XIII — La garra del conciliador

—¿Está muerto? —pregunté en voz alta, y vi que Jonas asentía con la cabeza. Entonces me hubiera alejado con el diestrero, pero Jonas me indicó que me uniera a él y desmonté. Cuando hubimos llegado al cuero del ulano, Jonas dijo—: Tal vez podamos destruir esas cosas e impedir que las lancen otra vez contra nosotros o las utilicen para hacer daño. Ahora están saciadas, y creo que podríamos capturarlas. Necesitamos algo donde meterlas, algo estanco y metálico o de cristal.

Yo no tenía nada de eso y se lo dije.

—Yo tampoco. —Se arrodilló junto al ulano y le volvió los bolsillos. El humo aromático del árbol abrasado lo envolvía todo como si fuera incienso, y tuve la sensación de encontrarme una vez más en la Catedral de las Peregrinas. El montón de ramas y de hojas del último verano sobre las que yacía el ulano podía haber sido el suelo cubierto de paja; los troncos de los árboles esparcidos, los palos que la sostenían.

—Aquí —dijo Jonas, y sacó un vasculum de latón. Desatornilló la tapadera y lo vació de hierbas, después dio la vuelta al ulano muerto poniéndolo de espaldas—. ¿Dónde están? —pregunté—. ¿Las ha absorbido el cuerpo?

Jonas negó con la cabeza, y un momento después empezó, con mucho cuidado y delicadeza, a sacar una de esas cosas oscuras de la fosa nasal izquierda del ulano. La cosa parecía hecha de papel de seda, aunque era absolutamente opaca.

Pregunté que por qué tanto cuidado.

—Si lo rompes, ¿no pasarán a ser dos?

—Sí, pero ahora está saciada. Dividida, perdería energía y no podríamos dominarla. Muchos murieron así, porque vieron que podían cortarlas y no pararon hasta que se vieron rodeados de ejércitos de ellas e incapaces de defenderse.

Uno de los ojos del ulano estaba medio abierto. Hasta ahora había visto muchos cadáveres, pero no pude sustraerme a la extraña sensación de que de algún modo me estaba mirando, a mí, al hombre que le había matado para salvarse. Para desviar mis pensamientos, dije entonces: —Después que corté la primera, pareció que volaba más lentamente.

Había colocado el horror que había extraído en el vasculum y procedía a sacar otro de la fosa nasal derecha. Como murmurando, dijo: —La velocidad de cualquier cosa voladora depende de la superficie de las alas. Si no fuera así, supongo que los adeptos a estas criaturas las cortarían en trocitos antes de enviarlas contra alguien.

—Hablas como si ya las hubieras encontrado alguna vez.

—En una ocasión atracamos en un puerto donde las utilizaban en crímenes rituales. Tal vez era inevitable que alguien las llevara a casa, pero éstas son las primeras que he visto aquí. —Abrió la tapadera de latón y colocó la segunda cosa fulígina sobre la primera, que se meneaba perezosa.— Ahí dentro se recombinarán, eso es lo que hacen los adeptos para que vuelvan a juntarse. No sé si notaste que se rasgaron mientras atravesaban el bosque y sanaron en pleno vuelo.

—Hay otro más —dije.

Asintió con un gesto y utilizó la mano de acero para forzar al muerto a abrir la boca; en vez de dientes, lengua lívida y paladar, aquello parecía un abismo sin fondo, y por un momento sentí que se me revolvía el estómago. Jonas extrajo la tercera criatura, empapada en la saliva del muerto.

—¿No habría tenido una fosa nasal abierta, o la boca, si yo no hubiera tajeado esa cosa una segunda vez?

—Sí, hasta que hubieran llegado a los pulmones. La verdad es que hemos tenido suerte de haber podido venir tan rápido. Si no, hubiéramos tenido que abrirle el cuerpo para sacarlas.

Una voluta de humo me recordó el cedro ardiendo.

—Si era calor lo que querían…

—Prefieren el calor de la vida, aunque en ocasiones un fuego de materia viva vegetal les puede distraer. Creo que en realidad quieren algo más que calor, tal vez una energía como la que irradian las células en crecimiento. —Jonas metió la tercera criatura en el vasculum y lo cerró de golpe.— Les llamábamos nótulos, porque normalmente vienen después de oscurecer, cuando no puede vérseles, y la primera señal que es un soplo de calor, pero no tengo idea de cómo las llaman los nativos.

—¿Dónde está esta isla?

Me miró con curiosidad.

—¿Está lejos de la costa? Siempre he querido ver Uroboros, aunque supongo que es peligroso.

—Está muy lejos —dijo Jonas con una voz inexpresiva. —Muy, muy lejos. Espera un poco.

Esperé mirando, mientras él se encaminaba a la orilla. Lanzó con fuerza el vasculum, y casi a la altura de la mitad de la corriente cayó al agua. Cuando volvió le pregunté: —¿No podíamos haber utilizado esas cosas? No parece probable que quien las envió vaya a rendirse ahora, y nosotros podríamos necesitarlas.

—«No nos iban a obedecer, y en todo caso el mundo está mejor sin ellas», como dijo al carnicero su mujer cuando le quitó la virilidad. Ahora es mejor que nos vayamos. Alguien se acerca por el camino.

Miré donde Jonas había señalado y vi dos figuras de pie. Él había cogido el diestrero por el ronzal mientras bebía y se disponía a montar.

—Espera —dije—. O aléjate una o dos cadenas y espérame allí. —Yo estaba pensando en el muñón sangrante del hombre mono, y me pareció ver las atenuadas luces votivas que colgaban en la catedral, carmesí y magenta, entre los árboles. Eché mano al interior de mi bota, muy abajo, hasta donde la había empujado para que estuviera segura, y saqué la Garra.

Era la primera vez que la veía a plena luz del día. Captó la luz del sol y relució como el mismo Sol Nuevo, no solamente en azul sino en todos los colores, desde el violeta hasta el cyan. La coloqué sobre la frente del ulano, y por un instante intenté con la voluntad volverlo a la vida.

—Vamos —dijo Jonas—. ¿Qué estás haciendo? No supe cómo responderle.

—No está muerto del todo —gritó Jonas—. ¡Aléjate del camino antes de que encuentre su lanza! —Y azotó la montura.

Débil y lejana, oí gritar una voz que me pareció reconocer: —¡Maestro! —Volví la cabeza para mirar por el camino cubierto de hierba.

—¡Maestro! —Uno de los viajeros me saludó con el brazo, y ambos empezaron a correr.

—Es Hethor —dije; pero Jonas se había ido. Volví a mirar al ulano. Ahora tenía los dos ojos abiertos, y el pecho subía y bajaba. Cuando le quité la Garra de la frente y la volví a meter en mi bota, él se sentó. Grité a Hethor y a su compañero que se apartaran del camino, pero no parecieron entender.

—¿Quién eres?

—Un amigo.

Aunque estaba débil, el ulano intentó levantarse. Le di la mano y tiré de él hacia arriba. Por un momento se fijó en todo: en mí, en los dos hombres que corrían hacia él y en los árboles. Nuestros diestreros parecían atemorizarlo, incluso el suyo propio, que seguía esperando pacientemente a su jinete.

—¿Qué lugar es éste?

—Sólo un trecho del antiguo camino que corre junto al Gyoll.

Sacudió la cabeza y se la apretó con ambas manos.

Hethor llegó jadeando, como un perro malcriado que corre cuando lo llaman y después espera que lo acaricien. Su compañero, a quien había dejado unos cien pasos atrás, vestía de colores llamativos y tenía el aspecto untuoso de un pequeño comerciante.

—M-m-maestro —dijo Hethor—, no puedes imaginarte c-c-cuántos problemas, c-c- cuántas terribles pérdidas y dificultades hemos tenido para alcanzarte atravesando las montañas, atravesando los anchos mares agitados y las c-c-crujientes llanuras de este bonito mundo. ¿Qué soy yo, t-t-tu esclavo, sino una cáscara abandonada, al capricho de mil olas, arrojada a este solitario lugar porque no p-p-puedo descansar sin ti? ¿C-c- cuántas fatigas creerás, maestro de roja garra, que nos has costado?

—Puesto que os dejé en Saltus a pie y estos últimos días he cabalgado en buena montura, pienso que bastantes.

—Exacto —dijo—, exacto. —Y miró a su compañero con ojos reveladores, como si mi información hubiera confirmado algo que él le había contado antes, y se dejó caer para descansar sobre la tierra.

El ulano dijo lentamente: —Soy Cornet Mineas. ¿Quién eres tú?

Hethor sacudió la cabeza como si hubiera hecho una reverencia. —M-m-mi maestro es el noble Severian, servidor del Autarca, cuyo orín es el vino de sus súbditos, en el Gremio de los Buscadores de la Verdad y la Penitencia. He-hehethor es su humilde servidor. Beuzec es también su humilde servidor. Supongo que el hombre que se alejó a caballo es también su servidor.

Le indiqué que callara.

—No somos más que pobres viajeros, Cornet. Te vimos desmayado en el suelo y tratamos de ayudarte. Hace un rato creíamos que estabas muerto; no podía faltar mucho.

—Pero ¿qué lugar es éste? —volvió a preguntar el ulano.

Hethor contestó de nuevo con avidez: —El camino al norte de Quiesco. M-m-maestro, estuvimos en la noche oscura navegando las anchas aguas del Gyoll sobre un barco. D-d- desembarcamos en Quiesco. El p-p-pasaje lo pagamos Beuzec y yo trabajando sobre cubierta y en las velas. Avanzaba despacio río arriba, mientras los afortunados zumbaban por encima en camino hacia la C-C-Casa Absoluta, pero el barco avanzaba estuviéramos dormidos o d-d-despiertos, y así pudimos alcanzarte.

—¿La Casa Absoluta? —musitó el ulano.

—Creo que no está muy lejos —dije.

—Tendré que vigilar atentamente.

—Estoy seguro de que uno de tus compañeros vendrá pronto. —Me apoyé en mi diestrero y monté.

—M-m-maestro, ¿no irás a dejarnos otra vez? Beuzec sólo te ha visto actuar dos veces.

Me disponía a contestar a Hethor cuando mis ojos captaron un destello blanco entre los árboles al otro lado del camino. Algo enorme se movía allí. En seguida se me ocurrió que quien había enviado los nótulos podía tener otras armas a mano, y hundí mis talones en las ijadas del diestrero negro.

Con un brinco arrancó a galopar. Durante media legua o más corrimos por la estrecha franja de tierra que separaba el camino del río. Cuando por fin vi a Jonas, crucé el camino para avisarle, y dije lo que había visto.

Mientras yo hablaba, Jonas me escuchó con aire reflexivo. Cuando hube acabado, dijo: —No conozco nada como lo que describes, pero puede haber muchas importaciones de las que nada sé.

—¡Pero seguramente una cosa así no iría suelta por ahí como una vaca extraviada!

En lugar de responder, Jonas apuntó hacia la tierra a unos pocos pasos.

Un sendero de grava cuya anchura apenas sobrepasaba un codo serpeaba por entre los árboles. Yo nunca había visto tantas flores silvestres creciendo juntas al borde de un sendero, y los guijarros qué lo componían eran de tamaño tan uniforme y de una blancura tan reluciente que seguramente habían sido traídos de alguna playa secreta y remota.

Me acerqué cabalgando y le pregunté a Jonas qué podía significar allí ese sendero.

—Seguramente una cosa: que ya estamos en el recinto de la Casa Absoluta.

De repente, me acordé del lugar.

—Sí —dije—, en cierta ocasión Josefa y yo, con algunas otras mujeres, vinimos a pescar aquí. Cruzamos al lado del roble retorcido…

Jonas me miraba como si yo estuviera loco, y por un momento yo también lo creí. Antes había cabalgado a menudo en monturas de cacería, pero ésta era una bestia de carga. Mis manos subieron como arañas para arrancarme los ojos, y lo hubiera hecho si el hombre harapiento que estaba junto a mí no me las hubiera bajado de un golpe con su mano de acero.

—No eres la chatelaine Thecla. Eres Severian, un oficial de los torturadores que tuvo la desgracia de amarla. Mírate. —Y alzó la mano de acero de modo que yo pudiera ver la cara de un extraño, estrecha, fea y desconcertada, reflejada en la palma pulida.

Recordé entonces nuestra torre, las murallas curvadas de metal liso y oscuro.

—Soy Severian —dije.

—Correcto. La chatelaine Thecla ha muerto.

—Jonas…

—Dime.

—Ahora el ulano está vivo, tú lo viste. La Garra le devolvió la vida. Se la puse sobre la frente, pero quizás él la vio con sus ojos muertos. Se incorporó sentándose, respiró y me habló, Jonas.

—No estaba muerto.

—Tú lo viste —repetí.

—Soy mucho más viejo que tú. Más viejo de lo que crees. Si hay una cosa que he aprendido en mis múltiples viajes, es que los muertos no se levantan ni los años regresan. Lo que ha sido y se fue no vuelve de nuevo.

El rostro de Thecla aún seguía delante de mí, pero un oscuro viento lo arrastró hasta que desapareció ondeando. Dije: —Si sólo la hubiera utilizado, si hubiera invocado el poder de la Garra cuando estábamos en el banquete del muerto…

—El ulano estaba casi asfixiado, pero no muerto del todo. Cuando le extraje los nótulos podía respirar, y después de un tiempo recobró la conciencia. En cuanto a tu Thecla, ningún poder del universo la podría devolver a la vida. Deben de haberla desenterrado mientras todavía te tenían prisionero en la Ciudadela y haberla guardado en una cueva de hielo. Antes de verla nosotros, la habían destripado como a una perdiz y habían asado la carne. —Me agarró del brazo.— ¡Severian, no seas tonto!

En ese momento, sólo deseé morir. Si el nótulo hubiera reaparecido, lo habría abrazado. Lo que asomó entonces al fondo del sendero fue una forma blanca como la que había visto más cerca del río. Me aparté violentamente de Jonas y galopé hacia ella.

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