XIV — La antecámara

Hay seres —y artefactos— contra cuya comprensión se estrella nuestra inteligencia, y al final hacemos las paces con la realidad limitándonos a decir: —Fue una aparición, algo hermoso y horrible.

En algún lugar entre los torbellinos de mundos qué pronto he de explorar, vive una raza semejante a la humana, y sin embargo diferente. No son más altos que nosotros. Tienen cuerpos como los nuestros, pero perfectos, y las normas por las que se rigen nos son completamente extrañas. Como nosotros, tienen ojos, nariz y boca; pero usan estas facciones (que, como he dicho, son perfectas) para expresar emociones que nunca hemos sentido, de modo que, para nosotros, verles las caras es como contemplar algún antiguo y terrible alfabeto de sentimientos, a la vez sumamente importante y totalmente ininteligible.

Tal raza existe, pero no la encontré allí, en el límite de los jardines de la Casa Absoluta. Lo que vi moverse entre los árboles, y sobre lo que ahora —hasta que por fin lo vi claramente— me lanzaba, era más bien la imagen gigante de una de esas criaturas brotada a la vida. La carne era de piedra blanca, y los ojos tenían esa redonda y pulida ceguera (como secciones de cáscaras de huevo) que vemos en nuestras propias estatuas. Se movía con lentitud, como drogado o adormecido, aunque no inseguro. Parecía no ver, pero daba la impresión de darse cuenta de las cosas, aunque con lentitud.


Acabo de hacer una pausa para volver a leer lo que he escrito, y veo que no he logrado en absoluto describir lo esencial. La figura era escultórica. Si algún ángel caído hubiera espiado mi conversación con el hombre verde, podría haber ideado un enigma semejante para burlarse de mí. En cada uno de sus movimientos transmitía la serenidad y la permanencia del arte y de la piedra. Yo sentía que cada gesto, cada posición de la cabeza y de las extremidades y del torso podía ser la última, o que cada una de ellas podía repetirse interminablemente, como las poses de los gnomenos en los cuadrantes multifacéticos de Valeria que se repiten a lo largo de los curvilíneos corredores de los instantes.

El primer terror que me invadió, después de que la extrañeza de la estatua blanca me hubiera quitado el deseo de morir, fue la impresión instintiva de que iba a hacerme daño.

El segundo fue que no lo intentaría. Tener tanto miedo como yo tenía de esa figura silenciosa e inhumana y descubrir después que no quería hacerme daño hubiera sido insoportablemente humillante. Olvidando por un momento que golpear esa piedra viviente estropearía irremediablemente el acero, desenvainé Terminus Est y acosé con las riendas a mi diestrero. La misma brisa pareció detenerse con nosotros allí, el diestrero apenas temblando, yo con la espada en alto, nosotros mismos tan quietos como estatuas. La verdadera estatua vino hacia nosotros, su cara, tres o cuatro veces del tamaño natural, contenía una inconcebible emoción y sus extremidades estaban envueltas en una terrible y perfecta belleza.

Oí gritar a Jonas y el ruido de un golpe. Tuve el tiempo justo de verlo en el suelo enredado en una pelea con hombres de cascos altos y empenachados que desaparecían y reaparecían incluso mientras los miraba, cuando oí un zumbido cerca de mi oreja; algo me golpeó la muñeca y me encontré debatiéndome entre un embrollo de cuerdas que me constreñían como pequeñas boas. Alguien me agarró de la pierna y tiró, y yo caí.


Cuando me recobré y me di cuenta de lo que estaba pasando, tenía un lazo de alambre alrededor del cuello, y uno de mis captores estaba rebuscando en mi esquero. Yo veía claramente cómo sus manos se movían rápidas como gorriones. También le veía la cara, como una máscara impasible que un prestidigitador hubiera suspendido de un hilo delante de mí. Una o dos veces la extraordinaria armadura que llevaba destelló al moverse; entonces yo lo veía como quien ve una copa de cristal inmersa en agua clara. Creo que era refractante, bruñido más allá de toda capacidad humana, de manera que su propio material era invisible y sólo podían verse los verdes y pardos del bosque, retorcidos por las formas de la coraza, la gorguera y las grebas.

Aunque protesté aduciendo que era miembro del gremio, el pretoriano cogió todo mi dinero (si bien me dejó el libro marrón de Thecla, el trozo de piedra de afilar, aceite y trapo y los demás objetos diversos que había en el esquero). Entonces, con habilidad, me quitó las cuerdas que me enredaban y se las echó (es lo más aproximado que puedo decir) dentro de la sisa del peto, aunque no antes de que yo las hubiera visto. Me recordaba al látigo que nosotros llamábamos «gato» y que era un manojo de correas unidas por un extremo y con un peso en el otro; desde entonces he sabido que esta arma se llama achico.

A continuación mi captor tiró hacia arriba de mi lazo de alambre hasta que me puse de pie. Yo era consciente, como en ocasiones similares, de que en cierto sentido estábamos representando un juego. Estábamos simulando que yo me encontraba totalmente en poder del pretoriano, cuando de hecho podía haberme negado a levantarme hasta que él me hubiera estrangulado o hubiera llamado a algunos de mis compañeros para que cargaran conmigo. También podía haber hecho otras cosas, como coger el alambre y tratar de arrancárselo de la mano o golpearle la cara. Podía haber escapado y ellos matarme o dejarme inconsciente o en agonía; pero realmente no se me pudo obligar a actuar como lo hice.

Por fin supe que era un juego, y sonreí mientras él envainaba Terminus Est y me llevaba a donde estaba Jonas. Éste dijo: —No hemos hecho ningún daño. Devuelve a mi amigo la espada y danos nuestros animales, y nos iremos.

No hubo respuesta. En silencio, dos pretorianos (parecían dos gorriones aleteantes) tomaron nuestros diestreros y se los llevaron. Qué parecidos a nosotros eran esos animales, caminando resignadamente hacia quién sabe dónde, las enormes cabezas detrás de unas finas correas de cuero. Nueve décimas partes de la vida, así me lo parece, consisten en estas rendiciones.

Se nos hizo ir con nuestros captores afuera del bosque a unos prados ondulantes que pronto se convirtieron en césped. La estatua caminaba detrás de nosotros, y otras de su especie se le unieron hasta que hubo una docena o más, todas enormes, todas diferentes y todas hermosas. Pregunté a Jonas quiénes eran los soldados y adónde nos llevaban, pero él no respondió, y yo sentía que el lazo me estrangulaba.

Sólo puedo decir que llevaban armaduras de la cabeza a los pies, y sin embargo el pulido perfecto del metal daba la impresión de algo liso y suave, un efecto casi líquido que era profundamente perturbador y que les permitía desaparecer contra el cielo y la hierba a unos pasos de distancia. Cuando hubimos recorrido media legua por el césped, entramos en un bosquecillo de ciruelos en flor, y en seguida los cascos empenachados y las hombreras relucientes bailaron una danza de rosa y blanco.

Allí llegamos a un sendero que se torcía una y otra vez. Cuando estábamos a punto de salir del bosquecillo nos detuvimos, y Jonas y yo fuimos empujados violentamente hacia atrás. Oí cómo nos seguían los pies de las pétreas figuras, y cómo rascaban la gravilla cuando se detuvieron en seco; uno de los soldados las conminó a mantenerse apartadas en lo que pareció un grito sin palabras. Miré como pude por entre las flores para ver lo que había más allá.

Delante de nosotros el camino era mucho más ancho que el que habíamos utilizado hasta ahora. Era, de hecho, un sendero de jardín agrandado hasta convertirse en una magnífica avenida. El pavimento era de piedra blanca y a ambos lados había balaustradas de mármol. Por él marchaban gentes variopintas, la mayoría a pie, aunque algunos montaban bestias de varias clases. Uno llevaba un arctótero lanudo; otro iba subido al cuello de un perezoso de tierra, más verde que el césped. Apenas hubo pasado este grupo cuando otros lo siguieron. Aunque todavía estaban demasiado lejos para que yo pudiera distinguirles las caras, llamó mi atención un individuo que con la cabeza inclinada sobresalía al menos tres codos por encima del resto. Un momento después reconocí en otra cara la del doctor Talos, que avanzaba jactancioso, el pecho hinchado y la cabeza hacia atrás. Mi propia querida Dorcas lo seguía de cerca, y más que nunca parecía una niña desamparada caída de alguna esfera superior. Cubierta de velos que el viento movía y de joyas que centelleaban bajo su sombrilla, iba jolenta cabalgando a lo amazona una pequeña jaca; y detrás de todos ellos, empujando pacientemente un carro con todos los accesorios que él no podía llevar a hombros, avanzaba aquel a quien yo había reconocido primero, el gigante Calveros.

Si para mí fue doloroso verles pasar sin poder llamarlos, para Jonas tuvo que haber sido un tormento. Cuando Jolenta pasaba frente a nosotros, volvió la cabeza. En ese momento me pareció que ella había olfateado el deseo de Jonas, igual que entre las montañas se dice que algunos espíritus impuros son atraídos por el olor de la carne que ha sido arrojada al fuego para ellos. Sin duda no fue más que uno de los árboles en flor entre los que nos encontrábamos lo que le llamó la atención. Oí como Jonas se quedaba sin aliento; pero la primera sílaba del nombre de Jolenta fue interrumpida por un golpe seco, y él cayó a mis pies. Cuando ahora recuerdo la escena, el ruido de la mano metálica sobre la gravilla del camino tiene la misma intensidad que el perfume de los brotes del ciruelo.

Cuando hubieron pasado todas las compañías de actores, dos pretorianos recogieron a Jonas y se lo llevaron con la misma facilidad que si se tratara de un niño. Entonces lo atribuí a la fortaleza de los pretorianos. Cruzamos el camino por el que habían venido los actores y entramos en un seto de rosales más alto que un hombre, cubierto con enormes brotes blancos y repleto de nidos de aves.

Más allá estaban los jardines propiamente dichos. Si tratara de describirlos, daría la impresión de haberme contagiado de la desvariada y tartamudeante elocuencia de Hethor. Cada colina, cada árbol, cada flor parecían haber sido dispuestos por una inteligencia maestra (que desde entonces he sabido que es la del Padre mire) en una escena que cortaba el aliento. El observador siente que está en el centro, que todo lo que ve apunta hacia el lugar en que se encuentra, pero que cuando ha caminado cien pasos o una legua todavía sigue encontrándose en el centro; y cada visión parece transmitir alguna verdad incomunicable, como una de esas intuiciones inefables que sólo a los eremitas les es dado experimentar.

Tan bellos eran estos jardines que sólo después de estar allí cierto tiempo me di cuenta de que ninguna torre se alzaba sobre ellos. Aparte de los pájaros y las nubes, sólo el viejo sol y las pálidas estrellas subían más alto que las copas de los árboles. Podíamos haber estado errando por algún divino paisaje silvestre. Más tarde alcanzamos la cresta de una ola de tierra, más adorable que cualquier ola de cobalto de Uroboros; y súbitamente, tanto que nos cortó el aliento, un foso se abrió a nuestros pies. Aunque lo he llamado foso, no era en modo alguno el negro abismo que normalmente asociamos con esa palabra. Más bien era una gruta llena de fuentes y de flores nocturnas y punteada con gentes más brillantes que cualquier flor, gentes que paseaban ociosas junto a las aguas y charlaban entre las sombras.

En seguida, como si hubiera caído el muro de una tumba para dar paso a la luz, me inundaron muchos recuerdos de la Casa Absoluta, que ahora eran míos por haber absorbido la vida de Thecla. Comprendí algunas cosas que habían estado implícitas en la obra del doctor y en muchas de las historias que Thecla me había contado, aunque ella nunca lo dijo abiertamente: la totalidad de este gran palacio estaba bajo tierra, o más bien los techos y paredes tenían encima montones de tierra cultivada y organizada en paisajes, de modo que todo este tiempo habíamos venido caminando sobre la sede del poder del Autarca, que yo creía aún a cierta distancia.

No descendimos a la gruta, que sin duda se abría hacia cámaras completamente inadecuadas para la detención de prisioneros, ni tampoco a ninguna de las otras veinte por las que pasamos. Sin embargo, al final llegamos a una mucho más sórdida, aunque no menos bella. La escalera por la que entramos había sido tallada de modo que pareciese una formación natural de roca oscura, irregular y en ocasiones traicionera. El agua goteaba desde arriba, y en las partes altas de esta caverna artificial crecían helechos y yedra oscura, por donde aún lograba pasar un poco de luz. En las regiones inferiores, mil escalones más abajo, las paredes se encontraban tachonadas de hongos; algunos eran luminosos, otros esparcían por el aire aromas extraños y mohosos, y otros sugerían fantásticos fetiches fálicos.

En el centro de este oscuro jardín, apoyado en un andamiaje, colgaba, verde con verdigrís, un conjunto de gongs. Me pareció que se los había dispuesto con la idea de que el viento los hiciera sonar; sin embargo, parecía imposible que pudiera tocarlos alguna vez.

Así al menos lo pensé hasta que uno de los pretorianos abrió una pesada puerta de bronce y de madera carcomida en uno de los oscuros muros de piedra. Entonces una corriente de aire frío y seco sopló por la puerta y los gongs comenzaron a mecerse y a chocar, produciendo un ruido tan armonioso que parecía en verdad la composición programática de algún músico, cuyos pensamientos se encontraban aquí en el exilio.

Al alzar la vista hacia los gongs (lo que los pretorianos no me impidieron hacer) vi a las estatuas, cuarenta al menos, que nos habían seguido todo el camino a través de los jardines. Ahora bordeaban el foso, inmóviles al fin, y miraban hacia nosotros como si fueran un friso de cenotafios.


Yo había previsto ser el único ocupante de una pequeña celda, supongo que porque inconscientemente trasplantaba las prácticas de nuestras propias mazmorras a este lugar desconocido. No era posible imaginar nada más distinto. La entrada no se abría sobre ningún corredor de puertas estrechas, sino hacia uno espacioso y alfombrado con una segunda entrada en el lado opuesto. Delante de este segundo conjunto de puertas había unos hastarii con lanzas llameantes, apostados como centinelas. A una palabra de uno de los pretorianos, las abrieron inmediatamente; más allá se extendía una estancia vasta, oscura y despejada con un techo muy bajo. Esparcidas por la estancia había varias docenas de personas, hombres y mujeres y unos pocos niños; la mayoría solos, pero algunos en parejas o en grupos. Las familias ocupaban nichos y en algunos sitios se habían levantado cortinas de harapos para proporcionar cierto aislamiento.

Se nos empujó al interior de esta estancia. O más bien yo fui empujado y el infortunado Jonas fue arrojado. Traté de sostenerlo mientras caía, y al menos conseguí que no golpeara con la cabeza contra el suelo; mientras, oí cómo detrás de mí las puertas se cerraban de golpe.

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