.
Las rutas no se mantenían de la misma manera que en la época en que la autopista era reina; había baches y tramos en malas condiciones. Pero con frecuencia Heather llegaba al límite de velocidad (70 km/h) mientras conducía a través del amplio valle iluminado por la Luna, cruzando el río Yamhill cuatro veces, ¿o eran cinco?, pasando por Dundee y Grand Ronde, uno un pueblo activo y el otro desierto, tan muerto como Karnak, y llegando por fin a las montañas, a los bosques. Van Dunzer Porest Corridor, una antigua señal carretera de madera: tierra preservada hacía tiempo de las compañías madereras. No todos los bosques de Norteamérica se habían convertido en bolsas para alimento o pisos en dos niveles; unos pocos quedaban. Un giro a la derecha: Siuslaw National Forest. Todos tocones o vastagos enfermos, pero bosque virgen. Grandes abetos obscurecían el cielo iluminado por la Luna.
La señal que ella buscaba era casi invisible en la obscuridad llena de ramas y plantas que absorbía la pálida luz de los faros. Volvió a girar y se zangoloteó lentamente sobre un terreno desparejo por un kilómetro y medio aproximadamente, hasta que vio la primera cabaña, con el techo de tejas iluminado por la luz de la Luna. Eran las ocho de la noche, pasadas.
Las cabañas estaban en lotes, a una distancia de diez a doce metros entre sí; se había sacrificado a muy pocos árboles, pero habían eliminado la vegetación del suelo, y una vez que se acostumbró a la obscuridad ella pudo divisar las siluetas de las cabañas y, al otro lado del arroyo, los frentes de todo un grupo. Sólo una ventana estaba iluminada. Un martes a la noche, a principio de la primavera: pocas personas en plan de descanso. Cuando abrió la puerta del coche se sorprendió ante el estrépito fuerte e incesante del arroyo. ¡Eterno e inflexible pregón! Llegó hasta la cabaña iluminada, tropezando sólo dos veces en la obscuridad, y miró el coche estacionado: un coche Hertz. Seguro. ¿Pero qué ocurriría si no era él? Podía ser un desconocido. Bien, no se la iban a comer, ¿verdad? Golpeó.
Después de un rato, maldiciendo en silencio, volvió a golpear.
El arroyo bramaba con fuerza y el bosque estaba quieto.
Orr abrió la puerta. Su cabello pendía en desordenadas guedejas; los ojos estaban enrojecidos, los labios secos. La miró parpadeando. Se lo veía abatido y deshecho. A ella la aterrorizó su imagen.
—¿Se siente mal? —preguntó secamente.
—No, yo… Entre…
Ella había venido para entrar. Había un atizador para la cocina Franklin: podría defenderse con eso. Por supuesto, él también podía atacarla con el atizador, si lo alcanzaba primero.
Oh, por amor de Dios, ella era tan grande como él, casi, y en mucho mejor estado. Cobarde, cobarde.
—¿Está drogado?
—No, yo…
—¿Usted, qué? ¿Qué es lo que le pasa?
—No puedo dormir.
La pequeña casa olía agradablemente a humo de madera y a leña fresca. El moblaje consistía en la cocina Franklin, de dos hornallas, un cajón lleno de ramas de aliso, un armario, una mesa, una silla, un catre militar.
—Siéntese —dijo Heather—. Se lo ve muy mal. ¿Necesita un trago, o un médico? Tengo un poco de brandy en el coche. Será mejor que venga conmigo y que busquemos un médico en Lincoln City.
—Estoy bien. Sólo que… tengo sueño.
—Me dijo que no podía dormir.
Él la miró con ojos enrojecidos y lagañosos.
—No me lo puedo permitir. Tengo miedo.
—¡Oh Cristo! ¿Cuánto hace que está así?
—…domingo.
—¿No ha dormido desde el domingo?
—¿Sábado? —dijo Orr, inquisitivamente.
—¿Tomó algo? ¿Estimulantes?
Orr sacudió la cabeza.
—Dormité un poco —dijo con claridad, y luego pareció adormecerse un momento, como si tuviera noventa años; pero mientras ella lo miraba, perpleja, él volvió a despertarse y dijo claramente—. ¿Vino hasta acá para buscarme?
—¿A quién, si no? ¿Para cortar árboles de navidad, por Cristo? Me dejó plantada a la hora del almuerzo, ayer.
—Oh —él miraba fijo, obviamente tratando de verla—. Perdóneme, he estado como enloquecido.
Después de decir eso, de pronto volvió a ser él mismo, a pesar de sus ojos y sus cabellos de loco: un hombre cuya dignidad personal era tan profunda que casi se hacía invisible.
—¡Está bien, no me ofendí! Pero usted está eludiendo la terapia, ¿verdad?
Él asintió con la cabeza.
—¿Quiere un poco de café? —preguntó.
Era más que dignidad. ¿Integridad? Como un bloque de madera sin tallar.
La infinita posibilidad, la ilimitada e incalificada integridad del que no tiene compromisos, del que no actúa, del que no está formado: el ser que, al no ser más que sí mismo, es todo.
En un instante ella lo vio así, y lo que más le sorprendió de su visión, era la fuerza de él. Era la persona más fuerte que ella había conocido, porque era imposible desplazarlo de su centro. Es por eso que a ella le gustaba. Ella se sentía impulsada hacia la fuerza, atraída como la polilla hacia la luz. De niña, ella había recibido mucho afecto, pero no había fuerza a su alrededor, alguien en quien apoyarse: la gente se había apoyado en ella.
Por treinta años había deseado encontrar a alguien que no se apoyara en ella, que no lo hiciera nunca, que no pudiera…
Aquí estaba, bajo, con ojos enrojecidos, psicótico y ocultándose, aquí estaba él, su torre de fuerza.
La vida es la mescolanza más increíble, pensó Hather. Nunca se puede adivinar qué va a suceder. Se quitó el abrigo mientras Orr tomaba una taza del estante y una lata de leche del armario. Le dio a ella una taza de café fuerte: 97 por ciento de cafeína, 3 por ciento libre.
—¿Usted no toma?
—He tomado tanto. Me da taquicardia.
El corazón de ella fue hacia él enteramente.
—¿Un poco de brandy?
El pareció dudar.
—No le hará dormir. Lo animará un poco. Voy a buscarlo.
Orr iluminó el camino con una linterna cuando ella fue hacia el auto. El arroyo rugía, los árboles estaban silenciosos, la Luna brillaba allá arriba, la Luna de los Extraños.
Vueltos a la casa, Orr se sirvió una modesta medida de brandy y lo probó. Tembló.
—¡Qué bueno! —dijo, y lo bebió de un trago.
Ella lo observaba con mirada aprobatoria.
—Siempre llevo una botellita conmigo —comentó—. La guardo en la guantera del auto porque si me detiene la policía y debo mostrarle mi licencia, parece un poco extraña en la cartera. Pero casi siempre la tengo conmigo. Es notable cómo se la necesita, un par de veces por año.
—Es por eso que lleva siempre una cartera tan grande —dijo Orr, con voz enronquecida por el alcohol.
—Exacto. Creo que le voy a agregar un poco a mi café, para suavizarlo —al mismo tiempo volvió a llenar la copa de él—. ¿Cómo pudo estar despierto por sesenta o setenta horas?
—No fue así todo el tiempo. Simplemente, no me acosté. Se puede dormir un poco sentado, pero no soñar. Es necesario estar acostado para entrar en el estado de sueño, para que los músculos grandes puedan relajarse. Lo leí en un libro; funciona bastante bien. No he tenido un solo sueño todavía. Pero al no poder relajarse, uno vuelve a despertarse. Y en las últimas horas he tenido algo así como alucinaciones, cosas que se agitan en la pared.
—¡No puede seguir así!
—No, es cierto. Sólo quería escapar. De Haber —una pausa; parecía haber entrado en una nueva etapa de decaimiento; se rió, y su risa sonó tonta—. La única solución que veo —dijo— es matarme. Pero no quiero matarme. No me parece correcto.
—¡Por supuesto que no lo es!
—Pero hay que detener esto de alguna manera. Es necesario que me detengan.
Ella no lo entendía, y no quiso entenderlo.
—Este lugar es muy lindo —dijo—. No he tenido oportunidad de oler madera quemada en veinte años.
—Contamina el aire —dijo él, sonriendo apenas; parecía totalmente ido; ella observó que estaba sentado en una posición muy erecta sobre el catre, sin siquiera apoyarse contra la pared; parpadeó varias veces—. Cuando usted golpeó —dijo él— pensé que era un sueño. Por eso… abrir.
—Usted dijo que había soñado esta cabaña. Bastante modesta para un sueño. ¿Por qué no se consiguió un chalet en la playa de Salishan, o un castillo en cabo Perpetua?
Arrugó el entrecejo y sacudió la cabeza.
—Es todo lo que deseaba —después de pestañear un poco más, agregó—: Lo que ocurrió. Lo que le ocurrió a usted, el viernes. En el consultorio de Haber. La sesión.
—¡Eso es lo que he venido a preguntarle!
Eso lo hizo despertar.
—Usted tuvo conciencia…
—Creo que si. Es decir, sé que algo ocurrió. He estado tratando de correr en dos pistas con un solo juego de ruedas desde el viernes. ¡Me di de narices contra la pared en mi propio departamento el domingo! ¿Ve? —ella exhibió un hematoma obscuro bajo la piel morena, en la frente—. La pared estaba allí ahora, pero no estaba allí ahora. ¿Cómo puede vivir en una situación así todo el tiempo? ¿Cómo puede saber dónde está algo?
—No lo sé —dijo Orr—. Me confundo. Si es que eso debe ocurrir, entonces no debe ocurrir con tanta frecuencia. Es demasiado. Ya no sé si estoy loco o es que no puedo manejar toda la información conflictiva, simplemente. Yo… Me… ¿Entonces usted me cree realmente?
—¿Qué otra cosa puedo hacer? ¡Vi lo que le ocurrió a la ciudad! ¡Estaba mirando por la ventana! No vaya a creer que deseo creerlo. No, trato de no creerlo. Dios, es terrible. Pero ese doctor Haber, no quería que yo lo creyera, tampoco, ¿verdad? Habló mucho y rápido. Pero luego, lo que usted dijo cuando despertó, y tropezar con paredes, e ir a una oficina equivocada… Me pregunto todo el tiempo, ¿habrá soñado algo más desde el viernes? Las cosas vuelven a estar cambiadas, pero no lo sé porque no estuve presente, y me pregunto constantemente cuáles cosas están cambiadas y si hay algo que sea real. ¡Oh, mierda, es terrible!
—Así es. Escuche, ¿usted sabe de la guerra… la guerra en el Cercano Oriente?
—Claro que sé. Mi esposo murió en ella.
—¿Su esposo? —pareció sorprendido— ¿Cuándo?
—Tres días antes de que terminara. Dos días antes de la Conferencia de Teherán y el Pacto Estados Unidos-China. Un día después de que los Extraños volaran la base lunar.
Él la miraba angustiado.
—¿Qué ocurre? Oh, demonios, es una vieja cicatriz. Hace seis años, casi siete. De haber seguido viviendo él, ya nos habríamos divorciado, porque resultó un mal matrimonio ¡Escuche, no fue culpa suya!
—Ya no sé qué es culpa mía.
—Bien, lo de Jim seguro no fue. Él era un hermoso negro inmenso, un maldito infeliz, importante Capitán de la Fuerza Aérea a los 26 y muerto a los 27, ¿usted no pensará que inventó todo eso, verdad? porque eso ha estado sucediendo por miles de años. Y ocurrió exactamente así de la otra… manera, antes del viernes, cuando el mundo estaba tan superpoblado, exactamente así. Sólo que fue al principio de la guerra… ¿verdad? —su voz se tornó más grave, más suave—. Mi Dios. Era el principio de la guerra, en lugar de ser antes del cese del fuego. La guerra seguía y seguía. Seguía hasta ahora, y no había… no había Extraños… ¿verdad?
Orr negó con la cabeza.
—¿Usted los soñó a ellos?
—Él me hizo soñar con la paz. Paz en la Tierra, buena voluntad entre los hombres. Entonces yo hice a los Extraños, para que tuviéramos con quién luchar.
—No fue usted. Fue esa máquina de Haber.
—No. Yo puedo funcionar muy bien sin esa máquina, señorita Lelache. Todo lo que la máquina hace es ahorrar tiempo, hacerme soñar de inmediato. Aunque él ha estado trabajando en ella para mejorarla. Él es magnífico para mejorar cosas.
—Por favor llámeme Heather.
—Es un bonito nombre.
—Su nombre es George. Él le decía todo el tiempo George, en esa sesión. Como si usted fuera un perro inteligente real, o un mono. Acuéstese, George. Sueñe esto, George.
Él rió; sus dientes eran blancos y su risa agradable hacía olvidar su aspecto y su confusión.
—No era a mí. Es a mi subconsciente que él le habla. Es una especie de perro, o mono, para sus fines. No es racional, pero se lo puede adiestrar para que funcione.
Él nunca hablaba en tono amargo, por terribles que fueran las cosas que decía. ¿Existen realmente personas sin resentimiento, sin odio?, se preguntó ella. Personas que nunca van a contrapelo del Universo. Que reconocen el mal y lo resisten, pero al mismo tiempo no se ven afectados por él.
Por supuesto que existen. Innumerables, entre vivos y muertos. Aquellos que han regresado por pura compasión a la rueda, los que siguen el camino que no puede seguirse sin saber que lo siguen, la esposa del medianero de Alabama y el lama del Tibet y el entomólogo del Perú y el molinero de Odesa y el verdulero de Londres y el pastor de cabras de Nigeria y el viejo, viejo hombre que talla un palito junto al lecho seco de un río en alguina parte de Australia, y todos los otros. No hay uno solo de nosotros que nos los haya conocido. Existen suficientes de ellos, suficientes para que sigamos viviendo. Tal vez.
—Ahora dígame, necesito saber esto: ¿fue después de ir a lo de Haber que empezó a tener…
—Sueños efectivos. No, antes. Por eso fui. Tenía miedo de los sueños, y entonces conseguía sedantes ilegalmente para suprimir los sueños. No sabía qué hacer.
—¿Por qué no tomó algo estas dos últimas noches, entonces, en lugar de tratar de mantenerse despierto?
—Usé todos los que tenía el viernes a la noche. No los puedo conseguir aquí. Tenía que irme. Quería alejarme del doctor Haber. Las cosas son más complicadas que lo que él quiere admitir. Cree que se puede conseguir que las cosas se arreglen, y trata de usarme para eso, aunque no quiere admitirlo; miente porque no se atreve a ver, no le interesa lo que es cierto, no le interesa nada, no puede ver nada más que su propia mente, sus ideas de cómo deberían ser las cosas.
—Bien. No puedo hacer nada por usted como abogada —dijo Heather, un tanto confundida; sorbía su café con brandy, que resultaba una bebida muy fuerte—. No había nada deshonesto en sus sugerencias hipnóticas, en mi opinión; solo le dijo a usted que no se preocupara por el exceso de población. Y si él está decidido a ocultar el hecho de que está usando sus sueños para fines especiales, puede hacerlo; mediante el uso de hipnosis, podría asegurarse de que usted no tenga un sueño efectivo en presencia de alguna otra persona. Me pregunto por qué me habrá permitido presenciar una sesión. ¿Está seguro de que él mismo cree en los sueños? No lo entiendo. De todos modos, a un abogado le resulta difícil interferir entre un psiquiatra y su paciente, en especial cuando el psiquiatra es un personaje importante y el paciente es un loco que cree que sus sueños se conviertan en realidad… ¡no, no quisiera llevar un caso así a la corte! Pero veamos, ¿no hay alguna manera de que usted no sueñe para él? ¿Tal vez con sedantes?
—No tengo derecho a Tarjeta de Farmacia mientras estoy en TTV. Él tendría que recetarme los sedantes. De cualquier manera, su Ampliadora podría hacerme soñar.
—Eso es invasión de la privacidad; pero no servirá para iniciar un juicio… Escuche. ¿Qué le parece si usted tiene un sueño en el que lo cambia a él?
Orr la miró a través de una niebla de sueño y brandy.
—Tornarlo más benévolo… bien, usted dice que él es benévolo, que tiene buenas intenciones. Pero está sediento de poder; ha encontrado un excelente modo de dirigir el mundo sin asumir ninguna responsabilidad. Bien, tornarlo menos ambicioso. Soñar que él es realmente un buen hombre. Soñar que está tratando de curarlo, no de usarlo.
—Pero no puedo elegir mis sueños. Nadie puede hacerlo.
Ella se abatió.
—Me olvidaba. En cuanto acepto esto como cosa real, pienso que es algo que usted puede controlar. Pero no es así; usted sólo lo hace.
—Yo no hago nada —dijo Orr en tono calmo—. Nunca he hecho nada. Sólo sueño, y eso es todo.
—Yo lo voy a hipnotizar —dijo Heather de pronto.
El haber aceptado como cierto un hecho increíble, le daba cierta sensación de valentía: si los sueños de Orr funcionaban, ¿por qué no iban a funcionar otras cosas? Además, no había comido nada desde el mediodía, y el café y el brandy estaban haciendo sentir sus efectos.
El la miraba fijamente.
—Lo he hecho. Asistí a cursos de psicología en la facultad. Todos debíamos practicar como hipnotizadores y como sujetos. Yo era buena como sujeto, pero muy buena para hipnotizar. Lo voy a hipnotizar a usted y le voy a sugerir un sueño. Sobre el doctor Haber… convertirlo en inofensivo. Sólo le diré que sueñe eso, nada más. ¿Sabe? ¿No es algo seguro, lo más seguro que podemos intentar en este punto?
—Pero yo soy resistente a la hipnosis. Antes no, pero él dice que lo soy ahora.
—¿Es por eso que utiliza la inducción v-c? Me disgusta observar eso, parece un asesinato. No podría hacerlo, y además no soy médica.
—Mi dentista usaba solamente una cinta, y obtenía buenos resultados. Por lo menos así lo creo —hablaba absolutamente dormido, y pudo haber seguido divagando por horas.
Ella dijo con suavidad:
—Parece ser que se resiste al hipnotista, no a la hipnosis… Podríamos intentarlo, de todos modos, y si resulta yo podría darle una sugerencia posthipnótica para que sueñe un breve sueño… ¿cómo le llama usted? efectivo, sobre Haber. Así él cambia de actitud con usted y trata de ayudarlo. ¿Cree que eso puede resultar? ¿Se anima?
—Podría dormir un poco, de todos modos —dijo Orr—. Yo… tendré que dormir alguna vez. No creo que pueda pasar esta noche sin dormir Si usted piensa que puede hacer la hipnosis…
—Creo que puedo. Pero escuche, ¿tiene algo para comer acá?
—Sí —replicó él, adormecido; después de un momento, pareció despertar—. Oh, sí. Perdóneme. Usted no ha comido. Hay un pan… —buscó en el armario y extrajo pan, margarina, cinco huevos duros, una lata de atún y un poco de lechuga un tanto marchita.
Ella encontró dos platos metálicos, tres tenedores distintos entre sí y un cuchillo.
—¿Usted comió? —preguntó ella.
El no estaba seguro. Comieron juntos, ella sentada a la mesa en la silla, él parado. El estar parado parecía revivirlo, y demostró tener mucho apetito. Tuvieron que dividir todo por la mitad, incluso el quinto huevo.
—Usted es una persona muy amable —dijo él.
—¿Yo? ¿Por qué? ¿Por haber venido acá? ¡Mierda, estaba asustada por ese cambio del mundo del viernes! Quería asegurarme. Estaba mirando el hospital donde nací, del otro lado del río, mientras usted soñaba, y luego, de repente, ya no estaba y nunca había estado.
—Pensé que usted era del Este —dijo Orr.
La coherencia no era su fuerte en ese momento.
—No —ella limpió la lata de atún escrupulosamente y lamió el cuchillo—. Portland. Dos veces, ahora. En dos hospitales diferentes. ¡Cristo! Pero nacida y criada, como mis padres. Mi padre era un negro y mi madre blanca. Es una combinación interesante. El era un militante real del tipo del Poder Negro, de la década del 70, usted sabe, y ella era hippie. Él pertenecía a una familia subsidiada de Albina, sin padre, y ella era la hija de un abogado importante de Portland Heights. Mi madre abandonó los estudios y se dedicó a las drogas y a todo eso que se hacía entonces. Luego se conocieron en una concentración política, una demostración. Eso fue cuando las demostraciones aún eran legales. Se casaron, pero él no pudo soportarlo por mucho tiempo, me refiero a la situación general, no sólo al matrimonio. Cuando yo tenía ocho años él se fue a África, a Ghana, creo. Pensaba que su gente había venido originalmente de allí, pero no lo sabía con seguridad. Habían vivido en Louisiana desde que tenían memoria, y Lelache era el nombre del propietario de los esclavos. Es un apellido francés, y significa “el cobarde”. Yo estudié francés en el secundario porque mi nombre era francés —dijo ella, en tono de burla—. De todos modos, él se fue, y la pobre Eva quedó como abandonada. Esa es mi madre. Nunca quiso que la llamara “mamá” o “ma”, ni nada por el estilo, porque eso era muy típico de la posesividad del núcleo familiar de la clase media. De modo que yo la llamaba Eva. Vivimos en una especie de comunidad por un tiempo, allá arriba en el monte Hood. ¡Cristo, qué frío hacía en invierno! Pero la policía lo destruyó todo; decían que se trataba de una conspiración antinorteamericana. Después de eso fue viviendo como podía, hacía buena cerámica cuando podía usar el torno y el horno de alguien, pero principalmente trabajaba en pequeños negocios y restaurantes. Esa gente se ayudaba mucho entre sí, realmente mucho. Pero ella nunca pudo alejarse de las drogas muy fuertes, estaba atrapada. Dejaba por un año, y después volvía. Sobrevivió a la Plaga, pero a las treinta y ocho años se infectó con una aguja sucia, y murió. Entonces sí apareció su familia para hacerse cargo de mí. ¡Yo ni siquiera los había visto! Me mandaron a la escuela y a estudiar abogacía. Voy a comer con ellos la víspera de Navidad, todos los años. Soy como el dije negro de ellos. Pero le diré, lo que me molesta realmente es que no puedo decidir cuál es mi color. Es decir, mi padre era negro, un negro real —bueno, tenía algo de sangre blanca, pero era un negro— y mi madre era blanca, y yo no soy ni una cosa ni la otra. Mi padre realmente odiaba a mi madre porque era blanca, aunque también la amaba. Yo creo que a ella le interesaba más el hecho de que él fuera negro que él mismo. Bien, ¿dónde me ubico yo? Nunca he podido resolverlo.
—Marrón —dijo él suavemente, parado detrás de la silla de ella.
—El color de la mierda.
—El color de la Tierra.
—¿Usted es de Portland?
—Sí.
—Ni le oigo por el ruido de ese maldito arroyo. Suponía que estos terrenos salvajes serían silenciosos. ¡Continúe!
—Es que he tenido tantas infancias, ahora —dijo él—. ¿Cuál es la que debo contarle? En una, mis dos padres murieron el primer año de la Plaga. En una no hubo ninguna Plaga. No sé… Ninguno de ellos fue muy interesante. Es decir, no hay nada que contar. Todo lo que hice fue sobrevivir.
—Bien. Eso es lo más importante.
—Se hace más duro cada vez. La Plaga, y ahora los Extraños… —rió sin convicción, y cuando ella se dio vuelta para mirarlo lo vio triste y agotado.
—No puedo creer que usted los haya creado con su sueño. No puedo. Les he tenido miedo por tanto tiempo, ¡seis años! Pero sabía que usted los había soñado, porque no estaban en el otro curso de tiempo, o lo que quiera que sea. En realidad, no son peores que aquel horrible exceso de población ¡Aquel horrible departamento en que vivía, con otras cuatro mujeres, en un Condominio de Mujeres de Negocios, por Dios! Y viajar en aquel subterráneo nefasto, y mis dientes en mal estado, y nunca había nada decente que comer, y tampoco suficiente. ¿Sabe?, pesaba 45 kg entonces, y ahora peso 55 kg. ¡Aumenté diez kilos desde el viernes!
—Es cierto. Era muy delgada, aquella primera vez que la vi en su oficina legal.
—Usted también. Se lo veía muy desmejorado. Sólo que como todos estábamos así, no se notaba. Ahora parece un individuo bastante sólido; sólo le falta dormir un poco.
Orr no dijo nada.
—Todo el mundo se ve mejor, también. Mire, si no puede evitar lo que usted hace, y si lo que usted hace torna todo un poco mejor, entonces no debe sentir culpa por ello. Tal vez sus sueños son un nuevo modo de evolución. Un modo, violento, con supervivencia de los más aptos y todo.
—Oh, peor que eso —dijo él, en el mismo tono ligero; se sentó en la cama—. Usted… —vaciló varias veces—. ¿Usted recuerda algo de abril, hace cuatro años… en 1998?
—¿Abril? No, nada especial.
—En esa fecha terminó el mundo —dijo Orr; un espasmo muscular le desfiguró el rostro, y se esforzó por respirar—. Nadie más lo recuerda.
—¿Qué quiere decir? —preguntó ella, obscuramente asustada; abril, abril de 1998, pensó ella, ¿recuerdo el mes de abril de 1998? Pensó que no lo recordaba, y supo que debió recordarlo; estaba asustada… ¿de él? ¿con él? ¿por él?
—No es evolución. Es sólo autoconservación. No puedo… Bien, fue mucho peor. Peor que lo que usted recuerda. Era un mundo similar al primero que usted recuerda, con una población de siete mil millones, sólo que… era peor. Sólo algunos países europeos tuvieron racionamiento y control de la contaminación y de la natalidad con anticipación suficiente, en la década de 1970, de modo que cuando nosotros finalmente tratamos de controlar la distribución del alimento, era demasiado tarde, no había suficiente, y la Mafia gobernaba el mercado negro, todos tenían que comprar en el mercado negro para tener algo que comer, y mucha gente no tenía nada. Reformaron la Constitución en 1984, de la forma que usted recuerda, pero las cosas estaban ya tan mal que fue peor, ya ni siquiera pretendía ser una democracia, era una especie de estado policial, pero no funcionaba, se desmoronó por completo. Cuando yo tenía quince años las escuelas cerraron. No hubo ninguna Plaga, pero sí epidemias, una tras otra; disentería y hepatitis y luego bubónica. Pero la mayor parte de la gente murió de inanición. Luego, en 1993, se inicio la guerra en el Cercano Oriente, pero fue diferente. Era Israel contra los Árabes y Egipto. Todos los países grandes entraron en la guerra. Uno de los estados africanos se unió al bando de los árabes, y utilizaron bombas nucleares en dos ciudades israelitas, de manera que nosotros les ayudamos a devolver el golpe, y… —estuvo callado por un momento y luego siguió hablando, aparentemente sin notar que hubo un corte en su relato—. Yo estaba tratando de salir de la ciudad; quería llegar al Forest Park, me sentía enfermo, no podía seguir caminando y me senté en los escalones de una casa de las colinas del oeste; las casas se habían incendiado todas pero los escalones eran de cemento, recuerdo que había algunos dientes de león que florecían en una hendedura entre los escalones. Me senté allí y no podía volver a levantarme, y sabía que no podía. Seguía pensando que estaba parado y caminaba, alejándome de la ciudad, pero eso fue un delirio; volví en mí y vi los dientes de león de nuevo y supe que iba a morir, y que todo lo demás estaba muriendo. Y entonces tuve el… tuve ese sueño —su voz se había enronquecido, y ahora se ahogaba—. Estaba bien —dijo al fin—. Soñé que estaba en casa. Me desperté y estaba bien. Estaba en la cama, en casa. Sólo que no era la casa que había tenido, la otra vez, la primera vez. ¡Oh Dios, ojalá pudiera no recordarlo! En general, no lo recuerdo; no puedo. Desde entonces me vengo diciendo que era un sueño. ¡Que eso era un sueño! Pero no lo era. Esto sí que lo es. Esto no es real. El mundo ni siquiera es probable. Eso era la verdad, lo que había ocurrido. Estamos todos muertos, y estropeamos el mundo antes de morir. No queda ya nada; nada más que sueños.
Ella le creía, pero al mismo tiempo lo negaba con furia.
—¿Y qué? ¡Tal vez eso sea todo lo que ha existido siempre! Como quiera que sea, está bien. ¿No creerá que se le permitiría hacer algo que no debe hacer, verdad? ¿Quien demonios se piensa que es? No hay nada que no tenga sentido, nada ocurre que no deba ocurrir. ¡Siempre! ¿Qué importa si lo llama realidad o sueño? Es todo uno… ¿verdad?
—No sé —dijo Orr, sumido en la angustia—; ella se acercó y lo abrazó como hubiera abrazado a un niño que sufre o a un hombre moribundo.
La cabeza que se apoyaba en su hombro era pesada, la mano rubia y cuadrada que descansaba en su rodilla estaba relajada.
—Está dormido —dijo ella; él no lo negó.
Ella debió sacudirlo con cierta violencia para que él lo negara.
—No, no estoy dormido —dijo Orr, sentándose erecto—. No —y volvió a abatirse.
—¡George! —era cierto: el uso de su nombre daba buenos resultados; Orr mantuvo los ojos abiertos el tiempo suficiente para mirarla.
—Siga despierto, siga despierto un poco más. Quiero intentar la hipnosis, para que usted pueda dormir —ella había pensado preguntarle qué debía sugerirle en la hipnosis con respecto a Haber, pero estaba muy agotado ahora—. Escuche, siéntese allí, en el catre. Mire… mire la llama de la lámpara, eso servirá. Pero no se duerma —ella colocó la lámpara de kerosén en el centro de la mesa, entre cáscaras de huevo y restos de comida—. Mantenga los ojos fijos en ella, ¡y no se duerma! Se relajará y se sentirá cómodo, pero no se dormirá todavía, no hasta que le diga “Duérmase”. Eso es. Ahora se siente bien, cómodo… —con cierto sentido de la actuación, siguió interpretando el papel de hipnotista; él estuvo hipnotizado casi de inmediato; ella no podía creerlo, y lo puso a prueba—. Usted no puede levantar el brazo izquierdo; lo intenta, pero es demasiado pesado, no quiere levantarse… Ahora vuelve a ser liviano, puede levantarlo. Así… bien. Ahora, en un minuto se va a dormir. Soñará un poco, paro serán sueños comunes, como los que tiene todo el mundo, no de los especiales… de los efectivos. Todos menos uno. Usted tendrá un sueño efectivo. En él… —ella se detuvo.
De repente sintió miedo; un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Qué estaba haciendo? Eso no era un juego, no era algo en lo que debía intervenir cualquiera. Él estaba en poder de ella, y el poder de él era incalculable. ¿Qué responsabilidad inimaginable había asumido? Una persona que cree, como ella, que las cosas tienen sentido, que existe un todo del que uno es parte, y que al ser parte uno es el todo, una persona así no tiene ningún deseo, nunca, de ser Dios. Sólo aquellos, que han negado su propio ser desean ser Dios. Pero ella estaba atrapada en un rol y no podía retroceder ahora.
—En ese sueño, usted va a soñar que… que el doctor Haber es benévolo, que no está tratando de hacerle mal y que va a ser honesto con usted —ella no sabía qué decir, cómo decirlo, sabiendo que todo lo que dijera podía tomar un sentido equivocado—. “Y soñará que los Extraños no están más en la Luna” —agregó rápidamente; pudo sacarse ese peso de encima, de todos modos—. Y por la mañana se despertará muy descansado, todo estará en orden. Ahora, duérmase.
Oh, mierda, se había olvidado de decirle que se acostara primero.
Él se balanceaba como una bolsa semivacía, lentamente, hacia adelante y de costado, hasta que fue una masa grande, cálida, inerte, sobre el piso.
Él no debía pesar más de 68 kg, pero podía haber sido un elefante muerto, a juzgar por la ayuda que le dio a Heather cuando ésta intentó acostarlo en el catre. Ella debió hacerlo sola, primero las piernas, y luego cargando los hombros, para que no se volcara el catre; él terminó acostado sobre la bolsa de dormir, por supuesto, no dentro de ella. Ella retiró la bolsa de debajo del cuerpo de él y lo cubrió. Orr durmió, profundamente, mientras ella hacia todo eso. Ella estaba sin aliento, transpirando, y preocupada. Él ya no estaba.
Heather se sentó a la mesa y recuperó el aliento. Después de un rato se preguntó qué podía hacer. Limpió la mesa, calentó agua y lavó los platos, los tenedores, el cuchillo y las tazas. Atizó el fuego de la cocina. Encontró varios libros en un estante, libros de bolsillo que él había comprado en Lincoln City probablemente, para entretener su larga vigilia. No había novelas policiales, maldición; una buena novela policial era lo que necesitaba. Había una novela sobre Rusia; algo sobre el Pacto Espacial: el gobierno de los Estados Unidos no trataba de simular que nada existía entre Jerusalén y las Filipinas, porque de ser así ello podía amenazar el Modo de Vida Norteamericano; así, esos últimos años era posible comprar sombrillas japonesas de papel, incienso de la India y novelas rusas, y cosas, una vez más. La Hermandad Humana era el Nuevo Estilo de Vida, según el presidente Merdle.
Este libro, cuyo autor era alguien con un nombre que terminaba en “evsky”, era sobre la vida durante los Años de la Plaga en un pueblito del Cáucaso, y no era justamente divertido, pero despertó la emoción de Heather; leyó desde las diez hasta las dos treinta. Durante ese tiempo Orr estuvo profundamente dormido, moviéndose apenas, respirando suave y tranquilamente. Ella solía apartar la vista del pueblo caucásico para mirar su rostro, dorado y ensombrecido por la débil luz de la lámpara, sereno. Si soñaba, se trataba de sueños tranquilos y breves. Cuando todos hubieron muerto en el pueblo caucásico salvo el tonto del pueblo (cuya perfecta pasividad ante lo inevitable le recordaba constantemente a su compañero), ella intentó tomar un poco de café recalentado, pero tenía gusto a lejía. Fue hasta la puerta y se quedó un rato allí parada, sobre el umbral, escuchando el bramido del arroyo. Era increíble que hubiera podido conservar ese tremendo ruido por cientos de años, aun antes de que ella naciera, y que siguiera emitiéndolo hasta que se movieran las montañas. Y lo más extraño, ahora, en la noche avanzada y el silencio de los bosques, era cierta nota distante, que parecía provenir de las alturas, como voces de niños que cantaran… muy dulce, muy extraño.
Empezó a temblar; cerró la puerta a las voces de los niños no nacidos que cantaban en el agua y volvió al pequeño cuarto caldeado y el hombre dormido. Tomó un libro sobre carpintería doméstica, que evidentemente él había comprado con la idea de entretenerse fabricando algún mueble, pero de inmediato le dio sueño. Bien, ¿por qué no? ¿Por qué tenia que permanecer en vela? ¿Pero dónde iba a dormir?
Debió haber dejado a George en el suelo; él ni lo habría notado. No era justo, ocupaba el catre y la bolsa de dormir.
Le quitó la bolsa de dormir, reemplazándola con su impermeable y el de él. Orr ni se movió. Ella lo miró con afecto, y luego se metió en la bolsa de dormir, en el suelo. ¡Cristo, hacía frío ahí abajo, y el piso era duro! No había soplado la lámpara. ¿O es que se apagaban girando una perilla, las lámparas de mecha? Se debe hacer lo uno y no se debe hacer lo otro. Recordaba eso de la comunión. Pero no podía recordar cuál. ¡Oh, mierda, hacía frío ahí abajo!
Frío, frío. Duro. Claridad. Demasiada claridad. Amanecer en la ventana, entre movimientos de los árboles. Sobre la cama. El piso tembló. Las montañas vacilaban y soñaban que caían al mar, y sobre las montañas, débiles y horribles, aullaban las sirenas de ciudades distantes, aullaban, aullaban.
Ella se sentó. Los lobos aullaban el fin del mundo.
El amanecer entraba por la única ventana, ocultando todo lo que estaba bajo su inclinado esplendor. Caminó a tientas, cegada por la luz, y encontró al hombre tendido sobre su rostro, aún durmiendo.
—¡George! ¡Despierte! ¡George, por favor, despierte! ¡Algo está sucediendo!
Él se despertó. Le sonrió a ella, mientras terminaba de despertarse.
—Algo debe ocurrir… las sirenas… ¿qué es eso?
Casi en su sueño aún, Orr dijo sin ninguna emoción:
—Ellos han aterrizado.
Porque él había hecho lo que ella le había ordenado. Ella le había dicho que soñara que los Extraños ya no estaban en la Luna.