XXVI — La separación

En el lugar donde el sendero se cruzaba con otro había cuatro personas sentadas en el suelo alrededor de una pequeña hoguera. A la primera que reconocí fue a Jolenta, cuya aura de belleza hacía que el claro pareciese un paraíso. Casi en el mismo momento Dorcas me reconoció y vino corriendo a besarme, y columbré la cara de zorro del doctor Talos detrás del voluminoso hombro de Calveros.

El gigante, al que tenía que haber reconocido casi en seguida, había cambiado y estaba casi irreconocible. Llevaba la cabeza envuelta en sucios vendajes, y en lugar de la chaqueta amplia y negra de siempre, tenía las espaldas cubiertas por un pegajoso ungüento que parecía barro y olía a agua estancada.

—Feliz encuentro, feliz encuentro —dijo el doctor Talos—. Nos hemos estado preguntando qué habría sido de ti. —Calveros indicó con una leve inclinación de la cabeza que en realidad era Dorcas quien se lo había estado preguntando; creo que yo hubiera podido adivinarlo sin esa insinuación.

—Estuve corriendo —les dije—. Y sé que Dorcas también. Me sorprende que no os mataran a todos vosotros.

—Casi lo hicieron —admitió el doctor asintiendo con un movimiento de cabeza.

Jolenta se encogió de hombros, de modo que este sencillo movimiento pareció una exquisita ceremonia.

—Yo también corrí. —Se sostuvo los pechos con las manos.— Pero mi constitución no es para eso, ¿verdad? En fin, que en la oscuridad choqué contra un exultante que me dijo que no siguiera corriendo, que él me protegería. Pero después llegaron unos spahis (cómo me gustaría atar esos animales a mi carruaje algún día, eran tan hermosos), y con ellos venía un alto oficial de esos que no están interesados en las mujeres. Tuve entonces la esperanza de que me llevaran ante el Autarca, cuyos poros apagan el brillo de las mismísimas estrellas, como casi sucede en la obra. Pero obligaron a irse a mi exultante y de nuevo volví al teatro donde estaban él —hizo un gesto hacia Calveros— y el doctor. El doctor estaba poniéndole una pomada y los soldados iban a matarnos, aunque yo veía que en realidad no querían matarme a mí. Después nos dejaron ir, y aquí estamos.

El doctor Talos añadió: —Encontramos a Dorcas al amanecer. Mejor dicho, ella nos encontró, y desde entonces hemos estado viajando lentamente hacia las montañas. Lentamente, pues a pesar de encontrarse mal, Calveros es el único capaz de cargar con nuestros accesorios, y aunque nos hemos deshecho de muchas cosas, quedan algunas otras que debemos guardar.

Dije que me sorprendía oír que Calveros sólo se encontraba mal, pues estaba convencido de que había muerto.

—El doctor Talos lo detuvo —dijo Dorcas—. ¿No es cierto, doctor? Y así fue como lo capturaron. Es sorprendente que no los mataran a los dos.

—Pues ya veis —dijo sonriendo el doctor Talos que todavía estamos entre los vivos. Y, aunque algo desmejorados, somos gente rica. Enséñale a Severian el dinero, Calveros.

Con gesto doloroso, el gigante cambió de postura y alzó una abultada bolsa de cuero. Miró al doctor como si esperara nuevas instrucciones y después desató las cuerdas y vertió sobre su mano enorme una lluvia de crisos recién acuñados.

El doctor Talos cogió una de las monedas y la alzó a la luz.

—Imagina un hombre de una villa pesquera junto al Lago Diuturna, ¿cuánto tiempo dedicaría a levantar paredes, por esta moneda?

Dije: —Supongo que al menos un año.

—¡Dos! Día a día, invierno y verano, llueva o haga sol, siempre que la cambiemos por piezas de cobre, como haremos un día. Tendremos cincuenta de esos hombres para reconstruir nuestra casa. ¡Espera hasta que la veas!

Calveros añadió con su voz pesada: —Si es que quieren trabajar.

El doctor pelirrojo giró hacia él: —¡Trabajarán! He aprendido algo desde la última vez, tenlo por seguro.

Me interpuse.

—Supongo que parte del dinero es mío, y que otra parte corresponde a estas mujeres, ¿no es así?

El doctor Talos se distendió.

—Claro, lo había olvidado. Las mujeres ya han tenido su parte. La mitad de esto es tuyo. Después de todo, sin ti no lo hubiéramos ganado. —Sacó las monedas de la mano del gigante y comenzó a hacer dos pilas en el suelo.

Supuse que sólo quería decir que yo había contribuido al éxito de la obra, que no fue mucho. Pero Dorcas, que notó sin duda que había algo más detrás de ese elogio, preguntó: —¿Por qué lo dice, doctor?

La cara de zorro sonrió.

—Severian tiene amigos bien situados. Admito que llevaba tiempo presintiéndolo, pues eso de que un torturador ande vagando por los caminos era un bocado demasiado grande. Ni siquiera Calveros se lo había tragado, y en cuanto a mí, mi garganta es demasiado estrecha.

—Si tengo esos amigos —dije—, no los conozco.

Las pilas tenían ya la misma altura, y el doctor empujó una hacia mí y la otra hacia el gigante.

—Al principio, cuando te encontré en la cama con Calveros pensé que quizá te enviaban para advertirnos que no representáramos mi obra, pues en algunos aspectos, habrás observado, es una crítica de la autarquía, al menos en apariencia.

—Un poco —susurró Jolenta sarcásticamente.

—Pero ciertamente, enviar desde la Ciudadela a un torturador para meter miedo a un par de saltimbanquis era una reacción absurda y desproporcionada. Entonces me di cuenta de que nosotros, por el hecho mismo de que estábamos escenificando la obra, servíamos para ocultarte. Pocos sospecharían que un servidor del Autarca se uniría a tal empresa. Añadí la parte del Familiar para esconderte mejor, justificando así tu atuendo.

—No sé de qué me habla —dije.

—Por supuesto. No deseo obligarte a violar tu lealtad. Pero mientras ayer montábamos nuestro teatro, un alto servidor de la Casa Absoluta (creo que era un agamita, gente a quien la autoridad siempre presta oídos) vino a preguntar si era en nuestra compañía donde actuabas, y si estabas con nosotros. Jolenta y tú habíais desaparecido, pero respondí que sí. Entonces me preguntó qué parte de lo que hacíamos te correspondía, y cuando se lo dije reveló que tenía instrucciones de pagarnos ya la función de la noche. Lo cual fue una gran suerte, pues a este botarate se le ocurrió cargar contra el público.

Fue una de las pocas veces que vi que Calveros pareció ofenderse por las chanzas del médico. Aunque era evidente que le causaba dolor, balanceó el cuerpo enorme a un lado y a otro, hasta que nos dio la espalda.

Dorcas me había dicho que cuando dormí en la tienda del doctor Talos, yo había estado solo. Ahora notaba que así se sentía el gigante, que para él en el claro estaban sólo él y algunos animalitos, compañías de las que se estaba cansando.

—Ha pagado su impetuosidad —dije—. Parece muy quemado.

El doctor asintió.

—En realidad, Calveros ha tenido suerte. Los hieródulos bajaron la potencia de sus rayos y trataron de que volviera en lugar de matarlo. Ahora vive de la indulgencia de los hieródulos, y se regenerará.

Dorcas murmuró: —¿Quiere decir que se curará? Espero que así sea. Siento compasión por él que no alcanzo a expresar.

—Tu corazón es tierno. Tal vez demasiado tierno. Pero Calveros está creciendo todavía y los niños que crecen tienen gran capacidad de recuperación.

—¿Creciendo aún? —pregunté—. Luce algunas canas.

El doctor se rió.

—Entonces quizá le están creciendo las canas. Pero ahora, queridos amigos —se levantó y se sacudió el polvo de los pantalones—, hemos llegado, como bien dice el poeta, al lugar donde el destino separa a los hombres. Nos habíamos detenido aquí, Severian, no sólo porque estábamos cansados, sino porque es en este punto donde se separan los caminos que llevan a Thrax, donde tú vas, y al Lago Diuturna y nuestro país. Me resistía a dejar atrás este lugar, el último en que tenía esperanzas de verte, sin haber dividido justamente nuestras ganancias, pero eso ya se ha consumado. En caso de que vuelvas a comunicarte con tus benefactores de la Casa Absoluta, ¿les dirás que se te ha tratado con equidad?

La pila de crisos aún seguía en el suelo delante de mí.

—Aquí hay cien veces más de lo que jamás hubiera esperado —dije—. Sí, desde luego. —Recogí las monedas y las metí en el esquero.

Dorcas y Jolenta se miraron un momento, y Dorcas dijo: —Me voy a Thrax con Severian, si él va allí.

Jolenta le tendió la mano al doctor, obviamente esperando que la ayudaría a levantarse.

—Calveros y yo viajaremos solos —dijo él— y caminaremos durante toda la noche. Os echaremos de menos a todos, pero la hora de la separación ha llegado. Dorcas, hija, estoy encantado de que hayas encontrado un protector. —Para entonces la mano de Jolenta estaba en el muslo del médico.

—Ven, Calveros, tenemos que irnos.

El gigante se incorporó pesadamente, y aunque no se quejó, vi cuánto sufría. Los vendajes estaban empapados de sudor y sangre. Yo sabía lo que tenía que hacer, y dije: —Calveros y yo debemos hablar a solas un momento. ¿Puedo pediros a los demás que os retiréis unos cien pasos?

Las mujeres empezaron a hacer lo que pedía, alejándose Dorcas por un camino y Jolenta (a quien Dorcas había ayudado a levantarse) por el otro; pero el doctor Talos siguió donde estaba hasta que volví a pedirle que se fuera.

—¿Quieres que yo también me aleje? Es completamente inútil. Calveros me contará todo lo que digas en cuanto volvamos a estar juntos. ¡Jolenta! Ven aquí, querida.

—Se ha marchado a pedido, igual que se lo pedí a usted.

—Sí, pero se va por el mal camino, y eso no lo consiento. ¡Jolenta!

—Doctor, sólo deseo ayudar a su amigo, o esclavo, o lo que sea.

De manera totalmente inesperada, la profunda voz de Calveros surgió de su montón de vendas: —Yo soy su señor.

—Exactamente eso —dijo el doctor mientras recogía la pila de crisos que había apartado hacia Calveros y la metía en el bolsillo del pantalón del gigante.

Jolenta volvió cojeando hacia nosotros con la hermosa cara surcada de lágrimas.

—Doctor, ¿no puedo ir con usted?

—Desde luego que no —dijo él con la misma frialdad que si un niño le hubiera pedido una segunda porción de pastel. Jolenta se derrumbó a los pies del doctor.

Levanté la mirada hacia el gigante.

—Calveros, puedo ayudarte. No hace mucho un amigo mío recibió tantas quemaduras como tú, y yo lo ayudé. Pero no dará resultado mientras miren el doctor Talos y Jolenta. ¿Quieres volver conmigo un trecho por el camino de la Casa Absoluta?

Lentamente, la cabeza del gigante se movió de un lado a otro.

—Conoce el lenitivo que le ofreces —dijo el doctor Talos, riendo—. Él mismo se lo ha aplicado a muchos, pero ama demasiado la vida.

—Lo que le ofrezco es la vida, no la muerte.

—¿De veras? —El doctor levantó una ceja.— ¿Y dónde está tu amigo?

El gigante había alzado las varas de la carretilla.

—Calveros —dije—, ¿sabes quién fue el Conciliador?

—Eso ocurrió hace mucho —respondió Calveros—. No importa ahora. —Comenzó a avanzar por el sendero que no había tomado Dorcas. El doctor Talos siguió un momento, llevando a Jolenta colgada del brazo, y se detuvo.

—Severian, has tenido a tu cargo muchos prisioneros, según me has dicho. Si Calveros te diera otro crisos, ¿sujetarías a esta criatura hasta que estemos bastante lejos?

Todavía me sentía mal pensando en el dolor del gigante y en mi propio fracaso, pero me contuve y dije: —Como miembro del gremio sólo puedo aceptar encargos de las autoridades legalmente constituidas.

—Entonces la mataremos, cuando te hayamos perdido de vista.

—Eso es asunto entre usted y ella —dije, y fui hacia Dorcas.

Apenas la había alcanzado, cuando oímos los llantos de Jolenta. Dorcas se detuvo y me cogió la mano, apretándola más y preguntando qué era ese sonido; le hablé de la amenaza del doctor Talos.

—¿Y dejas que se vaya?

—No creí que hablara en serio.

Mientras lo decía, ya habíamos dado media vuelta y volvíamos atrás. No habíamos dado una docena de pasos cuando los llantos fueron seguidos por un silencio tan profundo que oíamos los crujidos de las hojas moribundas. Apresuramos la marcha, pero para cuando llegamos al cruce yo estaba convencido de que ya era demasiado tarde, de modo que me daba prisa, a decir verdad, sólo porque no quería decepcionar a Dorcas.

Me equivoqué al creer muerta a Jolenta. En una vuelta del camino la vimos venir corriendo hacia nosotros, las rodillas juntas como si los generosos muslos le estorbaran las piernas y los brazos cruzados sobre los pechos para mantenerlos quietos. Tenía el espléndido cabello de oro rojizo caído sobre los ojos, y el fino vestido recto de organza estaba hecho jirones. Se desmayó cuando Dorcas se adelantó a abrazarla.

—Esos demonios le han pegado —dijo Dorcas.

—Hace un momento temíamos que la hubieran matado. —Examiné los cardenales de la espalda de la hermosa mujer.— Creo que son las huellas de la vara del doctor. Tiene suerte de que no azuzó a Calveros contra ella.

—¿Pero qué podemos hacer?

—Podemos probar con esto. —Saqué la Garra de lo alto de mi bota y se la mostré.— ¿Recuerdas aquello que encontramos en mi esquero y que tú dijiste que no era una gema auténtica? Esto es lo que era, y parece que en ocasiones alivia a los heridos. Quise emplearla con Calveros, pero él no me dejó.

Sostuve la Garra sobre la cabeza de Jolenta, y luego se la pasé por las magulladuras de la espalda, pero no brillaba como otras veces, y parecía que Jolenta no mejoraba.

—No está actuando —dije—. Tendré que cargar con ella.

—Échatela al hombro o la agarrarás por donde,más le han pegado.

Dorcas llevó Terminus Est, y yo hice lo que me indicaba, encontrando a jolenta casi tan pesada como un hombre. Durante un buen rato avanzamos trabajosamente bajo el pálido dosel verde de las hojas hasta que Jolenta abrió los ojos. No obstante, tampoco entonces podía caminar ni tenerse en pie sin ayuda, ni tan siquiera echarse hacia atrás ese extraordinario cabello, para que pudiéramos verle mejor el rostro ovalado, humedecido por las lágrimas.

—El doctor no quiere que vaya con él —dijo.

Dorcas asintió.

—Eso parece.— Era como si hablara con alguien mucho más joven que ella.

—Quedaré hecha pedazos.

Le pregunté por qué lo decía, pero se limitó a sacudir la cabeza. Después de un rato dijo: —¿Puedo ir contigo, Severian? No tengo ningún dinero. Calveros me quitó lo que el doctor me había dado. —Miró de soslayo a Dorcas.— Ella también tiene dinero, más del que me dieron a mí. Tanto como te dio el doctor.

—Ya lo sabe —dijo Dorcas—. Y sabe que el dinero que tengo es suyo, si lo necesita.

Cambié de tema.

—Quizá las dos tendríais que saber que no voy a Thrax, o al menos que no voy allí directamente. No, si puedo descubrir el paradero de la orden de las Peregrinas.

Jolenta me miró como si estuviera loco.

—He oído decir que recorren todo el mundo. Además, no aceptan más que a mujeres.

—No quiero unirme a ellas, sólo encontrarlas. Las últimas noticias decían que se encaminaban al norte. Pero si averiguo dónde están, tendré que ir allí, aunque tenga que volver otra vez al sur.

—Iré adonde tú vayas —declaró Dorcas—, y no a Thrax.

—Y yo no voy a ninguna parte —suspiró Jolenta. En cuanto no tuvimos que cargar con Jolenta, Dorcas y yo nos adelantamos un trecho. Al cabo de un rato, me volví a mirarla. Ya no lloraba, pero era difícil reconocer la belleza que una vez había acompañado al doctor Tatos. Entonces levantaba la cabeza con orgullo, incluso con arrogancia. Echaba los hombros hacia atrás y los magníficos ojos le brillaban como esmeraldas. Pero ahora tenía los hombros caídos de cansancio y miraba al suelo.

—¿De qué hablaste con el doctor y el gigante? —me preguntó Dorcas mientras caminábamos.

—Ya te lo he dicho —dije.

—Llegaste a alzar tanto la voz que pude oírte. Decías: «¿Sabes quién fue el Conciliador?» Pero no entendí si tú no lo sabías o si estabas tratando de averiguar si ellos lo sabían.

—Sé muy poco, nada en realidad. He visto supuestos retratos, pero son tan diferentes que es difícil que representen al mismo hombre.

—Hay leyendas.

—La mayoría de las que he oído parecen muy tontas. Ojalá Jonas estuviera aquí; pues cuidaría de Jolenta y tal vez sabría cosas del Conciliador. Jonas fue el hombre que encontramos en la Puerta de la Piedad y que iba montado en un petigallo. Durante algún tiempo fuimos buenos amigos.

—¿Dónde está ahora?

—Eso es lo que el doctor Talos quería saber. Pero no lo sé, y no quiero hablar de eso ahora. Cuéntame algo del Conciliador, si tienes ganas de hablar.

Sin duda era una tontería, pero en cuanto mencioné ese nombre sentí el silencio del bosque como un peso. En algún lugar entre las ramas más altas, el susurro de una brisa podía haber sido el suspiro de un enfermo; el verde pálido de las hojas hambrientas de luz sugería las caras pálidas de unos niños hambrientos.

—Nadie sabe mucho de él —comenzó Dorcas—, y probablemente yo sé menos que tú. Ahora no recuerdo cómo llegué a enterarme de lo que sé. En todo caso, algunos dicen que era poco más que un muchacho. Otros dicen que no era en absoluto un ser humano, ni tampoco un cacógeno, sino el pensamiento, tangible para nosotros, de una vasta inteligencia para la que nuestra factualidad no es más real que los teatros de papel de los vendedores de juguetes. Se dice que una vez tomó a una mujer moribunda de una mano y una estrella con la otra, y desde entonces en adelante tuvo el poder de reconciliar al universo con la humanidad y a la humanidad con el universo, acabando con la antigua ruptura. Le daba por desaparecer, y reaparecer cuando ya todos lo creían muerto; en ocasiones reaparecía después de haber sido enterrado. Se le podía encontrar como un animal que hablaba la lengua de los hombres, y se aparecía a esta o aquella piadosa mujer en forma de rosas.

Recordé mi enmascaramiento.

—Como a la Sacra Katharine, supongo, en el momento de su ejecución.

—También hay leyendas más tenebrosas.

—Cuéntamelas.

—Me asustaban —dijo Dorcas—. Ya ni siquiera las recuerdo. ¿No habla de él ese libro marrón que llevas contigo?

Lo saqué y comprobé que sí, y entonces, puesto que no podía leer bien mientras caminábamos, lo volví a meter en el esquero, resuelto a leer esa parte cuando acampáramos, lo que tendríamos que hacer pronto.

Загрузка...