El sol era un malicioso ojo rojo que lo contemplaba todo a través de una calina que oscurecía la perspectiva y convertía en irreal la distancia, cuando Índigo y Jasker —con Grimya a poca distancia— salieron de un estrecho desfiladero y llegaron a las descubiertas laderas situadas cerca de la cima de la Vieja Maia. La Vieja Maia, había explicado Jasker, era el más meridional de los tres gigantescos cráteres, conocidos como Las Hijas de Ranaya, que dominaban la zona volcánica, y desde sus enormes estribaciones era posible divisar todo el valle minero situado en el centro de las montañas.
A aquella altura la atmósfera estaba relativamente limpia, y un viento caliente y árido soplaba desde el sur. Jasker se sentó al abrigo de un afloramiento de magma petrificado que la brisa había erosionado hasta convertir en una fantástica escultura, e hizo una señal para que Índigo y Grimya hicieran lo mismo.
—Unos minutos de descanso nos vendrán bien ahora —dijo—. Y preferiría que el sol descendiera un poco más antes de avanzar hacia la cara norte.
La loba se dejó caer al suelo inmediatamente, pero Índigo permaneció en pie durante algunos momentos inspeccionando los alrededores. Por todas partes el cielo mostraba un color azufre y resultaba inquietantemente monótono. La calina había reducido el sol hasta alcanzar el tamaño de una borrosa y distorsionada bola de fuego.
Más cerca no se veía nada, excepto las montañas desnudas, un paisaje sobrenatural de contornos ásperos, colores fuertes y afiladas sombras. No había ni una brizna de hierba, ni una hoja, ni la menor señal de movimiento. Tan sólo los huesos pelados de una tierra muerta.
Encogió los hombros para reprimir un escalofrío y comentó con asombro:
—Ni siquiera hay pájaros.
Jasker levantó la cabeza.
—¿Pájaros? —Lanzó una corta y amarga carcajada que sonó como un ladrido—. No, ya no existen pájaros ahora. Los pocos que conseguían sobrevivir aquí: en su mayoría aves de presa, o carroñeros, se extinguieron, porque salir del cascarón sin ojos, sin plumas o sin alas no ayuda mucho a volar. Y aquellos que hubieran podido llegar del exterior pronto descubrieron que era mejor no hacerlo.
Índigo dirigió una rápida mirada a Grimya, que escuchaba con gran atención las palabras de Jasker.
—¿Y animales? —preguntó.
Él se encogió de hombros.
—Existen todavía algunos, aunque dudo que pudierais reconocerlos. Y algo de vegetación, aunque no en las laderas más altas. La mayoría de las cosas que crecen o corren por aquí son todavía comestibles, si uno toma ciertas precauciones y no es excesivamente delicado.
Grimya comentó en silencio a la joven:
«Vi algo mientras subíamos por el desfiladero. En un principio pensé que se trataba de una cabra, pero era muy pequeña y no tenía más que un cuerno; además, carecía por completo de pelo en la cabeza. » Se detuvo unos instantes. «No era algo agradable de contemplar, y no hubiese querido comérmela. »
Índigo no contestó, pero el comentario de la loba dio en el blanco. Mutación, envenenamiento, muerte... Miró de nuevo al cielo y descubrió que el sol era apenas visible sobre la parte más lejana de las montañas. La perspectiva variaba a medida que la luz se desvanecía; y ahora, rivalizando con la puesta de sol, pudo ver las primeras señales de una luminiscencia más fría en el norte, un resplandor anormal que se reflejaba desde el cielo y adquiría fuerza poco a poco.
Jasker la vio entrecerrar los ojos mientras contemplaba el misterioso y lejano reflejo.
—Ah, sí —dijo en voz baja—. Nuestro visitante nocturno. El poder y la gloria de Charchad. —Se puso en pie, mirando con fijeza hacia las laderas cada vez más oscuras—. Es hora, creo, de completar nuestro viaje. Índigo. Y cuando lleguemos a nuestro definitivo punto de observación, podréis ver por vos misma lo que el Charchad es en realidad.
La muchacha se puso en pie. Por encima de sus cabezas el frío resplandor empezaba a extenderse ahora, y cuando miró hacia el oeste vio cómo el último y llameante borde del sol desaparecía bajo las desiguales cumbres. Las sombras que los rodeaban se entremezclaron y desembocaron en una uniforme penumbra gris pálida. Mientras sus ojos se adaptaban a la nueva oscuridad, advirtió que el aire parecía teñido de una débil fosforescencia que oscilaba en el límite del espectro visible. Y de repente, a pesar del polvoriento calor, sintió frío.
Las laderas que los condujeron a la cima de la Vieja Maia eran lo bastante suaves como para no representar ningún peligro real, ni siquiera con el engañoso resplandor del cielo septentrional que iluminaba su camino. Y cuando, por fin, llegó detrás de Jasker a la estrecha cresta de la cumbre más elevada del volcán. Índigo no pudo hacer otra cosa que contemplar asombrada, en silencio, la escena que se ofrecía ante sus ojos.
Inmediatamente a sus pies, la cara norte de la Vieja Maia se hundía en una pared de roca pelada cubierta de grotescas señales que ríos de magma derretido habían grabado en ella siglos atrás. El cráter, algo a la derecha, abría una enorme y estrambótica cicatriz a medio camino de la ladera de la montaña: una garganta vertiginosa que culminaba en una inmensa y amenazadora boca negra, la cual parecía colgar sobre el valle.
Pero fue el inmenso valle lo que paralizó la atención de Índigo y eclipsó por completo el dramático cráter: al bajar la mirada hacia él hubiera fácilmente creído que contemplaba una escena inspirada en el infierno.
Se veía luz abajo: la sulfurosa luz amarillenta de las antorchas que se hallaban colocadas en lo alto de postes de hierro, un centenar o más de ardientes faros de luz. Y éstos iluminaban un caos hirviente y humeante de niebla mezclada con humo, de vapores y de agotadora actividad. Formas enormes y anormales surgían del miasma; masivos entramados de puntales y vigas, grandes pescantes de hierro que se alzaban hacia el cielo como monstruos sobrenaturales, plataformas móviles, sostenidas por titánicas ruedas, que traían a la mente imágenes de creaciones prehistóricas de pesadilla. Y, apenas visibles por entre aquella nube de humo, brigadas de figuras humanas trabajaban en medio de aquella neblina repugnante y de su resplandor fantasmagórico, como habitantes irracionales de un enorme hormiguero.
La roca vibraba bajo los pies de Índigo. Antes no se había dado cuenta de ello, pero ahora lo percibía: un gigantesco y subterráneo latido por debajo de la capacidad auditiva, que palpitaba en la montaña como un fantasmal e irregular corazón. Estaban contra el viento que soplaba del valle y el ruido de las minas se alejaba de ellos; pero el sordo tronar subterráneo le dijo a la muchacha que, desde algún lugar más cercano, aquel caos de sonido haría temblar la tierra.
Sintió la mano de Jasker sobre su hombro y notó que había empezado a tiritar de forma incontrolada. Se sobrepuso con un esfuerzo, para luego mirar con atención más allá del humo, de la maquinaria y de las diminutas figuras que trabajaban sin cesar, en dirección a la parte más lejana del valle. Allí había también más máquinas, extrañas siluetas que vomitaban nubes de vapor hirviendo saturado de colores nauseabundos. Detrás de ellas, el rugiente calor que emanaba de tres gigantescos hornos al rojo vivo teñía la noche, reflejándose violentamente en las brillantes aguas del río que cruzaba el valle en su viaje hacia el sur.
Y más allá de los hornos, de las máquinas y del río, detrás de la imponente pared que cerraba el extremo más lejano de aquel valle volcánico, relucía el lúgubre y fantasmagórico resplandor de aquella misteriosa luz septentrional.
Índigo apretó con fuerza los dedos de Jasker.
—El origen...
—Sí. Está justo detrás de aquella cordillera de allí, en el Valle de Charchad.
La joven apartó la mirada de la turbulenta escena que se desarrollaba a sus pies. Grimya seguía con los ojos clavados en las minas y las orejas pegadas a la cabeza, los ojos enrojecidos por el reflejo de la luz. De la mente de la loba no le llegaba ningún pensamiento coherente, sólo una muda sensación de angustia, e Índigo sintió una oleada de amargo remordimiento cuando de nuevo la asaltó la misma sensación de culpa: Si no hubiera sido por mí...
—Habladme de esto, Jasker. —Su voz sonaba ronca a causa de la furia contenida—. Contadme qué es esa cosa y cómo nació.
El hechicero miraba al valle otra vez. Al cabo de unos instantes asintió con la cabeza y se agachó sobre una repisa de lava que sobresalía de la ladera. La muchacha siguió su ejemplo, y el hombre inició su historia.
—Hace cinco años se produjo un corrimiento de tierras en uno de los valles más alejados, más allá de aquella barrera de montañas. El valle recibía el nombre de Charchad; no hacía mucho se habían descubierto allí varias vetas de cobre muy prometedoras, y había muchos hombres: mineros concesionarios, en su mayoría, aunque algunos de los consorcios más importantes empezaban a interesarse, haciendo prospecciones para ver hasta dónde llegaban los filones. Sea como fuere, el valle se derrumbó, y se abrió un pozo enorme en su fondo. —La miró de soslayo—. El pozo relucía. No como una hoguera o como un horno, sino con un cegador brillo verde. Hablé con algunos de los que fueron a verlo durante los primeros días después de su aparición, y me dijeron que era como si el mismo sol hubiera caído a la tierra; no podían mirarlo directamente. —Se detuvo y se pasó la lengua por los resecos labios—. Algunos lo intentaron y, como resultado, se quedaron ciegos.
—¿Y los hombres que trabajaban en el valle? —preguntó Índigo.
—En un principio se creyó que nadie había sobrevivido a la catástrofe. Nos llamaron a nosotros, los sacerdotes, para que rezáramos por el alma de los muertos y los ayudásemos a llegar cuanto antes a los brazos de Ranaya. —Jasker se estremeció—. Hubo tanto dolor, tanta aflicción... En aquel momento pensé que nunca volvería a presenciar tanta desgracia. Si hubiera sabido lo que iba a suceder después... —El hombre lanzó un suspiro, luego su expresión se endureció—. Pero hubo un superviviente: un individuo llamado Aszareel. Salió del valle al día siguiente del desastre, y llevaba una vara hecha de una sustancia que nadie había visto nunca. Un mineral brillante, una cosa que relucía con un frío resplandor verdoso. No tenía ni un rasguño. Y fuera lo que fuese lo que le hubiera sucedido, lo que hubiera experimentado en aquel lugar, yo, por lo menos, creo que ya no era un ser humano.
»Aszareel anunció que había tenido una revelación. El pozo, dijo, era la fuente de un nuevo poder en la región: el poder de Charchad, y él era el avatar elegido. Su milagrosa supervivencia probaba las intenciones de Charchad; éste le había ordenado que regresara y exigiera que todos le juraran lealtad. Aquellos que no lo hicieran, dijo Aszareel, serían condenados para siempre.
Índigo lo miró de hito en hito.
—¿Y la gente le creyó?
Jasker sonrió gravemente.
—Lo que fuera que cambió a Aszareel le proporcionó también un carisma que resultaba increíble. Vi al hombre en varias ocasiones: era como un torbellino. Índigo; un torbellino de intensa energía que atraía las miradas y las mentes, incluso quizá los espíritus, de todos los que se cruzaban en su camino. Si todos los hombres, mujeres y niños de Vesinum se hubieran arrojado a sus pies no me habría asombrado.
»Pero no fue así. Con carisma o sin él, se necesitó algo más que Aszareel para apartar a los mineros y a sus familias de Ranaya. Hubo algunos, desde luego, que se contagiaron de su entusiasmo desde el principio, pero su número era reducido... hasta que empezaron las enfermedades y las muertes.
La joven inspeccionó de nuevo el valle. La noche había caído por completo ahora, aunque el paisaje quedaba teñido por el resplandor mortecino de las antorchas, el brillo de los hornos de fundición y el macilento fulgor que emanaba del lejano valle de Charchad.
—Empezó con los hombres que trabajaban en los accesos de las minas de las laderas situadas más al norte —continuó Jasker—. Sus cuerpos se deformaron, la piel se les caía, los ojos se les pudrían en las cuencas. Ningún médico podía ayudarlos. Luego, los que trabajaban en los hornos empezaron a sucumbir. Las aves y los insectos desaparecieron; los animales morían o sufrían procesos de mutación. La hierba dejó de crecer. Y la gente se asustó. Mineros y fundidores se negaron a trabajar en las montañas, y durante un tiempo pareció como si todos los trabajos fueran a abandonarse por falta de hombres dispuestos a desempeñarlos.
»Pero entonces Aszareel empezó a predicar en Vesinum. Declaró que aquella enfermedad no era una plaga, sino una bendición; que los que caían víctimas de ella eran los predilectos de Charchad, porque tenían la fe y el valor de desafiar a los valles donde sus cobardes compañeros habían fracasado. Empezó a demostrar poderes —eran trucos de prestidigitador, apenas dignos de un neófito, pero que para el ignorante, el supersticioso y el atemorizado resultaban más que suficiente— que, según dijo, eran el regalo de Charchad a los favorecidos. Y exhortó a los mineros a regresar a las montañas, a ofrecer sus mentes y cuerpos a la gloria del nuevo poder y de esta forma salvarse. — Se interrumpió, luego se volvió y escupió de forma deliberada sobre la piedra a algunos centímetros de distancia.
»¿Qué elección tenían estos hombres? Sin las minas, sin mineral para fundir y vender, su única perspectiva era morir de hambre. Sin embargo, si regresaban, si se exponían a lo que existía en el valle de Charchad, ellos también enfermarían o sufrirían mutaciones. De modo que empezaron a creer lo que Aszareel les había dicho; que la enfermedad era una señal de bendición, que mediante el sufrimiento serían elevados, transformados, salvados. Se vieron obligados a creerle, ya que era su
única esperanza.
Índigo asintió con la cabeza. Seguía con la vista fija en el valle, aunque sus ojos no miraban nada en concreto.
—Así que el culto creció —dijo en voz baja.
—No creció simplemente; entró en erupción. Los mineros regresaron al valle y dieron de comer a sus familias; y cuando la enfermedad los azotó y sus hijos nacieron mutantes, escucharon a Aszareel y a sus acólitos, que les decían que ellos eran los elegidos. A los que disentían se los hizo callar a gritos; y antes de que pasara mucho tiempo el culto era lo bastante fuerte para empezar a exigir lealtad. —Los labios de Jasker se contrajeron—. Siempre existen oportunistas, hombres que se aferrarían a cualquier posibilidad de obtener poder sobre sus compatriotas para su propia exaltación. A Aszareel no le faltaron lugartenientes que continuaran su causa con el más ardiente celo.
Con un aguijonazo de repugnancia. Índigo recordó al capataz, Quinas. Empezó a decir:
—Había un hombre que encontré...
Pero se interrumpió en mitad de la frase, cuando un rayo de una luz intensísima iluminó de repente la cara de la Vieja Maia a sus pies. Grimya lanzó un aullido de alarma. La joven maldijo en voz alta y se echó hacia atrás involuntariamente cuando la luz pasó rozando junto a ellos y recorrió las laderas superiores del volcán. Por un instante la montaña bostezó como un monstruo al que se acabara de despertar bajo la luz del rayo; luego ésta se desvaneció.
—¡Que Ranaya incinere sus huesos: están barriendo las montañas! —Jasker gateó hacia atrás y se tumbó plano sobre el suelo; al ver que Índigo parecía estar a punto de ponerse en pie la agarró por el brazo y tiró de ella con fuerza—. ¡Echaos al suelo! ¿Queréis que os vean?
Un segundo rayo acuchilló la noche, más arriba esta vez. La muchacha lo vio venir y agachó la cabeza justo un momento antes de que brillara sobre el lugar donde ella había estado de pie. Grimya gruñó, y los pelos se le erizaron en actitud defensiva; Índigo miró al hechicero.
—En el nombre de la Madre, ¿qué demonios era eso?
—Están dirigiendo haces de luz hacia las montañas, para descubrir si hay alguien en sus cimas.
—¿Haces de luz? —preguntó incrédula—. Pero ¿cómo pueden hacerlo?
Un nuevo y resplandeciente rayo atravesó la oscuridad. Índigo se agachó y se pegó al suelo instintivamente, pero esta vez la luz barrió en dirección este, pasando por alto el lugar donde se encontraban.
—Mirad con atención el círculo exterior de antorchas —repuso Jasker—. Junto a cada una de ellas veréis un enorme disco de metal... ¡Ahí! —Un nuevo rayo hizo su aparición e inició su vacilante búsqueda—. ¿Lo veis? Están hechos de cobre muy pulimentado, y los utilizan para reflejar la luz sobre las rocas.
Tuvo el tiempo justo de vislumbrar una momentánea refracción cegadora cuando el resplandor de la antorcha cayó sobre una gigantesca lámina de metal, allá abajo. Los discos giraban —apenas era posible distinguir las diminutas y esforzadas figuras que giraban alrededor del gran cabrestante—, y se dio cuenta de que la escala de aquellas cosas debía de ser enorme si podían enviar la luz con tanta fuerza y a tanta distancia.
—Pero no tiene el menor sentido —dijo—. ¡Aunque los haces de luz revelaran la presencia de alguien en las montañas, no podrían esperar verlo desde tan lejos!
—Oh, claro que podrían. Con la gran lente. —Y al advertir su expresión de desconcierto, se removió en el sitio y hurgó en su cintura hasta que consiguió desenganchar lo que parecía un cilindro de latón.
Índigo lo había visto colgar de su cinturón cuando abandonaron la caverna, pero no le había concedido demasiada importancia, dando por sentado que se trataría de algún símbolo sacerdotal: una enseña de su cargo, quizás.
Ahora, no obstante, lo contempló con más atención, y dio un brinco de sorpresa cuando Jasker hizo girar un extremo del cilindro y extrajo otro interior, que dobló la longitud del instrumento.
—Un catalejo —dijo—. ¿Seguro que habéis visto alguno antes? Si se sostiene frente al ojo le permite a uno ver objetos que están muy lejos.
Aquello le trajo a la memoria un viejo recuerdo: una curiosidad que su padre había recibido en una ocasión como regalo por parte de los parientes de su madre, en el este. Un pequeño tubo de plata, con filigranas y piedras preciosas incrustadas... Lo llamaban de otra manera, pero el principio era el mismo. El rey Kalig lo había considerado tan sólo un juguete complicado, sin el menor valor práctico; para cuando uno hubiera acabado de ajustarlo, enfocarlo y encontrar lo que buscaba — había dicho—, la presa probablemente estaría ya a más de un kilómetro del alcance de las flechas.
No obstante, lo había conservado, ya que no deseaba parecer descortés ante los parientes de su esposa; pero jamás lo había utilizado, ni tampoco había permitido a sus hijos que jugaran con él, por si perjudicaba la salud de sus ojos.
—He visto uno, sí —respondió Índigo.
—Bien, pues imaginad la misma cosa pero a una escala enorme. Un tubo tan largo como la estatura de un hombre, montado sobre una mesa que puede girar. —Hizo una mueca—. Podrían distinguir una mosca sobre la ladera de la Vieja Maia con eso, si aún quedaran moscas.
Pero ella todavía no lo comprendía del todo.
—Pero ¿por qué quieren escudriñar las montañas? Ya sé que no les gusta la presencia de intrusos, pero...
—Los intrusos no tienen nada que ver con ello. Es a sus propios hombres a quienes vigilan, a los mineros que intentan huir.
—¿Huir?
El rostro de Jasker tenía una expresión severa.
—Ya os he dicho que el Charchad es ahora lo bastante poderoso como para obtener conversos por la fuerza allí donde la persuasión fracasa. Todavía existen algunos que aman a Ranaya y se niegan a jurar lealtad a la monstruosidad de ese valle, hombres como el esposo de Chrysiva. Pero ahora que toda pretensión de libre albedrío ha sido dejada de lado, tales «infieles» se ven obligados a trabajar junto a sus compañeros quieran o no. Unos pocos tienen el valor de intentar escapar. Ninguno, por lo que yo sé, lo ha conseguido aún.
Índigo permaneció en silencio. Junto a ella, Grimya se hallaba tumbada con la cabeza sobre las patas delanteras. Parecía tener los ojos clavados en la oscuridad, pero la joven tuvo la sensación de que la loba no veía nada, de que su mente no estaba totalmente pendiente de las palabras de Jasker. No muy segura, proyectó una pregunta con suavidad.
«¿Grimya? ¿Qué te preocupa?»
El animal parpadeó y, a pesar de que su cabeza no se movió, sus ojos se clavaron en el rostro de la muchacha.
«¿Por qué hacen cosas así? Hombres que envían a otros hombres a la muerte. Hombres que se alegran de su propia enfermedad. ¿Por qué. Índigo? ¿Qué poder puede desear que sucedan tales cosas? Se lo preguntaría a este hombre, pero es inútil; no sabe que puedo hablar a los humanos. Pregúntale por mí. Quiero comprenderlo. »
«Lo haré. »
Era exactamente lo que ella había querido preguntar, pero Grimya lo había articulado de una forma mucho más simple de lo que ella hubiera podido hacerlo. Miró al hechicero.
—¿Qué es el Charchad, Jasker? —Con una mano indicó el lúgubre paisaje que se extendía a sus pies—. Poseen un dominio absoluto; obligan a los hombres a trabajar contra su voluntad; castigan a los supuestos pecadores encerrándolos en ese valle diabólico. Pero ¿por qué? ¿Qué esperan obtener con ello?
Jasker meneó la cabeza.
—No lo sé. ¿Poder? ¿Dominio? ¿Quién puede decir lo que mueve a tales mentes depravadas? — Jugueteó con el catalejo—. También nos podríamos preguntar sobre la auténtica naturaleza de lo que se oculta en el valle.
La muchacha sintió como un nudo en la garganta; la respuesta estaba clara, aunque no quiso reconocerlo.
—¿De modo que no lo habéis visto por vos mismo?
—No. Un pozo resplandeciente; eso es todo lo que sé sobre él. Pero hay algo maligno ahí, algo más siniestro de lo que alcanzo a comprender, y es poderoso. —Sus ojos se iluminaron con fuerza—. Podéis llamarlo demonio.
Un demonio. Jasker tenía más razón de lo que pensaba... Recuerdos recientes se agitaron con fuerza en la mente de Índigo, y se volvió de nuevo hacia el hechicero, hablando con más brusquedad de lo que pretendía.
—Vuestro aparato, el catalejo. Dejadme mirar por él, Jasker. Dejadme ver lo que puede hacer.
El hombre hizo un gesto de asentimiento y le entregó el tubo de latón.
—Como queráis. Pero no posee nada parecido al poder de las grandes lentes que utilizan allá abajo.
—No importa. —Tomó el instrumento y se lo acercó al ojo derecho—. Decidme qué hay que hacer.
La mano de él se cerró alrededor de la suya.
—Hay que dirigirlo, de esta forma, hacia la zona que se quiere inspeccionar. Cuando se tiene una imagen a la vista, se hace girar el cilindro exterior hasta que ésta resulte clara.
Grimya inquirió:
«Indigo, ¿qué sucede? ¿Por qué tanta prisa?»
Pero la muchacha no le pudo contestar. Estaba absorta en las complejidades del catalejo, fascinada y no poco atemorizada por todo lo que alcanzaba a ver a través de su lente. Dirigió el instrumento hacia los lejanos hornos de fundición, y tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse atrás cuando enfocó, de repente, la oleosa superficie del río: reflejaba con tanta fuerza las llamas de los hornos que daba la impresión de que las mismas aguas poseían vida. Enfocó un poco más allá — se arrastró sobre los codos, sin darse cuenta siquiera de que la roca le arañaba la piel— y vio la pared norte del valle, resquebrajada y agujereada, con un malsano resplandor verdoso derramándose por sus laderas. Levantó la lente un poco, y lanzó un juramento cuando la imagen quedó absorbida por una luminiscencia nacarina que inundó su campo visual y borró todo detalle. El fulgor proveniente del valle de Charchad. Pero no consiguió ver lo que había más allá de sus límites, no pudo vislumbrar la menor señal que le diera una idea sobre la naturaleza del demonio que buscaba.
—Índigo. —Jasker posó su mano sobre el brazo de ella y la sacó de sus preocupaciones—. Hay que tener cuidado. Incluso la luz de Charchad resulta peligrosa.
Ella hubiera querido responderle con amargura: No para aquel que no puede morir, pero se mordió la lengua, y dejó que la lente se deslizara de nuevo sobre el río, sobre el infernal resplandor de los hornos, y regresara otra vez a la principal zona de excavación. Una antorcha se reflejó por un instante en una esquina de la lente y le hizo pestañear; mantuvo firme la mano, hizo retroceder un poco más el punto de mira...
Y se detuvo.
Hombres, moviéndose por entre la basura y los escombros de una de las laderas inferiores. Aumentados a proporciones humanas, se los veía encorvados, arrastrando los pies para formar una larga hilera desigual, como guerreros poco dispuestos que se reúnen antes de la batalla. Movió el catalejo unos centímetros y vio otras figuras humanas con lo que parecían látigos de trallas largas colgando descuidadamente de sus cintos; uno, dos... El cuerpo y la mente se le paralizaron cuando una de las figuras adquirió la forma de un hombre de cabellos negros y actitud arrogante.
—¡Quinas! —Siseó el nombre en voz alta sin darse cuenta, y todos los músculos del rostro de Jasker se tensaron.
—¿Qué?
A punto de repetir lo que había dicho. Índigo se contuvo. No podía estar segura; el fosforescente resplandor nocturno atravesado por la luz de las antorchas resultaba engañoso, y muchos hombres de aquella región tenían los cabellos negros.
—¡Índigo! —Jasker la agarró por el hombro y la sacudió con tal fuerza que el catalejo se le escapó de la mano y rodó sobre las rocas produciendo un cierto estrépito—. Ese nombre... ¿Cuál era?
Asustada y desorientada, lo miró parpadeando como un durmiente que acabara de salir de su letargo.
—¿Qué... ?
—¿Dijisteis Quinas?
La atmósfera se cargó de repente.
—Un capataz de las minas —repuso Índigo—. Pensé... —Una ardiente e indefinible emoción crepitó entre ambos—. ¿Lo conocéis?
El rostro del hechicero tenía un aspecto extraviado.
—Es el reptil que asesinó a mi esposa.
Grimya se incorporó de un salto y lanzó un aullido de angustia. Tanto ella como Índigo sintieron la repentina oleada de ciega y ardiente cólera que brotó de la mente de Jasker. Por un horrible instante la silueta del hechicero pareció arder; luego se dejó caer otra vez sobre las rocas, cubriéndose el rostro con ambas manos.
—¡Nunca pensé que volvería a escuchar ese nombre! —Su voz sonaba distorsionada por el dolor—. Lo creía muerto, pensé que Ranaya se habría vengado de ese diabólico...
—Jasker!
Índigo lo sujetó por los hombros y lo sacudió con todas sus fuerzas, hasta que le hizo perder el equilibrio. Unos ojos como brasas al rojo vivo se encontraron con los suyos y la muchacha sintió una renovada oleada de furia demente: entonces Jasker consiguió dominarse, y la miró con una expresión
de desconcertado sobresalto.
—Quinas... —Su voz era un susurro áspero y apagado.
—Está vivo. Lo conocí en Vesinum; yo... —Se interrumpió, ya que no deseaba relatar las circunstancias de su encuentro—. Es un capataz de las minas, Jasker; eso es lo que me dijo. Se están reuniendo hombres allá abajo, y hay otros con látigos.
—Está a punto de cambiar el turno. Antes de enviar de vuelta a los mineros, los cuentan, por si... —El hechicero meneó la cabeza con violencia—. Quinas...
—Es el lugarteniente de Aszareel, ¿no es así? ¿No es así? —Lo sacudió de nuevo, con furia.
—Sí. Uno de los que gozan de más favor.
—Entonces él sabrá el secreto de lo que se oculta en ese valle. Y él... —Se detuvo, pensando con rapidez—. Jasker, ¿dónde está Aszareel ahora? ¿Todavía predica?
Sacudió de nuevo la cabeza; parecía que el hombre empezaba a volver en sus cabales.
—No..., no lo creo. Poco antes de que ellos..., poco antes de que yo huyera de Vesinum, Aszareel desapareció. Se dijo que había ido al valle de Charchad para recibir la gracia y ser transformado. — Hizo una mueca—. Eso es lo que dicen sus acólitos, es la bendición final para los que le son fieles.
—Entonces, sin Aszareel para guiarlos, Quinas ocupa uno de los puestos más altos en la jerarquía del Charchad.
—Sí. ,
Una desagradable sonrisa apareció muy despacio en el rostro de Índigo. Ella también tenía una cuestión personal que arreglar con Quinas, aunque mucho menos importante que la de Jasker. El capataz había sido el artífice de la desgracia de Chrysiva...
Dijo entonces:
—Cuando cambia el turno, ¿se van los capataces junto con los hombres?
—No se van hasta al cabo de una media hora, más o menos.
—Entonces puede que lleguemos a tiempo. Jasker, debemos tenderle una trampa a Quinas cuando abandone las montañas. Yo facilitaré el cebo, y vuestra hechicería creará la trampa.
Los ojos de Jasker se iluminaron feroces.
—Daría cualquier cosa por vengarme de ese putrefacto engendro infernal... —Se quedó mirando su mano cerrada—. Las cosas que le haría, cómo lo haría sufrir antes de que muriera...
—No. —Índigo posó una mano conciliadora sobre su brazo—. Lo quiero vivo, Jasker.
La miró con ojos atormentados.
—¿Vivo?
—Vivo y sin el menor rasguño. —Sintió cómo una perversa emoción se agitaba en su interior, y sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de los bíceps del hombre—. Cuando haya acabado con él, podéis matarlo tan despacio y dolorosamente como os permitan vuestras habilidades. Pero primero quiero que me diga cómo encontrar a Aszareel, ¡y cómo llegar al valle de Charchad!