—Puedes decir a tu señor que he entregado su mensaje —dije.
Hildegrin sonrió.
—¿Y no tienes tú un mensaje para el armígero? Recuerda, vengo de las penetrales quercíneas.
—No —dije—. Ninguno.
Dorcas levantó la mirada.
—Yo sí tengo un mensaje. Una persona a quien conocí en los jardines de la Casa Absoluta me dijo que me encontraría con alguien que se identificaría así, y que yo tenía que decirle: «Cuando las hojas hayan crecido, el bosque ha de marchar hacia el norte».
Hildegrin se puso un dedo junto a la nariz.
—¿Todo el bosque? ¿Es eso lo que dijo?
—Me transmitió las palabras que acabo de decirte y nada más.
—Dorcas —pregunté—, ¿por qué no me lo contaste?
—Apenas he podido hablar contigo a solas desde que nos encontramos en el cruce de caminos. Y además, me di cuenta de que era peligroso saberlo. No veía ninguna razón para ponerte a ti en peligro. Fue el hombre que le dio ese dinero al doctor Talos quien me lo dijo. Pero no le dio el mensaje al doctor Talos; lo sé porque escuché lo que hablaron. Él sólo dijo que era amigo tuyo y me dio el mensaje.
—Y te dijo que me lo dijeras.
Dorcas meneó la cabeza.
La risa ahogada que resonó en la garganta de Hildegrin parecía venir de bajo tierra.
—Bueno, ya no importa casi, ¿no? Ya ha sido entregado, y por mi parte no tengo inconveniente en deciros que no me habría importado esperar un poco más. Pero aquí todos somos amigos, excepto tal vez la muchacha enferma, y no creo que ella pueda oír lo que se dice ni comprender lo que hablamos si pudiera oír. ¿Cómo dijiste que se llamaba? No os oía con claridad cuando estaba allá al otro lado.
—Es porque no lo mencioné. Pero se llama jolenta. —Mientras pronunciaba el nombre la miré, y viéndola a la luz del fuego, advertí que ya no era Jolenta. En aquella cara demacrada ya no quedaba nada de la hermosa mujer a la que Jonas había amado.
—¿Y eso lo hizo una mordedura de murciélago? Pues últimamente tienen una fuerza poco común. A mí me han mordido un par de veces. —Lo miré a los ojos e Hildegrin añadió:— Pues claro, joven sieur, ya la he visto antes, como a ti y a la pequeña Dorcas. No creerías que os dejé a ti y a la otra abandonar solos el Jardín Botánico, ¿verdad? ¡Cómo iba a hacerlo si hablabas de ir al norte y de luchar contra un oficial de los septentriones! Te vi combatir y te vi decapitar a aquel tipo (por cierto, que contribuí a atraparlo porque pensé que podría ser de la Casa Absoluta), y también estuve detrás del público que esa noche te vio en el escenario. No te perdí hasta que pasó lo de la puerta al día siguiente. Os he visto a ti y a ella, aunque de ella no queda mucho salvo el cabello, y creo que hasta eso le ha cambiado.
Merryn preguntó a la Cumana: —¿Se lo digo, Madre?
La anciana asintió: —Si puedes, hija.
—Estaba envuelta en un encanto que la hacía hermosa. Ahora ese encanto se está desvaneciendo rápidamente, por sangre que ha perdido, y por el mucho ejercicio que ha hecho. Por la mañana no quedarán más que huellas.
Dorcas retrocedió.
—¿Magia, quieres decir?
—No hay ninguna magia. Sólo conocimiento, más o menos escondido.
Hildegrin miraba fijamente a Jolenta con expresión pensativa.
—No sabía que el aspecto pudiera cambiar tanto. Eso podría ser útil, ya lo creo. ¿Puede hacerlo tu señora?
—Y mucho más, si quisiera.
Dorcas susurró: —¿Pero cómo?
—Se han añadido a la sangre unas sustancias sacadas de glándulas de bestias, para cambiarle la configuración de la carne. Esas sustancias le dieron un talle fino, pechos como melones, etcétera. También pueden haber servido para añadir pantorrillas a sus piernas. Una limpieza y la aplicación de caldos salutíferos le rejuvenecieron la cara. También le limpiaron los dientes y a algunos les pusieron falsas coronas; una de ellas se ha deshecho ya, si lo observáis. Le tiñeron el pelo y se lo espesaron cosiéndole hebras de seda coloreada al cuero cabelludo. Sin duda también le quitaron mucho vello del cuerpo, y al menos eso quedará así. Lo más importante es que se le prometió la belleza mientras estuviera en trance. Tales promesas se creen con una fe mayor que la de los niños, y esa creencia arrastró la vuestra.
—¿No se puede hacer nada?
—Yo no, ni es tarea de cumanas excepto en casos de gran necesidad.
—¿Pero vivirá?
—Sí, como te dijo la Madre, aunque ella no lo deseará.
Hildegrin se aclaró la garganta y escupió sobre el borde del tejado.
—Solucionado, pues. Hemos hecho lo posible por ella y eso es todo. Así pues, volvamos a aquello para lo que hemos venido. Como dijiste, Cumana, es bueno que estos otros aparecieran. Me han dado el mensaje que debía recibir, y son amigos como yo del Señor del Follaje. Este armígero puede ayudarme a traer al tal Apu-Punchau, y por lo de mis dos amigos que mataron en el camino, me alegraré de tenerlo conmigo. Así pues, ¿qué nos impide seguir adelante?
—Nada —murmuró la Cumana—. La estrella está en el ascendente.
Dorcas dijo: —Si vamos a ayudaros en algo, ¿no deberíamos saber de qué se trata?
—Traer de vuelta el pasado —declamó Hildegrin—. Zambullirnos de nuevo en la grandeza del antiguo Urth. Había alguien que vivía aquí donde estamos sentados y que conocía cosas que podían cambiarlo todo. Será el punto culminante, si se me permite decirlo, de una carrera que en círculos conocedores ya se considera bastante espectacular.
Pregunté: —¿Vas a abrir la tumba? Seguramente incluso con el alzabo…
La Cumana fue a limpiar el sudor de la frente de Jolenta.
—Podemos llamarla así, pero no era una tumba para él, sino más bien su casa.
—Ya ves, trabajando conmigo tan cerca —explicó Hildegrin—, he venido haciendo favores a esta chatelaine una y otra vez. Más de uno, si se me permite decirlo, y más de dos. Por último tuve la idea de que había llegado la hora de cobrar. Le expuse mi pequeño plan al Señor del Bosque, podéis estar seguros. Y aquí estamos.
—Dije: —Se me había dado a entender que la Cumana sirvió al Padre Inire.
—Ella paga sus deudas —anunció Hildegrin, muy satisfecho—. La calidad siempre lo hace. Y no tienes que ser una mujer sabia para entender que sería prudente tener unos cuantos amigos en el otro bando, por si es el bando que gana.
Dorcas preguntó a la Cumana:
—¿Quién fue este Apu-Punchau, y por qué su palacio está todavía en pie cuando el resto de la ciudad no es más que un montón de piedras?
La anciana no respondió, y Merryn dijo:
—Menos que una leyenda, puesto que ni siquiera los eruditos recuerdan ya su historia. La Madre nos ha dicho que el nombre significa la Cabeza del Día. En remotos eones apareció entre los pueblos de aquí y les enseñó muchos secretos maravillosos. Desaparecía con frecuencia, pero siempre regresaba. Por fin no regresó y los invasores arrasaron sus ciudades. Ahora regresará por última vez.
—Claro. ¿Sin magia?
La Cumana levantó la mirada hacia Dorcas con ojos que parecían brillar como las estrellas.
—Las palabras son símbolos. Merryn opta por definir la magia como lo que no existe… así que no existe. Si optas por llamar magia a lo que vamos a hacer aquí, entonces la magia vive mientras lo hacemos. En tiempos antiguos, en una tierra remota, hubo dos imperios separados por montañas. Uno de ellos vestía a sus soldados de amarillo y el otro de verde. Lucharon durante cien generaciones. Veo que el hombre que te acompaña conoce la historia.
—Y después de cien generaciones —dije—, un eremita anduvo entre ellos y aconsejó al emperador del ejército amarillo que vistiera a sus hombres de verde, y al señor del ejército verde, que los vistiera de amarillo. Pero la batalla continuó como antes. En mi esquero tengo un libro titulado Las maravillas de Urth y del Cielo, y ahí se cuenta la historia.
—Ése es el más sabio de todos los libros de los hombres —dijo la Cumana—, aunque son pocos a quienes su lectura aprovecha. Hija, explica a este hombre, que con el tiempo será un sabio, lo que vamos a hacer esta noche.
La bruja joven asintió.
—La totalidad del tiempo está presente ahora. He ahí la verdad en que se apoyan las leyendas de los epoptas. Si el futuro no existiera ya, ¿cómo podríamos viajar hacia él? Si el pasado no existiera todavía, ¿cómo podríamos dejarlo detrás de nosotros? En el sueño la mente está envuelta en tiempo, y por eso oímos entonces tan a menudo las voces del más allá, y sabemos de cosas que han de ocurrir. Aquellos que, como la Madre, han aprendido a entraren ese mismo estado durante la vigilia, viven acompañados por sus propias vidas. Así también los Abraxas perciben todo el tiempo como un instante eterno.
Esa noche había habido poco viento, pero de pronto advertí que había cesado. En el aire colgaba el silencio, de modo que a pesar de la dulce voz de Dorcas pareció que hablaba con palabras resonantes.
—¿Es eso, pues, lo que hará la mujer que llamáis la Cumana? ¿Entrar en ese estado, y hablando con la voz de los muertos, decir a este hombre lo que desee saber?
—Eso no puede. Aunque es muy vieja, esta ciudad fue devastada mucho antes de que ella naciera. Sólo su propio tiempo la circunda, y eso es todo lo que ella comprende por conocimiento directo. Para restaurar la ciudad tendríamos que recurrir a una mente que existió cuando estaba completa.
—¿Y hay en el mundo alguien tan viejo?
La Cumana meneó la cabeza.
—¿En el mundo? No. Sin embargo, esa mente existe. Mira adonde apunto, hija, justo por encima de las nubes. La estrella roja que hay allí se llama la Boca del Pez, y en el único mundo que allí sobrevive habita una mente antigua y penetrante. Merryn, toma mi mano y tú, Tejón, toma la otra. Torturador, toma la mano derecha de tu amiga enferma y la de Hildegrin. Tu amada tomará la otra mano de la mujer enferma y la de Merryn… Ahora estamos enlazados, los hombres a un lado y las mujeres al otro.
—Sería mejor que hiciéramos algo rápidamente —gruñó Hildegrin—. Yo diría que se acerca una tormenta.
—Lo haremos tan deprisa como se pueda. Ahora he de utilizar todas vuestras mentes, y la de la mujer enferma servirá de poco. Sentiréis que guío vuestro pensamiento. Haced lo que os indique.
Soltando por un momento la mano de Merryn, la anciana (si es que en verdad era una mujer) sacó de su corpiño una vara cuyas puntas se desvanecieron en la noche, como si estuviesen fuera de mi campo de visión, a pesar de que era apenas más larga que una daga. La anciana abrió la boca; pensé que pretendía ponerse la vara entre los dientes, pero se la tragó. Un momento más tarde pude detectar su imagen relumbrante, aunque borrosa y teñida de carmesí, bajo la piel colgante de la garganta.
—Cerrad todos los ojos… Hay aquí una mujer a quien no conozco, de clase alta, encadenada… No importa, torturador, ya la conozco. No os soltéis de mi mano… No os soltéis ninguno de mi mano…
En el estupor que había seguido al banquete de Vodalus, yo aprendí lo que era compartir mi mente. Esto era distinto. La Cumana no aparecía como yo la había visto, ni como una versión joven de ella, ni (según me pareció) como nada. Más bien encontré mi pensamiento envuelto en el suyo, como un pez que flota en una burbuja de agua invisible. Thecla se encontraba allí conmigo, pero nunca la veía completa; era como si estuviera de pie detrás de mí, y en un momento yo viera su mano sobre mi hombro, y en el siguiente sintiera su aliento en mi mejilla.
A continuación desapareció, y todo se fue con ella. Sentí que mi pensamiento era arrojado a la noche, perdido entre las ruinas.
Cuando me recuperé, yacía sobre las tejas cerca del fuego. Tenía la boca húmeda de saliva espumosa mezclada con sangre, pues me había mordido los labios y la lengua. Mis piernas estaban demasiado débiles para ponerme en pie, pero me incorporé hasta que estuve otra vez sentado.
Al principio pensé que los demás se habían ido. El tejado que era sólido debajo de mí, pero ellos me parecían vaporosos como fantasmas. Un fantasmagórico Hildegrin yacía tumbado a mi derecha. Le puse la mano sobre el pecho y sentí que el corazón le latía como una polilla que trataba de escapar. La más borrosa era Jolenta, apenas presente. Le habían hecho más de lo que Merryn había supuesto; vi alambres bajo su carne, y bandas de metal, aunque también ellas eran borrosas. Entonces me miré a mí mismo, a mis piernas y pies, y descubrí que podía ver la Garra ardiendo como una llama azul a través del cuero de mi bota. La agarré, pero apenas alcanzaba a mover los dedos y no pude sacarla.
Dorcas estaba tendida, como durmiendo. No tenía espuma en los labios, y parecía más sólida que Hildegrin. Merryn era ahora una muñeca vestida de negro, tan delicada y tenue que a su lado la delgada Dorcas parecía robusta. Ahora que la inteligencia ya no animaba a aquella máscara de marfil, vi que no era más que pergamino sobre hueso.
Como yo había sospechado, la Cumana no era ninguna mujer; pero tampoco ninguno de los horrores que yo había contemplado en los jardines de la Casa Absoluta. Algo lustroso y viperino estaba enrollado en la vara, reluciente. Busqué la cabeza con la mirada pero no encontré ninguna, aunque cada una de las figuras dibujadas en el dorso del reptil era una cara, y los ojos de esa cara parecían perdidos y arrobados.
Dorcas despertó mientras yo los miraba.
—¿Qué nos ha ocurrido? —dijo. Hildegrin se estaba moviendo.
—Creo que nos estamos mirando desde una perspectiva más larga que la de un solo instante.
La boca de ella se abrió, pero no emitió ningún sonido.
Aunque las nubes amenazadoras no trajeron viento, el polvo se movía en remolinos en las calles, por debajo de nosotros. No sé cómo describirlo si no es diciendo que parecía como si incontables huestes de minúsculos insectos cien veces más pequeños que moscas enanas hubieran estado ocultos en los intersticios del pavimento, y ahora la luz de la luna los estuviera atrayendo al exterior para que celebraran un vuelo nupcial. Se movían en silencio y sin ninguna regularidad, pero después de un tiempo la masa indiferenciada se alzó en enjambres que iban y venían, que se hacían cada vez más grandes y más densos, y por último volvió a posarse en las piedras rotas.
Entonces pareció que los insectos ya no volaban, sino que gateaban unos sobre otros, tratando de llegar al centro del enjambre.
—Están vivos.
Pero Dorcas susurró: —Mira, están muertos.
Tenía razón. Los enjambres que un momento antes habían bullido de vida mostraban ahora costillas blanqueadas; las motas de polvo, ensamblándose así como los estudiosos juntan los fragmentos de vidrios antiguos a fin de recrear para nosotros una ventana coloreada que se rompió miles de años atrás, formaron calaveras que a la luz de la luna tenían un resplandor verde. Entre los muertos se movían algunos animales: elurodontes, espelaeae escurridizas y formas que reptaban a las que yo no sabría cómo llamar, todas ellas más borrosas que nosotros, que contemplábamos aquello desde el tejado.
Uno a uno se levantaron y los animales se desvanecieron. Débilmente al principio, comenzaron a reconstruir la ciudad; las piedras se alzaron otra vez, y unos maderos hechos de cenizas fueron encajados en los muros restaurados. Las gentes, que al levantarse parecían poco más que cadáveres ambulantes, fueron ganando vigor con el trabajo y se convirtieron en una raza de piernas arqueadas que caminaban como marineros y hacían rodar piedras ciclópeas con la fuerza de sus anchas espaldas. Más tarde la ciudad estuvo completa y esperamos a ver qué sucedería a continuación.
Los tambores rompieron el silencio de la noche; por el tono supe que la última vez que redoblaron hubo un bosque alrededor de la ciudad, pues reverberaban como sólo reverberan los sonidos entre los troncos de grandes árboles. Un chamán de cabeza rapada desfilaba por la calle, desnudo y pintado con los pictogramas de una escritura que yo jamás había visto, tan expresiva que las meras formas de las palabras parecían gritar sus significados.
Iba seguido por cien o más bailarines que evolucionaban en fila uno tras otro, cada uno con las manos puestas en la cabeza de delante. Como sus caras miraban hacia arriba, me pregunté (como todavía me lo pregunto) si no estarían imitando a la serpiente de cien ojos que llamábamos la Cumana. Lentamente iban calle arriba y abajo dibujando espirales y entrecruzándose una y otra vez alrededor del chamán, hasta que por fin llegaron a la entrada de la casa desde donde nosotros mirábamos. Con el ruido de un trueno, cayó la losa de la puerta. Hubo un aroma como de mirra y rosas.
Un hombre se adelantó para saludar a los bailarines. Si hubiera tenido cien brazos o hubiera llevado la cabeza bajo las manos, no me habría producido tanto asombro, puesto que la suya era una cara que yo había conocido desde la niñez, la cara del bronce funerario en el mausoleo donde yo jugaba cuando era niño. Llevaba brazaletes de oro macizo, brazaletes engastados de jacintos y ópalos, cornalinas y esmeraldas destellantes. Con pasos medidos avanzó hasta que se encontró en el centro de la procesión, con los bailarines cimbreándose alrededor. Después se volvió hacia nosotros y levantó los brazos. Nos miraba, y supe que sólo él, de los cientos que estaban allí, nos veía realmente.
Estaba tan absorto por el espectáculo de allá abajo que no me di cuenta cuando Hildegrin abandonó el techo. Ahora se lanzaba hacia delante como una flecha (si eso puede decirse de un hombre tan grande), se confundía con la multitud, y agarraba a Apu- Punchau.
Apenas sé cómo describir lo que siguió. En cierto modo fue como el pequeño drama de la casa de madera amarilla del Jardín Botánico; sin embargo, era mucho más extraño, aunque sólo porque entonces supe que sobre la mujer, el hermano y el salvaje pesaba un encantamiento. Y ahora casi parecía que los que estábamos envueltos en magia éramos Hildegrin, Dorcas y yo. Estoy seguro de que los bailarines no veían a Hildegrin, pero sabían de algún modo que estaba entre ellos, y gritaban contra él y azotaban el aire con garrotes de piedra dentada.
Yo estaba seguro de que Apu-Punchau sí lo veía, así como nos había visto sobre el tejado y como Isangoma nos había visto a Agia y a mí. Pero no creía que viera a Hildegrin como yo lo veía, y puede ser que lo que él viera le pareciera tan extraño como la Cumana me lo había parecido a mí. Hildegrin le echó las manos encima, pero no pudo subyugarlo. Apu-Punchau forcejeó, pero no pudo librarse. Hildegrin me miró y me pidió ayuda a gritos.
No sé por qué respondí. Desde luego, ya no me dominaba el deseo de servir a Vodalus ni sus objetivos. Tal vez fuera porque el alzabo estaba actuando todavía, o sólo por el recuerdo de Hildegrin mientras nos llevaba en la barca a Dorcas y a mí por el Lago de los Pájaros.
Traté de separar a empujones a los hombres de piernas arqueadas, pero uno de los golpes que daban al azar me acertó en un lado de la cabeza y caí de rodillas. Cuando volví a levantarme, me pareció haber perdido de vista a Apu-Punchau entre los bailarines que saltaban y gritaban. En vez de él había dos Hildegrin, uno que forcejeaba conmigo y otro que luchaba contra algo invisible. Aparté furiosamente al primero y traté de acudir en ayuda del segundo.
—¡Severian!
Me despertó la lluvia que me caía sobre la cara; gotas grandes de lluvia fría que picaban como granizo. El trueno redoblaba por las pampas. Durante un rato pensé que me había quedado ciego; pero el destello de un relámpago me mostró la hierba azotada por el viento y las piernas derruidas.
—¡Severian!
Era Dorcas. Comencé a levantarme y mi mano tocó ropa y también barro. Tiré de ella y la liberé; era una banda de seda larga y estrecha con borlas en el extremo.
—¡Severian! —El grito era de terror.
—¡Aquí! —grité—. ¡Estoy aquí abajo! —Otro relámpago me mostró el edificio y la silueta de la frenética Dorcas sobre el techo. Bordeé la muralla y encontré los escalones. Nuestras monturas habían desaparecido. Tampoco las brujas estaban en el tejado; Dorcas, sola, se inclinaba sobre el cuerpo de Jolenta. A la luz del relámpago vi la cara muerta de la camarera que nos había servido al doctor Talos, a Calveros y a mí en el café de Nessus. Toda su belleza había sido limpiada. En el recuento final no queda más que el amor, más que esa divinidad. Nuestro pecado imperdonable es siempre el mismo: sólo somos capaces de ser lo que somos.
Aquí me detengo de nuevo, lector, después de haberte conducido de ciudad en ciudad… Desde la pequeña villa minera de Saltus a la desolada ciudad de piedra cuyo nombre se había perdido hacía tiempo en el torbellino de los años. Saltus fue para mí la puerta de entrada al mundo que se abre más allá de la Ciudad Imperecedera. Así también la ciudad de piedra fue una puerta de entrada, la puerta de entrada a las montañas que había vislumbrado a través de unos arcos ruinosos. Más tarde tendría que viajar entre esas gargantas y fortalezas, entre ojos ciegos y rostros pensativos.
Aquí me detengo. Si no quieres seguirme, lector, no puedo culparte. El camino no es fácil.