VIII — Los cultellarii

Regresamos en silencio a la posada, y tan lentamente que el cielo se volvió gris por el este antes de que llegáramos a la ciudad. Mientras Jonas desensillaba el petigallo le dije: —No la maté.

Movió la cabeza sin mirarme.

—Lo sé.

—¿Lo viste? Dijiste que no lo harías.

—Oí la voz de ella cuando prácticamente ya estabas a mi lado. ¿Lo volverá a intentar?

Me quedé pensando, mientras él llevaba la pequeña silla de montar al guadarnés. Cuando salió, le dije: —Sí, estoy seguro de que lo hará. No me hizo ninguna promesa, si eso es lo que quieres decir. De todos modos, no la hubiera mantenido.

—Entonces, yo la habría matado.

—Sí —dije—, eso hubiera sido lo correcto.

Salimos juntos del establo. La luz que había ahora en el patio bastaba ya para poder ver el pozo y las amplias puertas por las que se entraba a la posada.

—No creo que hubiese sido lo correcto, sólo digo que yo lo habría hecho. Me hubiera imaginado siendo apuñalado mientras dormía, muriendo en algún lugar sobre un sucio camastro, y hubiera eliminado la amenaza. Pero no hubiese sido lo correcto. —Jonas levantó el mazo que había dejado allí el hombre mono y en una parodia brutal y sin gracia simuló un golpe de espada. La cabeza del arma captó la luz y ambos nos quedamos boquiabiertos.

Era de oro batido.


Ninguno de nosotros sentía deseo alguno de asistir a las atracciones que aún ofrecía la feria a quienes se habían pasado la noche jaraneando. Nos retiramos a nuestra habitación y nos preparamos para dormir. Cuando Jonas me propuso compartir el oro conmigo, me negué. Antes había tenido dinero de sobra, además del adelanto de mi paga, y él había vivido, digamos, de mi generosidad. Pero ahora me alegraba que ya no tuviera que sentirse en deuda conmigo. También sentí vergüenza de ver la total confianza que ponía en mí ofreciéndome el oro, y recordé cuán cuidadosamente le había ocultado (y aún le ocultaba) la existencia de la Garra. Me sentí obligado a contárselo, pero no lo hice, y en cambio procuré sacar el pie de la bota mojada de manera que la Garra cayera dentro de la punta.

Me levanté alrededor del mediodía, y después de cerciorarme de que la Garra seguía allí, desperté a Jonas como me lo había pedido.

—En la feria habrá joyeros que querrán comprármelo, supongo —dijo—. Al menos, podré regatear con ellos. ¿Quieres acompañarme?

—Tenemos que comer algo, y para cuando hayamos concluido será la hora de estar otra vez en el cadalso.

—¿Así que vuelves al trabajo?

—Sí. —Cogí mi capa; estaba bastante desgarrada, y mis botas aún seguían descoloridas y un poco húmedas.

—Una de las doncellas de aquí puede cosértela. No quedará como nueva, pero sí bastante mejor que ahora. —Jonas abrió la puerta de un tirón.— Ven conmigo si tienes hambre. ¿Por qué estás tan pensativo?

En el reservado de la posada, delante de una buena comida, y mientras la mujer del posadero me cosía la capa en otra habitación, le conté lo que había ocurrido debajo de la colina y que terminó con los pasos que oí muy debajo de la tierra.

—Eres un hombre extraño —fue todo lo que dijo.

—Tú lo eres más que yo. No quieres que la gente lo sepa, pero eres un forastero.

Él sonrió.

—¿Un cacógeno?

—Un extranjero.

Jonas negó con la cabeza y después asintió.

—Sí, debo de serlo. Pero tú… Tú tienes ese talismán que te permite gobernar las pesadillas, y has descubierto un tesoro de plata. Y, sin embargo, me lo cuentas como si estuvieras hablando del tiempo.

Cogí un poco de pan.

—Admito que es extraño, pero lo extraño reside en la Garra, en la cosa misma y no en mí, y en cuanto a contártelo, ¿por qué no había de hacerlo? Si te quisiera robar el oro, lo vendería y me gastaría el dinero, pero no creo que las cosas le fueran bien a quien robara la Garra. No sé por qué, pero así lo creo, y por supuesto, Agia la robó. En cuanto a la plata…

—¿Y ella te la puso en el bolsillo?

—En el esquero que me cuelga del cinturón. Creyó que su hermano me mataría, recuérdalo. Después reclamarían mi cuerpo, ya lo habían planeado, así que se llevarían Terminus Est y mi ropa. Ella obtendría mi espada, mis— prendas de vestir y la gema, y mientras tanto, si la encontraban, me culparían a mí y no a ella. Recuerdo…

—¿Qué?

—Las Peregrinas. Nos detuvieron cuando intentábamos salir. Jonas, ¿crees que es verdad que algunos pueden leer los pensamientos de otra gente?

—Por supuesto.

—No todo el mundo está tan seguro. El maestro Gurloes estaba a favor de esa idea, pero el maestro Palaemón no quería ni que se la mencionaran, y sin embargo creo que la primera sacerdotisa de Las Peregrinas lo podía hacer, al menos en cierto grado. Ella sabía que Agia, y no yo, se había llevado algo. Hizo desnudar a Agia de modo que pudieran registrarla, pero no me registraron a mí. Más tarde destruyeron la catedral, y pienso que quizá fue por la pérdida de la Garra; después de todo, era la Catedral de la Garra.

Jonas asintió meditabundo.

—Pero no es eso lo que quería preguntarte. Me gustaría saber qué piensas de aquellos pasos. Todo el mundo sabe de Erebus y de Abaia y de otros seres del mar que algún día han de venir a la tierra. No obstante, pienso que tú sabes más que la mayoría de nosotros.

El rostro de Jonas, hasta ahora tan franco, se cerró, en guardia.

—¿Y por qué lo piensas? —preguntó.

—Porque has sido marino, y por la historia de los guisantes que contaste en la puerta de la Muralla. Debes de haber visto mi libro marrón cuando lo leía arriba. Cuenta todos los secretos del mundo, o al menos lo que varios magos decían qué secretos eran esos. No lo he leído entero, ni siquiera la mitad, aunque Thecla y yo solíamos leer alguna cita cada pocos días y el tiempo que mediaba entre lectura y lectura lo pasábamos discutiendo. Pero me he dado cuenta que todas las explicaciones de ese libro son sencillas e infantiles en apariencia.

—Igual que mi historia.

Asentí con la cabeza.

—Tu historia parece sacada del libro. La primera vez que se lo llevé a Thecla supuse que era para niños o para adultos que gozaban con cosas de niños. Pero cuando hubimos hablado sobre algunos de los pensamientos del libro, comprendí que tenían que ser expresados de esa manera y de ninguna otra. Si el escritor hubiese querido describir una nueva manera de hacer vino o la mejor forma de hacer el amor, podría haber recurrido a un lenguaje complejo y preciso, pero en el libro que realmente escribió él tenía que decir: «En el comienzo fue sólo el Hexamerón», o «No ha de verse el icono quieto de pies, sino ver el quieto de pie». La cosa que oí bajo tierra… ¿era algo parecido?

—No la vi. —Jonas se levantó.— Voy a salir a vender la maza. Pero antes de irme, voy a decirte lo que todas las esposas dicen a sus maridos antes o después: «Antes de hacer más preguntas, piensa si realmente quieres conocer las respuestas».

—Una última pregunta —dije—, y te prometo que no insistiré. Cuando estábamos saliendo por la Muralla, dijiste que lo que veíamos entonces eran soldados, con lo que quisiste decir que se les había destacado allí para resistir a Abaia y a los otros. ¿Son los hombres mono soldados del mismo tipo? Si lo son, ¿de qué pueden valer los luchadores de talla humana cuando nuestros oponentes son grandes como montañas? ¿Y por qué los antiguos autarcas no utilizaron soldados humanos?

Jonas había envuelto la maza en un paño y ahora estaba de pie pasándosela de una mano a la otra.

—Has hecho tres preguntas, y sólo puedo contestar con certeza a la segunda. Aventuraré una respuesta para las otras dos, pero te voy a tomar la palabra: es la última vez que hablamos de estas cosas.

»Primero, la última pregunta. Los antiguos autarcas, que no lo eran o no se les llamaba así, utilizaron sin duda soldados humanos, pero los guerreros que crearon humanizando animales, y quizás en secreto animalizando hombres, eran más leales. Tenían que serlo, puesto que el populacho, que odiaba a sus gobernantes, odiaba todavía más a estos servidores inhumanos. Así, a los servidores podía hacérseles soportar cosas que no hubieran tolerado los soldados humanos. A eso puede obedecer el que se les utilizara en la Muralla. O tal vez haya otra explicación completamente diferente.

Jonas hizo una pausa y fue hacia la ventana para mirar no la calle, sino las nubes.

—Ignoro si tus hombres mono son el mismo tipo de híbrido. El que vi me pareció bastante humano exceptuando la piel, así que me siento inclinado a convenir contigo en que son seres humanos cuya naturaleza esencial ha experimentado algún cambio a causa de la vida en las minas y el contacto con las reliquias de la ciudad allí enterradas. Urth es ya muy antiguo. Es muy antiguo, y no cabe duda de que en tiempos periclitados se han enterrado muchos tesoros. El oro y la plata no se alteran, pero sus guardianes pueden sufrir metamorfosis más extrañas que las que cambian la uva en vino y la arena en perlas.

Dije:

—Pero los del exterior aguantamos la oscuridad todas las noches, y se nos traen los tesoros que se sacan de las minas. ¿Por qué no hemos cambiado también?

Jonas no respondió, y recordé mi promesa de no preguntarle nada más. Aunque cuando se volvió a mirarme, en sus ojos había algo que me decía que me estaba comportando como un idiota, que en realidad habíamos cambiado. De nuevo volvió a darme la espalda y a mirar por la ventana hacia arriba.

—De acuerdo —asentí—, no tienes que contestar a eso. Pero ¿y la otra pregunta que prometiste responder? ¿Cómo pueden los soldados humanos resistir a los monstruos de los mares?

—Tenías razón al decir que Erebus y Abaia son grandes como montañas, y admito que me sorprendió que lo supieras. La mayoría de la gente carece de imaginación para concebir algo tan enorme, y piensa que no son más grandes que casas o barcos. Su tamaño real es tan enorme que si bien siguen en este mundo no pueden nunca abandonar el agua, pues su propio peso los aplastaría. No debes imaginártelos golpeando la Muralla con los puños, o lanzando cascotes aquí y allá. Reclutan a sus servidores con el pensamiento y los lanzan contra todas las normas que se oponen a las propias.

Entonces Jonas abrió la puerta de la posada y desapareció en el tumulto de la calle; yo seguí donde estaba, con el codo apoyado en la mesa donde habíamos comido, y me acordé del sueño que había tenido cuando compartí la cama con Calveros. La tierra no podría sostenemos, habían dicho las monstruosas mujeres.


Ahora he llegado a un punto de mi narración donde es inevitable que escriba sobre algo que en gran parte he evitado referir hasta ahora. Tú que lees no habrás dejado de darte cuenta de que no he tenido escrúpulos en volver a contar con gran detalle cosas que sucedieron hace años y en transcribir las palabras mismas de aquellos que me hablaron y las palabras mismas con que yo repliqué; y quizás hayas creído que no se trata más que de un recurso convencional que he adoptado para hacer que mi narración sea más fluida. La verdad es que me cuento entre los tocados por la maldición de tener lo que se llama una memoria perfecta. No podemos, como se dice sin más, acordamos de todo. Soy incapaz de retener el orden en que estaban colocados los libros en la biblioteca del maestro Ultan, pero recuerdo cosas que casi todo el mundo olvida: la posición que ocupada cada uno de los objetos sobre una mesa por la que pasé cuando era niño, o incluso que anteriormente me acordé de algo y cómo ese incidente recordado era distinto del recuerdo que de él guardo ahora.

Esta capacidad de retener fue lo que me convirtió en el alumno preferido del maestro Palaemón, así que a ella puede atribuírsele la existencia de este relato, pues si él no me hubiera favorecido, no habría sido enviado a Thrax con la espada.

Hay quien dice que esta capacidad está unida a la falta de juicio; no soy yo quien puede saberlo. Pero en ella hay otro peligro, con el que he tropezado muchas veces. Cuando vuelvo el pensamiento hacia el pasado, como estoy haciendo ahora y como hice cuando traté de recordar mi sueño, el recuerdo es tan nítido que parece que me moviera de nuevo en el día que ya murió, un nuevo viejo día, inalterado cada vez que lo saco a la superficie de mi mente, siendo sus eidólones tan reales como yo. Ahora mismo soy capaz de cerrar los ojos y penetrar en la celda de Thecla como lo hice una tarde de invierno; y en seguida mis dedos notan el calor de su vestido y mi nariz se llena del perfume de su persona, un perfume como de cálidas azucenas delante del fuego. Le levanto el vestido y abrazo su cuerpo de marfil, sintiendo sus pechos contra mi cara…


¿Lo ves? Es muy fácil malgastar horas y días con tales recuerdos, y en ocasiones me sumerjo tanto en ellos que me embriagan y me ahogan. Eso fue lo que acababa de ocurrir. Los pasos que oí en la caverna de los hombres monos todavía resonaban en mi mente. Buscando alguna explicación volví a mi sueño, seguro ahora de que sabía de dónde procedía y esperando que hubiera revelado más de lo que yo mismo había aprehendido.

De nuevo me encuentro subido sobre la mitrada montura de alas de piel. Los pelícanos vuelan bajo nosotros batiendo las alas rígidas y formalmente, y las gaviotas se lamentan volando en círculos.

De nuevo vuelvo a caer por el abismo del aire, avanzo silbando hacia el mar, pero permanezco suspendido por unos momentos entre olas y nubes. Me doblo para ponerme de cabeza, dejo que las piernas me sigan detrás como bandera al viento y de esta manera atravieso el agua y veo flotando en el claro azul la cabeza con cabellos de serpiente y el animal de múltiples cabezas, y después el jardín de arena, que se mueve en torbellinos mucho más abajo. La gigantesca figura femenina levanta unos brazos como troncos de sicómoro, y en la punta de los dedos tiene garras de amaranto y entonces, de súbito, yo, hasta entonces ciego, comprendí por qué Abaia me había enviado este sueño y había tratado de reclutarme para la gran guerra final de Urth.


Mas ahora la tiranía de la memoria agobiaba mi voluntad. Aunque veía las titánicas odaliscas y su jardín y sabía que no eran más que trozos recordados de un sueño, no podía escapar a fascinación de esas mujeres y a la memoria del sueño. Unas manos me agarraron como si fuera un muñeco, y mientras era así zarandeado entre las meretrices de Abaia, fui levantado de mi ancho sillón de la posada de Saltus; y, sin embargo, durante quizás un centenar de latidos más, no pude librar mi mente del mar y de sus mujeres de cabellos verdes.

—Está durmiendo.

—Tiene los ojos abiertos.

—¿Nos llevamos la espada? —dijo una tercera voz.

—Tráela. Quizás haya trabajo para ella.

Las titanes se esfumaron. Hombres con piel de antílope y tosca lana impedían que me moviera, y otro con un corte en la cara apoyaba la punta de un puñal contra mi garganta. El hombre de mi derecha blandía Terminus Est con la mano libre. Se trataba del voluntario de barba negra que había ayudado a tirar el muro de la casa tapiada.

—Alguien viene.

El hombre de la cicatriz en la cara se hizo a un lado. Oí un ruido metálico en la puerta y la exclamación que lanzó Jonas al ser empujado hacia dentro.

—Este es tu señor, ¿no? Bueno, amigo, no te muevas ni grites. Vamos a mataros.

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