IX — El señor del follaje

Nos obligaron a permanecer de cara a la pared mientras nos maniataban. Después nos ataron las capas por encima del hombro para ocultar las ataduras y para que pareciera que caminábamos con las manos unidas por detrás, y nos condujeron al patio, donde un enorme baluchiterio se mecía de una a otra pata bajo un sencillo howdah de hierro y cuerno. El hombre que me aferraba el brazo izquierdo golpeó por encima de nosotros con un palo la corva del animal para hacer que se arrodillara, tras lo cual nos hicieron subir a lomos de la bestia.

El camino que nos trajo a Saltus a Jonas y a mí discurría entre montones de escombros procedentes de las minas, compuestos en gran parte de piedras y ladrillos rotos. Cuando cabalgué siguiendo las engañosas indicaciones de la carta de Agia, volví a pasar por más escombros, aunque el camino me llevó sobre todo a través del bosque por el lado más cercano a la villa. Ahora avanzábamos entre montones de escoria por donde no había ningún sendero. Los mineros habían descargado en este lugar, además de mucha basura, todo lo que habían extraído del pasado enterrado que pudiera manchar el buen nombre de la villa y su industria. Todo lo que era asqueroso yacía apilado en inestables montones diez veces más altos que el elevado lomo de un baluchiterio: estatuas obscenas, inclinadas y desmoronándose, y huesos humanos que aún tenían adherida carne seca y marañas de cabello. Y con ellos, diez mil hombres y mujeres que, buscando una resurrección privada, eran ahora cadáveres eternamente imperecederos; yacían aquí como borrachos después de una bacanal, rotos los sarcófagos de cristal y las extremidades relajadas en grotesco desarreglo, las ropas podridas o en trance de pudrirse y los ojos fijamente clavados en el cielo.

Al principio Jonas y yo habíamos tratado de interrogar a nuestros captores, pero nos habían hecho callar a golpes. Ahora que el baluchiterio avanzaba entre esta desolación, parecían más relajados y volví a preguntar adónde nos llevaban. El hombre de la cicatriz en la cara respondió: —A la naturaleza silvestre, la patria de los hombres libres y las mujeres adorables.

Pensé en Agia y le pregunté si la servía. Él rió y negó con un movimiento de la cabeza.

—Mi señor es Vodalus del Bosque.

—¡Vodalus!

—De modo que lo conoces, ¿eh? —dijo, y dándole un codazo al hombre de barba negra que venía en el howdah con nosotros añadió—: Sin duda Vodalus te tratará con mucha amabilidad por haberte ofrecido con tanto entusiasmo a martirizar a uno de sus servidores.

—Sí, le conozco —dije, y ya iba a contar al hombre de la cicatriz mi relación con Vodalus, cuya vida había salvado el año antes de convertirme en capitán de aprendices. Pero entonces me pregunté si Vodalus lo recordaría, y sólo dije que si hubiera sabido que Barnoch servía a Vodalus, de ningún modo me habría prestado a ejecutar el suplicio. Por supuesto que mentía, pues yo lo sabía y acepté el encargo remunerado pensando que podría ahorrar algún sufrimiento a Barnoch. Esa mentira no sirvió; los tres reaccionaron con una risa ahogada, incluso el conductor, que cabalgaba sobre el cuello del baluchiterio.

Cuando al fin callaron, pregunté: —Anoche salí de Saltus cabalgando hacia el nordeste. ¿Llevamos el mismo camino ahora?

—¿Así que fue eso? Nuestro señor vino a buscarte y volvió con las manos vacías. —El hombre de la cicatriz en la cara sonrió, y observé que no le desagradaba haber triunfado en la misión en que el propio Vodalus había fracasado.

Jonas susurró: —Vamos hacia el norte, como puedes comprobar por el sol.

—Sí —dijo el hombre de la cicatriz en la cara, que tenía sin duda un oído penetrante—. Hacia el norte, pero no por mucho tiempo. —Y después, para pasar el rato, me describió los medios con que el señor trataba a los prisioneros, la mayoría de los cuales eran en extremo primitivos y más propensos a los efectos dramáticos que a una verdadera agonía.

Como si una mano invisible hubiera corrido una cortina sobre nosotros, las sombras de los árboles cayeron sobre el howdah. Atrás quedó el destello de millones de trozos de cristal y también la fija mirada de los ojos muertos, y penetramos en la frescura y la verde umbría del bosque alto. Al lado de estos troncos poderosos, hasta el baluchiterio, cuya altura era la de tres hombres, no parecía más que un pequeño y escurridizo animalito; y los que íbamos sobre el lomo podíamos haber sido pigmeos de un cuento infantil que se encaminaban al hormiguero: la fortaleza del duende diminuto que ejercía de monarca.

Y se me ocurrió que estos troncos apenas habían sido más pequeños cuando todavía yo no había nacido, y que habían seguido como ahora cuando yo jugaba siendo niño entre los cipreses y las pacíficas tumbas de nuestra necrópolis y que permanecerían allí, bebiendo de la última luz del sol moribundo, igual que ahora, cuando yo estuviera muerto tanto tiempo como los que allí descansaban. Vi cuán poco pesaba en la escala de las cosas que yo viviera o muriera, por preciosa que mi vida fuera para mí. Y de esos dos pensamientos forjé una disposición a aferrarme a la vida en cualquier ocasión, pero sin importarme demasiado si conseguía salvarme o no. Creo que gracias a esa disposición conseguí vivir; para mí ha sido una magia tan fiel que desde entonces la llevo conmigo, no siempre con éxito, pero sí a menudo.


—Severian, ¿estás bien?

Era Jonas quien hablaba. Lo miré, creo, un poco sorprendido.

—Sí. ¿Te parecí enfermo?

—Por un momento, sí.

—Sólo estaba reflexionando sobre la familiaridad de este lugar, tratando de comprenderlo. Creo que me recuerda muchos días de verano en la Ciudadela. Estos árboles son casi tan grandes como las torres de allí. Muchas de esas torres están envueltas en yedra, de manera que en los días apacibles de verano la luz tiene entre ellas esta calidad de esmeralda. También éste es un lugar apacible, como aquel…

—¿Qué más?

—Tienes que haber ido en barca muchas veces, Jonas.

—Sí, de vez en cuando.

—Es algo que quise hacer desde hace mucho, y lo hice por vez primera cuando a Agia y a mí nos transportaron a la isla del jardín Botánico, y más tarde cuando atravesamos el Lago de los Pájaros. El movimiento es muy parecido al de este animal, e igual de silencioso, con la salvedad del chapoteo ocasional del remo al entrar en el agua. Ahora siento como si estuviera viajando por el agua a través de la Ciudadela, remando solemnemente.

Al oír eso, Jonas se quedó tan serio que viéndole la cara se me escapó una carcajada, y me puse de pie con la intención, creo, de echar un vistazo por encima del antepecho del howdah y hacer ver, con algún comentario sobre el suelo del bosque, que todo era un juego de mi imaginación.

Sin embargo, no había acabado de levantarme cuando el hombre de la cicatriz también lo hizo, poniéndome la punta del puñal a un lado de mi garganta, y me dijo que volviera a sentarme. Negué despectivamente con la cabeza.

Entonces blandió el arma.

—Siéntate o te abro la barriga.

—¿Y vas a renunciar a la gloria de llevarme prisionero? No lo creo. Espera a que los otros le cuenten a Vodalus que me apuñalaste teniéndome maniatado.

Ahora le tocaba jugar al destino. El hombre de la barba, que tenía a Terminus Est, trató de desenvainarla, pero como no estaba familiarizado con la manera adecuada de desnudar una espada tan larga (que consiste en agarrar la empuñadura con una mano y la garganta de la vaina con la otra y extraer la espada abriendo los brazos a derecha e izquierda), trató de sacarla tirando, como si arrancara cizaña en un campo. En su torpeza, uno de los movimientos del vaivén del baluchiterio lo tomó desprevenido, cayendo contra el hombre de la cicatriz. Los filos de la espada, capaces de partir un cabello, los cortó a los dos. El hombre de la cicatriz se echó hacia atrás y Jonas, apresando con un pie por detrás a este hombre y empujando contra su pierna con la planta del otro, logró hacerlo caer sobre la barandilla del howdah.

Mientras, el hombre de la barba había soltado Terminus Est y se miraba la herida, que era muy larga, pero sin duda poco profunda. Yo conocía esa arma como la palma de mi mano, y en un momento me volví, me agaché y agarré la empuñadura, y teniéndola entre los talones, corté las ataduras de mis muñecas. El hombre de la barba negra sacó entonces una daga y pudo haberme matado si Jonas no le hubiera dado una patada entre las piernas.

Quedó doblado, y mucho antes de que pudiera enderezarse yo ya estaba de pie con Terminus Est dispuesta.

La contracción de los músculos lo catapultó a una posición erguida, como suele suceder cuando el sujeto no está habituado a arrodillarse; creo que las salpicaduras de la sangre fue la primera indicación que tuvo el conductor (tan rápido había sucedido todo) de que algo iba mal. Se volvió para miramos y pude alcanzarlo muy limpiamente, de un tajo horizontal con una sola mano mientras me inclinaba hacia el exterior de howdah.

La cabeza de mi víctima no había acabado de golpear el suelo cuando el baluchiterio avanzó entre dos enormes árboles tan juntos uno del otro que pareció apretarse entre ellos como un ratón en el resquicio de una pared. Más allá había un claro más abierto que todo lo que yo había visto en el bosque. En él crecía la hierba y el helecho, y sobre este suelo, libre del velo verde, jugueteaba la luz del sol, rica como el oropimente. En este lugar se alzaba el trono de Vodalus, bajo el dosel de un emparrado; y sucedió que ahí estaba sentado con la chatelaine Thea junto a él en el momento en que entramos, juzgando y recompensando a sus seguidores.

Jonas no vio nada de eso, pues aún seguía tendido en el suelo de howdah, donde estaba cortando con la daga la cuerda que le ataba las manos. Lo ayudé a levantarse, pues yo lo veía todo estando de pie, en equilibrio contra la inclinación del lomo del baluchiterio y con la espada erguida, ya roja hasta la empuñadura. Cien rostros se volvieron hacia nosotros, entre ellos el del exultante que ocupaba el trono y la cara en forma de corazón de su consorte; y en sus ojos vi lo que ellos debieron de haber visto en esos momentos: el enorme animal cabalgado por un hombre descabezado, con las patas delanteras teñidas de sangre; yo erguido sobre el lomo de mi espada y la capa fulígina.

Si me hubiera agachado o hubiera intentado huir o azuzar al baluchiterio para que corriera más, hubiera muerto. En lugar de eso, y en virtud de la disposición de ánimo que había adquirido cuando vi los cuerpos tanto tiempo muertos entre los escombros de las minas y los árboles eternos, me quedé como estaba, y el baluchiterio, sin nadie para guiarlo, avanzó con paso uniforme, mientras los seguidores de Vodalus se hacían a un lado para hacerle paso, hasta que tuvo delante de él el estrado sobre el que se levantaba el trono y el dosel. Entonces se detuvo y el cuerpo del hombre muerto se inclinó hacia delante y cayó sobre el estrado a los pies de Vodalus: y yo, inclinándome muy hacia fuera del howdah, golpeé al animal detrás de una y otra pata con la parte plana de mi espada e hice que se arrodillara.

En el rostro de Vodalus se dibujó una tenue sonrisa que sugería muchas cosas, una de ellas (quizá la dominante) la diversión.

—Envié a mis hombres a por el decapitador, y ya veo que han logrado traerlo.

Le saludé con la espada, sosteniendo la empuñadura ante los ojos como se nos enseñó a hacerlo cuando un exultante acudía a presenciar una ejecución en el Patio Grande.

—Sieur, es el antidecapitador a quien os han traído: hace tiempo que vuestra propia cabeza hubiera rodado sobre un suelo recién removido si no hubiera sido por mí.

Entonces me miró más de cerca; me miró la cara en vez de la espada o la capa, y después de unos instantes dijo: —En efecto, tú fuiste aquel joven. ¿Tanto tiempo ha pasado?

—El suficiente, sieur.

—Hablaremos en privado de todo esto, pero ahora me esperan mis funciones públicas. Quédate aquí. —Y señaló al suelo a la izquierda del estrado.

Bajé del baluchiterio seguido de Jonas, y dos mozos se llevaron el animal. Allí quedamos esperando y oímos cómo Vodalus impartía órdenes y transmitía planes, recompensaba y castigaba, durante quizás una guardia. Toda la jactanciosa panoplia humana de pilares y arcos no es más que una imitación en piedra estéril de los troncos y las bóvedas que dibujan las ramas del bosque, y aquí me pareció que apenas había diferencia alguna entre ambas cosas, excepto que la una era gris o blanca y la otra marrón, y verde pálido. Entonces creí comprender por qué ni el Autarca con todos sus soldados, ni los exultantes con todas las huestes de sus servidores podían subyugar a Vodalus; porque ocupaba la fortaleza más poderosa de Urth, mucho más grande que nuestra Ciudadela, con la que yo la había parangonado.

Por fin despidió a la multitud, yendo cada cual a su lugar, y bajó del estrado para hablarme, agachándose hacia mí como si yo hubiera sido un niño.

—Ya me serviste en una ocasión —dijo—. Por eso te perdonaré la vida, pase lo que pase, aunque quizá sea necesario que sigas siendo mi huésped durante algún tiempo. Sabiendo que tu vida ya no corre peligro, ¿me servirás otra vez?

El juramento de fidelidad al Autarca que yo había prestado con ocasión de mi ascenso, no tenía la fuerza suficiente para resistir al recuerdo de esa tarde nebulosa con la que he comenzado este relato de mi vida. Los juramentos de fidelidad no son más que meras cuestiones de honor comparados con los beneficios que damos a los otros, que son cosas del espíritu; basta con que salvemos alguna vez a otro, y somos suyos para toda la vida. Se suele decir que la gratitud no se encuentra. Eso no es verdad: quien lo dice es que no ha buscado donde debía. Uno que de verdad hace un beneficio a otro se encuentra por un momento al mismo nivel que el Pancreador, y en gratitud por esa elevación servirá al otro todos sus días; y así se lo dije a Vodalus.

—¡Bien! —dijo, y me dio una palmada en el hombro—. Ven. No lejos de aquí tenemos preparado algo para comer. Si tu amigo y tú os sentáis conmigo a la mesa, os diré lo que debe hacerse.

—Sieur, yo he deshonrado una vez a mi gremio.

Sólo pido no deshonrarlo de nuevo.

—Nada de lo que hagas será conocido —dijo Vodalus, y eso me satisfizo.

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