Me encontré rodeado de caras. Dos mujeres apartaron a Jonas, y prometiendo cuidarlo, se lo llevaron. El resto empezó a martillearme a preguntas: cómo me llamaba, qué clase de ropas llevaba, de dónde había venido, si conocía a éste o a tal otro, si había estado en ésta o en aquella ciudad, si era de la Casa Absoluta o de Nessus o de la ribera oriental u occidental del Gyoll, si era de este barrio o de aquél, si el Autarca vivía aún, si sabía algo del Padre Inire, quién era arconte en la ciudad, cómo iba la guerra, si tenía noticias del comandante Fulano o del soldado Mengano o del quiliarca Zutano, si sabía cantar o recitar o tocar un instrumento…
Como puede imaginarse, ante tal lluvia de preguntas no pude contestar a casi ninguna. Cuando pasó el chaparrón inicial, un hombre viejo y de barba canosa y una mujer que parecía casi de la misma edad hicieron callara los demás y los alejaron. El método, que posiblemente no habría triunfado en ningún otro lugar, era dar una palmada a cada cual en la espalda, apuntar a la parte más remota de la estancia y decirle claramente: «Hay tiempo de sobra». Gradualmente, los demás se fueron callando y retirando hasta el sitio más alejado desde donde aún podían oír, y por fin la baja estancia quedó tan silenciosa como cuando se abrieron las puertas.
—Soy Lomer —dijo el viejo. Carraspeó ruidosamente—. Ésta es Nicarete.
Le dije cuál era mi nombre y el de Jonas.
La vieja debió de haber notado preocupación en mi voz.
—Está en buenas manos, no te preocupes. Esas muchachas lo tratarán lo mejor que puedan, esperando que él pronto pueda hablarles. —Soltó una risa, y algo en el modo de echar atrás la bien conformada cabeza me dijo que había sido hermosa en otro tiempo.
Comencé a interrogarlos a mi vez, pero el viejo me interrumpió.
—Ven con nosotros —dijo—, a nuestro rincón. Allí podemos sentarnos con tranquilidad y te ofreceré un vaso de agua.
En cuanto pronunció esa palabra, me di cuenta de cuánta sed tenía. Nos llevó detrás de la cortina de harapos más próxima a las puertas y me echó agua de una jarra de barro a un delicado vaso de porcelana. Allí había cojines y una mesa pequeña de no más de un palmo de altura.
—Pregunta por pregunta, ésa es la vieja regla. Te hemos dicho nuestros nombres y tú nos has dicho el tuyo, así que volvamos a empezar. ¿Dónde te apresaron?
Les expliqué que no lo sabía, a menos que hubiera sido por violar los terrenos.
Lomer hizo un gesto de asentimiento. Tenía esa piel pálida de quienes nunca ven el sol; la barba rebelde y los dientes irregulares hubieran parecido repugnantes en cualquier otro entorno; aquí encajaban tan bien como las losas medio desgastadas del suelo.
—Me encuentro aquí por una mala pasada de la chatelaine Leocadia. Yo era senescal de la rival de Leocadia, la chatelaine Nympha, y cuando ella me trajo aquí, a la Casa Absoluta, para que pudiéramos examinar las cuentas de las fincas mientras que ella asistía a los ritos del filómata Phocas, la chatelaine Leocadia me tendió una trampa con ayuda de Sancha, que…
La vieja Nicarete lo interrumpió.
—¡Mira! —exclamó—. La conoce.
Sí, la conocía. Una cámara en rosa y marfil había brotado en mi mente, una estancia con dos paredes de cristal y marcos exquisitos. Allí ardían fuegos en chimeneas de mármol, empalidecidos por los rayos de sol que atravesaban los cristales, pero que llenaban la habitación de calor seco y de olor a sándalo. Una anciana envuelta en chales estaba sentada en una silla que parecía un trono; junto a ella, sobre una mesa de taracea, había un decantador de cristal tallado y varios frascos de color marrón.
—Es una anciana de nariz aguileña —dije—. La viuda de Fors.
—¿Así que la conoces? —La cabeza de Lomer asintió lentamente, como si estuviera respondiendo a la pregunta que él mismo había planteado.— Eres el primero en muchos años.
—Digamos que la recuerdo.
—Sí. —El viejo asintió.— Dicen que ya ha muerto. Pero en mis tiempos era una joven bonita y sana. La chatelaine Leocadia la convenció, y después hizo que nos descubrieran, como Sancha sabía que lo haría. Ella no tenía más que catorce años y no fue inculpada. En todo caso, no habíamos hecho nada; sólo había empezado a desvestirme.
—Entonces tenías que ser un jovenzuelo —dije. Él no respondió, Nicarete dijo entonces: —Tenía veintiocho años.
—¿Y tú? —pregunté—. ¿Quién eres? —Soy una voluntaria.
La miré algo sorprendido.
—Alguien debe expiar las faltas de Urth, o el Sol Nuevo nunca llegaría. Y alguien debe despertar la atención sobre este lugar y otros como él. Soy de una familia armígera que quizá todavía me recuerde, así que los guardias han de tener cuidado conmigo y con todos los demás mientras yo siga aquí.
—¿Quieres decir que puedes irte y no quieres?
—No —dijo, y meneó la cabeza. Tenía cabellos blancos, pero los llevaba sueltos sobre los hombros como las jóvenes—. Me iré, pero sólo bajo mis propias condiciones, que son que todos los que llevan aquí tanto tiempo que ya han olvidado sus delitos también queden libres.
Me acordé del cuchillo de cocina que había robado para Thecla y del hilo carmesí que fluyó bajo la puerta en nuestras mazmorras, y dije: —¿Es verdad que aquí los prisioneros olvidan realmente sus delitos?
Lomer alzó los ojos.
—¡Es injusto! Pregunta por pregunta, ésa es la regla, la vieja regla. Aquí todavía conservamos las reglas antiguas. Somos los últimos de la vieja generación, Nicarete y yo, pero mientras vivamos las antiguas reglas se aplicarán. ¿Tienes amigos que se muevan para liberarte?
Seguramente Dorcas lo haría si supiera dónde estaba. El doctor Talos era tan impredecible como las figuras que forman las nubes, y por esa misma razón podría intentar que me liberaran, aunque no tenía motivo alguno para hacerlo. Lo más importante quizás es que yo era el mensajero de Vodalus, y éste tenía al menos un agente en la Casa Absoluta: aquel a quien supuestamente yo tenía que entregar el mensaje. Yo había tratado de deshacerme del eslabón dos veces mientras Jonas y yo nos dirigíamos hacia el norte, pero comprobé que no podía; el alzabo, al parecer, había puesto otro encantamiento en mi mente. Ahora eso me alegraba.
—¿Tienes amigos o relaciones? Si los tienes, quizá puedas hacer algo por nosotros.
—Tal vez amigos —dije—. Puede que traten de ayudarme si se enteran de lo que me ocurrió. ¿Creéis que pueden conseguirlo?
Así estuvimos hablando durante mucho tiempo. Si tuviera que escribirlo todo aquí, esta historia no terminaría. En esa estancia no había nada que hacer más que charlar y jugar unos cuantos juegos sencillos, y los prisioneros hacen estas cosas hasta que se les ha ido todo el sabor y quedan como cartílagos que un hambriento hubiera estado mordisqueando todo el día. En muchos aspectos, estos prisioneros salen mejor parados que los clientes que guardábamos bajo la torre, pues de día no tienen miedo del dolor y ninguno está solo. Pero como la mayoría lleva allí tantos años, y a pocos de nuestros clientes se les mantenía confinados demasiado tiempo, los nuestros, en su mayor parte no perdían la esperanza, mientras que los de la Casa Absoluta están desesperados.
Después de diez guardias o más, las lámparas que lucían en el techo empezaron a apagarse y le dije a Lomer y a Nicarete que no seguiría despierto más tiempo. Me llevaron a un sitio muy oscuro alejado de la puerta, y me explicaron que ese lugar sería mío hasta que algún prisionero muriera y yo heredara una posición mejor.
Cuando se iban, le oí decir a Nicarete: —¿Vendrán esta noche? —Lomer respondió algo, pero no pude entender la respuesta, y yo estaba demasiado fatigado para preguntar. Mis pies me decían que en el suelo había un delgado jergón; me senté y había empezado a estirarme en toda mi longitud cuando con la mano toqué un cuerpo viviente.
La voz de Jonas me dijo: —No hace falta que apartes la mano. Sólo soy yo.
—¿Por qué no dijiste nada? Te vi paseando por ahí, pero no pude deshacerme de esos dos viejos.
¿Por qué no viniste?
—No dije nada porque estaba pensando, y no fui porque no pude librarme de las mujeres que me tenían al principio. Después, esas gentes no podían separarse de mí. Severian, tengo que escapar.
—Todo el mundo quiere escapar, supongo —le dije—. Por supuesto, yo también.
—Pero yo tengo que escapar. —Una mano delgada y dura, la mano izquierda de carne, agarró la mía. Si no lo hago, me mataré o perderé la razón. He sido tu amigo, ¿verdad? — Bajó la voz hasta un débil susurró.— Ese talismán que llevas… la gema azul… ¿nos liberará? Sé que los pretorianos no la encontraron; miré mientras te registraban.
—No quiero sacarla —dije—. Reluce mucho en la oscuridad.
—Pondré de lado uno de estos jergones y los sostendré para que nos oculte.
Esperé hasta que sentí que Jonas había levantado el jergón, y extraje la Garra. La luz era tan débil que podía haberla apagado con la mano.
—¿Está apagándose? —preguntó Jonas.
—No, está así casi siempre. Pero cuando está activa, como cuando transmutó el agua de nuestra garrafa y cuando atemorizó a los hombres mono, brilla intensamente. Si puede ayudar a nuestra evasión, no creo que lo haga ahora.
—Tenemos que llevarla a la puerta, quizás haga saltar el cerrojo. —La voz le temblaba.
—Más tarde, cuando todos los demás duerman. Los liberaré si nosotros mismos podemos escapar; pero si la puerta no se abre, como es muy posible, no quiero que sepan que tengo la Garra. Ahora dime por qué tienes que escapar en seguida.
—Mientras tú hablabas con los viejos, una familia entera me estaba interrogando — empezó Jonas—. Hay varias viejas, un hombre de unos cincuenta años, otro de unos treinta, otras tres mujeres y una manada de niños. Me llevaron a su pequeño nicho junto a la pared, ya sabes, y los demás prisioneros no podían ir allí a menos que estuvieran invitados, y no lo estaban. Esperaba que me preguntaran por amigos que tenían en el exterior, o cuestiones de política, o por la lucha en las montañas… En vez de eso yo no parecía ser para ellos más que una especie de entretenimiento. Querían oír hablar del río, de dónde había estado, de cuánta gente vestía como yo. Y de la comida de afuera; hicieron muchísimas preguntas sobre la comida, algunas completamente grotescas: si había presenciado alguna carnicería, si los animales suplicaban que no los matasen. Y si era verdad que los que hacen azúcar llevan espadas envenenadas y lucharían para defender su producto…
»Nunca habían visto abejas, y parecían creer que eran del tamaño de conejos.
»Después de cierto tiempo comencé a mi vez a hacer preguntas y supe que ninguno de ellos, ni siquiera la mujer más anciana, había sido nunca libre. Al parecer, se trae a esta estancia tanto a hombres como a mujeres que engendran hijos impulsados por la naturaleza, y aunque algunos los llevan fuera, la mayoría se queda aquí toda la vida. No tienen bienes, y ninguna esperanza de ser liberados. En realidad, no saben lo que es la libertad, y aunque el hombre mayor y una muchacha me dijeron en serio que les gustaría ir al exterior, no creo que tuvieran la intención de instalarse allí. Las ancianas son prisioneras de séptima generación, eso es lo que dijeron, pero a una se le escapó que su madre también había sido prisionera de séptima generación.
»En algunos aspectos son notables. Exteriormente han sido totalmente modeladas por este lugar donde han pasado toda la vida. Sin embargo, por dentro son… —Jonas hizo una pausa, y sentí el peso del silencio alrededor de nosotros.— Memorias de familia, supongo que podría llamárseles. Tradiciones del mundo exterior que han ido heredando, generación tras generación, de los prisioneros de quienes descienden. No saben qué significan ya algunas de las palabras, pero se aferran a las tradiciones, a las narraciones, porque es todo lo que tienen; las narraciones y sus nombres.
Se quedó callado. Yo volví a meter la tenue chispa de la Garra en mi bota, y nos encontramos en una oscuridad perfecta. Respiraba trabajosamente, como unos fuelles bombeando en una fragua.
—Les pregunté el nombre del primer prisionero, el más remoto de sus antepasados. Era Kimlisung… ¿Has oído ese nombre?
Le dije que no.
—¿O algo parecido? Supón que fueran tres palabras.
—No, nada parecido —dije—. La mayoría de la gente que he conocido tienen nombres de una sola palabra, como tú, aunque parte del nombre era un título, un apodo o algo que les habían añadido porque había demasiados Bolcanos o Altos o lo que fuera.
—Me dijiste una vez que pensabas que mi nombre no era corriente. Kim Li Sung hubiera sido un nombre muy corriente cuando yo era… niño. Un nombre corriente en lugares ahora hundidos bajo el mar. ¿Has oído hablar de mi barco, Severian? Se trataba del Nube Afortunada.
—¿Un barco casino? No, pero…
Mis ojos captaron un resplandor de luz verdosa, tan débil que aun en la oscuridad era apenas visible. En seguida hubo un murmullo de voces cuyo eco se reproducía y se multiplicaba por toda la amplia, baja y tortuosa estancia. Oí cómo Jonas se ponía rápidamente en pie. Yo hice lo mismo, pero apenas estuve erguido cuando me cegó un destello de fuego azul. El dolor fue muy intenso; yo no recordaba haber sentido antes nada parecido; pareció como si la cara se me estuviera partiendo. De no haber sido por la pared, me habría caído.
En algún sitio más lejos, el fuego azul volvió a destellar de nuevo, y una mujer gritó.
Jonas estaba maldiciendo. Al menos, el tono de su voz me decía que estaba maldiciendo, aunque las palabras eran de lenguas para mí desconocidas. Oí cómo pateaba el suelo con las botas. Hubo otro destello, parecido a las chispas relampagueantes que yo había visto el día que el maestro Gurloes, Roche y yo administramos el Revolucionario a Thecla. Sin duda, Jonas gritaba como yo había gritado, pero para entonces el alboroto era tal que yo no alcanzaba a distinguir su voz.
La luz verdosa se hizo más intensa, y mientras yo miraba, todavía más que medio paralizado por el dolor, y destrozado por un miedo enorme, que no recuerdo haber experimentado nunca, tomó la forma de una cara monstruosa que clavaba en mí unos ojos de plato, para después apagarse en seguida en la oscuridad.
Todo esto fue más terrible de lo que jamás pudiera dar a entender con mi pluma, aunque desde ahora no hiciese otra cosa que contar esta parte de mi historia. Era el miedo de la ceguera y del dolor, aunque para lo que importaba todos estábamos ya ciegos. No había ninguna luz, y no había nadie de nosotros que pudiera encender una vela, ni siquiera obtener fuego de un pedernal. En toda la estancia cavernosa había voces que gritaban, lloraban y rogaban. Sobre el terrible estrépito oí la risa clara de una joven, que en seguida se apagó.