XX — Cuadros

¿Pero por qué Odilo no me había llevado allí? No me entretuve en pensarlo mientras corría por el pasillo, y cuando llegué la respuesta era clara. Esa puerta la habían roto hacía tiempo, y no sólo el hueco de la cerradura; estaba toda destrozada, de manera que sólo dos maderos descoloridos que colgaban de las bisagras indicaban que allí había habido una puerta. La lámpara de dentro había desaparecido, abandonando el interior a la oscuridad y las arañas.

Me había vuelto y me había alejado un paso o dos, cuando me detuve, impulsado por esa conciencia del error que tenemos a menudo antes de comprender de algún modo en qué consiste el error. Jonas y yo habíamos sido introducidos en la antecámara al acabar la tarde. Por la noche habían llegado los jóvenes exultantes con sus látigos. A la mañana siguiente, habían capturado a Hethor, y al parecer a esa hora Beuzec había huido de los pretorianos, a los que el mayordomo había dado llaves para que pudieran buscarlo en el hipogeo. Cuando ese mismo mayordomo, Odilo, me había encontrado unos momentos antes, y yo le había dicho que un pretoriano se había llevado Terminus Est, él supuso que yo había llegado durante el día, después de la escapada de Beuzec.

Pero no había sido así, y por tanto el pretoriano que se había llevado Terminus Est no podía haberla puesto en el trastero cerrado bajo la segunda escalera. Regresé de nuevo al trastero de la puerta rota. A la escasa luz que se filtraba desde el pasillo, se alcanzaba a ver que en otro tiempo había habido allí estanterías como en el trastero gemelo. Ahora no había nada, se habían llevado las estanterías para dedicarlas a otro fin y de las paredes sobresalían unos soportes inútiles. No veía ninguna otra cosa, pero también me daba cuenta de que ningún guardia que tuviera que hacer una inspección entraría de buen grado en ese lugar de polvo y telarañas. Sin molestarme en meter la cabeza, tanteé alrededor de la jamba de la puerta rota, y con una mezcla indescriptible de triunfo y de familiaridad, sentí que mi mano estaba cerca de la querida empuñadura.

Volvía a ser un hombre entero. O más bien, algo más que un hombre: un oficial del gremio. Allí, en el pasillo, comprobé que mi carta seguía en el bolsillo de la vaina, y después saqué la hoja brillante, la limpié, la engrasé y la volví a limpiar, probando los filos con el índice y el pulgar mientras me alejaba caminando. Ya podía aparecer el cazador en la oscuridad.

Mi siguiente objetivo era reunirme con Dorcas, pero no sabía nada del paradero de la compañía del doctor Talos, salvo que tenían que actuar en un tiaso que se celebraría en un jardín, sin duda uno entre muchos jardines. Si salía ahora, de noche, quizás a los pretorianos les sería tan difícil verme con mi capa fulígina como a mí verlos a ellos. Pero era improbable que encontrara alguna ayuda. Y cuando el horizonte oriental cayera por debajo del sol, sin duda sería apresado inmediatamente, como Jonas y yo cuando entramos a caballo en el recinto. Si me quedaba dentro de la Casa Absoluta, mi experiencia con el mayordomo indicaba que tal vez pasaría inadvertido, y que incluso podría cruzarme con alguien que me diera alguna información; pues se me ocurrió que diría a todo el que me encontrara que yo también había sido convocado para la celebración (supuse que no era improbable que hubiera un suplicio dentro de los actos) y que había abandonado mi dormitorio y me había perdido. De esa manera, podría descubrir dónde se encontraban Dorca y los demás.

Pensando en este plan subí las escaleras, y en el segundo rellano torcí por un pasillo que antes no había visto. Era mucho más largo y estaba más suntuosamente decorado que el que se encontraba delante de la antecámara. De las paredes colgaban oscuros cuadros en marcos dorados y entre ellos, sobre pedestales, había urnas y bustos y objetos de los que no conocía el nombre. Entre las puertas que se abrían al pasillo la separación era de cien o más pasos, indicando que tras ellas había salas enormes, pero todas estaban cerradas, y cuando probé las empuñaduras me di cuenta de que la forma y el metal de que estaban hechas me eran desconocidos, y que no se ajustaban a la mano humana.

Cuando me pareció haber caminado media legua por este pasillo, vi delante de mí a alguien sentado (así lo pensé al principio) en un alto taburete. Al acercarme, vi que lo que había tomado por un taburete era una escalera de tijeras, y que el anciano encaramado en ella estaba limpiando uno de los cuadros.

—Perdón —dije.

Se volvió y me contempló con asombro.

—Me parece que reconozco tu voz.

Entonces reconocí la suya, y también su cara. Se trataba de Rudesind, el conservador, el anciano al que había encontrado hacía tanto tiempo, cuando el maestro Gurloes me enviara por primera vez a buscar unos libros para la chatelaine Thecla.

—Hace poco viniste en busca de Ultan. ¿No lo encontraste?

—Sí, lo encontré —dije—. Pero no fue hace poco.

La respuesta pareció encolerizarlo.

—¡No quiero decir que fuera hoy! Pero no fue hace mucho. Hasta me acuerdo del paisaje sobre el que estaba trabajando, de modo que no pudo haber sido hace mucho tiempo.

—También yo me acuerdo —le dije—. Un desierto pardo reflejado en el visor dorado de una armadura.

Hizo un gesto afirmativo y su enfado pareció desvanecerse. Aferrándose a los costados de la escalera, comenzó a descender, aún con la esponja en la mano.

—Exactamente, ése era exactamente. ¿Quieres que te lo enseñe? Me quedó muy bien.

—No estamos en el mismo lugar, maestro Rudesind. Eso fue en la Ciudadela y esto es la Casa Absoluta.

El anciano lo ignoraba.

—Me quedó bien… Está en algún lugar por aquí debajo. En el arte del dibujo es difícil superar a los artistas antiguos, aunque ha perdido el color. Y tengo que decirte que entiendo de arte. He visto armígeros, y también exultantes que vienen, los miran y dicen esto y lo otro, pero no saben nada. ¿Quién ha contemplado de cerca cada manchita de estos cuadros? —Y con la esponja se golpeó el pecho, y luego se inclinó sobre mí, hablándome en susurros aunque estábamos solos en el largo pasillo.

—Te voy a contar un secreto que ninguno de ellos conoce, ¡y yo me cuento entre ellos!

Por cortesía, le dije que me gustaría verlo.

—Lo estoy buscando, y cuando lo encuentre te diré dónde. Ellos no lo saben, y por eso los limpio a todas horas. Hasta podría haberme retirado, y todavía sigo aquí, y trabajo más horas que ninguno, excepto quizás Ultan. Éste no puede ver el cristal del reloj. —El anciano soltó una carcajada larga y quebrada.

—Tal vez puedas ayudarme. Aquí hay actores que han sido convocados para el tiaso. ¿Sabes dónde se alojan?

—Algo he oído —dijo dudando—. La Sala Verde es como la llaman.

—¿Me puedes llevar allí?

Negó con un movimiento de cabeza.

—Allí no hay cuadros, por eso nunca estuve, aunque hay un cuadro de esa sala. Ven unos pasos conmigo. Encontraré el cuadro y te lo indicaré.

Me tiró del borde de la capa y yo lo seguí.

—Preferiría que me presentaras a alguien que pudiera llevarme allí.

—También puedo hacer eso. El viejo Ultan tiene un mapa en algún lugar de esta biblioteca. Su muchacho te lo traerá.

—Esto no es la Ciudadela —le recordé de nuevo—. A propósito, ¿cómo llegaste aquí? ¿Te trajeron para limpiar estos cuadros?

—Así es, así es. —Se apoyó en mi brazo.— Todo tiene una explicación lógica y tú no lo olvidas. Así tuvo que ser. El Padre Inire me necesitaba para limpiar los suyos, y aquí estoy. —Hizo una pausa, pensando.— Espera un poco. Estoy equivocado. De chico tenía talento, eso es lo que debería haber dicho. ¿Sabes? Mis padres siempre me animaron a dibujar, y yo lo hacía durante horas. Recuerdo que una vez me pasé todo un día soleado pintando con una tiza la parte posterior de nuestra casa.

Un estrecho pasillo se había abierto a nuestra izquierda, y me empujó por él. Aunque no tan bien iluminado (de hecho, estaba casi oscuro) y tan estrecho que no era posible mirarlos a la distancia correcta, estaba lleno de cuadros mucho más grandes que los del pasillo principal, cuadros que iban del piso al techo, y cuya anchura sobrepasaba la de mis brazos extendidos.

A juzgar por lo que veía, parecían muy malos, simples brochazos. Le pregunté a Rudesind quién le había dicho que debía contarme cosas de su niñez.

—Pues el Padre Inire —dijo, levantando la cabeza para mirarme—, ¿quién va a ser? — Bajó la voz.— Senil, eso es lo que dicen. He sido visir de no sé cuántos autarcas desde Ymar. Ahora guarda silencio y déjame hablar. Te encontraré al viejo Ultan.

»Un artista, un verdadero artista vino a donde vivíamos. Mi madre, orgullosa de mí, le enseñó algunas cosas que yo había hecho. Se trataba de Fechin, el propio Fechin, y el retrato que me hizo cuelga aquí hasta hoy, mirándote con mis ojos castaños. Yo estoy sentado a una mesa con algunos pinceles y una mandarina encima. Me habían prometido dármelos cuando terminara de posar.

—Creo que ahora no tengo tiempo de verlo —le dije.

—Y así me convertí en artista. Bien pronto me puse a limpiar y a restaurar las obras de los grandes artistas. Dos veces he limpiado mi propio retrato. Es extraño, de verdad te lo digo, lavarse la propia carita como si tal. Estoy deseando que alguien se ocupe ya de lavar la mía, quitando la suciedad de los años con una esponja. Pero no es eso lo que te llevo a ver, sino la Sala Verde que tú buscas, ¿verdad?

—Sí —dije ávido.

—Bien, justo aquí hay una representación de ella. Échale un vistazo. Cuando la veas, la conocerás.

Señaló hacia uno de los anchos y toscos cuadros. No representaba ninguna sala en absoluto, sino que parecía un jardín, un jardín de placer bordeado de altos setos, con un estanque de nenúfares y algunos sauces movidos por el viento. Un hombre fantásticamente vestido de llanero tocaba allí una guitarra, al parecer a solas. Detrás de él, unas nubes furiosas atravesaban un cielo sombrío.

—Después puedes ir a la biblioteca a consultar el mapa de Ultan.

El cuadro era uno de esos ejemplares irritantes que se disuelve en meras manchas de color si uno no lo puede ver entero. Di un paso atrás para tener una mejor perspectiva, después otro…

Al tercer paso, me di cuenta que tenía que haber chocado contra la pared detrás de mí y que en cambio, me encontraba dentro del cuadro que había ocupado la pared de enfrente: una oscura sala con antiguas sillas de cuero y mesas de ébano. Di media vuelta para mirarla, y cuando me volví de nuevo, el pasillo donde había estado con Rudesind había desaparecido, y en su lugar había una pared cubierta con un papel descolorido y viejo.

Había desenvainado Terminus Esi sin proponérmelo conscientemente, aunque no había ningún enemigo al que pudiera golpear. Cuando estaba a punto de probar la única puerta de la sala, ésta se abrió y entró una figura vestida de amarillo. El corto pelo blanco que le nacía de la frente redondeada lo tenía peinado hacia atrás, y su cara casi podía haber sido la de una mujer gorda y cuarentona. En el cuello, una ampolla con forma de falo de la que yo me acordaba le colgaba de una fina cadena.

—¡Ah! —dijo—. Me preguntaba quién había llegado. Bienvenida, Muerte.

Con toda la compostura de que fui capaz, le dije: —Soy el oficial Severian, del gremio de los torturadores, como ves. Entré involuntariamente, y a decir verdad te estaría muy agradecido si me explicaras cómo sucedió. Cuando me encontraba en el pasillo de fuera, esta sala no parecía ser más que un cuadro. Pero cuando retrocedí uno o dos pasos para mirar la pintura de la otra pared, me encontré aquí. ¿Con qué artes se hizo eso?

—Con ninguna —dijo el hombre vestido de amarillo—. No puede decirse que las puertas disimuladas sean un invento original, y lo único que hizo el constructor de esta sala fue encontrar un modo de disimular una puerta abierta. Como ves, la sala es poco profunda. En realidad, es menos profunda de lo que ahora mismo ves, a menos que te hayas dado cuenta de que los ángulos del piso y del techo convergen, y que la pared del fondo no es tan alta como aquella por la que entraste.

—Ya lo veo —dije, y en realidad así era. Mientras él hablaba, esa engañosa sala, que a mi mente, acostumbrada siempre a las salas comunes, le había parecido de tamaño normal, se fue convirtiendo en ella misma, con un techo inclinado y trapezoidal y un piso trapezoidal. Las propias sillas que estaban contra la pared por la que yo había penetrado eran objetos de poca profundidad, sobre los que uno apenas podía sentarse; las mesas no eran más anchas que simples travesaños.

—En los cuadros, estas líneas convergentes engañan a la vista —continuó diciendo el hombre del vestido amarillo—. Así, cuando las encontramos con la realidad, con un poco de bulto y el artificio añadido de una iluminación monocromática, la vista cree que contempla otro cuadro, sobre todo cuando ha estado acondicionada por una larga sucesión de cuadros reales. Tu entrada con esa enorme arma hizo que se alzara detrás una verdadera pared, para detenerte hasta que fueras examinado. No hace falta que te diga que en el otro lado del muro está pintado el cuadro que creíste ver.

Me encontraba más asombrado que nunca.

—¿Pero cómo podía la sala saber que yo llevaba mi espada?

—Eso es demasiado complejo para que yo pueda explicártelo. Mucho más que esta pobre habitación. Sólo puedo decir que la puerta está envuelta en hilos metálicos, y que éstos saben cuándo los otros metales, sus hermanos y hermanas, atraviesan el círculo.

—¿Hiciste tú todo eso?

—Oh, no. Todo esto… y otras cien cosas parecidas constituyen lo que llamamos la Segunda Casa. Son obra del Padre Inire, a quien llamó el primer Autarca para que creara un palacio secreto dentro de la Casa Absoluta. Tú o yo, hijo mío, hubiéramos construido unas pocas habitaciones escondidas. Él se las ingenió para que la casa oculta se extendiera por doquier y tuviera la misma extensión que la pública.

—Pero tú no eres él —dije—. Porque ahora sé quién eres. ¿No me reconoces? —Me quité la máscara para que pudiese verme la cara.

Él sonrió y dijo: —No has venido más que una vez. Así, pues, la khaibit no te satisfizo.

—Me satisfizo menos que la mujer que fingía ser, o más bien amé más a la otra. Aunque esta noche he perdido un amigo, parece que ahora encuentro viejos conocidos. ¿Puedo preguntar cómo has llegado aquí desde tu Casa Azur? ¿Se te convocó para el tiaso? Antes he visto a una de tus mujeres.

Asintió con un gesto ausente. En un espejo de curiosos ángulos, puesto sobre un tremó en un lado de la sala extraña y poco profunda, se le reflejaba el perfil, delicado como un camafeo, y deduje que era sin duda un andrógino. Tuve un sentimiento de lástima mezclado con otro de impotencia, mientras me lo imaginaba abriendo la puerta a los hombres, noche tras noche, en su establecimiento del Barrio Algedónico.

—Sí —dijo—. Estaré aquí durante la celebración. Después me iré.

Yo aún pensaba en el cuadro que el anciano Rudesind me había enseñado en el pasillo de fuera, y dije: —Entonces puedes indicarme dónde está el jardín.

Advertí en seguida que lo había tomado desprevenido, quizá por primera vez en muchos años. Había dolor en sus ojos, y su mano izquierda se movió (aunque sólo levemente) hacia la ampolla que le colgaba del cuello.

—Así que has oído hablar de eso… —dijo—. Y suponiendo que conociera el camino, ¿por qué habría de revelártelo? Muchos tratarán de huir por ese camino si la carraca pelágica avista tierra.

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