XI — Thecla

Después de estar sentados, muchos tiempo (aunque probablemente sólo fueron unos instantes) no pude seguir aguantando lo que sentía. Me fui junto a la corriente de agua y arrodillado allí sobre la tierra blanda devolví la cena que había comido con Vodalus; y cuando no quedó más por echar, seguí allí, dando arcadas y temblando, mientras me enjuagaba la cara y la boca, al tiempo que el agua fría y clara lavaba, llevándoselo, el vino y la carne a medio digerir que yo había vomitado.

Cuando por fin pude sostenerme en pie, me volví hacia Jonas y le dije: —Debemos irnos.

Me miró como si me tuviera lástima, y supongo que así era.

—Tenemos a todos los guerreros de Vodalus a nuestro alrededor.

—Veo que no te mareaste como yo. Pero ya has oído quienes son sus aliados. Tal vez Cunialdo estaba mintiendo.

—He oído caminar entre los árboles a nuestros guardianes. No son tan silenciosos. Tú, Severian, tienes tu espada y yo un cuchillo, pero los hombres de Vodalus tienen arcos. Los que estaban con nosotros en la mesa, casi todos los tenían. Podemos tratar de escondernos tras los troncos como aloetas…

Comprendí lo que quería decir, y comenté: —Todos los días matan aloetas.

—Pero nadie las caza de noche. En una guardia o menos habrá oscurecido.

—¿Vendrás conmigo si esperamos hasta entonces? —Y le alargué mi mano.

Jonas la apretó con la suya.

—Severian, amigo mío, me contaste que viste a Vodalus, a esta chatelaine Thea y a otro hombre, junto a una tumba violada. ¿No sabías qué planeaban hacer con lo que sacaron de allí?

Por supuesto que lo había sabido, pero entonces ese conocimiento había sido remoto y en apariencia irrelevante. Y ahora me encontraba con que no tenía nada que responder, y casi nada en qué pensar salvo la esperanza de que la noche llegara pronto.


Pero más pronto llegaron los hombres que Vodalus envió por nosotros: cuatro tipos fornidos, quizás ex campesinos que portaban berdiches, y un quinto, con cierto aspecto de armígero, que llevaba puesto el espadón de un oficial. Tal vez estos hombres se encontraban entre la multitud que frente al estrado nos había visto llegar; en todo caso, parecían decididos a no correr riesgos con nosotros y nos rodearon con las armas dispuestas aun cuando nos saludaron como amigos y camaradas de armas. Jonas alegró la cara todo lo que pudo, y charló con ellos mientras nos escoltaban avanzando por los senderos del bosque; yo era incapaz de pensar en otra cosa que en la dura prueba que nos esperaba, y caminaba como si fuéramos al fin del mundo.

Urth le volvió la cara al sol mientras avanzábamos. Ningún resplandor de estrellas atravesaba el apretado follaje, y sin embargo nuestros guías conocían tan bien el camino que apenas aminoraron la marcha. A cada paso que dábamos, yo quería preguntarles si nos obligarían a participar en la comida a la que éramos conducidos, pero entendí en seguida que negarse, o parecer que uno quería negarse, destruiría toda la confianza que Vodalus pudiera tener en mí, poniendo en peligro mi libertad y quizá mi vida.


Nuestros cinco guardianes, que al principio no habían respondido más que a regañadientes a las bromas y preguntas de Jonas, se fueron poniendo más alegres a medida que mi desesperación aumentaba, charlando como si fueran camino de una fiesta de borrachos o un burdel. Sin embargo, aunque por sus voces se adivinaba lo que nos esperaba, los sarcasmos que proferían eran tan ininteligibles para mí como lo serían para un niño las bromas de las libertinas: —¿Llegarás lejos esta vez? ¿Vas a volver a ahogarte de nuevo? (Esto hablaba, como una voz incorpórea en la oscuridad, el hombre que cerraba la marcha de nuestro grupo.)

—Por Erebus, me voy a zambullir tanto que no me verás hasta el invierno.

Una voz que identifiqué como la de un armígero preguntó: —¿No la habéis visto todavía? —Los demás se habían mostrado simplemente jactanciosos, pero detrás de estas sencillas palabras había una clase de anhelo que yo nunca había oído antes. Igual podía haber sido un viajante perdido preguntando por su casa.

—No, Waldgrave.

(Otra voz.) —Alcmund dice que está bien, ni vieja ni demasiado joven.

—Espero que no se trate de otra tríbada.

—Yo no…

La voz se interrumpió; o quizá dejé de atender a lo que decía. Pues había visto el resplandor de una luz entre los árboles.

Unos pasos más y pude distinguir antorchas y oír el sonido de muchas voces. Alguien enfrente ordenó que nos detuviéramos, y el armígero se adelantó y murmuró la contraseña.

Pronto me encontré sentado sobre el mantillo del bosque, con Jonas a mi derecha y una silla baja de madera tallada a mi izquierda. El armígero se había puesto a la derecha de Jonas, y el resto de los presentes (casi como si hubieran estado esperando nuestra llegada) formaron un círculo cuyo centro era un farol naranja que humeaba bajo las ramas de un árbol.

No se encontraban presentes más allá de un tercio de quienes habían asistido a la audiencia del claro, pero por sus atuendos y armas me pareció que en su mayor parte eran los de jerarquía más elevada, y con ellos se encontraban quizá los miembros de ciertos mandos guerreros que gozaban de favor. Había cuatro o cinco hombres por cada mujer, pero éstas parecían tan aguerridas como los hombres, y en todo caso, más impacientes porque la fiesta comenzara.

Llevábamos cierto tiempo esperando cuando Vodalus hizo su dramática aparición desde la oscuridad y avanzó a través del círculo. Todos los presentes se levantaron, y volvieron a sentarse cuando Vodalus se acomodó en la silla tallada que había junto a mí.

Casi en seguida, un hombre vestido con la librea de un sirviente de casa noble vino avanzando hasta quedar en el centro del círculo bajo la luz naranja. Llevaba una bandeja con una botella grande y otra pequeña y una copa de cristal. Hubo un murmullo; no se trataba de palabras, pensé, sino del sonido de cien pequeños ruidos de satisfacción, de respiraciones aceleradas y lenguas que se relamían. El hombre de la bandeja permaneció inmóvil hasta que los sonidos se hubieron apagado, después avanzó hacia Vodalus con pasos comedidos.

La voz embaucadora de Thea dijo detrás de mí: —El alzabo de que te hablé está en la botella más pequeña. La otra contiene un compuesto de hierbas estomacales. Bebe un buen trago de la mezcla.

Vodalus se volvió a mirarla con una expresión de sorpresa.

Ella penetró en el círculo, pasando entre Jonas y yo, y después entre Vodalus y el hombre que llevaba la bandeja, y por fin se colocó a la izquierda de Vodalus. Vodalus se inclinó hacia ella con intención de hablarle, pero el hombre de la bandeja había empezado a mezclar los contenidos de las botellas en la copa, y él pareció pensar que el momento era inapropiado.

El hombre de la bandeja la movió en círculos para imprimir al líquido un suave movimiento de remolino.

—Muy bien —dijo Vodalus. Cogió la copa de la bandeja con ambas manos se la llevó a la boca, y después me la pasó—. Como te ha dicho la chatelaine, tienes que beber un buen trago. Si bebes menos, la cantidad no bastará, y no compartirás nada. Si tomas más, no sacarás ningún provecho y la droga, que es muy preciosa, se habrá desperdiciado.

Bebí de la copa como me había indicado. La mezcla tenía la amargura de la hiel y parecía fría y fétida, recordándome un día de invierno, ya hace mucho, cuando se me ordenó limpiar el desagüe exterior que llevaba las aguas servidas de las dependencias de los oficiales. Por un momento sentí que algo me subía a la garganta como había ocurrido junto al arroyo, aunque en verdad nada me quedaba en el estómago que pudiera subir. Me atraganté y tragué, y pasé la copa a Jonas, y a continuación descubrí que la saliva me llenaba la boca.

Jonas tuvo tantas dificultades o más que yo, pero lo consiguió al fin y pasó la copa al waldgrave que había capitaneado a nuestros guardianes. Después vi cómo la copa recorría lentamente el círculo. Su contenido parecía alcanzar para diez bebedores; cuando se hubo agotado, el hombre de la librea limpió el borde, volvió a llenar la copa, y la ronda comenzó otra vez.

Gradualmente, este hombre pareció perder la forma sólida que es natural a un objeto redondeado y fue quedándose en sólo una silueta, una mera figura de madera recortada. Recordé las marionetas que había visto en sueños la noche que compartí el lecho con Calveros.

También el círculo donde estábamos sentados, aunque sabía que contenía treinta o cuarenta personas, parecía recortado en papel y doblado como una corona de juguete. A mi izquierda y a mi derecha, Vodalus y Jonas eran normales, pero el armígero parecía ya un dibujo esbozado, y también Thea.

Cuando el hombre de la librea la alcanzó, Vodalus se puso de pie, y moviéndose con tan poco esfuerzo que podía haber sido impulsado por la brisa de la noche, avanzó como flotando hacia el farol. A la luz naranja parecía encontrarse muy lejos, y sin embargo yo sentía su mirada como se siente el calor del brasero donde se preparan los hierros candentes.

—Antes de compartir hay que hacer un juramento —dijo, y por encima de nosotros los árboles asintieron solemnemente—. Por la segunda vida que vais a recibir, ¿juráis no traicionar nunca a los aquí reunidos? ¿Y que consentiréis en obedecer, sin dudas ni escrúpulos, hasta la muerte si es necesario, a Vodalus como vuestro caudillo escogido?

Traté de asentir con los árboles, y cuando pareció insuficiente, dije: —Consiento—.

Y Jonas dijo:

—Sí.

—¿Y que obedeceréis, como si fuera Vodalus, a cualquier persona a quien Vodalus ponga por encima de vosotros?

—Sí.

—Sí.

—¿Y que guardaréis este juramento por encima de todos los demás que hubierais jurado antes o que juréis después de ahora?

—Lo guardaremos —dijo Jonas.

—Sí —dije yo.

La brisa desapareció. Era como si algún espíritu inquieto hubiera asistido a la reunión y de pronto se hubiera desvanecido. De nuevo Vodalus estaba en su silla a mi lado. Se inclinó hacia mí. No me di cuenta si arrastraba la voz. Pero algo en sus ojos me decía que estaba bajo la influencia del alzabo, y quizá tan profundamente como yo.

—No soy un erudito, pero sé que a menudo las grandes causas se alcanzan con los medios más bajos. A las naciones las une el comercio; el precioso marfil y las raras maderas de los altares y relicarios se mezclan con las entrañas hervidas de innobles animales; los hombres y mujeres se unen mediante los órganos de la eliminación. De ese tipo es la unión entre tú y yo, y de ese modo nos uniremos ambos, de aquí a unos instantes, con un mortal que volverá a vivir otra vez en nosotros, y con fuerza durante algún tiempo, gracias a los efluvios obtenidos de la molleja de una de las bestias más inmundas. De ese modo brotan las flores en el estiércol.

Asentí con un movimiento de cabeza.

—Esto nos fue enseñado por nuestros aliados, los que esperan a que el hombre se purifique otra vez, dispuestos a unirse a ellos para conquistar el universo. Fue traído por los otros con propósitos malignos que esperaban mantener ocultos. Te lo digo porque tal vez tú, cuando vayas a la Casa Absoluta, los encuentres, a aquellos a quienes el vulgo llama cacógenos y la gente culta, extrasolares o hieródulos. Has de tener cuidado en no llamarles la atención, pues si te miran de cerca sabrán por determinadas señales que has utilizado el alzabo.

—¿La Casa Absoluta? —Aunque sólo por un instante, ese pensamiento dispersó las nieblas de la droga.

—Por supuesto. Allí tengo a alguien a quien debo transmitir ciertas instrucciones, y he sabido que el grupo de comediantes al que una vez perteneciste será recibido allí para un tiaso dentro de unos días. Te volverás a unir a ellos y aprovecharás la oportunidad para dar lo que yo te daré —y rebuscó en su túnica— a aquel que te diga: «La carraca pelágica avista tierra». Y si a su vez él te da un mensaje, puedes confiárselo a quienquiera que te diga: «Vengo de las quercine penetralia».

—Señor —dije—, me da vueltas la cabeza. -Y añadí, mintiendo:— No puedo recordar esas palabras… Ya las he olvidado. ¿No os oí decir que Dorcas y el otro estarán en la Casa Absoluta?

Vodalus puso con fuerza en mi mano un objeto pequeño que por la forma parecía un cuchillo. Lo miré, era un eslabón, como el que se utiliza para encender fuego golpeándolo con pedernal.

—Te acordarás —dijo—. Y nunca olvidarás tu juramento de fidelidad hacia mí. Muchos de los que ves aquí vinieron, como lo pensaban, sólo una vez.

—Pero, sieur, la Casa Absoluta…

Las notas aflautadas de una upanga sonaron desde los árboles detrás del lado más alejado del círculo.

—Debo irme pronto para acompañar a la novia, pero no tengas temor. Hace algún tiempo conociste a un hombre de los míos…

—¡Hildegrin! Sieur, no entiendo nada.

—Sí, utiliza ese nombre entre otros. Pensó que no era muy corriente ver a un torturador tan lejos de la Ciudadela, y además hablando de mí, de modo que pensó que valía la pena vigilarte aunque no tenía ni idea de que me habías salvado aquella noche. Desgraciadamente, los vigilantes te perdieron de vista en la Muralla; desde entonces han venido observando los movimientos de tus compañeros de viaje con la esperanza de que te unieras de nuevo a ellos. Supuse que un exiliado elegiría ponerse de nuestro lado y de ese modo retener a mi pobre Barnoch el tiempo suficiente para que nosotros lo liberáramos. Anoche yo mismo fui a caballo a Saltus para hablar contigo, pero acabaron robándome la montura y no conseguí nada. Hoy, pues, era necesario que te encontráramos no importa cómo para evitar que ejercieras tu oficio con mi servidor; pero yo aún tenía esperanzas de que te unieras a nuestra causa, y por esa razón ordené a los hombres que te trajeran vivo. Eso me ha costado tres hombres y me ha reportado dos… Ahora la cuestión es saber si estos dos compensarán a los otros tres.

Entonces Vodalus se puso de pie, con cierta inseguridad; agradecí a la Sacra Katharine que yo no tuviera que levantarme, pues estaba seguro de que las piernas no me sostendrían. Algo borroso y blanco y dos veces más alto que un hombre salía como navegando de entre los árboles entre los trinos de la upanga. Todos los presentes se volvieron a mirarla y Vodalus se acercó con paso arrastrado. Thea se inclinó sobre la silla de Vodalus.

—¿No es adorable? Han conseguido maravillas.

Era una mujer sentada en una litera de plata que seis hombres llevaban a hombros. Por un momento pensé que era Thecla, tanto se le parecía a la luz anaranjada. Al fin comprendí que se trataba de una imagen, hecha quizá de cera.

—Dicen que es peligroso —dijo la voz embaucadora de Thea— cuando se ha conocido al compartido en vida; cuando se juntan los recuerdos, el cerebro puede desconcertarse. Sin embargo yo, que la quise, correré ese riesgo; y sabiendo por tu mirada cuando hablabas de ella que también lo desearías, no le dije nada a Vodalus.

Vodalus levantó la mano para tocar el brazo de la figura mientras era transportada a través del círculo, esparciendo alrededor un olor dulce e inconfundible. Me acordé de los agutíes que se servían en los banquetes de nuestras mascaradas, con la piel de coco especiado y los ojos de frutas en conserva, y supe que lo que yo veía no era más que una recreación de ese tipo: un ser humano en carne asada.

Creo que en ese momento me hubiera vuelto loco de no haber sido por el alzabo. El alzabo se interponía entre mi percepción y la realidad como un gigante de niebla, que permitía verlo todo sin aprehender nada. También tenía yo otro aliado: se trataba del conocimiento que crecía en mí, de la certidumbre de que si ahora consintiera y devorase alguna parte de la sustancia de Thecla, las huellas de su pensamiento, que de otro modo pronto se perderían en la carne corrupta, penetrarían en mí y perdurarían, aun atenuadas, mientras yo viviera.

Llegó el consentimiento. Lo que estaba a punto de hacer ya no me parecía inmundo ni espantoso. Al revés, me abrí a Thecla y engalané de bienvenida la esencia de mi ser. También llegó el deseo, nacido de la droga, un hambre que ningún otro manjar podía satisfacer, y cuando paseé la mirada por el círculo vi que ese hambre estaba en todos los rostros.

El servidor de la librea, de quien pienso que debió de haber pertenecido a la antigua casa de Vodalus y que se exilió con él, se unió a los seis que habían traído a Thecla al círculo y ayudó a bajar la litera. Durante un momento las espaldas de los hombres me impidieron ver. Cuando se apartaron, ella había desaparecido; no quedaban más que trozos de carne humeante puestos sobre lo que podía haber sido un mantel blanco… Comí y esperé, suplicando el perdón. Ella merecía el sepulcro más suntuoso, un mármol inapreciable de exquisita armonía. En cambio la sepultarían en mi taller de torturador, de suelo cepillado e instrumentos ocultos bajo guirnaldas de flores. El aire de la noche era fresco, pero yo sudaba. Esperé a que ella viniera, sintiendo las gotas que me resbalaban por el pecho desnudo y mirando al suelo porque tenía miedo de verla en las caras de los demás antes de sentirla en mí mismo.

Justo cuando ya desesperaba, ella estaba allí, llenándome como una melodía llena una casa de descanso. Yo me encontraba con ella, corriendo junto al Acis cuando éramos niños. Conocía la antigua villa en medio de un oscuro lago, el paisaje a través de las polvorientas ventanas del belvedere, y el espacio secreto en ese rincón particular entre dos habitaciones donde nos sentábamos al mediodía para leer a la luz de una vela. Yo conocía la vida en la corte del Autarca, donde el veneno esperaba en una taza de diamante. Supe lo que era, para alguien que nunca había visto una celda ni había conocido el látigo, ser prisionero de los torturadores, y lo que significaba la agonía y la muerte.

Supe que para ella yo había sido más de lo que había imaginado, y por último caí en un sueño en el que ella aparecía siempre. No eran sólo recuerdos, que antes había tenido a montones. Tomé sus pobres y frías manos entre las mías, y ya no llevaba los harapos de aprendiz ni la capa fulígina de oficial. Ambos éramos uno, desnudo y feliz y limpio, y sabíamos que ella ya no era y que yo todavía vivía, y no luchábamos contra nada de eso, y con los cabellos entrelazados leíamos de un único libro y hablábamos y cantábamos sobre otras cosas.

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